Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Tal vez lo sea…

—En un millón de hombres, no hay uno que tenga tal inclinación. La mayoría de los hombres quieren… pues, varias cosas, pero ninguno quiere saber sólo por saber. Yo soy uno de ellos, lo sé perfectamente bien. Bueno, estos selenitas parecen ser una especie de seres trabajadores, atareados; pero ¿cómo sabe usted que ni aun el más inteligente de ellos se interesa por nosotros o por nuestro mundo? Creo que ni siquiera saben que nosotros tenemos un mundo. Nunca salen a la superficie en la noche: se helarían si lo hicieran. Probablemente jamás han visto un cuerpo celeste, salvo el ardiente sol. ¿Cómo han de saber que hay otro mundo? Y si lo saben ¿qué puede eso importarles? Supongamos que hayan visto de vez en cuando algunas estrellas y hasta el disco de la tierra: ¿y qué significa eso? ¿Por qué la gente que vive «dentro» de un planeta se ha de molestar en observar esa clase de cosas? Los hombres no se habrían entregado a tales observaciones a no ser por las estaciones y por la navegación. ¿Por qué la gente de la luna?… Pero, supongamos que haya algunos filósofos como usted; esos serán precisamente los selenitas que nunca oirán nada que se refiera a nuestra existencia. Imagínese usted que un selenita hubiera caído en la tierra cuando usted estaba en Lympne; usted habría sido el último en saber su llegada: usted nunca lee un periódico. Ya ve las probabilidades que tiene usted en su contra. Pues bien: por causa de esas probabilidades estamos aquí sentados, sin hacer nada mientras vuela un tiempo precioso. Le digo a usted que hemos caído en una trampa. Hemos venido sin armas, hemos perdido nuestra esfera, no tenemos alimentos, nos hemos mostrado a los selenitas y los hemos hecho ver que somos unos animales extraños, fuertes, peligrosos, y a no ser que esos selenitas sean unos perfectos locos, deben estar ya todos en movimiento y nos perseguirán hasta encontramos, y cuando nos encuentren tratarán de apoderarse de nosotros si lo pueden, y de matamos si no lo pueden, y allí acabará todo el asunto. Después de tomamos, nos matarán probablemente, por causa de alguna desinteligencia. Después que nos hayan muerto puede ser que discutan acerca de nuestros méritos, pero eso no nos divertirá mucho a nosotros.

—Siga usted.

—Por otro lado, aquí tropieza uno con el oro como con el hierro en la tierra. Si pudiéramos llevamos un poco de este oro y encontrar nuestra esfera antes de que ellos nos alcanzaran, y marchamos; entonces…

—¿Qué?

—Entonces, podríamos emprender las operaciones en un pie más sólido: regresaríamos en una esfera más grande, con cañones.

—¡Buen Dios! —exclamó Cavor, como si aquello le pareciera horrible.

Yo lancé otro hongo luminoso, por el agujero.

—Oiga usted, Cavor —dije—: yo tengo de todas maneras el derecho de la mitad del voto en este asunto, y el caso en que estamos es para un hombre práctico; yo soy un hombre práctico y usted no. Yo no voy a confiarme otra vez a los selenitas y a los diagramas geométricos, si puedo evitarlo… Y con esto lo he dicho todo. Volvamos a la tierra, revelemos todo este secreto… o la mayor parte de él. Y después, volvamos aquí.

Cavor reflexionó.

—Cuando vine a la luna —dijo—, debí haber venido solo.

—La cuestión previa ahora —le repliqué—, es ésta: ¿cómo volveremos a la esfera?

Durante un rato nos frotamos las rodillas en silencio. Después, Cavor pareció decidido a aceptar mis razones.

—Me parece —dijo—, que ante todo debemos informamos. Claro está que, mientras el sol dé en este lado de la luna, el aire soplará a través de este planeta esponja, del lado obscuro hacia acá. En este lado, de todos modos, el aire debe dilatarse y afluir de las cavernas de la luna al cráter… Muy bien: aquí hay una corriente de aire.

—Sí, la hay.

—Y eso significa que éste no es un extremo muerto: en algún punto detrás de nosotros, esa abertura continúa hacia arriba. La corriente de aire se dirige a lo alto, y ése es el camino que nosotros tenemos que seguir. Si tratamos de encontrar y encontramos alguna especie de chimenea o cañón que debe haber por allí, no sólo saldremos de estos pasadizos por donde los selenitas nos buscan…

—¿Pero suponga usted que la chimenea sea muy angosta?

—Entonces, volveremos a bajar.

—¡Chit! —dije yo, bruscamente—. ¿Qué es, eso?

Escuchamos. Al principio oímos un confuso murmullo, pero luego llegó hasta nosotros el estruendo de un gong.

—Deben pensar que somos ganado —dije—, cuando quieren asustamos así.

—Vienen por aquel pasadizo —dijo Cavor.

—Deben ser ellos.

—No pensarán en subir por el cañón. Pasarán de largo.

Escuché otra vez un rato.

—Esta vez —murmuré—, es probable que vengan con alguna clase de arma.

Luego, con un salto brusco, me levanté.

—¡Santos Cielos! ¡Cavor! —grité—. ¡Sí, subirán! Verán los hongos que he estado arrojando abajo. Y…

No concluí la frase. Me volví y por encima de las cabezas de los hongos brinque a la extremidad superior de la cavidad. Vi que la bóveda se volvía hacia arriba y se convertía a su vez en un cañón estrecho, que subía a una impenetrable obscuridad. Iba ya a trepar por el interior de ese tubo, cuando una feliz inspiración me hizo volver atrás.

—¿Qué hace usted? —me preguntó Cavor.

—¡Siga usted! —le dije.

Una vez entre los brillantes hongos tomé dos de ellos, me puse uno en el bolsillo del pecho de mi saco de franela, de modo que, apuntando afuera, alumbrara nuestra ascensión, y volviendo al lado de Cavor le di el otro. El ruido que hacían los selenitas había crecido tanto, que parecía que ya estuvieran debajo de la abertura. Pero quizás les sería difícil subir por ella o vacilarían, temerosos, de encontrar resistencia de nuestra parte. En todo caso, teníamos ya la fortificante conciencia de la enorme superioridad muscular que nos daba nuestro nacimiento en otro planeta. Un minuto después, trepaba yo con gigantesco vigor, detrás de los talones de Cavor, iluminados por la luz azul de los hongos.

(XVII)

El combate en la cueva de los carniceros

No sé cuánto trepamos antes de llegar al enrejado. Puede ser que sólo hubiéramos ascendido unos pocos centenares de pies, pero en aquellos momentos me parecía que nos habíamos izado, arrastrado, y colgado y trepado por lo menos, a través de una milla de aquel cañón vertical. Siempre que recuerdo aquella ascensión, resuena en mi cabeza el pesado choque de nuestras cadenas de oro, que seguía todos nuestros movimientos. No tarde mucho en tener las rodillas y el dorso de las manos en carne viva, y una contusión en una mejilla. Después de un rato, la primera violencia de nuestros esfuerzos disminuyó, y nuestros movimientos fueron más deliberados y menos penosos. El ruido de nuestros perseguidores se había desvanecido totalmente. Parecía casi, contra todos nuestros temores, que los selenitas no hubieran sospechado nuestra fuga por la abertura, a pesar del elocuente montón de hongos rotos que debía haber al pie de ésta.

A ratos, el cañón se estrechaba tanto que apenas podíamos deslizamos por él, y otras veces se ensanchaba en grandes cavidades ásperas, incrustadas de puntiagudos cristales, o cubiertas de una capa de botones «fungoides», que despedían un pálido resplandor. A veces se encorvaba en espiral, y otras disminuía su gradiente, casi hasta extenderse en dirección horizontal. A cada rato, oíamos el intermitente ¡chirr!, ¡chirr!, de los hilos de agua que corrían a nuestro lado. Una o dos veces nos pareció que unas pequeñas cosas vivientes se arrastraban velozmente para escapar de nuestro alcance, pero nunca vimos lo que eran. Podrían muy bien haber sido animales venenosos, pero no nos hicieron daño alguno, y nosotros tampoco estábamos en situación de hacer caso de un ruido más o menos. Por fin, allá arriba, apareció de nuevo la azulada luz ya familiar para nosotros, y después vimos que pasaba a través de un enrejado que nos cerraba el camino.

Cuando notamos aquello, nos lo señalamos uno a otro, apenas con un leve murmullo, y adoptamos más y más precauciones para no hacer ruido en nuestra ascensión. A poco, ya estábamos debajo del enrejado, y pegando la cara a sus barras, pude ver una limitada porción de la caverna que se extendía, al otro lado. Se veía que era un recinto espacioso, y que indudablemente estaba alumbrado por algún arroyo de la misma luz azul que habíamos visto brotar de la ruidosa maquinaria. Un intermitente chorro de agua, muy delgado, goteaba de rato en rato, por entre las barras, cerca de mi cara.

Lo primero que procuré fue, naturalmente, ver lo que podía haber en el suelo de la caverna; pero el enrejado había sido puesto en una depresión del terreno, cuyo borde ocultaba de nuestros ojos todo el suelo. Nuestra burlada atención volvió entonces a fijarse en los varios sonidos que oíamos, y al cabo de un momento mis ojos sorprendieron un número de vagas sombras que se movían en el confuso techo, allá muy en lo alto.

Indiscutiblemente, en aquel espacio había varios selenitas, quizás en número considerable, pues hasta nosotros llegaban los sonidos de su lenguaje, y sordos ruidos, que yo tomé por sus pisadas. Se oía también una serie de sonidos regularmente repetidos: ¡chid!, ¡chid!, ¡chid!, que empezaban y cesaban, y que daban la idea de un cuchillo o machete que cortara alguna substancia blanda. Después resonó un choque como de cadenas, un silbido, y un rumor estruendoso, como el de un carro arrastrado por sobre un lugar hueco; y otra vez empezó el ¡chid!, ¡chid!, ¡chid! Las sombras indicaban que unas formas se movían rápida y acompasadamente, de acuerdo con aquel sonido regular, y descansaban cuando el sonido cesaba.

Cavor y yo juntamos nuestras cabezas y empezamos a discutir todo aquello en murmullos apagados.

 

—Están ocupados —dije— están ocupados en algo.

—Sí.

—No están buscándonos, ni piensan en nosotros.

—Tal vez no han oído hablar de nosotros.

—Los otros nos buscan allá abajo. Si apareciéramos repentinamente aquí…

Nos miramos uno a otro.

—Podría haber una probabilidad de parlamentar —dijo Cavor.

—No —contesté yo—: no tal, estamos…

Guardamos silencio, y así nos quedamos un rato, cada uno embargado por sus propios pensamientos.

¡Chid!, ¡chid!, ¡chid!, sonaban las herramientas, y las sombras se movían de un lado a otro.

Yo miré el enrejado.

—Es débil —dije—. Podríamos apartar dos barras y deslizamos por entre ellas.

Poco tiempo perdimos en vagas discusiones. En seguida tomé una de las barras con ambas manos, afirmé los pies contra la roca, colocándolos casi a la altura de mi cabeza, y en esa posición me apoyé en la barra. Ésta cedió tan fácilmente, que poco me faltó para caer. Me aseguré nuevamente en las rocas y empujé la barra adyacente en dirección opuesta. Después me saqué del bolsillo el hongo luminoso y lo dejé caer abajo por la grieta.

—No haga usted nada precipitadamente —susurró Cavor, al ver que me introducía por la abertura que acababa de ensanchar. Al pasar por el enrejado vi unos bultos que se movían, e inmediatamente me incliné, para que el borde de la depresión en que el enrejado estaba puesto me ocultara de sus ojos. Echado y bien pegado al suelo indiqué por señas a Cavor que él también se preparara a pasar. Un momento después estábamos tendidos el uno al lado del otro, mirando por encima del borde, la caverna y a sus ocupantes.

La caverna era mucho mayor de lo que habíamos supuesto al verla por primera vez, y la mirábamos de abajo arriba, desde la parte más baja de su suelo inclinado. A medida que se alejaba de nosotros se ensanchaba, y el techo descendía, y ocultaba totalmente la porción más lejana. Y tendidos en hilera a lo largo de su extensión mayor, hasta perderse por último en esa tremenda perspectiva, yacían unas abultadas formas, unos bultos grandes e incoloros con los cuales estaban atareados los selenitas. Al principio parecían unos grandes cilindros blancos, de vago volumen; después noté sus cabezas, con el hocico hacia nosotros, peladas y sin ojos, como cabezas de carnero en una carnicería, y entonces comprendí que los selenitas estaban descuartizando reses lunares: el cuadro se asemejaba mucho al de la tripulación de un barco ballenero en el acto de descuartizar una ballena atada a la cubierta. Cortaban la carne en tiras y en algunos de los cuartos puestos más lejos, aparecían ya desnudas las blancas costillas. El ruido de sus machetes era ese ¡cid!, ¡cid! Un poco más lejos, una especie de pequeño tren, tirado por cables y lleno de trozos de floja carne, corría hacia arriba por el inclinado suelo de la caverna. Aquella gran hilera de fardos enormes destinados a servir de alimento, nos dio una idea de la vasta población del mundo lunar, no bien habíamos comprendido cuál era la ocupación de los selenitas.

Al principio me pareció que éstos debían operar sobre plataformas sostenidas por gruesos bancos y luego vi que las plataformas, sus bancos y los machetes tenían el mismo color que había visto a mis cadenas antes de que la luz pusiera en evidencia el que en realidad tenían. Un número de palancas bastante gruesas, yacían por el suelo, y sin duda habían servido para volver de un lado a otro las reses muertas. Tenían quizá seis pies de largo y unas agarraderas bien dispuestas: armas que eran una tentación para quien supiera defenderse. La caverna entera estaba iluminada por tres arroyos transversales del azul fluido.

Durante un rato nos quedamos inmóviles, observando todo aquello en silencio.

—¡Bueno! —dijo Cavor, por fin.

Yo me adherí más al suelo y volví la cara hacia mi amigo. Se me había ocurrido una brillante idea.

—A no ser que hayan bajado esos cuerpos por un ascensor —dije—, debemos estar más cerca de la superficie que lo que pensaba.

—¿Por qué?

—La res no salta, ni tampoco tiene alas.

Cavor echó nuevamente una ojeada por sobre el borde del hueco.

—Me pregunto, ahora… —empezó—. Lo cierto es que en ningún momento nos hemos alejado mucho de la superficie.

Yo le hice callar con un fuerte apretón en el brazo: ¡había oído un ruido en la parte baja del cañón!

Nos acurrucamos cuanto pudimos, y nos quedamos tan quietos como si estuviéramos muertos, pero con todos los sentidos despiertos. No cabía duda de que algo subía lentamente por el tubo de piedra. Yo sin hacer ruido, empuñé vigorosamente mi cadena, y esperé que apareciera aquello.

—Usted eche otra ojeada a los de los machetes —dije.

—Están en su tarea —me contestó Cavor.

Me afirmé, como arreglándome una especie de barricada en la abertura del enrejado… Oía ya con bastante claridad el suave jadeo de los selenitas que subían, el roce de sus manos contra las rocas, y el caer de la tierra que sus cuerpos desprendían.

Después vi algo que se movía confusamente en las tinieblas de abajo del enrejado, pero no pude distinguir lo que era. Todo aquello pareció aquietarse por un momento, pero luego… ¡alerta! Yo me había parado de un salto, y dado un feroz golpe en la dirección de una cosa que había pasado velozmente junto a mí. Era la punta de una lanza. Después he reflexionado que su largo excesivo en la estrechez del cañón, debió impedir que la apuntaran bien para que llegara hasta mí. Como quiera que fuese, pasó el enrejado como la lengua de una serpiente, y tanteó, retrocedió, y volvió a avanzar con violencia. Pero la segunda vez yo la empuñé y la arranqué, de las manos del que la manejaba, no antes de que otra me hubiera amagado también, sin tocarme.

Lancé un grito de triunfo al sentir que el selenita, después de resistir un momento mi tirón soltaba la lanza, y acto continuo me puse a lancear hacia abajo por entre las barras, a lo que me respondían de la obscuridad unos chillidos. Cavor, por su parte, había arrancado a las otras invisibles manos la otra lanza, daba saltos a mi lado, blandía el arma, y apuntaba lanzadas que no daban en el blanco…

¡Chang! ¡Chang! —resonó un gong desde abajo y por entre la reja fue el sonido a esparcirse arriba. Luego un hacha lanzada por el aire y que chocó en las rocas más allá de nosotros, me recordó a los carniceros de la caverna.

Me volví: todos avanzaban hacia nosotros, en orden de batalla, blandiendo sus hachas. Si antes no habían oído hablar de nosotros debían haberse dado cuenta de la situación con increíble rapidez. Les contemplé un momento, lanza en mano.

—¡Guarde usted esa reja, Cavor! —grité, y me puse, a vociferar para intimidarlos, y corrí a su encuentro. Dos de ellos me hicieron frente con sus machetes, pero los demás huyeron acto continuo. Entonces los dos echaron a correr también, caverna arriba, con los puños apretados y la cabeza baja. ¡Nunca he visto a los hombres correr así!

Yo comprendí que la lanza que tenía no era un arma apropiada para mí; era delgada y flexible, y demasiado larga para manejarla con rapidez. Así, pues, sólo perseguí a los selenitas hasta el lugar en que yacía la primera res muerta, y allí me detuve y recogí una de las palancas. La sentí agradablemente pesada, y suficiente para aplastar a cualquier número de selenitas. Arrojé lejos la lanza, y con la otra mano me apoderé de otra palanca. Así me sentía cinco veces mejor que con la lanza. Con ademán amenazador blandí las dos palancas en la dirección de los selenitas que se habían detenido y formaban un pequeño grupo lejos, en la parte alta de la caverna, y volví al lado de Cavor.

Éste saltaba de un lado para el otro del enrejado, tirando estocadas con su lanza rota. La cosa iba bien por allí: aquello bastaría para impedir que los selenitas subieran… a lo menos por un tiempo. Volví los ojos a la caverna: ¿qué íbamos a hacer nosotros?

Estábamos ya, y en cierto modo, acorralados; pero los matarifes y carniceros de la caverna habían sido sorprendidos por nuestra presencia, probablemente estaban asustados, y no tenían armas propiamente dichas, pues sólo les servían de tales sus pequeños machetes. Y por ese lado era posible escapar. Sus rechonchos cuerpecitos —pues la mayor parte de ellos eran más bajos y gruesos que los pastores que habíamos encontrado primero—, estaban desparramados por la parte alta del inclinado suelo, de una manera que significaba elocuentemente indecisión. Pero, así y todo, había que tener presente que eran una tremenda muchedumbre. Los selenitas que habían subido por el cañón tenían unas lanzas infernalmente largas, y quizá se nos iban a presentar con otras sorpresas… Pero ¡maldita disyuntiva! Si cargábamos contra los de la caverna dejábamos el paso libre a los otros para que subieran y nos persiguieran, y si no cargábamos, los animalejos de la parte alta de la caverna recibirían probablemente refuerzos. Sólo el Cielo sabe qué tremendas máquinas de guerra: cañones, bombas, terrestres torpedos, podría enviar para nuestra destrucción aquel mundo de abajo, más vasto, al cual no habíamos hecho hasta entonces otra cosa que pellizcar la epidermis. ¡De todo esto resultaba claro que lo único que nos quedaba era cargar! Y más claro fue aún, cuando vi las piernas de muchos otros selenitas recién llegados que aparecían en lo alto de la caverna, corriendo hacia nosotros.

—¡Bedford! —gritó Cavor, y ¡zas!, de un salto se puso a medio camino entre la reja y el punto en que yo estaba.

—¡Vuelva usted allá! —le grité—. ¿Qué hace usted?…

—¡Han traído… una cosa como un cañón!

Y agitándose en el enrejado entre varias lanzas que avanzaban para su defensa, aparecieron la cabeza y los hombros de un selenita portador de un complicado aparato.

Yo me di cuenta de la completa incapacidad de Cavor para la lucha que teníamos que afrontar. Por un momento, vacilé. Después me precipité hacia la máquina, blandiendo mis barras y gritando para aturdir al selenita. Éste apuntaba con su arma, apoyándola en el estómago. ¡Zizzt! Aquello no era un cañón: lanzó el proyectil más bien como un arco lanza una flecha, y me lo plantó en medio de un hombro.

No caí. Pero mi salto fue más corto que si no hubiera sido tocado por el proyectil. La sensación que me quedó en el hombro me hizo creer que el proyectil me había golpeado de refilón; pero luego mi mano izquierda tropezó con algo, y entonces noté que tenía una especie de jabalina metida en el hombro casi hasta la mitad. Un instante después caí con mi palanca en la mano derecha, sobre el selenita y le di un golpe de lleno. Golpear a los selenitas era como golpear tallos secos con una maza de hierro. Se derrumbó… se hizo pedazos.

Solté una de las palancas, me saqué la jabalina del hombro, y empecé a dar puntazos con ella por entre la reja, hacia la obscuridad de abajo. A cada puntazo, respondían un alarido y una caída. Por último, les lancé la jabalina con toda mi fuerza, salte hacia arriba, recogí nuevamente la palanca y salí al encuentro de la multitud que ocupaba la parte alta de la caverna.

—¡Bedford! —gritó Cavor—. ¡Bedford! —al verme pasar a su lado como un rayo.

Aún me parece oír el ruido de las pisadas que me seguían.

Un paso, un salto… ¡zas!… otro paso, otro salto… Cada salto parecía durar siglos. Y a cada uno, la cueva se ensanchaba ante mí y el número de los selenitas aumentaba visiblemente. Al principio parecían correr todos como hormigas en un hormiguero removido; uno o dos machetes volaron en mi dirección; nuevas carreras; varios se desparramaban a los lados, por entre la hilera de reses muertas: después aparecieron otros, armados de jabalinas, y luego otros más. La caverna iba obscureciéndose a medida que avanzaba en ella. ¡Flick!, algo voló por encima de mi cabeza. ¡Flick! Desde lo alto de uno de mis brincos vi una jabalina clavarse y sacudirse en una de las reses muertas, a mi izquierda. Luego, al tocar tierra, otra cayó al suelo delante de mí y oí el remoto ¡Chuzz!, de la cosa que las disparaba. ¡Flick! ¡Flick! Durante un momento, aquello fue una lluvia.

Yo me detuve de golpe.

No me parece que en aquel momento tuvieran mis pensamientos mucha claridad. Me parece recordar que una especie de frase estereotipada recorría mi mente: «Zona de fuego, ¡buscar abrigo!». Sé que me precipité a un espacio entre dos reses muertas, y me quedé parado allí, jadeando rebosante de ira.

Busqué con los ojos a Cavor, y por un momento creí que hubiera desaparecido de aquel mundo. Después, surgió de la obscuridad entre la hilera de reses muertas y las rocas de la pared de la caverna: vi su carita, entre negra y azul, lustrosa de sudor y contraída por la emoción.

 

Decía algo, pero no puse atención en ello. Se me había ocurrido que podíamos avanzar cubriéndonos con las reses, de una en otra, hasta lo alto de la cueva para cargar en cuanto estuviéramos suficientemente cerca.

—¡Venga usted! —dije, y eché a andar delante.

—¡Bedford! —gritó Cavor; pero inútilmente.

Yo iba preocupado mientras avanzábamos por el estrecho callejón que quedaba entre las reses y la pared de la caverna. Las rocas se encorvaban hacia adelante… los selenitas no podían atacamos de frente. Aunque en aquel estrecho espacio no podíamos saltar, nuestra fuerza de hombres nacidos en la tierra nos permitía avanzar con mucha mayor rapidez que los selenitas. Calculé lo que sucedería cuando llegáramos donde ellos estaban: una vez que nos tuvieran encima, serían tan formidables como una legión de escarabajos; pero lo primero con que nos recibirían sería una descarga de flechas. Sin cesar de correr, me quité el saco de franela.

—¡Bedford! —jadeó Cavor, detrás de mí.

Yo volví los ojos.

—¿Qué? —pregunté.

Le vi señalar hacia arriba, por sobre las reses.

—¡Luz blanca! —dijo—. ¡Otra vez luz blanca!

Miré, y era como él decía: un débil velo blanco de luz, asomaba en lo más lejano del techo de la caverna.

Aquello me pareció que duplicaba mis fuerzas.

—Manténgase usted junto a mi —dije.

Un selenita saltó precipitadamente de la obscuridad, lanzó un grito y huyó. Hice alto y detuve a Cavor con la mano. Colgué el saco de la punta de la palanca, di vuelta a la res siguiente, solté la palanca con la chaqueta, me hice ver, y retrocedí con rapidez.

—¡Chuz!… ¡Flick! —llegó una flecha. Estábamos muy cerca de los selenitas y éstos, agrupados en muchedumbre, tenían a vanguardia una pequeña batería de sus máquinas disparadoras, apuntando hacia abajo de la cueva. Tres o cuatro flechas siguieron a la primera, y la descarga cesó en seguida.

Saqué la cabeza, y escapé de una flecha por el espesor de un cabello. Esta vez me atraje una docena o más de tiros, y oí que los selenitas gritaban tumultuosamente, al mismo tiempo que disparaban sus armas. Yo recogí la palanca con la chaqueta en la punta.

—¡Ahora! —dije, y levanté en alto la palanca.

¡Chuzz-zz-zz-zz! ¡Chuzz! En un instante mi chaqueta quedó convertida en una espesa barba de flechas, y otras tantas de éstas acribillaban las reses alrededor de nosotros. Rápidamente, desprendí la palanca de la chaqueta —la que supongo, está aún en aquel punto de la luna—, y me precipité hacia el enemigo.

Durante un minuto más o menos, aquello fue una matanza. Yo me sentía demasiado enfurecido para ser clemente, y los selenitas estaban probablemente demasiado asustados para pelear. Lo cierto es que no me atacaron en forma alguna. Yo estaba sediento de sangre. Recuerdo, que me metía entre aquellos insectos con yelmo, como un segador entre el pasto crecido segando y golpeando, primero a la derecha, después a la izquierda… ¡y aplastaba y aplastaba! A un lado y a otro saltaban pequeñas gotas. Mis pies tocaban cosas que se aplastaban y hundían y se ponían resbaladizas. Algunas jabalinas volaban en tomo mío: una me rozó la oreja, otra me hirió en el brazo y otra en la mejilla; pero esto, no lo supe hasta más tarde, cuando la sangre tuvo tiempo de correr, enfriarse y hacer que me sintiera mojado.

No sé lo que hizo Cavor. Durante un rato me pareció que el combate se había prolongado un siglo y que era necesario que continuara siempre. Después, repentinamente, todo terminó, y lo único que vimos fue la parte posterior de las cabezas de los selenitas, que subían y bajaban, al correr sus dueños en todas direcciones… Yo parecía haber quedado totalmente indemne. Corrí algunos pasos hacia adelante, gritando, y luego me volví. Yo mismo estaba sorprendido de lo que hacía.

Corría en línea recta por entre ellos, a zancadas enormes. A todos los fui dejando atrás, y todos huían de aquí para allá tratando de esconderse.

Y sentí un enorme asombro y no poco orgullo ante la conclusión del gran combate en que me había tocado parte tan principal. Me parecía, no que había descubierto la inesperada debilidad de los selenitas, sino una no menos inesperada fortaleza mía. Me eché a reír estúpidamente. ¡Qué luna tan fantástica!

Salté por sobre los aplastados cuerpos de los selenitas, que se retorcían, desparramados por la caverna, y me precipité tras de Cavor.

(XVIII)

En la luz del Sol

A poco vimos que delante de nosotros la caverna, daba a un espacio nebuloso, y un momento después nos encontramos en una especie de galería pendiente que entraba en un vasto espacio circular, un enorme pozo cilíndrico y vertical. En tomo de aquel pozo, la galería inclinada corría sin parapeto ni protección alguna, daba una vuelta y media, y luego se perdía, arriba, entre las rocas. Al ver aquello acudió a mi memoria el recuerdo de las vueltas espirales del ferrocarril que atraviesa el San Gotardo. Todo allí era tremendamente grande. No me hago la ilusión de dar a ustedes una idea de las titánicas proporciones de todo aquel lugar, de su colosal efecto. Nuestros ojos siguieron el vasto declive de la pared del pozo, y arriba, muy lejos, vimos una abertura redonda tachonada de estrellas apenas perceptibles, y la mitad del borde bañado por el brillo enceguecedor del sol. Al ver aquello, ambos lanzamos simultáneamente un grito.

—¡Vamos! —dije, echando a andar delante.

—Pero ¿y aquí? —preguntó Cavor, y con mucho cuidado se acercó al borde de la galería.

Yo seguí su ejemplo, avancé el cuello, y miré hacia abajo, pero estaba deslumbrado por el fulgor de arriba, y no alcanzaba a ver más que la insondable obscuridad con manchas espectrales rojas y purpúreas, flotando en ella. Pero si no podía ver, podía oír. De aquella obscuridad salía un ruido, algo como el rumor colérico que se escucha aplicando el oído a una colmena, un ruido que se elevaba de aquel enorme hueco, quizá de cuatro millas bajo nuestros pies…

Durante un momento escuché; luego apreté mi palanca y avancé, y Cavor detrás de mí, por la galería.

—Esta debe ser la cavidad que vimos desde arriba —dijo Cavor— la que cubría aquella tapa.

—Y allá abajo es donde vimos las luces.

—¡Las luces! —dijo—: sí… las luces del mundo que ya no veremos nunca.

—Ya volveremos —contesté: después, de haber escapado de tantos peligros, tenía la plena seguridad de que recuperaríamos la esfera.

No alcance a oír lo que me replicó Cavor.

—¿Eh? —dije.

—Nada —contestó; y continuamos nuestro camino en silencio.

Supongo que aquel camino inclinado lateral tenía cuatro o cinco millas de largo, contando con su curvatura, y que subía con una pendiente tal que en la tierra lo habría hecho casi impracticable, pero que en las condiciones lunares trepábamos fácilmente. Sólo vimos dos selenitas durante toda aquella parte de nuestra fuga, y apenas notaron nuestra presencia escaparon a toda prisa. Claro estaba que la noticia de nuestra fuerza y de nuestra violencia había llegado hasta ellos.

Nuestro camino hacia el exterior era inesperadamente llano. La galería espiral se estrechaba hasta convertirse en un empinado túnel ascendente, en cuyo suelo se veían abundantes huellas de reses, y tan recto y tan corto en proporción con su vasto arco, que no había en él parte alguna completamente obscura. Casi en seguida comenzó a iluminarse todo; y luego, allá lejos y muy en lo alto, con un brillo que casi nos ofuscaba, apareció su abertura exterior, una cuesta de alpina gradiente, coronada por una cresta de plantas-bayonetas, altas y ya rotas y muertas, alzando sus descamadas siluetas hacia el sol.