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100 Clásicos de la Literatura

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Y era cosa extraña que para nosotros, para los hombres a quienes poco antes parecía tan horrible aquella vegetación, su vista fuera entonces como la de la tierra natal para el desterrado que vuelve a ella al cabo de muchos años. Recibimos con agrado hasta el enrarecimiento del aire, que nos hizo jadear al correr, y nos quitó la gran facilidad que habíamos tenido para hablar y entendemos, a la cual reemplazó una dificultad sólo superable con muchos esfuerzos. Cuanto más se ensanchaba el círculo de sol sobre nosotros, más se envolvía el túnel en un manto de insondables tinieblas. Al acercamos a la vegetación, vimos las plantas-bayonetas, no ya con el menor tinte verde, sino renegridas, secas y duras, y la sombra de sus ramas superiores, que se perdían de vista en lo alto, formaba una densa maraña sobre las resecas rocas. Y en la inmediata boca del túnel había un ancho espacio hollado por el ir y venir de las reses.

Salimos por fin a aquel espacio, a una luz y un calor que nos hirieron, que ejercieron presión sobre nosotros. Atravesamos penosamente el área abierta, trepamos una cuesta por entre montones de ramas secas, y nos sentamos por último, extenuados, en un elevado sitio, bajo la sombra de una masa de resquebrajada lava. Aun en la sombra, la roca estaba caliente.

El aire era intensamente cálido, y sentíamos gran decaimiento físico; pero, así y todo, ya no estábamos en una pesadilla. Habíamos vuelto a nuestros dominios propios, al aire bajo las estrellas. Todo el miedo, el terror de nuestra fuga a través de los obscuros pasadizos y grietas de abajo, había desaparecido: él último combate nos había llenado de enorme confianza en nosotros mismos, en todo lo que concernía a nuestras relaciones con los selenitas. Volvimos la vista, casi con incredulidad, a la negra abertura de que acabábamos de salir. Allá abajo, en un azul resplandor que ya en nuestros recuerdos parecía próximo a la absoluta obscuridad, nos habíamos encontrado con unas cosas que parecían insensatas caricaturas de hombres, unos animalejos con yelmos, y habíamos andado temerosos ante ellos, y nos habíamos sometido a ellos hasta que por fin no pudimos someternos más. ¡Y los que no quedaban aplastados como cera, habían huido y se habían desvanecido como las creaciones de un sueño!

Me restregué los ojos, como si creyera haber soñado todo aquello por efecto de los hongos que habíamos comido: y al hacerlo noté repentinamente que tenía ensangrentada la cara y que la camisa pegada a la piel en el hombro y en el brazo, me hacía doler las heridas cuando mis movimientos la despegaban algo.

—¡Malditos bichos! —dije, palpando mis heridas con mano investigadora; de improviso la distante boca del túnel se convirtió para mí en un inmenso ojo que nos espiaba.

—¡Cavor! —dije—. ¿Qué van a hacer ahora? Y nosotros, ¿qué vamos a hacer?

Cavor meneó la cabeza, con los ojos fijos en el túnel.

—¿Cómo podemos saber lo que harán? —dijo.

—Eso depende —repliqué—, de lo que piensen de nosotros, y no sé cómo podemos adivinarlo. Depende también de lo que tengan en reserva. Lo que usted ha dicho, Cavor, es cierto: hasta ahora no hemos tocado más que la simple corteza de este mundo. Pueden tener dentro toda clase de cosas. Y sólo con esos lanza-flechas nos podrían hacer bastante daño, si… Con todo, al fin y al cabo, aun en el caso de que no encontremos la esfera, tenemos probabilidades de vencer. Podemos, sostenemos, y si nos alcanza la noche, volveremos dentro y pelearemos.

Miré en mi derredor con escudriñadores ojos. El carácter del escenario había variado completamente, por razón del enorme crecimiento y del subsecuente secamiento de la vegetación. La cresta en que nos habíamos sentado era alta y dominaba una ancha perspectiva del cráter: nuestros ojos veían por todas partes la aridez y sequedad del avanzado otoño de la tarde lunar. Una tras otra se alzaban largas cuestas y mesetas de color moreno, cubiertas de huellas en desorden, dejadas por las reses que habían pastado allí: y muy lejos, en el pleno ardor del sol, un rebaño yacía desparramado, las reses permanecían tendidas perezosamente, cada una con una mancha de sombra a su lado, como cameros en la falda de un monte. Pero no se veía ni señales de selenitas. Si habían huido al surgir nosotros de los pasadizos interiores, o si acostumbraban retirarse después de llevar al pasto a sus animales, es cosa que no puedo adivinar. En aquel momento creí que fuera lo primero.

—Si pusiéramos fuego a todas estas hierbas secas —dije—, podríamos encontrar la esfera entre las cenizas.

Cavor pareció no oír. Con las manos sobre los ojos a guisa de pantalla, observaba las estrellas que no obstante la intensa luz del sol, eran todavía numerosas y visibles en el firmamento.

—¿Cuánto tiempo cree usted que hemos estado aquí? —me preguntó por último.

—¿Estado dónde?

—En la luna.

—Dos días, quizás.

—Cerca de diez. ¿Sabe usted? El sol ha pasado su cenit, y cae hacia el Oeste. Dentro de cuatro días o menos, será noche.

—Pero… ¡si solo hemos comido una vez!

—Lo sé;… pero ¿y lo que dicen las estrellas?

—Pero ¿por qué ha de parecer diferente el tiempo ahora que estamos en un planeta más pequeño?

—No sé; ¡pero es así!

—¿Cómo puede uno calcular el tiempo?

—El hambre… el cansancio… todo es diferente aquí. Todo es diferente. Me parecía que desde que salimos de la esfera no hubieran pasado más que unas horas… largas hora… a lo sumo.

—Diez días —dije yo—: eso nos hace… —Miré hacia arriba al sol, un momento, y entonces vi que estaba en medio camino del cenit, al límite occidental del horizonte—. ¡Cuatro días!… Cavor: es necesario que no nos quedemos aquí sentados soñando. ¿Cómo cree usted que podemos empezar?

Me levanté.

—Debemos —continué—, señalar un punto fijo que podamos reconocer después: podríamos izar una bandera, o un pañuelo, o algo, y después dividir el terreno en porciones para reconocerlas una tras otra.

Cavor se levantó y se colocó a mi lado.

—Sí —dijo—: no nos queda otro recurso que buscar la esfera: nada más. Podemos encontrarla sin duda… Y si no…

—Seguiremos buscándola.

Cavor miró a un lado y otro, elevó los ojos al cielo y los bajó al túnel, y me sorprendió con un brusco ademán de impaciencia:

—¡Oh! —dijo—. ¡Cuán locamente hemos obrado! ¡Habernos puesto en esta situación! ¡Piense usted en lo que podríamos haber hecho, en las cosas que todavía podríamos hacer!

—Todavía podemos hacer algo.

—Nunca lo que podríamos haber hecho. Aquí, bajo nuestros pies, hay un mundo. ¡Piense usted en lo que ese mundo debe ser! ¡Piense usted en aquella máquina, en la inmensa tapa y en el líquido luminoso! Y ésas eran, apenas, cosas remotas, situadas a gran distancia del centro; y los seres que hemos visto y con quienes hemos combatido, no son sino ignorantes campesinos, habitantes de la corteza lunar, pastores y peones medio semejantes a los brutos. Pero ¡más abajo!… Cavernas bajo cavernas, túneles, construcciones, caminos… Este mundo debe abrirse más, cuanto más se avanza hacia el centro y ser más vasto y populoso cuanto más se descienda. Eso es seguro; por lo menos hasta llegar al mar central que baña el corazón mismo de la luna. ¡Imagínese usted sus negras aguas, bajo las luces tenues! Eso, por supuesto, en el caso de que los ojos de los selenitas necesiten luz. Figúrese usted las cascadas tributarias que se precipitan hacia el centro para alimentar ese mar; piense usted en las mareas, en su superficie y en sus oleajes y crecientes. Quizá naveguen buques en él; quizá allí adentro haya grandes ciudades y caminos, y sabiduría y orden que superen a todo cuanto nos enorgullece a los hombres. Y podemos morir aquí encima, y no ver jamás a los amos que… indudablemente… gobiernan todas esas cosas. ¡Podemos helarnos y morir aquí, y el aire se helará y nos cubrirá, y después!… ¡Después tropezarán con nuestros cuerpos silenciosos y yertos, hallarán la esfera que nosotros no podemos encontrar, y comprenderán por último, demasiado tarde, todo el pensamiento y el esfuerzo que habrán tenido aquí, con nuestra muerte, un fin tan estéril!

Durante todo el discurso, su voz sonaba como la de alguien que hablara por teléfono, débil y lejana.

—Pero ¿y la obscuridad? —dije.

—Podríamos vencer esa dificultad.

—¿Cómo?

—No sé. ¿Cómo he de saberlo? ¡Podríamos llevar una antorcha, una lámpara!… Y ellos…, podrían comprender.

Permaneció en silencio un momento, con las manos pendientes y una expresión de ira en la cara, contemplando el desierto que parecía desafiamos. Después, con un ademán de renuncia, se volvió a mí, y empezó a formular sus proposiciones para que procediéramos sistemáticamente a buscar la esfera.

—Podemos volver después —le dije.

Su mirada recorrió de nuevo el espacio.

—Lo primero que tenemos que hacer es volver a la tierra —contestó.

—Podríamos traer lámparas portátiles, y aparatos para descender, y cien otras cosas necesarias.

—Sí —me contestó.

—Con el oro que llevemos llevaremos también la seguridad de una segunda expedición fructuosa.

Cavor contempló mis dos palancas de oro, y nada dijo durante un rato. Parado, con las manos atrás, miraba toda la extensión del cráter. Por fin, exhaló un suspiro y habló:

—Yo encontré la manera de venir aquí, pero encontrar un camino no siempre es dominarlo. Si vuelvo a la tierra ¿qué sucederá? No veo cómo podría conservar mi secreto siquiera un año… ni una parte de un año. Temprano o tarde se hará pública la cosa, aun cuando no sea más que por que otros hombres la descubran también; y entonces… Gobiernos y pueblos lucharán por venir aquí; pelearán uno contra otro, y contra esta gente de la luna, y mi descubrimiento sólo habrá servido para aumentar los odios y multiplicar las oportunidades de guerra. Dentro de poco tiempo, dentro de muy poco tiempo, si revelo mi secreto, este planeta se verá, hasta sus más profundas galerías, lleno de cadáveres humanos. Cualquier otra cosa podría dudarse; pero ésa es indiscutible… Nada indica que la luna llegue a ser útil al hombre. ¿De que puede servir la luna los hombres? ¿Qué han hecho éstos, aun de su propio planeta, sino un campo de batalla y un teatro de infinitas locuras? Con ser tan pequeño su mundo y tan corto su tiempo, el hombre tiene allá abajo, en su reducida vida, más que hacer que lo que puede realizar. ¡No! La ciencia ha trabajado demasiado en la fabricación de armas para ponerlas en manos de los locos. Ya es tiempo de que se detenga en esa obra, y yo, por mi parte, desearía que los hombres no descubrieran mi secreto hasta dentro de mil años.

 

—Hay muchos medios de guardar un secreto —dije.

Él me miró y se sonrió.

—Al fin y al cabo —agregó—: ¿para qué atormentamos? Pocas son las probabilidades que tenemos de encontrar la esfera, y aquí adentro las cosas fermentan. Lo que nos hace pensar en el regreso a la tierra no es más que la costumbre humana de esperar hasta que llega la muerte. Apenas si estamos, todavía, en el principio de nuestras contrariedades. Hemos enseñado a los selenitas la violencia de que somos capaces, les hemos hecho saborear nuestras cualidades, y las perspectivas que tenemos ahora ante nosotros son las de un tigre que se ha escapado en una ciudad, y anda suelto después de haber dado muerte a un hombre. La noticia de nuestros actos debe ir ahora corriendo hacia abajo, de galería en galería, hasta las partes centrales del planeta… Ningún ser inteligente nos dejará tomar la esfera y marchamos, después de lo que se nos ha visto hacer.

—Pero, con quedamos aquí sentados no mejoraremos nuestras perspectivas —dije.

Me puse nuevamente en pie, y él también, a mi lado.

—Lo que tenemos que hacer —dijo Cavor—, es separamos. Ataremos un pañuelo en estas matas altas, asegurándolo bien, y tomándolo como centro, recorreremos el cráter. Usted irá por el Oeste, describiendo semicírculos a derecha o izquierda, siempre en la dirección del poniente. Primero avanzará usted con la sombra de su cuerpo a la derecha, hasta que la vea usted en ángulo recto con la dirección del pañuelo y después con su sombra a la izquierda. Yo haré lo mismo hacia el oriente. Escudriñaremos todas las grietas, todos los recodos de las rocas; haremos todo cuanto sea posible por encontrar mi esfera. Si vemos selenitas, nos esconderemos lo mejor que podamos. Si tenemos sed la apagaremos con nieve, y si tenemos necesidad de comer, mataremos una res, si podemos, y comeremos su carne… cruda, y así continuaremos uno y otro nuestro camino.

—¿Y si uno u otro encuentra la esfera?

—El que la encuentre volverá aquí, adonde esté el pañuelo blanco, hará señales al otro y lo esperará.

—Y si ninguno…

Cavor alzó la mirada hacia el sol.

—Seguiremos buscando hasta que la noche y el frío nos anonaden.

—¡Supongamos que los selenitas han encontrado la esfera y la han escondido!

Cavor se encogió de hombros.

—¿O si de repente nos hallamos en presencia de nuestros perseguidores?

A esto no me contestó tampoco.

—Debería usted llevar consigo una de nuestras palancas —le dije.

Meneó la cabeza y apartando de mí la vista contempló el vasto desierto.

—Partamos —dijo.

Pero pasó un momento, y Cavor no se movió: me miraba tímidamente, titubeaba.

—Au revoir —me dijo por fin.

Sentí una viva punzada en el corazón. Conmovido, iba ya a pedirle un apretón de manos —eso era lo único que se me ocurría en aquel instante—, cuando juntó los pies y se separó de mi dando un salto en dirección al Norte. Pareció volar blandamente como una hoja seca desprendida del árbol, cayó con suavidad, y volvió a saltar. Yo me quedé parado un momento, mirándole; luego volví la cara al Oeste, de mala gana, me recogí, y con una sensación parecida a la de un hombre que salta adentro de un estanque de agua helada, elegí un punto adonde brincar, y una vez que lo elegí, me lancé a explorar mi solitaria mitad del mundo lunar. Caí algo torpemente entre las rocas, me puse de pie, miré en tomo mío, trepé hasta un picacho, y de allí salte nuevamente. Cuando, en seguida, busqué a Cavor con la mirada, ya había desaparecido de mi vista, pero el pañuelo flotaba valientemente sobre el montículo blanco, en el ardiente sol. E inmediatamente resolví no perder de vista el pañuelo, sucediera lo que sucediera.

(XIX)

El señor Bedford, solo

Al cabo de muy poco rato, me sentía como si siempre hubiera estado solo en la luna. Busqué durante un tiempo con bastante tesón, pero el calor era aún muy grande, y la delgadez del aire pesaba como un fardo sobre mi pecho. Llegué a una especie de cuenca sombreada por altas y espesas arboledas que cubrían sus bordes, y bajo aquella sombra me sentó a descansar y refrescarme. Mi intención era reposar sólo un ratito. Puso a mi lado las dos barras metálicas, y me senté, con la barba entre las manos. Con una especie de incoloro interés vi que las rocas de la cuenca, aquí y allá, en los puntos en que los rajados líquenes secos se habían caído y las dejaban en descubierto, estaban todas cruzadas de venas y manchas de oro; que de trecho en trecho, montoncillos de oro, redondos y arrugados, surgían de entre las piedras. ¿De qué servía ya todo aquello? Cierta languidez había tomado posesión de mí cuerpo y de mi mente. Ya no creí, ni por un instante, que pudiéramos encontrar la esfera en aquel vasto y árido desierto. Me parecía que no necesitaba hacer esfuerzo alguno hasta que llegaran los selenitas. Después me dije que tenía que ejercitar mis fuerzas, obedeciendo a la irracional e imperativa ley que obliga a un hombre, ante todo, a conservar y defender su vida, aunque sólo tenga que preservarla para morir más dolorosamente poco después.

¿Para qué habíamos ido a la luna?

Esto se me presentó como un problema perturbador. ¿Qué es ese espíritu del hombre que lo impulsa eternamente a abandonar la dicha y la seguridad de su persona, para buscar cosas nuevas, para exponerse al peligro, hasta para afrontar una relativa probabilidad de muerte? En mi cerebro surgía allá en la luna, como cosa que debería haber sabido siempre, la idea de que el hombre no ha sido hecho únicamente para ir y venir con toda seguridad y comodidad, y para alimentarse bien y divertirse, sino que, además, si se le presenta la ocasión —no en palabras sino en la forma de oportunidades—, debe mostrar que es hombre, y que lo sabe como cosa cierta. Allí sentado en medio del muro lunar, entre las cosas de otro mundo, recorrí con el pensamiento mi pasado. En la hipótesis de que iba a morir en la luna como un ente inútil, no alcancé a vislumbrar siquiera para qué había servido mi vida. No obtuve luz alguna sobra ese punto, pero de todos modos, en aquellos momentos vi con más claridad que en cualquier circunstancia anterior, que lo que hacía no servía mis propósitos, que en toda mi vida no había, a decir verdad, servido con mis actos los fines que yo mismo me señalaba. En este punto cesé de reflexionar sobre por qué había ido a la luna, y abarqué un campo más vasto. ¿Por qué había ido a la tierra? ¿Por qué tenía vida?… Y me perdí por último en insondables meditaciones.

Mis pensamientos fueron haciéndose vagos y nebulosos, ya sin marcar direcciones definidas. No sentía desesperación ni amargura, imposible sería imaginarse tal cosa en la luna, pero me parece que estaba muy cansado. Y me dormí.

Aquel sueño me proporcionó un gran descanso, y mientras duró, el sol se ponía y el calor disminuía. Cuando, por fin, me despertó un remoto clamoreo, me sentí otra vez activo y vigoroso. Me restregué los ojos y estiré los brazos. Me puse en pie —estaba algo entumecido—, y en el acto me preparé para reanudar mi investigación. Me eché sobre cada hombro una de mis palancas de oro, y salí de la cuenca de las rocas veteadas de oro.

El sol estaba seguramente más abajo, mucho más bajo que lo que había estado al dormirme; el aire mucho más frío; esto me hizo comprender que había dormido largo rato. Me parecía que una leve faja de azul húmedo coronaba la cumbre occidental. Salté a una pequeña eminencia, y paseé la vista por el cráter.

No alcancé a notar señales de reses ni de selenitas, ni pude ver a Cavor, pero sí vi mi pañuelo, lejos, desplegado en lo alto del grupo de plantas secas. Miré en torno mío, y luego salté hacia adelante, a un punto desde donde se podía observar mejor. Avancé de allí en semicírculo, y regresé, trazando una curva aún mayor. La empresa era fatigosa y desalentadora. El aire estaba realmente mucho más fresco, y me parecía que la sombra se ensanchaba bajo la cumbre del Oeste. De rato en rato me detenía y escudriñaba el campo con la vista, pero no veía signo alguno de Cavor, ni de los selenitas, y todo me hacía creer que las reses habían sido llevadas nuevamente al interior, pues no alcanzaba a ver ni una. Mi deseo de ver a Cavor se hacía cada vez más ardiente.

La línea luminosa del sol había descendido ya hasta no tener casi la extensión de su diámetro desde el límite del firmamento. Empezó a oprimirme la idea de que de un momento a otro, los selenitas correrían las tapas y cerrarían las válvulas, dejándonos afuera, en el inexorable hielo de la noche lunar. En mi opinión, había llegado y hasta pasado el momento de que Cavor abandonara su investigación y acudiera en mi busca para celebrar consejo. Había que adoptar una rápida decisión: una vez cerradas las válvulas, éramos hombres perdidos. Teníamos que entrar otra vez en la luna, aunque al hacerlo nos descuartizaran. En mi mente surgía la visión de nuestra muerte de frío, y ya me parecía oír los golpes que daríamos, con nuestras últimas fuerzas, en la tapa del gran pozo.

A decir verdad, ya no pensé más en la esfera; pensé únicamente en hallar a Cavor. Estaba pensando la conveniencia de volver en seguida al lugar donde habíamos dejado el pañuelo, cuando, de repente…

¡Vi la esfera!

No fui tanto yo quien la encontré, como ella la que me encontró a mí. Estaba mucho más al Oeste del lugar adonde yo había llegado, y los oblicuos rayos del sol poniente, reflejándose en sus vidrios, proclamaban su presencia, con chispeantes tonos. Durante un momento creí que aquello sería alguna nueva máquina de los selenitas, preparada contra nosotros; pero luego comprendí la verdad y exhalando un grito ahogado, me dirigí hacia la esfera a grandes saltos. Calculé mal uno de mis brincos, caí en una profunda grieta, y al caer me torcí un tobillo; después continué cayendo casi a cada salto. Me hallaba en un estado de agitación histérica, temblando violentamente y casi sin poder respirar, antes de llegar hasta ella. Por lo menos tres veces tuve que descansar, con los brazos pendientes a mis costados, y a pesar de la sequedad del aire tenía la cara empapada en sudor.

No pensé en otra cosa que en la esfera hasta que llegué a ella; olvidé hasta mi inquietud por el paradero de Cavor. Mi último salto me hizo caer delante de ella, con las manos contra el vidrio, y en esa posición me quedé, jadeante y tratando en vano de gritar: «¡Cavor! ¡Aquí está la esfera!». Miré a través del grueso vidrio y me pareció que las cosas de adentro estaban revueltas. Cuando por fin, pude moverme, me icé un poco y metí la cabeza por el agujero de entrada: el tomillo ajustador estaba adentro, y pude ver que nada había sido tocado, que nada había sufrido daño alguno. La esfera yacía allí tal cual la habíamos dejado al saltar de ella a la nieve. Durante un rato permanecí enteramente ocupado en hacer y rehacer su inventario. En el momento de alzar una de las frazadas noté que estaba temblando violentamente; pero sentía un alivio inmenso al ver de nuevo aquel obscuro interior familiar. Me senté en medio de las cosas, empaqueté mis palancas de oro en el fardo, y comí algo, no tanto porque lo necesitara como porque la comida estaba allí. Entonces se me ocurrió que era tiempo de salir y llamar por señales a Cavor.

¡Al fin y al cabo, todo iba bien! Todavía tendríamos tiempo de recoger unos trozos más de la mágica piedra que da el dominio sobre los hombres. No muy lejos de allí había oro fácil de extraer, y la esfera iría cargada de oro hasta la mitad, tan bien como si fuera vacía. Podríamos, pues, volver dueños de nosotros mismos y de nuestro mundo, ¡entonces!

Se me apareció una enorme visión de vastas y deslumbradoras perspectivas que me tuvieron soñando largo rato. ¿Qué monopolista, qué emperador, podía compararse por un momento con los hombres que poseían la luna?

 

Me levanté y volví a decirme que era hora de buscar a Cavor. Sin duda estaría escudriñando desesperadamente por el lado del Este.

Salté por fin fuera de la esfera y miré alrededor. Tan rápido como fue el brote de la vegetación, era también su muerte, y todo el aspecto de las rocas había cambiado: sin embargo, todavía era posible conocer la pendiente en que habían germinado las semillas y las masas rocallosas desde las cuales paseamos por primera vez nuestras miradas por el cráter; pero las puntiagudas plantas de la cuesta se alzaban entonces, renegridas y secas hasta 30 pies de altura, y proyectaban largas sombras que se extendían hasta perderse de vista, y las pequeñas semillas que sostenían sus ramas superiores estaban negras y maduras. Su formación había terminado, y hallábanse colgando, listas para caer y arrugarse bajo el aire helado apenas llegara la noche. Y los enormes cactus que se hincharon a nuestra vista, habían reventado va y desparramado sus esporos a los cuatro vientos de la luna. ¡Sorprendente rinconcito del Universo aquél…!, ¡el desembarcadero de los hombres! Algún día haría yo poner una inscripción, allí, exactamente, en medio del cráter. Se me ocurrió que si aquel abundante mundo interior conociera toda la importancia del momento, ¡a qué furioso tumulto se entregaría! ¡Pero aún no podía ni soñar siquiera que pudiéramos volver, pues si lo sospechara, el cráter se vería seguramente agitado por una estruendosa persecución, en vez de hallarse tan quieto como un cementerio! Miré a un lado y otro, en busca de algún sitio desde donde hacer señales a Cavor, y vi el mismo trozo de roca a que él había saltado todavía limpio y reluciente de sol. Durante un momento, vacilé en ir hasta tan lejos de la esfera; pero luego, avergonzado de aquella vacilación, salté…

Desde la eminencia examiné otra vez el cráter. Allá lejos, en el extremo de la enorme sombra de mi cuerpo, el pañuelito blanco se movía sobre las plantas. Me pareció entonces que Cavor debía verme ya; pero yo no lo veía en parte alguna.

Me quedé esperando y mirando, con las manos a modo de pantallas sobre los ojos, con la esperanza de distinguirle de un momento a otro. Muy probablemente, permanecí así largo rato. Traté de gritar, pero la imposibilidad de hacerlo me recordó la tenuidad del aire. Di un indeciso paso atrás, hacia la esfera; pero un recóndito temor a los selenitas me hizo vacilar en hacer conocer mi paradero izando una de nuestras frazadas en las plantas cercanas. Volví a examinar el cráter con la vista.

Por todas partes presentaba un aspecto de completa vacuidad, que me dio un calofrío. Y todo estaba en silencio. Hasta los ruidos de los selenitas, en el mundo interior, habían cesado de llegar a la superficie. Todo estaba tan quieto como la muerte. Salvo el leve movimiento de las plantas cercanas, al impulso de una pequeña brisa que iba levantándose, no se oía un sonido… ni la sombra de un sonido. Y no hacía ya calor; la brisa era hasta un poco fresca.

¡Diantre de Cavor!

Tomé aliento ampliamente, me puse las manos a ambos lados de la boca. «¡Cavor!», grité, y el sonido que salió de mis labios fue como la voz de un títere que gritara desde muy lejos.

Miré el pañuelo; miré detrás de mí, la creciente sombra de la cumbre occidental; miré el sol, defendiéndome los ojos con la mano: me pareció que casi visiblemente, descendía del firmamento.

Comprendí que tenía que proceder sin tardanza, si quería salvar a Cavor, y partí en línea recta hacia el pañuelo. Estaba éste a un par de millas, cuestión de pocos cientos de saltos y pasos.

Ya he dicho que a uno le parecía estar colgado, a cada uno de esos saltos lunares: cada vez que me hallaba así suspendido, buscaba con los ojos a Cavor, y me maravillaba que se hubiese ocultado. Pensaba sólo en que estaba oculto, como si aquella fuera la única probabilidad…

Di un postrer brinco, y me hallé en la depresión del suelo, debajo de nuestro pañuelo: un paso, y me paré en la eminencia desde la cual habíamos examinado juntos el cráter, con el pañuelo al alcance de la mano. Me enderecé cuanto pude, y escudriñé el terreno en mi derredor, por entre las crecientes manchas de sombra. Lejos, en un largo declive, estaba la boca del túnel por donde habíamos huido, y mi sombra llegaba hasta ella, se estiraba hasta ella, la tocaba como un dedo de la noche.

Ni señas de Cavor, ni un sonido en toda aquella calma, a no ser el de las plantas agitadas por el viento; y las sombras crecían.

—¡Cay!… —empecé, y comprendí una vez más la inutilidad de la voz humana en aquel aire tenue.

Silencio, el silencio de la muerte.

De repente, mi vista se fijó en algo… en una cosa pequeña, que se hallaría a unas cincuenta yardas cuesta abajo, en medio de una capa de ramas retorcidas y rotas. ¿Qué era? Yo lo sabía y, no obstante, por algún motivo, no alcanzaba a saberlo bien.

Me acerqué al objeto: era la gorrita de cricket que usaba Cavor.

Entonces vi que las ramas desparramadas en aquel sitio habían sido aplastadas, que las habían pisoteado. Vacilé, di un paso hacia adelante, y recogí la gorra.

Me quedé un momento con ella en la mano, contemplando el suelo hollado en torno mío. Algunas de las ramas estaban untadas de una materia obscura que no me atreví a tocar. A unas doce yardas más allá la brisa, que iba arreciando, arrastró algo, algo pequeño y de un vívido color blanco.

Era un pedacito de papel, arrugado y compacto, como si alguien lo hubiera apretado en el puño, lo recogí, y vi en él manchas de sangre. Mi vista tropezó con unas débiles líneas trazadas con lápiz. Lo estiré, y vi que era una escritura desigual y entrecortada, que terminaba en una raya en forma de gancho.

Me senté a descifrar aquello.

«Estoy lastimado en la rodilla… creo que tengo destrozada la rótula, y no puedo correr ni arrastrarme». (Empezaba el escrito, con bastante claridad).

Después, menos legiblemente:

«Me han perseguido durante largo rato, y ahora es sólo cuestión de… (la palabra “tiempo” parecía haber sido escrita en aquel lugar y luego borrada para reemplazarla con otra, que no era legible), …el que me tomen. En estos momentos recorren todo el cráter en mi busca».

Después la escritura se volvía convulsiva:

«Desde aquí los oigo… (alcancé a descifrar, y lo que le seguía era ilegible, hasta llegar a una pequeña línea bastante clara), …una clase de selenitas completamente distinta parece dirigirla …».

El escrito volvía a convertirse en una confusión indescifrable.

«Tienen las cabezas, metidas en cajas más grandes, y van vestidos, me parece, con delgadas placas de oro. El ruido que hacen es leve, y sus movimientos obedecen visiblemente a planes organizados…».

»Y aunque estoy aquí, herido y desamparado, su presencia me inspira todavía alguna esperanza. (Ése era un rasgo propio, de Cavor). No han disparado contra mi sus armas, ni han tratado… lastimarme. Me propongo…

De allí arrancaba la repentina raya de lápiz a través del papel, y en el dorso y en los bordes, descolorida ya, de un color castaño… ¡sangre!

Y mientras, parado en el mismo sitio, estupefacto y perplejo con aquella aterradora reliquia en la mano, no sabía qué pensar ni qué hacer, algo muy suave, muy suave, ligero y helado, me tocó la mano un momento y se desvaneció; luego una segunda cosa, una manchita blanca, pasó a mi lado como una sombra leve; eran menudos copos de nieve, los primeros copos, los heraldos de la noche.