Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Bueno —comencé—; puesto que ustedes se empeñan, les diré que traigo eso de la luna.

—¿De la luna?

—Sí: la luna del cielo.

—Pero ¿qué quiere usted decir?

—Lo que digo ¡voto a!…

—¿Que acaba usted de llegar de la luna?

—¡Exactamente! A través del espacio… en esa bola.

Y engullí un delicioso bocado de huevo. Al mismo tiempo apunté mentalmente que cuando volviera en busca de Cavor llevaría una caja de huevos.

Fácil me era ver que no creían una palabra de lo que les decía, y que, evidentemente, me consideraban como el mentiroso más respetable que en su vida hubieran visto. Se miraron uno a otro, y luego concentraron en mí el fuego de sus ojos. Me imagino que esperaban encontrar una clave con respecto a mi persona en la manera como me servía sal, y parecían encontrar algo significativo en el modo como pimentaba los huevos. Aquellas mazas de oro, de tan extrañas formas, bajo cuyo peso se habían cimbrado, absorbían sus pensamientos. Allí estaban las barras delante de mí, cada una con un valor de miles de libras y tan imposibles de robar como una casa o un terreno. Al mirar sus caras curiosas por encima de mi taza de café, me formé una idea del enorme laberinto de explicaciones en que habría tenido que meterme para hacerme comprensible otra vez.

—Usted no quiere decir, seriamente… —empezó el más joven, en el tono de alguien que habla a un niño obstinado.

—Hágame usted el favor de pasarme ese plato de tostadas —le dije, y con eso se calló completamente.

—Pero, oiga usted —empezó uno de los otros—, yo digo que no podemos creer eso, ¿sabe usted?

—¿Ah? ¡Bueno! —contesté, y me encogí de hombros.

—No quiere decirnos la verdad —dijo el más joven haciéndose a un lado, y luego, con una apariencia de gran sangre fría—: ¿no se opone usted a que fume un cigarrillo?

Asentí con un cordial ademán, y continué mi desayuno. Dos de los otros se fueron a la ventana que quedaba más lejos de mí, y se pusieron a mirar afuera y a hablar en voz que yo no alcanzaba a oír.

En ese momento me asaltó una idea.

—La marea —dije—, se acerca.

Hubo una pausa: ninguno se adelantaba a contestar.

—Ya está cerca del barco —dijo el hombrecito gordo.

—¡Bueno, no importa! —contesté—. Si flota, no irá lejos.

Decapité un tercer huevo, y empecé un pequeño discurso.

—Oigan ustedes —dije—. Tengan la bondad de no imaginarse que estoy chiflado ni que les digo mentiras irrespetuosas, ni nada por el estilo. Lo único hay es que estoy obligado a guardar cierta discreción y reserva. Comprendo perfectamente que el absurdo es de los más raros que puede haber, y que la imaginación de ustedes debe estar excitada. Puedo asegurar a ustedes que el momento en que se encuentran ahora señala una época memorable. Pero ahora no puedo presentar a ustedes las cosas con mayor claridad…, es imposible. Les doy mi palabra de honor de que vengo de la luna, y esto es todo lo que puedo decirles… Al mismo tiempo, estoy tremendamente agradecido a ustedes, ¿saben?; tremendamente, y deseo que mis actos no hayan ofendido en manera alguna a ninguno de ustedes.

—¡Oh! ¡Nada de eso! —dijo el más joven, con afabilidad—. Comprendemos perfectamente.

Y mirándome con fijeza, sin quitarme los ojos de encima, se echó hacía atrás en su silla hasta que ésta casi se volteó, y luego recuperó su posición con algún trabajo.

—¡Ni una sombra de ofensa! —dijo el joven gordo—. ¡No se imagine usted eso!

Y todos se pararon, se dispersaron, y anduvieron por el cuarto; encendieron cigarrillos, y trataron de mostrarse perfectamente amables y desinteresados, enteramente libres de la menor curiosidad con respecto a mí o a la esfera.

«De todos modos, no voy a quitar los ojos del buque que está allá» —oí que decía uno de ellos bajando la voz. Creo que con un poco más de resolución, se habrían marchado todos en el acto y me habrían dejado solo.

Yo seguía comiendo el tercer huevo.

—El tiempo —observó de repente el hombre gordo—, ha sido magnífico ¿no? No sé que hayamos tenido otro verano tan…

¡Fiiffti… uzz!.

Aquello parecía un tremendo cohete.

Y, por allá, en alguna parte, cayeron rotos los vidrios de una ventana.

—¿Qué es eso?

—¿No es?… —exclamó el hombrecito, y se precipitó a la ventana de la esquina.

Todos los otros corrieron a la misma ventana.

Yo, sentado, los miraba fijamente.

De improviso, me levanté de un salto, dejé caer el tercer huevo, y me abalancé también a la ventana. Una terrible presunción me había asaltado.

—¡Nada se ve ya! —gritó el hombrecito, y corrió hacia la puerta.

—¡Es ese muchacho! —vociferé, ronco de furor—. ¡Ese maldito muchacho!

Y volviéndome, empujé a un lado al sirviente que entraba con más tostadas para mí. Salí violentamente del hotel y me dirigí a escape a la pequeña explanada que se extendía delante de éste.

El mar, que había estado antes terso como mi espejo, se agitaba, arrugado por desordenadas crestas, y en todo el paraje en que la esfera había quedado, el agua subía y bajaba, como si acabara de hundirse allí un buque. Arriba, una nubecilla se precipitaba hacia el firmamento como un humo que empezaba a desvanecerse, y las tres o cuatro personas que estaban en la playa miraban con interrogadores ojos el punto de donde había partido el inesperado estallido. ¡Y eso era todo! Ruido de pisadas rápidas, el criado y los cuatro jóvenes vestidos de franela corrían detrás de mí. Gritos salían de las puertas y ventanas, y toda clase de personas alarmadas aparecieron a la vista… boquiabiertas.

Por un rato me quedé parado allí, demasiado abrumado por aquel nuevo suceso para pensar en las personas que me rodeaban.

—¡Cavor está allá! —dije—. ¡Allá arriba! Y nadie sabe ni jota de cómo se hace la Cavorita. ¡Buen Dios!

Sentía como si alguien me vertiera agua helada, de una vasija inagotable, por detrás de la nuca. Las piernas se me aflojaron. Aquel maldito muchacho… ¡perdido en el inmenso espacio! ¡Yo, literalmente arruinado! Tenía, cierto, el oro que estaba en el comedor del restaurant… mi única fortuna en la tierra; pero también tenía acreedores. ¡Cielos santos! ¿Cómo iba a poder desenredarme? El efecto general que aquello me produjo fue el de una incomprensible confusión.

—¡Oigan ustedes! —dijo la voz del hombrecito detrás de mí—. ¡Oigan ustedes! ¿Saben?

Giré sobre mis talones, y vi unas veinte o treinta personas, un grupo muy variado, que me bombardeaban con sordas interrogaciones, con infinitas dudas y sospechas. El peso de sus miradas se me hizo intolerable, y así lo manifesté.

—¡No puedo! —grité—. No puedo decirles nada. No tengo ni fuerzas para hacerlo. Ustedes adivínenlo, y… ¡váyanse al diablo!

Decía esto y gesticulaba convulsivamente. El hombrecito dio un paso atrás, como si lo hubiera amenazado. Yo di un salto por entre ellos, y entré a escape en el hotel. Me precipité al restaurant y toqué la campanilla, furiosamente.

Apenas entró el sirviente, lo empuñe.

—¿Oye usted? —le grité—. Llame usted a alguien que le ayude, y lleve esas barras a mi cuarto, ahora mismo.

El hombre no me entendió, y yo lo aturdí a gritos, lo sacudí. En la puerta apareció un viejecito, de cara asustada, y detrás de él dos de los jóvenes con trajes de franela. Avancé hacia ellos y les ordené que me ayudaran. Tan pronto como el oro estuvo en mi cuarto, me sentí más libre para reñir.

—Ahora ¡afuera todos! —vociferé—. ¡Todos afuera, si no quieren ver a un hombre volverse loco delante de ustedes mismos!

Y al sirviente, que titubeaba en el umbral, lo empujé por un hombro. Luego, apenas hube cerrado con llave la puerta detrás de ellos, me arranqué del cuerpo las ropas que me había prestado el hombrecito gordo, y me acosté. Y allí en la cama estuve jurando y revolviéndome largo rato, hasta que me fue pasando el furor.

Por último me hallé con suficiente calma para bajar de la cama, tocar la campanilla, y pedir al criado que acudió con ojos desmesuradamente abiertos, una camisa de noche, de franela, un vaso de soda con whisky, y algunos bueno s cigarros. Una vez en mi poder aquellas cosas, me encerré nuevamente con llave, y procedí con toda mi resolución, a afrontar la situación cara a cara.

El resultado neto del gran experimento se presentaba como un absoluto fracaso. Aquello era una derrota, y yo el único sobreviviente; un completo derrumbamiento, y lo que acababa de suceder, su final desastre. No me quedaba más recurso que salvarme y conmigo salvar todo cuanto pudiera de los restos de nuestra ruina. Ese fatal golpe postrero había desvanecido todas mis vagas resoluciones de re surgimiento y de triunfo. Mi intención de volver a la luna, de recoger a Cavor, o de todos modos, de llevarme una esfera llena de oro, y después hacer analizar un trozo de Cavorita y así adueñarme del gran secreto… todas esas ideas se disiparon completamente.

¡Yo era el único sobreviviente: nada más quedaba!

Creo que la idea de meterme en cama ha sido una de las más felices que en mi vida he tenido cuando me he hallado en serias dificultades. Creo realmente que, de lo contrario, habría perdido la cabeza o hecho algo fatal, indiscreto, pero allí, encerrado y libre de toda interrupción, podía reflexionar sobre mi situación y todas sus ramificaciones, y hacer mis arreglos a mis anchas.

Por supuesto que lo que había pasado al muchacho era para mí perfectamente claro: se había metido en la esfera, había empezado a mover las celosías, había cerrado las ventanas de Cavorita, y ¡arriba! Lo menos probable era que hubiese atornillado la tapa del agujero de entrada, y aun cuando lo hubiera hecho, por una probabilidad de que volviera a la tierra había mil en contra. Era lo más evidente que gravitaría en el centro de la esfera y allí se quedaría, y de esa manera cesaría de ser objeto de interés para la tierra, por muy extraordinario que pudiera parecer a los habitantes de algún remoto barrio del espacio.

 

Pronto me convencí de esto, y en cuanto a la responsabilidad que pudiera tocarme en el asunto, cuanto más reflexionaba acerca de ella, más claro veía que, con sólo guardar silencio, no necesitaba preocuparme de ese punto. Si los afligidos padres venían a reclamar su hijo perdido, yo me limitaría a reclamar mi esfera perdida…, o a preguntarles lo que querían decir. Al principio había tenido una visión de llorosos parientes y tutores y toda clase de complicaciones, pero ya veía que sólo necesitaba mantener la boca cerrada para que nada de eso ocurriera. Y, de veras que cuanto más seguía acostado, fumaba y pensaba, más evidente se me aparecía la sabiduría de la impenetrabilidad. Todo ciudadano británico tiene el derecho, con tal de que no infiera daño a nadie ni ofenda el decoro, de aparecer repentinamente donde le plazca, tan sucio y cubierto de harapos como le agrade, y con cualquier cantidad de oro virgen de que crea conveniente cargarse, y nadie tiene el derecho de estorbarle ni de detenerle en esa vía. Me formulé, al terminar mis meditaciones, netamente esas teorías, y las repetí como una especie de Magna Carta de mi libertad.

Una vez que hube establecido así las cosas por un lado, podía contemplar y examinar de manera semejante, ciertas otras en que apenas había osado pensar antes: verbigracia, las circunstancias de mi bancarrota. Ya entonces, contemplando el asunto tranquilamente y en libertad, podía ver si suprimía mi identidad, ocultando mi persona con la adopción temporal de algún nombre menos conocido que el mío, y si conservaba la barba que me había crecido en dos meses, los riesgos de que me molestara el despreciable acreedor a que ya he aludido eran seguramente muy pequeños. De allí a una línea de conducta bien definida, ya no faltaba más que el principio de ejecución.

Pedí recado de escribir y redacté una carta para el Banco de Nueva Rornney, —el más cercano, según me informó el sirviente—: decía al gerente que deseaba abrir una cuenta en su establecimiento, y le pedía que me enviara dos personas de confianza, debidamente provistas de documentos que certificaran su misión, que fueran al hotel para llevarle varios quintales de oro que me estorbaban. Firmé la carta «H. G. Wells», nombre que me pareció bastante decente. Hecho esto, busqué una guía de Folkestone, elegí la dirección de un sastre, y escribí a éste que me enviara un cortador a tomarme medida para un traje. Al mismo tiempo encargué una maleta, una valija de tocador, camisas, sombreros, y lo demás; y a un relojero le pedí me mandara un reloj. Expedidas esas cartas, almorcé tan bien como se podía almorzar en el hotel, y me tendí a fumar harta que, de acuerdo con mis instrucciones, dos empleados del banco debidamente acreditados llegaron, pesaron el oro y se lo llevaron, hecho lo cual me subí las frazadas hasta las orejas, para no oír si alguien golpeaba la puerta, y me puse lo más cómodamente a dormir.

Me dormí. Sin duda aquello era prosaico en el primer hombre que regresaba de la luna, y presumo que el joven lector imaginativo encontrará una desilusión en mi manera de portarme; pero yo estaba horriblemente cansado y fastidiado, y ¡por Júpiter!, ¿qué otra cosa podía hacer? Positivamente, no había la más remota probabilidad de que se me creyera si me ponía a contar mi historia, y sólo el contarla me habría sometido a intolerables molestias.

Dormí, y cuando por fin desperté, estaba dispuesto a afrontar el mundo, como lo he estado siempre desde que llegué al uso de razón. Y con esa idea me vine a Italia, y en Italia estoy escribiendo este relato. Si el mundo no lo cree cierto, que lo tome como una invención: eso no me preocupa.

Y ahora que he terminado mi narración, me asombra el pensar cuán completamente hemos realizado nuestra aventura hasta el fin. Todos creen que Cavor era simplemente un experimentador científico no muy brillante, que hizo volar su casa de Lympne y voló con ella, y se explican el estampido que siguió a mi llegada a Littlestone como efecto de los experimentos con explosivos que se hacen en el establecimiento que el estado tiene en Lydd, a dos millas de allí. Debo declarar que hasta ahora no he confesado mi parte en la desaparición de Tomasito Simmons, nombre del muchachito aquél.

Esa desaparición, quizás, será de difícil explicación para otros; pero en cuanto a mi aparición, andrajoso y con dos barras de indiscutible oro en la playa de Littlestone, corren varias ingeniosas versiones… de que yo no me preocupo. La gente dice que he mezclado todas esas cosas para evitar preguntas sobre el origen de mi fortuna: yo querría ver al hombre capaz de inventar una historia que pudiera soportar la crítica como este verídico relato de hechos. Pero si alguien se empeña en considerarlo como una fábula… ¡hágalo en buena hora!

He contado mi historia y ahora supongo que tendré que habérmelas nuevamente con todas las penalidades de esta vida terrestre. Hasta el hombre que ha estado en la luna tiene que ganarse la vida, y por eso estoy aquí, en Amalfi, trazando el plan de la comedia que ya había esbozado antes de que Cavor invadiera mi mundo, y tratando de remendar mi vida de modo que vuelva a ser lo que era antes de mi encuentro con él. Tengo que confesar que me es difícil concentrar mi pensamiento en la comedia cuando la luz de la luna entra en mi cuarto. Ahora hay luna llena, y anoche estuve afuera, en la pérgola, varias horas, contemplando la lustrosa circunferencia que esconde tanto en su seno. ¡Imagínese usted! Mesas y sillas y rejas y barras de oro. ¡Mal haya!… ¡Si fuera posible descubrir la Cavorita! Pero una casualidad como ésa no se presenta dos veces en la vida. Aquí estoy, un poco más desahogado que cuando llegué a Lympne, y eso es todo. Y Cavor se ha suicidado de una manera más complicada que la que nadie ha empleado hasta ahora. La historia termina, pues, de un modo tan definitivo y completo como un sueño. Se ajusta tan poco a las demás cosas de la vida; tanto de lo que hay en ella es tan literalmente extraño a toda experiencia humana: nuestros saltos, nuestra alimentación, nuestra respiración en esos días en que no pensábamos que… lo declaro, hay momentos en que, no obstante mi oro de la luna, yo mismo creo más que a medias que todo, no ha sido sino un sueño.

(Aquí termina esta historia, tal como la escribió originalmente su autor; pero éste, después, ha recibido comunicaciones extraordinarias, que dan inesperado aspecto de convicción a su relato. Si hay que creer en esas comunicaciones, el señor Cavor está vivo en la luna, y envía mensajes a la tierra. Dejemos la palabra al señor Bedford).

(XXII)

La sorprendente comunicación del señor Wendigee

Cuando hube terminado el relato de mi vuelta a la tierra, escribí «Fin,» tracé debajo un rasgo, y arrojé la pluma a un lado, convencido de que la historia de los Primeros hombres en la Luna quedaba terminada. No sólo había hecho aquello, sino que, además, había puesto mi manuscrito en manos de un agente literario, le había dado permiso para que lo vendiera, había visto ya aparecer la mayor parte en The Strand Magazine, y empezaba a trabajar nuevamente en el plan de la comedia que había comenzado en Lympne, antes de saber que la historia no había llegado todavía a su fin. De Amalfi me trasladé a Argel, y allí me alcanzó (de esto hace ahora unas seis semanas), una de las más asombrosas comunicaciones que en mí vida me ha tocado en suerte recibir. En pocas palabras, se me informaba de que el señor Julio Wendigee, un electricista holandés, que hacía experimentos con un aparato semejante al que el señor Tesla usa en Norte América, en la esperanza de descubrir algún método de comunicación con Marte, estaba recibiendo, día tras día, en fragmentos, un curioso mensaje, que indisputablemente emanaba del señor Cavor.

Al principio creí que era una broma bien urdida por alguien que había visto el manuscrito de mi narración. Contesté con enojo al señor Wendigee, pero él me replicó de manera que destruyó inmediatamente esa sospecha y me hizo acudir, en un estado de inconcebible sobreexcitación, de Argel al pequeño observatorio del San Gotardo en que el sabio holandés hacía sus experimentos. En presencia de sus anotaciones y de sus aparatos —y sobre todo de los mensajes del señor Cavor que iban llegando—, mis últimas dudas se disiparon. En el acto resolví aceptar la proposición que el señor Wendigee me hizo de que me quedara con él, para ayudarle a recibir los mensajes diarios y tratar de enviar uno a la luna.

Esos mensajes nos hacían saber que Cavor estaba no solamente vivo, sino además, libre, en medio de una casi inconcebible comunidad de aquellos hombres-hormigas, en la azul obscuridad de las cavernas lunares. Estaba cojo, a lo que parecía, pero por lo demás gozaba de buena salud… de mejor salud, lo decía con toda claridad, que la que tenía ordinariamente en la tierra: había sufrido de una fiebre, pero esto no habla debilitado su organismo. ¡Cosa curiosa! Por el tenor de sus mensajes, parecía creerme muerto en el cráter de la luna o perdido en la inmensidad del espacio.

El señor Wendigee empezó a recibir los mensajes de Cavor cuando estaba ocupado en una investigación completamente ajena a ello. El lector se acordará, sin duda, de cierto movimiento de curiosidad con que empezó el siglo, suscitado por la noticia de que el señor Nicolás Tesla, célebre electricista norteamericano, había recibido un mensaje de Marte. Ese anuncio volvió a dirigir la atención pública hacia un hecho que desde largo tiempo atrás había sido familiar a los hombres de ciencia: que de alguna desconocida fuente del espacio, olas de trastornos electromagnéticos, en un todo semejantes a las por el señor Marconi para su telegrafía sin alambres, llegan constantemente a la tierra. Además del señor Tesla, buen número de otros observadores han estado entregados al perfeccionamiento de aparatos para recibir e inscribir esas vibraciones, aunque pocos son los que irían hasta el extremo de considerarlas como mensajes de alguna oficina extraterrestre. Entre estos pocos, sin embargo, tenemos que contar al señor Wendigee. Desde 1898 se ha consagrado casi enteramente a este asunto, y como es hombre de abundantes medios de fortuna, ha erigido un observatorio en la falda del Monte Rosa, en una posición singularmente apropiada, bajo todos sus aspectos, para tales observaciones.

Mis alcances científicos, debo reconocerlo, no son grandes, pero en cuanto me dan facultades para juzgar estas cosas, me permiten afirmar que los aparatos del señor Wendigee para sorprender y anotar todos los trastornos en las condiciones electromagnéticas del espacio, son singularmente originales e ingeniosos. Y, por una feliz coincidencia de circunstancias, estaban instalados y en funciones dos meses antes de que Cavor hiciera la primera tentativa para comunicar sus noticias a la tierra: por lo tanto, tenemos fragmentos de su comunicación desde el principio; pero, desgraciadamente, no son más que fragmentos, y lo más importante de todo cuando tenía que decir a la humanidad —sus instrucciones para la preparación de la Cavorita, si acaso alguna vez las transmitió— se ha perdido en el espacio, nunca llegó a los receptores. Nosotros, por nuestra parte, nunca conseguimos enviar una respuesta a Cavor, de modo que él no podía saber lo que habíamos recibido y lo que se había extraviado, ni seguramente, ha sabido con certeza que nadie en la tierra tenía conocimiento de sus esfuerzos para hacer que su palabra llegara hasta nosotros. Y la persistencia que desplegó en enviamos diez y ocho largas descripciones de asuntos lunares —que tal serían si las hubiéramos recibido completas—, muestra cuánto debe haberse vuelto su pensamiento hacia su planeta natal desde que salió de él hace dos años.

Ustedes se imaginarán la sorpresa que experimentaría el señor Wendigee, cuando descubrió sus disturbios electromagnéticos entrelazados con las frases en inglés, telegrafiados por Cavor. El señor Wendigee nada sabía de nuestra desatentada excursión a la luna, y de repente… ¡le llegan del vacío unos mensajes en inglés!

No está de más que el lector comprenda las condiciones en que parece que esos mensajes fueron expedidos. En algún punto de la luna, Cavor tuvo seguramente a su disposición, durante unos días, una considerable cantidad de aparatos eléctricos, y es de creer que logró combinar —quizás furtivamente—, una instalación transmisora del tipo Marconi, y operar en ella, en intervalos irregulares, a veces durante media hora más o menos, otras veces durante tres o cuatro horas seguidas. En esas ocasiones transmitía sus mensajes a la tierra, sin tener en cuenta la circunstancia de que la posición de la luna en relación a los diversos puntos de la superficie de la tierra varía constantemente. Como una consecuencia de esto y de las necesarias imperfecciones de nuestros instrumentos de recepción, su comunicación va y viene en nuestras anotaciones, ya de una manera en extremo precisa, ya borrosa, ya se «desvanece» en forma misteriosa y por demás exasperante. A esto hay que agregar que Cavor no era un operador experto: había olvidado en parte la clave usual en los telégrafos o nunca la había dominado completamente, y cuando se cansaba omitía palabras o las deletreaba mal, de una manera realmente curiosa.

 

En todo habremos perdido probablemente una buena mitad de las comunicaciones que nos envió, y mucho de lo que llegó hasta nosotros está estropeado, interrumpido con frecuencia, y parcialmente borrado. En el extracto que sigue, el lector debe hallarse preparado, pues, a encontrar una considerable cantidad de interrupciones, tropiezos y cambios de tema. El señor Wendigee y yo preparamos en colaboración una edición completa y anotada de los mensajes de Cavor, y esperamos publicarla junto con una detallada descripción de los instrumentos empleados: el primer tomo aparecerá en enero próximo. Ésa será la memoria completa y científica de que esto es sólo la primera transcripción popular: pero aquí presentamos, por lo menos, lo suficiente para completar la historia que he narrado, y para hacer conocer los perfiles generales de aquel otro mundo tan cercano, tan común con el nuestro, y, sin embargo, tan diverso de él.

(XXIII)

Extracto de los primeros seis mensajes recibidos del señor Cavor

Los dos primeros mensajes del señor Cavor pueden perfectamente ser reservados para el tomo, mucho más extenso que esta historia, pues se reducen a decir, con mayor brevedad y con cierta discrepancia en varios detalles, que no deja de ser interesante, pero que carece de importancia vital, los hechos referentes a la construcción de la esfera y a nuestra partida del mundo. En todo el curso de su relato, Cavor habla de mí como de un hombre muerto ya, pero con un curioso cambio de disposiciones a mi respecto, a medida que se acerca a nuestro desembarco en la luna.

«El pobre Bedford», dice de mí, y «ese pobre joven», y se reprocha por haber inducido a un joven «en manera alguna preparado para tales aventuras», a abandonar un planeta «en el cual, indiscutiblemente, debía prosperar porque para ello sí estaba preparado», y emprender un viaje tan precario. Yo, creo que Cavor da menos importancia de la que realmente tuvo, al papel que mis energías y mis aptitudes de hombre practico representaron en la construcción de su teórica esfera. «Llegamos», dice, sin más pormenores de nuestro paso a través del espacio, como si hubiéramos hecho un vulgar viaje en ferrocarril.

Y en seguida se vuelve cada vez más injusto para conmigo: injusto, cierto, hasta un extremo que yo no hubiera esperado de un hombre ejercitado en la investigación de la verdad. Después de hojear mi narración de esas cosas, ya conocida, tengo el derecho de afirmar insistentemente que yo he sido en todo más justo para Cavor, que lo que él lo ha sido conmigo. Nada he suprimido yo, poco he atenuado; y él… léase lo que dice:

«Rápidamente fui notando que el carácter, completamente extraño de nuestras circunstancias, de la atmósfera que nos envolvía: gran pérdida de peso, aire enrarecido pero intensamente oxigenado, consiguiente exageración de los resultados del esfuerzo muscular, rápido desarrollo de raras plantas brotadas de obscuros esporos, cielo lóbrego; excitaba indebidamente a mi compañero. En la luna, su carácter pareció transformarse; se volvió impulsivo, violento, pendenciero. A poco su locura de devorar ciertas gigantescas vesículas, y la embriaguez que éstas le produjeron, causaron nuestra captura por los selenitas, antes de que hubiéramos tenido la menor oportunidad de observar debidamente su manera de ser…».

(Ustedes observarán que nada dice de cómo él también se hartó de las mismas «vesículas»).

Y de ese punto salta a decir que:

«Llegamos con ellos a un paro difícil, y Bedford, interpretando mal algunos de sus ademanes —¡lindos aquellos ademanes!— se entregó a una violencia frenética: se precipitó furiosamente hacia ellos, mato a tres, y yo tuve forzosamente que huir con él después de tal atrocidad. A continuación peleamos con un grupo que quería cortarnos la retirada, y dimos muerte a otros siete u ocho. Dice mucho de la tolerancia de estos seres el hecho de que al volver a capturarme no me hicieran pedazos en el instante. Nos abrimos paso hasta el exterior, y una vez en el cráter nos separamos para tener más probabilidades de recuperar la esfera. Al poco rato de habernos separado, me encontré con un grupo de selenitas, a la cabeza del cual iban dos que eran curiosamente diferentes, aun en la forma, de todos los que hasta entonces habíamos visto; tenían la cabeza mucho más grande y el cuerpo más pequeño y mucho más envuelto en telas. Después de haber escapado de ellos durante un rato, caí en una grieta. El golpe me hizo una herida bastante profunda en la cabeza y me dislocó la choquezuela; al verme así debilitado y dolorido, decidí rendirme… si ellos consentían en aceptar mi rendición. La aceptaron, y notando mi lamentable condición, me condujeron al interior de la luna. De Bedford nada he sabido, ni tampoco, por lo que puedo colegir, ningún selenita lo ha visto, ni ha oído la menor noticia suya. O la noche lo sorprendió, o lo que es más probable, encontró la esfera y deseando ganarme la delantera, partió en ella; únicamente, lo temo, para encontrarse con que no podía manejarla, y sufrir una agonía más lenta en el espacio».

Y, con esto, Cavor me deja a un lado y pasa a tópicos más interesantes. Me desagrada la idea de que se crea que aprovecho de mi situación de editor de su historia para comentarla en mi interés; pero me veo obligado a protestar aquí contra el giro que da a esos acontecimientos. Nada dice del angustioso mensaje que escribió en el papel que hallé manchado de sangre y en el que refería o trataba de referir, una historia muy diferente. Aquello de su digna rendición es una faz del asunto enteramente nueva, debo insistir en ello, que se le ocurrió cuando empezó a sentirse seguro entre la gente lunar, y en cuanto a lo de que yo quería «ganarle la delantera», estoy completamente dispuesto a dejar que el lector decida quién de los dos tiene razón, sirviéndose para ello de mi precedente relato. Sé que no soy un hombre modelo…, nunca he pretendido hacer creer que lo soy; pero, porque no soy modelo ¿he de ser «lo otro»?

Como quiera que sea, aquí terminan mis reparos. En adelante puedo ser editor de Cavor con ánimo sereno, porque ya no vuelve a mencionarme.

Parece que los selenitas que se apoderaron de él, lo llevaron a algún punto del interior por «un gran pozo», y en algo que describe como «una especie de globo». Nosotros hemos comprendido, al leer la parte más bien confusa en que habla del asunto, y por varias alusiones casuales y palabras sueltas, esparcidas en otros mensajes posteriores, que ese «gran pozo» pertenece a un enorme sistema de pozos artificiales que van, de cada uno de los llamados «cráteres» lunares, hacia la parte central, penetrando basta una profundidad de cerca de cien millas. Esos pozos se comunican entre ellos por unos túneles transversales, atraviesan profundas cavernas y se ensanchan en grandes recintos globulares; toda la substancia lunar, hasta cien millas adentro es, positivamente, una simple esponja de rocas.