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100 Clásicos de la Literatura

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Alcé los ojos bruscamente; el cielo se había obscurecido casi hasta la lobreguez, en él brillaban, en una multitud que parecía agolparse cada vez más, las frías y curiosas estrellas. Volví los ojos al Este, y la luz de aquel friolento mundo tenía un matiz bronceado por su parte occidental: el sol, despojado ya de la mitad de su calor y de su esplendor por un velo blanco que se hacía cada vez más denso, tocaba el borde del cráter, se hundía hasta perderse de vista, y todas las plantas y las rocas desmoronadas y resquebrajadas, elevaban en estupendo desorden sus negras sombras. En el gran lago de obscuridad que se extendía al Oeste, hundíase una vasta corona de neblina. Un frío viento estremecía todo el cráter. De improviso y en un momento, me vi envuelto por una ráfaga de copos de nieve, y todo en mi derredor quedó sumido en un color gris pálido…

Y entonces oí, al principio no alto y penetrante, sino débil y tenue como una voz de moribundo, pero después sonoro, como la otra vez al saludar el nuevo día, el mismo: ¡Bum!… ¡Bum!… ¡Bum!… que tanto nos aterrara. Y bruscamente, la abierta boca del túnel por donde nos habíamos escapado, se cerró como un ojo y desapareció de mi vista.

Me había quedado solo, no cabe duda de ello: ¡solo afuera! Encima de mí, dentro de mí, en mi derredor, abrazándome cada vez más estrechamente, estaba lo Eterno, aquello que existía antes del principio y aquello que triunfará después del fin; el enorme vacío en que toda luz, y toda vida, y todo ser, no es más que el débil y pasajero esplendor de una estrella errante; el frío, la calma, el silencio, la infinita y final Noche del espacio.

—¡No! —grité—. ¡No! ¡Todavía no! ¡Espera! ¡Oh, espera!

Y convulso, frenético, temblando de frío y de terror, arrojé al suelo el arrugado papel, corrí a la cresta en busca de mis cosas, y en seguida, con toda la fuerza de voluntad de que era capaz, empecé a saltar hacia la señal que había dejado, tenue y distante ya, en el mismo borde de la sombra.

Salto, salto, salto, y cada salto parecía durar siete siglos. Por delante de mí, el pálido, serpentino sector del sol, se hundía y se hundía, y la creciente sombra corría a envolver la esfera antes de que yo lograse llegar a ella. Una vez, y luego otra, mi pie resbaló en la nieve al saltar, y mi salto resultó más corto; y otra vez caí entre unos matorrales que se rompieron y se desmenuzaron en trocitos pulverulentos, en nada; y otra vez caí mal y rodé de cabeza a una grieta, de la cual salí lastimado, ensangrentado, y confuso en cuanto a la dirección que debía seguir. Pero aquellos incidentes eran nada comparados con los intervalos, las espantosas pausas que hacía al encaminarme por el aire hacia aquella creciente marea de la noche.

—¿Llegaré? ¡Oh, Cielos! ¿Llegaré? —me repetía mil veces, hasta que estas palabras pasaron a ser una plegaria, una especie de letanía.

Llegué a la esfera cuando no me quedaba ni un minuto que perder. Ya se encontraba en la helada penumbra de la noche, ya la nieve estaba espesa encima de ella, y el frío me penetraba hasta la médula. Pero llegué —la nieve formaba ya un banco a sus lados—, y me deslicé a su interior, con los copos danzando en torno mío cuando volví las manos heladas para cerrar la válvula y ajustar su tomillo. Y luego, con los dedos ya helados y tiesos, me volví para hacer funcionar las celosías.

Mientras procuraba adivinar el manejo de las llaves —pues antes, nunca las había tocado—, pude ver confusamente a través del empañado vidrio, los ardientes rayos rojos del sol poniente, que bailaban y chispeaban por entre la tormenta de nieve, y las negras formas de las plantas, que se abultaban, se inclinaban y se rompían bajo la nieve que iba acumulándose. Cada vez más espesa afluía la nieve, cada vez más negra parecía al espesarse contra la luz. ¿Qué iba a suceder si las llaves de las persianas se negaban a obedecerme?

De repente, algo crujió bajo mi mano y en un segundo la última visión del mundo lunar desapareció de mi vista… Me encontraba en el silencio y en la obscuridad de la esfera interplanetaria.

(XX)

El señor Bedford en el infinito espacio

Aquello era como si me hubieran muerto. Cierto: me imagino que un hombre muerto repentina y violentamente sentiría en el instante de morir mucho de lo que yo sentí entonces. Primero, una vehemencia de vida agonizante, y de temor; un momento después, obscuridad y quietud; ni luz, ni vida, ni sol, ni luna, ni estrellas… el vacío infinito. Aunque aquello era mi propia obra, aunque antes había experimentado ya idéntico efecto en compañía de Cavor, me sentía asombrado, aturdido y abrumado. Parecía que algo me llevara hacia arriba, dentro de una enorme obscuridad.

Mis dedos flotaban a corta distancia de las celosías; yo, todo entero, flotaba como si estuviera reducido a solo el espíritu, hasta que, por fin, muy suavemente, con mucha delicadeza, fui a dar contra el fardo, la cadena de oro y las palancas, que se habían movido también, para encontrarse conmigo en nuestro común centro de gravedad.

No sé cuánto duró aquello. En la esfera, por supuesto, más aún que en la luna, nuestra terrestre noción del tiempo no tenía aplicación. Al sentir el contacto del fardo me desperté como de un sueño profundo. Inmediatamente comprendí que si quería estar despierto y vivo, tenía que encender una luz o abrir una ventana para que mis ojos se ocuparan en algo. Y, por otra parte, tenía frío. Me aparté, pues, violentamente, del fardo, me agarré a las delgadas cuerdas que colgaban junto al vidrio, me icé por ellas hasta que llegué al borde interior del agujero de salida y así pude orientarme en cuanto a las llaves de la luz y de las persianas. Di media vuelta, y deslizándome por junto al fardo, pero precaviéndome de una cosa grande y floja que flotaba suelta, alcancé con una mano las llaves. Lo primero que hice fue encender la lamparita para ver qué era aquello con que tropezaba, y me encontré con que el viejo ejemplar del Lloyd’s News se había deslizado del paquete y vagaba en el espacio. Aquello me devolvió de lo infinito a mis propias dimensiones, me hizo reír desaforadamente durante un rato, y me sugirió la idea de dejar salir de uno de los cilindros un poco de oxígeno. En seguida hice funcionar la estufa hasta que se me quitó el frío, y después comí. Hecho esto, me puse a mover, de la manera más torpe, las celosías de Cavorita, para ver si de algún modo podía formarme idea de cómo iba viajando la esfera.

Apenas abrí la primera ventana tuve que cerrarla y me quedé un rato flotando, ciego y aturdido por la fuerza de la luz del sol que me había herido de lleno. Después de reflexionar un momento, me dirigí a las ventanas situadas en ángulo recto con aquélla, abrí una y esta segunda vez vi el enorme disco de la luna y detrás el pequeño disco de la tierra. Me asombró la gran distancia a que me encontraba ya de la luna. Mis cálculos habían sido que no sólo sentiría poco o nada el «envión» que la atmósfera de la tierra nos había dado cuando partimos de nuestro planeta, sino que la «separación» tangencial de la luna sería por lo menos veintiocho veces menor que la de la tierra. Había esperado descubrirme, cerniéndome sobre nuestro cráter y en el borde de la noche, pero todo aquello no era ya más que una parte del perfil del blanco disco que llenaba el firmamento. ¿Y Cavor?

Cavor era ya infinitesimal.

Bajo el inspirador contacto del periódico flotante, volví a adquirir, por un rato, el sentido práctico. Se me apareció con claridad completa el único recurso que me quedaba: volver a la tierra; y también comprendí que, por lo pronto, me alejaba de ella. Cualquiera que hubiese sido la suerte de Cavor, yo era impotente para ayudarle. Allá quedaba, vivo o muerto, detrás del manto de aquella noche sin luz, y allí quedaría hasta que yo pudiera llamar en su protección a nuestros semejantes. Éste era en pocas palabras, el plan que llevaba en mi mente; volver a la tierra, y entonces, según lo determinara una reflexión más madura, o mostrar la esfera y explicar sus detalles a algunas personas discretas y proceder de acuerdo con ellas, o si no, conservar mi secreto, vender mi oro, comprar armas y provisiones, buscar un ayudante y regresar con esos elementos para habérnoslas en iguales condiciones con la floja gente de la luna, y una vez allí, salvar a Cavor o proveerme de una cantidad de oro, suficiente para fundar mis ulteriores planes sobre bases más firmes. Todo aquello era perfectamente claro y obvio, y por eso me consagré únicamente a meditar acerca de la manera más exacta de manejar la esfera para que volviese al mundo.

Por fin me dije que tenía que dejarme caer nuevamente hacia la luna, hasta acercármele lo más que me atreviera a hacerlo, en seguida cerrar mis ventanas, volar por junto a ella y cuando la hubiera pasado, abrir las ventanas, que quedaran al lado de la tierra, dirigiéndome así a mi planeta. Resuelto el punto, yo ignoraba si por aquel medio llegaría a la tierra o si no haría más que pasar por cerca de ella o flotar en su derredor, en una curva parabólica o de otra especie. Después tuve una inspiración feliz y, abriendo ciertas ventanas por el lado de la luna, que había aparecido en el cielo enfrente de la tierra, desvié el curso de la esfera hasta ponerla en dirección a la tierra. Hasta aquel momento había sido indudable para mí, que sin aquel expediente habría pasado y dejado atrás mi planeta natal. Mucho y de manera muy complicada pensé acerca de estos problemas, pues no soy matemático y ahora estoy persuadido de que lo que me permitió llegar a la tierra fue mi buena suerte, mucho más que el fruto de mis reflexiones. Si entonces hubiera conocido, como conozco ahora, las probabilidades matemáticas que militaban en mi contra, dudo que me hubiera tomado siquiera la molestia de tocar las llaves de las celosías para hacer la menor tentativa. Una vez resuelto lo que consideraba necesario hacer, abrí todas las ventanas del lado de la luna y la esfera se lanzó hacia abajo: el esfuerzo me levantó en el aire y por un rato me quedé a algunos pies del suelo en la más grotesca postura. Esperé a que el disco creciera y creciera, atento a no pasar del punto en que debía apartarme de él para escapar en salvo: entonces cerraría las ventanas, pasaría al lado de la luna con la velocidad que había llevado al apartarme de ella —si no me aplastaba contra ella misma—, y así seguiría hasta la tierra.

 

Llegó el momento de hacerlo: cerré las ventanas, la vista de la luna desapareció, y yo, en un estado mental singularmente libre de ansiedad o cualquier otro sentimiento de angustia, me senté para empezar mi viaje dentro de aquel átomo de materia en el infinito espacio, viaje que duraría hasta el choque definitivo de la esfera con la tierra. La estufa había calentado agradablemente el interior, el oxígeno había renovado el aire, y salvo la leve congestión cerebral que me acompañó constantemente mientras estuve fuera de la tierra, sentía un completo bienestar físico. Había apagado la luz para que no fuera a faltarme al fin, y me encontraba en una obscuridad apenas atenuada por el lustre de la tierra y el brillo de las estrellas desparramadas debajo. Todo estaba tan absolutamente silencioso y quieto que, en verdad, podría haberme creído el único ser del universo, y sin embargo, por más extraño que parezca, experimentaba más sensación de soledad o de miedo que si hubiera estado acostado en mi cama, en la tierra. Y esto parecerá más extraño aún, si se piensa en que, durante mis últimas horas en el cráter de la luna, la sensación de mi soledad había sido una verdadera agonía.

Increíble parecerá, pero el intervalo de tiempo que pasé en el espacio no tiene proporción alguna con ningún otro intervalo de tiempo transcurrido en mi vida. A ratos me parecía que iba sentado a través de inconmensurables eternidades, como algún dios sobre una hoja de loto, y a ratos, que aquello no era más que la momentánea pausa de un salto de la luna a la tierra. En realidad, fueron algunas semanas, midiendo el tiempo con la medida terrestre; pero durante todo aquel tiempo estuve exento de preocupaciones y de ansiedades, de hambre y de temor. Sentado, pensaba con extraña amplitud y libertad de espíritu, en todo lo que nos había sucedido, en mi vida entera, y en las secretas complicaciones de mi ser. Me parecía haber crecido, ser cada vez más grande, haber perdido toda noción de movimiento, hallarme flotando entre las estrellas, y siempre, en medio de todo aquello, el sentimiento de la pequeñez de la tierra y de la infinita pequeñez de mi vida en la tierra, agitábase implícito en mis pensamientos.

No puedo pretender explicar las cosas que me pasaban por la mente, pues es indudable que las debe atribuir, directa o indirectamente, a las curiosas condiciones físicas en que yo vivía en aquellos momentos.

Las expongo aquí tales como fueron, y sin comentario alguno. Su cualidad más prominente fue una persistente duda acerca de mi identidad: llegue a encontrarme, si puedo expresarme así, disgregado de Bedford; miraba a Bedford, de arriba a abajo, como a una cosa trivial, incidental, con la que me hallara casualmente en relación. Veía a Bedford en diferentes formas: como un asno o como cualquier otra pobre bestia, en vez de verle, como había acostumbrado considerarle hasta entonces, con orgullo, como una persona muy inteligente y en cierto modo superior. Le vi, no sólo como un asno, sino como el hijo de varias generaciones de asnos. Pasé en revista sus días de colegial, su adolescencia, y su primer encuentro con el amor —en mucha parte así como pudieran seguirse los movimientos de una hormiga en la arena… Algo de ese período de lucidez—, cosa que lamento persiste aún en mí, y dudo de si llegare algún día a recuperar la plena satisfacción de mí mismo que me animaba en mis primeros años; pero entonces la cosa nada tenía de dolorosa, porque me asistía la extraordinaria persuasión de que, en el hecho, yo no era ya Bedford ni ninguna otra persona, sino una mente que flotaba en la tranquila serenidad del espacio. ¿Por qué habían de molestarme las pequeñeces intelectuales de Bedford? Yo no era responsable de ellas, ni de él.

Durante un rato luché contra aquella ilusión realmente grotesca. Procuré llamar en mi ayuda el recuerdo de vívidos momentos o de tierna s o intensas emociones, pues sentía que con sólo recordar una genuina fracción de sentimiento, aquella creciente separación cesaría; pero no pude. Vi a Bedford corriendo por Chancery Lane, con el sombrero en la nuca y los faldones volando, en roule para su examen público. Le vi tropezando y rozándose con otros animalejos semejantes a él y aun saludando a algunos, en aquel hormigueo de gente. ¿Yo, ése? Vi a Bedford aquella misma noche, en el salón de cierta dama, y su sombrero estaba en la mesa a su lado, y el sombrero necesitaba una buena cepillada, y él derramaba lágrimas. ¿Yo, ése? Le vi con la misma dama en varias actitudes y con diversas emociones: nunca había sentido una indiferencia tan grande en cuanto a aquello… Le vi llegar apresuradamente a Lympne para escribir un drama, y acercarse a Cavor y trabajar en la esfera, en mangas de camisa y caminar hasta Canterbury porque tenía miedo del viaje. ¿Yo? No podía creerlo.

Y hasta reflexionaba que todo aquello era una alucinación debida a mi soledad y al hecho de haber perdido todo peso y toda noción de resistencia. Procuré recuperar esa noción, golpeándome contra la esfera, pellizcándome las manos y apretándolas una con otra. Entre otras cosas que hice, encendí la luz, cacé el desgarrado ejemplar del Lloyd’s y leí otra vez sus avisos convincentemente realistas acerca de la bicicleta, del señor prestamista y de la dama en apuros que vendía sus tenedores y cucharas. No había duda de que «ésos» existían realmente y entonces me dije: «Ése es tu mundo, tú eres Bedford, y ahora vas a vivir entre cosas como ésas todo el resto de tu vida». Pero las dudas que persistían en mi interior podían argüir todavía: «No eres tú quien está leyendo: es Bedford; pero tú no eres Bedford, bien lo sabes. En eso precisamente está el equívoco».

—¡Por vida! —grité—… Si no soy Bedford ¿quién soy?

Pero de aquella dirección no me venía luz y las más extrañas fantasías afluían a mi cerebro, raras, remotas sospechas como sombras vistas desde muy lejos… ¿Saben ustedes que tengo idea de que realmente me encontraba algo fuera, no solamente del mundo, sino de todos los mundos y de que aquel pobre Bedford era sólo una claraboya por la que yo miraba la vida?…

¡Bedford! Por mucho que renegara de él estaba ligado con él de la manera más positiva, y sabía que, donde quiera que me hallara y cualquier cosa que yo fuera, tenía que sentir la vivacidad de sus deseos, participar de todas sus alegrías y penas hasta que su vida terminara. Y cuando muriera Bedford ¿qué, ya?…

¡Basta de esa extraordinaria faz de mi aventura! Hablo de ella aquí, sólo para mostrar cómo mi aislamiento y mi apartamiento de ese planeta afectaron no solamente las funciones y sensaciones de todos los órganos del cuerpo, sino también la misma estructura mental, con extrañas e imprevistas perturbaciones. En la mayor parte de aquel extenso viaje por el espacio estuve pensando en cosas tan inmateriales como ésas, disgregado de todo y apático, especie de megalómano nebuloso, colgado entre las estrellas y planetas en el vacío, y no sólo el mundo al cual regresaba, sino las cavernas de luz azul de los selenitas, sus caras-yelmos, sus gigantescas y maravillosas máquinas, y la suerte de Cavor, disminuían miserablemente dentro de aquel mundo, me parecían infinitamente minúsculas y completamente triviales.

Así seguí hasta que por fin empecé a sentir la atracción de la tierra en mi ser, llamándome otra vez a la vida que es real para los hombres. Y entonces, seguramente, fue apareciendo cada vez más claro para mí que yo era el mismo Bedford, en persona, que volvía de maravillosas aventuras a este mundo, y con una vida que muy probablemente iba a perder en el momento mismo de terminar su viaje de regreso… Esto me hizo ponerme a meditar sobre la manera de caer en la tierra.

(XXI)

El señor Bedford en Littlestone

La línea del vuelo de la esfera era casi paralela con la superficie cuando entré en las capas superiores del aire. La temperatura de la esfera empezó a elevarse en el acto, y yo comprendí que ésta era para mí una advertencia de que debía caer en el acto. Lejos, debajo de mí, en una semiobscuridad que parecía hacerse a cada momento más obscura, se extendía un vasto espacio de mar. Abrí todas las ventanas que pude, y caí… del sol brillante a una luz crepuscular, y de aquel crepúsculo a la noche. Más y más crecía la tierra, y más y más crecía, tragándose las estrellas y el velo plateado translúcido, estrellado en que la esfera iba envuelta, la sombría capa que se abría para recibirme. Por fin, el mundo no me pareció ya esférico sino plano, y después cóncavo. Ya no era un planeta en el firmamento, estaba en el mundo, en el mundo del hombre. Cerré todas las ventanas del lado de la tierra, dejando apenas abierta una pulgada de una de ellas, y caí con decreciente velocidad. La inmensa superficie líquida, ya tan cerca, que yo alcanzaba a ver la fosforescencia de las olas, se precipitaba a mi encuentro. Cerré el último pedazo de ventana, y me senté, conteniendo el aliento y mordiéndome los puños, a esperar el choque…

La esfera golpeó el agua con un ¡plach! tremendo: probablemente se hundió a muchas brazas de profundidad. Al sentir el choque, abrí de golpe las persianas de Cavorita. La esfera continuó su descenso, pero con lentitud a cada instante mayor, después sentí que el suelo ejercía presión en las plantas de mis pies, y así volví a la superficie como dentro de una boya. Por último, me hallé flotando sobre el mar: y mi viaje por el espacio había terminado.

La noche era obscura y nublada. Dos puntos amarillos, ninguno de los dos mayor que la cabeza de un alfiler, indicaban allá lejos el paso de un buque, y, más cerca, iba y venía un resplandor rojo. Si la electricidad de mi lámpara no se hubiera agotado antes, aquella noche me habrían recogido. A pesar del abrumador cansancio que comenzaba a sentir, una sobreexcitación se apoderaba de mí, una febril impaciencia de que mi expedición terminara en seguida.

Pero por fin cesé de moverme de un lado a otro, y me senté, con los puños en las rodillas, con los ojos fijos en la distante luz roja. La esfera iba a la deriva, se mecía, se mecía. Mi agitación pasó; comprendí que tenía que pasar una noche más en la esfera, sentí infinita pesadez y cansancio, y me quedé dormido.

Un cambio en mi rítmica moción me despertó. Miré a través del vidrio, y vi que la esfera se había varado en una extensa playa de arena. A gran distancia me parecía ver casas y árboles, y mar adentro la silueta curva, vaga, de un buque, suspendida entre el mar y el cielo.

Me levanté, y di un traspiés. Mi único deseo era salir de la esfera. El agujero de salida había quedado arriba: empecé a aflojar el tornillo, y abrí lentamente la tapa. Al fin, el aire empezó a silbar al entrar en la esfera, como había silbado al salir; pero esta vez no esperé hasta que la presión se hubiera equilibrado. Un momento después tenía el peso de la ventana en mis manos y me encontraba plena, ampliamente, bajo el viejo y familiar cielo de la tierra.

El aire me golpeó con tanta fuerza en el pecho que perdí el aliento. Dejé caer el tomillo de la tapa, lancé un grito, me llevé ambas manos al pecho, me senté. Durante un rato sentí un dolor agudo. Después fui respirando poco a poco, y por fin pude levantarme y moverme otra vez.

Traté de pasar la cabeza por el agujero de entrada, y la esfera rodó: parecía que algo hubiera tirado hacia abajo mi cabeza, apenas apareció. Me retiré prontamente, pues de lo contrario habría ido a caer boca abajo en el agua. Después de bastantes esfuerzos y pruebas de equilibrio, conseguí deslizarme hasta la arena, sobre la cual las olas de la marea descendente iban y venían aún.

No intenté pararme: me pareció que si lo hacía mi cuerpo se volvería instantáneamente de plomo. La Madre Tierra me tenía en sus manos… sin intervención de la Cavorita. Me quedé sentado, despreocupado del agua que venía a bañarme los pies.

Era el alba, un alba gris, algo brumosa pero que mostraba aquí y allá una larga mancha de gris verdoso. A cierta distancia, había un buque fondeado, una pálida silueta de buque, con una luz amarilla. El agua llegaba rumorosa, en olas largas y huecas. Lejos, a la derecha, se extendía en curva la costa, una playa regular con pequeños barrancos, y por último un faro, una boya de señales, y una punta. En tierra se extendía un espacio plano, cubierto de arena, interrumpido a trechos por pequeñas lagunas, y terminaba más o menos a una milla de distancia, en unos terrenos bajos, cubiertos de vegetación baja. Por el Nordeste se veía un aislado balneario, una hilera de puntiagudas casas de alojamiento, las casas más altas que mis ojos alcanzaran a ver en la tierra, obscuras marcas sobre el fondo cada vez más claro del cielo. Ignoro quiénes hayan sido los hombres extraños que han edificado esos montones verticales de madera y ladrillos, en un lugar en que sobra el espacio. Y allí están todavía, cual trozos de Brighton perdidos en el desierto.

 

Durante largo rato estuve allí sentado, bostezando y restregándome la cara. Por fin, hice un esfuerzo para levantarme: aquello fue como si levantara un gran peso. Me paré.

Clavé los ojos en las distantes casas. Por primera vez desde las angustias que el hambre nos había hecho pasar en el cráter, pensé en alimentos terrestres.

—Tocino —murmuré—; huevo. Buenas tostadas y buen café… ¿Y cómo diantres voy a llevar todas estas cosas a Lympne?

Al mismo tiempo, me pregunté en qué lugar estaba: en una playa del Oeste, de todos modos, pues antes de caer había alcanzado a ver esa parte de Europa.

Oí unos pasos que hacían crujir la arena y un hombre de pequeña estatura y cara redonda, de expresión bonachona, vestido de franela, con una toalla de baño sobre los hombros y un traje de baño en el brazo, apareció en la playa. En el acto conocí que me hallaba en Inglaterra. El hombre fijaba los ojos en la esfera, y luego en mí, con visible interés. Así avanzó, sin quitamos la vista. Confieso que mi aspecto era suficientemente salvaje: sucio, desaliñado, con las ropas desgarradas hasta un grado indescriptible; pero en aquel momento no pensé en ello.

El hombre se paró a unas veinte yardas de mí.

—¡Hola, hombre! —dijo, con acento de duda.

—¡Hola, usted! —contesté.

Entonces avanzó, tranquilizado por mi respuesta.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¿Puede usted decirme dónde estoy? —fue mi respuesta.

—¡Ésa es Littlestone! —dijo, señalando las casas—, ¡y ésa, Dungeness! ¿Acaba usted de desembarcar? ¿Qué cosa es ésa en que ha venido usted? ¿Alguna máquina?

—Sí.

—¿Viene usted flotando de otra playa? ¿De un naufragio, o algo así? ¿Qué es eso?

Yo reflexioné rápidamente, tratando de juzgar al hombrecito por su apariencia a medida que se me acercaba.

—¡Por Júpiter! —dijo—. ¡Qué borrasca debe usted haber pasado! Yo lo creía un… Pues… ¿dónde naufragó usted? ¿Esa cosa es una especie de boya salvavidas?

Resolví adoptar por lo pronto aquella teoría, y contesté con vagas afirmaciones.

—Necesito ayuda —dije, con voz ronca—. Necesito sacar a la playa unas cosas… unas cosas que no puedo dejar tras de mí.

En ese momento vi otros tres jóvenes de agradable aspecto, con toallas, calzones de baño y sombreros de paja, que se dirigían hacia mi lado por la playa de arena. ¡Ésa era, evidentemente la sección madrugadora de los bañistas de Littlestone!

—¡Ayuda! —dijo el joven—. ¡Con mucho gusto! —y con movimientos de vaga actividad añadió—: ¿Qué desea usted hacer?

Se volvió e hizo unos ademanes. Los otros tres jóvenes aceleraron el paso. Un minuto después estaban en torno mío, colmándome de preguntas que yo no estaba dispuesto a contestar.

—Más tarde les diré todo —contesté—. Me muero de cansancio; estoy exhausto.

—Venga usted al hotel —me dijo el primero, el de pequeña estatura—. Nosotros le cuidaremos esa cosa.

Yo vacilé.

—No puedo —dije—. En esa esfera tengo dos grandes barras de oro.

Ellos se miraron uno a otro con incredulidad, y luego me miraron a mí, con nuevas preguntas. Fui a la esfera, trepé hasta la boca, entré, volví a salir, y entonces aquellos señores tuvieron ante sus ojos las dos palancas de los selenitas y la cadena rota.

Si no hubiera estado tan horriblemente extenuado, me habría reído al verles: parecían gatos en derredor de un escarabajo: no sabían qué creer de aquello.

El hombrecito gordo se inclinó, levantó el extremo de una de las barras, y luego la dejó caer con un gruñido. Los otros hicieron en seguida la mismo.

—¡Es plomo o es oro! —dijo uno.

—¡Oh! ¡Es oro! —agregó otro.

—Oro, no hay duda —afirmó el tercero.

Después, todos me miraron, y todos volvieron los ojos al buque fondeado.

—¡Diga usted! —gritó el hombrecito—. Pero ¿de dónde trae usted esto?

Yo estaba demasiado cansado para sostener una mentira.

—¡Lo traje de la luna!

Ellos se miraron uno a otro.

—¡Vean ustedes! —les dije entonces—. Ahora no voy a entrar en explicaciones. Ayúdenme a llevar estas cosas al hotel… Creo que, descansando en el camino a ratos, cada dos podrán llevar una barra, y yo voy a arrastrar esta cadena… y cuando haya comido les contaré algo.

—¿Y esa cosa?

—Allí no le pasará nada —dije—. De todos modos ¡por vida!… tiene que quedarse allí ahora. Si la marea viene, flotará perfectamente.

Y, en un estado de enorme asombro, aquellos hombres, con la mayor obediencia, se echaron a cuestas mis tesoros. Yo, con las piernas que me pesaban como plomo, me puse a la cabeza de aquella especie de procesión, en dirección al distante fragmento de balneario. A medio camino recibimos el refuerzo de dos niñitas que iban con sus palas a jugar y se acercaron atónitas, y más lejos apareció un muchachito flaco, que silbaba en tono penetrante. Iba, me acuerdo, montado en una bicicleta, y nos acompañó a una distancia de un centenar de yardas por nuestro flanco derecho hasta que, supongo, nos abandonó como poco interesantes; montó otra vez en su bicicleta, y corrió por la arena de la playa en dirección a la esfera.

Yo miré atrás, observándole.

—No; ése no la tocará —dijo el joven grueso, en tono tranquilizador, y yo estaba dispuesto por demás a dejarme tranquilizar.

Al principio había en mi cerebro algo del gris de la mañana, pero de repente el sol se desprendió de las bajas nubes del horizonte, iluminó el mundo y convirtió el mar de plomo en chispeantes aguas. Mi espíritu se entonó. El sentimiento de la vasta importancia de las cosas que había hecho y de las que tenía aún que hacer, penetró en mi mente con el calor del sol. El joven de adelante dio un traspiés bajo el peso de mi oro, y yo solté una carcajada. Cuando ocupara mi lugar en el mundo ¡qué asombro el de ese mundo!

También me habría divertido mucho al ver los gestos del propietario del hotel de Littlestone a no haber sido por mi insoportable fatiga: el hombre titubeaba entre mi oro, mis respetables acompañantes de un lado, y mi sucia apariencia de otro; pero por fin me encontré una vez más en un cuarto de baño terrestre, con agua caliente para lavarme, y una muda de ropa, en extremo pequeña para mí, cierto, pero de todos modos limpia, que el amable hombrecito gordo me prestó. También me prestó una navaja, pero no tuve resolución ni para atacar siquiera las avanzadas de la enmarañada barba que me cubría la cara.

Me senté delante de un desayuno inglés y comí con una especie de lánguido apetito, un apetito que tenía ya varias semanas, muy decrépito, y me apresté a contestar a las preguntas de los cuatro jóvenes. Y les dije la verdad.