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100 Clásicos de la Literatura

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«En parte —dice Cavor—, esta esponjosidad es natural; pero en mucho es obra de la actividad industrial de los selenitas en tiempos pasados. Los enormes montes circulares formados con las rocas y tierra, procedentes de esas excavaciones, son lo que constituyen en torno de los túneles los “volcanes”», (como los llaman los astrónomos terrestres, engañados por una falsa analogía).



Por ese pozo lo llevaron, en aquella «especie de globo», primero a una lobreguez completa y después a una región de fosforescencia continuamente creciente. Los despachos de Cavor denuncian en él una indiferencia por los detalles, sorprendente en un hombre de ciencia; pero nosotros suponemos que esa luz era debida a los torrentes y cascadas de agua, que sin duda contenían algún organismo fosforescente y que corrían, cada vez con mayor abundancia, hacia abajo, al Mar Central. «Y al descender, —dice Cavor—, los selenitas se volvían luminosos». Por fin, debajo de él y lejos, vio un lago de fuego sin calor, que no otra cosa eran las aguas del Mar Central, que se arremolinaban, lucientes, en extraña agitación «como una luminosa leche azul en el momento en que hierve».



«Este Mar Lunar —dice Cavor más adelante—, no es un océano estancado: una marea solar lo empuja en perpetuo flujo en torno del eje lunar y ocurren extrañas tormentas, hervores y tumultos de sus aguas y a veces hay fríos vientos y truenos que ascienden por las transitadas vías de esa especie de hormiguero que va hasta el exterior. El agua da luz sólo cuando está en movimiento; en sus raros períodos de calma es negra. Generalmente, cuando uno las mira, ve las aguas alzarse y caer en una aceitosa superficie, y manchas y grandes capas de espuma lustrosa, burbujosa, se mezclan con la corriente lenta que despide un tenue brillo. Los selenitas navegan por sus cavernosos estrechos y lagunas en pequeños botes poco profundos, de forma parecida a la de las canoas, y antes de mi viaje a las galerías que dan acceso a la residencia del Gran Lunar, que es el Señor de la Luna, se me permitió hacer una breve excursión por esas aguas».



»Las cavernas y pasadizos son naturalmente muy tortuosos. Gran parte de esas vías son únicamente conocidas por los más expertos pilotos de entre los pescadores, y con no poca frecuencia se pierden algunos selenitas para siempre entre sus laberintos. En sus más remotos rincones, según me han dicho, hay extraños animales, algunos de ellos terribles y peligrosos, a quienes toda la ciencia de la luna ha sido incapaz de exterminar. Los más notables son el Rafa, inextricable masa de aferradores tentáculos, que uno corta en pedazos sólo para multiplicarlo, y el Tzi, veloz fiera que nadie alcanza a ver, tan sutil y repentinamente cae sobre aquél a quien extermina…



Después entra en una breve descripción:



«Esa excursión me recordó lo que he leído de las Cuevas de los Mastodontes; si hubiera tenido una antorcha de luz amarilla en vez de la penetrante luz azul, y un remero de apariencia robusta, con un remo, en vez del selenita cara-de-canasta que manejaba la canoa con un mecanismo situado en la popa, podría haberme imaginado que de improviso había vuelto a la tierra. Las rocas por entre las cuales íbamos eran muy variadas: a veces negras, a veces de un azul pálido venoso, y una vez brillaron y chispearon como si hubiéramos entrado en una mina de zafiro. Y abajo se veía a los fosforescentes peces pasar y desaparecer en la profundidad apenas menos fosforescente que ellos. Luego, de pronto, surgió un largo panorama azul por la tersa corriente de uno de los canales de tráfico, un desembarcadero, y más lejos la rápida visión de uno de los enormes pozos verticales, lleno de transeúntes».



»En un vasto espacio cubierto de chispeantes estalactitas, pescaban unos botes. Nos acercamos al costado de uno de ellos, y vimos unos selenitas de largos brazos, que sacaban del agua la red. Eran unos insectos pequeños, jorobados, de brazos muy fuertes, piernas cortas y envueltas en telas, y con unas caras-máscaras llenas de sinuosidades. Cuando tiraban de la red, ésta me pareció la cosa más pesada que había visto en la luna: los pesos que la hacían sumergirse eran indudablemente de oro. Se necesitó mucho rato para sacarla, pues en esas aguas los peces más grandes y apropiados para la alimentación viven en las profundidades. Los peces que la red había aprisionado salieron como sale la luna, a veces, en el cielo terrestre: con refulgencia azul, vigorosa.



»Entre lo pescado había una cosa con muchos tentáculos, de ojos malignos, y negra, que se agitaba ferozmente: los pescadores saludaron su aparición con gritos y murmullos, y en el acto la redujeron a pedazos, valiéndose de unas pequeñas hachas que manejaban con movimientos rápidos y nerviosos. Todos los miembros, separados ya, continuaron moviéndose y azotando el aire o el piso del bote de manera amenazadora. Más tarde cuando caí enfermo de fiebre, soñaba una y otra vez con aquel animal agresivo y furioso que se alzaba tan vigoroso y activo, de la profundidad de aquel mar desconocido. Ése ha sido el más móvil y maligno de todos los seres vivientes que hasta ahora he visto en este mundo del interior de la luna…



»La superficie de este mar debe estar a muy cerca de 200 millas (sí no más) del nivel exterior de la luna.



»He sabido que todas las ciudades de la luna están inmediatamente sobre el Mar Central, en espacios cavernosos y galerías artificiales como las que he descripto, y se comunican con el exterior por enormes pozos verticales que se abren invariablemente en los que los astrónomos terrestres llaman “cráteres” de la luna. Las tapas que cierran esas aberturas son como las que vimos en la correría que precedió nuestra captura.



»Respecto a la condición de la parte menos central de la luna, todavía no he llegado a un conocimiento muy preciso. Hay un enorme sistema de cavernas en las que se cobijan las reses durante la noche; y hay mataderos con todos los aparatos necesarios —en uno de ellos fue donde Bedford y yo combatimos con los carniceros selenitas—, y recientemente he visto globos cargados de carne, que bajaban de la obscuridad de arriba. Hasta ahora se tanto de todo esto, cuanto podría saber un zulú que hubiera, estado en Londres el mismo tiempo que yo en la luna, de lo concerniente a la provisión de cereales en el Imperio británico. Es claro, sin embargo, que esos pozos o galerías verticales y la vegetación de la superficie deben representar un papel esencial en la ventilación y refrescamiento de la atmósfera de la luna. En cierta ocasión, y particularmente en mi primera salida de mi prisión, un viento frío soplaba hacia abajo del pozo y después hubo una especie de sirocco hacia arriba, que coincidió con mi fiebre. Tengo que contar efectivamente, que al cabo de tres semanas caí enfermo, con una fiebre de especie indefinida y no obstante el sueño continuado a que me entregue y las píldoras de quinina que con muy feliz oportunidad había traído en mis bolsillos, quedé enfermo y en una gran depresión de espíritu, casi hasta los días en que me condujeron a la presencia del Gran Lunar, que es, lo repito, el Señor de la Luna.



»No me extenderé —añade Cavor—, en lo referente a la miserable condición de espíritu en que me encontré en aquellos días de enfermedad, (¡pero sí se extiende, con gran amplitud de detalles que omito aquí!). Mi temperatura —concluye—, se mantuvo anormalmente alta durante largo tiempo, y perdí todo deseo de tomar alimento. Tenía intervalos de estar despierto y tranquilo, y después dormía; las pesadillas atormentaban mi sueño, y en un período dado recuerdo que estuve tan débil que sentí la nostalgia de mi planeta y casi entró en un estado de histerismo. Sentía una ansiedad intolerable de ver algún color que interrumpiera la monotonía del eterno azul…



En seguida vuelve al tema de la atmósfera lunar, que circula como por una esponja. Varios astrónomos y físicos me dicen que todo lo que él refiere está completamente de acuerdo con lo que se sabía ya de las condiciones de la luna. «Si los astrónomos terrestres —dice el señor Wendigee— hubieran tenido el coraje y la imaginación de llevar hasta el fin una inducción atrevida, podrían haber predicho casi todo lo que Cavor tiene que decir acerca de la estructura general de la luna; hoy ya saben con bastante certidumbre que la luna y la tierra no son tanto un satélite y su astro primario, como dos hermanas, menor y mayor, salidas ambas de una masa, y por consiguiente, compuestas ambas de una misma materia. Y desde que la densidad de la luna alcanza sólo a tres quintas partes de la densidad de la tierra, no puede haber otra explicación para esto, sino que la luna está agujereada por un gran sistema de cavernas». Sir Jabez Flap, miembro de la Real Sociedad (uno de los más entretenidos exponentes del lado cómico de las estrellas), dice que: «no había necesidad de que nosotros hubiéramos ido a la luna para descubrir tan fáciles inferencias», y apoya su sarcasmo con una alusión a un queso de Gruyere; pero lo cierto es que si el señor Flap sabía que la luna era hueca, podía haberlo anunciado antes… Y si la luna es hueca, la aparente ausencia de aire y agua en ella se explica, por supuesto, con bastante facilidad. El mar está en el fondo de las cavernas, y el aire corre a través de la gran esponja de galerías, de acuerdo con simples leyes físicas. Las cavernas de la luna, en conjunto, son lugares muy ventosos. A medida que la luz cálida del sol avanza por la luna, se calienta el aire en las galerías exteriores de ese lado, su presión crece, y se mezcla con el aire que se evapora de los cráteres (donde las plantas lo desembarazaron de su ácido carbónico), mientras la mayor parte afluye y se precipita por las galerías, para reemplazar al fugitivo aire del lado que empieza a enfriarse por haberlo dejado ya el sol.



Hay, por lo tanto, una constante brisa hacia el Este, y una afluencia, durante los días lunares, hacia el exterior, por los pozos verticales, que se complica por la variada forma de las galerías y los ingeniosos mecanismos inventados por los selenitas…

 





(XXIV)



La historia natural de los selenitas





Los mensajes de Cavor, del sexto al decimosexto, están a cada paso interrumpidos, y abundan tanto en repeticiones, que casi no forman una narración seguida. Los publicaremos completos, por supuesto, en la memoria científica; pero aquí será mucho más conveniente limitarse a continuar con extractos y citas, como en el anterior capítulo. Hemos sometido cada palabra a un minucioso escrutinio crítico, y mis propios recuerdos e impresiones de las cosas lunares, aunque breves, han sido de inestimable ayuda para la interpretación de lo que sin ello habría sido de una obscuridad impenetrable. Naturalmente, como seres vivientes que somos, nuestro interés se concentra mucho más en la extraña comunidad de insectos lunares en que Cavor vive, según parece, como huésped colmado de honores, que en la simple condición física de aquel mundo.



Creo haber explicado ya que los selenitas que vi se parecen al hombre en que andan en dos pies y rectos, y que tienen cuatro miembros principales; y he comparado el aspecto general de sus cabezas y las coyunturas de sus miembros, con las de los insectos. He señalado también, la peculiar consecuencia de su gravitación menor en la luna: debilidad y fragilidad. Cavor confirma mis observaciones sobre estos puntos: llama, a los selenitas «animales», aunque por supuesto, no entran en división alguna de la clasificación de las criaturas terrestres, y deja constancia de que «el tipo insecto de la anatomía nunca ha pasado en la tierra, afortunadamente para los hombres, de un tamaño relativamente muy pequeño». Los mayores insectos terrestres, vivientes o ya extinguidos, no miden, en verdad, más de seis pulgadas de largo; «pero aquí, a causa de la menor gravitación de la luna, un animal, sea insecto o vertebrado, parece que puede alcanzar dimensiones humanas y ultrahumanas».



No menciona a la hormiga, pero sus alusiones hacen que la hormiga aparezca de continuo ante mi mente, con su actividad incansable, con su inteligencia y organización social y con su estructura, particularmente por el hecho de que presentan, además de las dos formas —masculina y femenina, que casi todos los otros animales poseen—, una cantidad de otras criaturas asexuales, trabajadores, soldados, etc…, diferentes una de otra en estructura, carácter, poder y empleo, y sin embargo, todos miembros de las mismas especies. Porque hay que notar que los selenitas tienen gran variedad de formas. Desde luego no solamente son, por su tamaño, colosalmente más grandes que las hormigas, sino también, en opinión de Cavor, con respecto a la inteligencia, a la moralidad, a la sabiduría social, son colosalmente más grandes que los hombres. Y en vez de las cuatro o cinco diferentes formas de hormigas que el hombre conoce hasta ahora, las diversas formas de selenitas son casi innumerables. Ya he tratado de indicar la muy considerable diferencia que se observa entre los selenitas del centro y los de la corteza exterior con quienes la casualidad hizo encontrarme: sus diferencias de tamaño, color y forma eran ciertamente tan grandes como las que separan a las razas de hombres más diversas; pero las diferencias que vi quedan reducidas absolutamente a la nada en cuanto se las confronte con las que Cavor describe. Parece, efectivamente, que los selenitas exteriores que vi eran, los más de ellos, de un solo color y ocupación: pastores, matarifes, etc. Pero dentro de la luna, cosa de que yo no tenía ni siquiera sospecha, parece que hay una cantidad de clases de selenitas: diferentes en formas, diferentes en poder y en apariencia, y que sin embargo, no son diferentes especies de criaturas sino diferentes formas de una especie. La luna es, seguramente, algo como un vasto hormiguero; pero en vez de existir en éste sólo las cuatro o cinco clases de hormigas: trabajador, soldado, macho alado, reina y esclavo, hay varios cientos de diferentes clases de selenitas, y casi todas las gradaciones entre una clase y otra.



Debemos creer que Cavor descubrió esto con mucha rapidez. Deduzco de su narración (pues no puedo decir que ésta lo expone con claridad), que quienes lo capturaron fueron los pastores bajo la dirección de los otros selenitas, que tienen más grandes las cajas cerebrales ¿cabezas?, y mucho más cortas las piernas. Al ver que no se decidía a andar, ni aun cuando lo punzaran con sus lanzas, lo condujeron a las lóbregas galerías interiores, cruzaron un puentecillo estrecho, algo como una tabla puesta de un lado a otro de una zanja, que quizás sea el mismo por el cual me negué yo a pasar, y lo pusieron en una cosa que al principio debe haberle parecido una especie de ascensor. Era un globo —que había estado absolutamente invisible para nosotros en las tinieblas—, y lo que yo había creído una simple tabla que se hundía en el vacío era, sin duda, el puentecillo para pasar al globo.



En éste descendieron hacia regiones interiores cada vez más iluminadas. Al principio bajaron en silencio —turbado, únicamente, por el cuchicheo de los selenitas—, y después entraron en un creciente ruido y movimiento. En poco tiempo, la profunda obscuridad había dado a los ojos de Cavor una sensibilidad tan grande, que a cada momento iba viendo algo más de las cosas que lo rodeaban, y por último lo vago tomó forma.



«Figúrense ustedes un enorme espacio cilíndrico —dice Cavor en su séptimo mensaje—, que tendrá hasta un cuarto de milla de ancho; muy tenuemente alumbrado al principio y después claro, con grandes plataformas extendidas en espirales que se pierden por fin hacia abajo, en una azul profundidad: y el espacio se iluminaba cada vez más, sin que fuera posible decir cómo ni por qué. Acuérdense ustedes de la cavidad por dónde pasa la escalera en espiral más ancha, o la que sirve para el ascensor más espacioso que hayan visto, y multipliquen sus dimensiones por ciento; imagínenselo ustedes en el crepúsculo, visto a través de un vidrio azul; imagínense verlo ustedes mismos así, pero imagínense también sentirse extraordinariamente ligeros, haberse desprendido de cuanta sensación de vértigo puede sentirse en la tierra, y tendrán los primeros elementos de la impresión que entonces sentí».



»En torno de aquella enorme cavidad, imagínense ustedes una ancha galería que se extiende en una espiral mucho más empinada que lo que sería creíble en la tierra, y que forma un escarpado camino, sólo separado del abismo por un pequeño parapeto que se pierde en una perspectiva lejana, dos millas hacia abajo.



»Alcé los ojos, y vi el mismo sujeto de la visión de abajo: parecía por supuesto, que asomaba la cabeza para mirar dentro de un cono muy inclinado. El viento soplaba de arriba abajo y más arriba me parece que oí, debilitándose por momentos, el bramido de las reses recogidas nuevamente de los pastos del exterior. Y arriba y abajo, las galerías en espiral se veían sembradas de una muchedumbre desparramada, insectos pálidos, débilmente luminosos, que nos miraban o se entregaban con prisa a sus desconocidas ocupaciones.



»No sé si fue ilusión mía, pero me pareció que un copo de nieve pasó rápidamente, empujado por la helada brisa. Y luego, como otro copo de nieve, un pequeño hombre-insecto, prendido a un paracaídas, se deslizó cerca de nosotros, con mucha velocidad, hacia las regiones centrales de la luna.



»El selenita cabezudo que estaba sentado junto a mí, al verme mover la cabeza como alguien que ve, extendió su “mano” en forma de trompa y señaló una especie de muelle que aparecía a la vista, abajo, muy lejos: un pequeño desembarcadero, o algo así, colgado en el vacío. A medida que nos acercábamos a aquel punto nuestra velocidad disminuía, hasta que al llegar a su altura nos detuvimos. Alguien arrojó un cabo, pronto atado, y en seguida me encontré delante de una multitud de selenitas que se agolpaban a verme.



»Aquélla era una agrupación inconcebible: repentina, violentamente, se impuso a mi atención la gran variedad de tipos que existe entre aquellos seres de la luna.



»No había, a decir verdad, semejanza entre dos seres de aquella hormigueante muchedumbre. ¡Se diferenciaban en forma, se diferenciaban en tamaño! Algunos se inclinaban, se estiraban; otros corrían de un lado para otro, por entre las piernas de sus camaradas; algunos se retorcían y entrelazaban como serpientes. Todos ellos sugerían la grotesca e intranquilizadora idea de un insecto que de algún modo ha conseguido remedar a un ser humano; todos parecían presentar una increíble exageración de alguna determinada parte del cuerpo: éste tenía un vasto miembro anterior derecho, un enorme brazo “antenal”, o algo así; aquél parecía todo pierna, encaramado, tal como se le veía, en zancos; otro avanzaba un órgano de forma nasal al lado de un ojo agudamente escrutador, que le hacía aparecer sorprendentemente humano basta que uno veía su boca exenta de expresión. Los fabricantes de juguetes hacen unos polichinelas con patas de langosta; así era aquel ser. La extraña y (fuera de la falta de mandíbulas y palpos), casi insectuna cabeza de aquellos selenitas, pasaba por transformaciones asombrosas; aquí era ancha y baja, allá alta y angosta; aquí, su vacía frente se prolongaba en cuernos y otras prominencias extrañas; en uno tenía patillas y parecía dividida, en otro tenía un grotesco perfil humano. Varias cajas craneanas se estiraban, como vainas, hasta adquirir un largo enorme. Los ojos eran también de una extraña variedad, algunos bastante elefantinos, diminutos y vivos; otros, anchos pozos obscuros. Había asombrosas formas con cabezas reducidas a microscópicas proporciones y estupendos cuerpos, y fantásticas, tenues cosas que parecían existir sólo como base para unos ojos vastos, rodeados de un círculo blanco, chispeantes. Y el más extraño de todos, o a lo menos así me parecía por el momento, era que dos o tres de aquellos seres estrafalarios de un mundo subterráneo, de un mundo protegido del sol o de la lluvia por innumerables millas de roca… ¡llevaban paraguas en sus tentaculares manos!, ¡verdaderos paraguas de apariencia terrestre! Y en seguida pensé en el hombre del paracaídas que había visto descender…



»Aquella gente lunar se conducía exactamente como una muchedumbre humana en circunstancias semejantes: se empujaban y estrujaban mutuamente, el uno echaba a un lado al de más allá, hasta se subían uno sobre otro para verme. A cada momento aumentaban en número, y se agolpaban con más presión contra los discos de mis guardianes (Cavor no explica lo que esto significa); a cada momento nuevas formas se imponían a mi maravillada atención. Y, de repente, se me hizo señas de que entrara, y se me ayudó a entrar en una especie de litera, que unos conductores dotados de fuertes brazos, levantaron: así fui conducido por encima de aquella hirviente pesadilla, al alojamiento que se me había destinado en la luna. Por todas partes me rodeaban ojos, caras, máscaras, tentáculos, un ruido sordo como el roce de alas de escarabajo, y una gran mezcla de balidos y chillidos, que eran las voces de los selenitas…



Por lo que sigue comprendemos que lo llevaron un «departamento hexagonal», y allí estuvo acompañado durante cierto tiempo. Después se le dio mucha mayor libertad hasta que gozó casi de tanta como la de que puede gozarse en una ciudad civilizada de la tierra. Parece que el misterioso ser, gobernante y amo de la luna, designó a dos selenitas de grandes cabezas para «custodiarle y estudiarle, y para establecer con él la comunicación mental que fuera posible alcanzar», y por sorprendente e increíble que pueda parecer, aquellos dos seres, aquellos fantásticos hombres-insectos, aquellos seres de otro mundo, llegaron a comunicarse con Cavor por medio del lenguaje terrestre…



Cavor les da los nombres de Fi-u y Tsi-puff. Dice que Fi-u tenía de alto unos cinco pies, las piernas delgadas, cortas, como de dieciocho pulgadas de largo, y pequeños pies, de la común forma lunar. Sobre aquellas piernas se balanceaba un cuerpecito, palpitante con los latidos del corazón. Los brazos eran largos, flojos, con muchas coyunturas, y terminaban en un puño tentacular; el cuello tenía también muchas coyunturas, como los de los demás, pero era excepcionalmente corto y grueso.



«Su cabeza —dice Cavor, (aludiendo sin duda a alguna anterior comunicación que se había extraviado)—, es del corriente tipo lunar, pero extrañamente modificada: la boca tiene la usual hendidura sin expresión, pero es muy pequeña y se abre hacia abajo, y cara entera, propiamente dicha, está reducida al tamaño de una ancha nariz chata. A cada lado hay un ojo, semejante a los de la gallina».

 



»El resto de la cabeza forma un voluminoso globo, y la epidermis cueruda, gruesa, de los pastores de reses, se adelgaza hasta quedar reducida a una simple membrana, a través de la cual se ven claramente los movimientos de pulsación del cerebro. Fi-u es, en resumen, un ser con un cerebro tremendamente hipertrofiado y con lo demás de su organismo relativo y, podría decirse en sentido terrestre, absolutamente atrofiado.



En otro párrafo, Cavor compara a Fi-u, visto por detrás con Atlas sosteniendo el mundo. Tsi-puff, según parece, era un insecto muy semejante a él, pero su «cara» se estiraba hasta ser de un largo considerable, y por hallarse la hipertrofia cerebral en otras regiones, su cabeza no era redonda, sino de forma de pera, con el pedúnculo hacia abajo. Después habla Cavor de los portadores de literas, seres con tremendos hombros y el resto del cuerpo flaco; de unos ujieres que más debían parecer arañas, y de un encorvado lacayo, todos los cuales componían su servidumbre.



Fi-u y Tsi-puff acometieron el problema del lenguaje de un modo bastante natural. Entraron en la celda hexagonal en que Cavor estaba encerrado, y empezaron a imitar todos los sonidos que éste emitía: el primero fue una tos. Cavor, por su parte, parece que comprendió su intención con gran prontitud, y comenzó a repetirle s palabras y a indicarles su aplicación. El procedimiento continuó, probablemente siendo siempre el mismo: Fi-u escuchaba a Cavor, mirándolo durante un rato, luego señalaba también, y repetía la palabra que había oído.



La primera palabra que dominó fue «hombre», y la segunda «lunestre», que Cavor, a lo que parece en la precipitación del momento, empleó, en vez de «selenita» para designar a la raza lunar. Tan pronto como Fi-u estaba seguro del significado de una palabra, la repetía a Tsi-puff, quien la recordaba infaliblemente. En la primera sesión llegaron a dominar más de cien palabras.



Después parece que llevaron a un artista para que los ayudara en su labor con dibujos y diagramas, porque los que hacía Cavor eran bastante imperfectos: «era, —dice Cavor—, un ser con un brazo activo y un ojo escrutador, y dibujaba con increíble rapidez».



El undécimo mensaje es, indudablemente, sólo un fragmento de una comunicación más larga. Después de algunas frases entrecortadas, que han llegado en forma ininteligible, continúa:



«Pero sólo interesaría a los lingüistas, y me demoraría mucho, referir con detalles la serie de tentativas de conversaciones de que aquello fue comienzo, y por otra parte, temo que no me fuera posible presentar algo capaz de reproducir en su debido orden todos los avances y vueltas que dimos, en nuestro afán de comprendernos mutuamente. En los verbos encontramos muy pronto el camino expedito, por lo menos en los verbos activos que pude expresar por medio de dibujos; algunos adjetivos fueron fáciles de explicar; pero cuando llegamos a los substantivos abstractos, las preposiciones, y a las formas de lenguaje figurado por cuyo medio se expresa uno tan fácilmente en la tierra, aquello fue como zambullir en el agua con un cinturón de corcho. Pero esas dificultades sólo fueron insuperables hasta la sexta lección, cuando se nos agregó un cuarto auxiliar, un ser con una cabeza enorme, de forma de foot-ball, cuyo “fuerte” era evidentemente la persecución de las analogías complicadas. Entró en actitud preocupada, tropezando con un banquito. Era necesario presentarle las dificultades que habían surgido con cierta cantidad de gritos, golpes, y pinchazos, para que llegaran a su conocimiento; pero una vez que esto sucedía, su penetración era asombrosa. En cualquier momento en que se necesitara pensar con mayores alcances que los de Fi-u (los cuales eran, como he dicho ya, vastísimos), se solicitaban los servicios de la cabezuda persona, y ésta, invariablemente, transmitía sus conclusiones Tsi-puff, para que los recordara: Tsi-puff era siempre el arsenal de hechos. Y así continuamos adelantando».



»Largo me pareció, y sin embargo, fue breve, apenas unos días, el tiempo que pasó sin que pudiéramos hablar positivamente con aquellos insectos de la luna. Al principio, como es lógico, nuestra conversación se limitó a un cambio de sonidos infinitamente fastidioso y exasperante; pero de una manera imperceptible llegamos a la comprensión, y a fuerza de paciencia me he puesto al alcance de los limitados medios de mis interlocutores. Fi-u es quien tiene a su cargo todo lo que sea hablar, y habla con una gran suma de meditación previa: primero hace: “Mm… m