Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Miré rápidamente a derecha e izquierda. Allá lejos, a través del azul espacio desierto de la caverna, vi que corrían hacia nosotros muchos otros selenitas. La caverna se ensanchaba y se volvía más baja, y por todas partes se iba sumiendo en la obscuridad. Recuerdo que el techo parecía descender como vencido por el peso de las rocas que nos aprisionaban. No había por donde escapar… ¡Arriba, abajo, en todas direcciones, estaba lo desconocido, y frente a frente de nosotros aquellos seres inhumanos, con sus lanzas y sus incomprensibles ademanes, y nosotros éramos sólo dos, sin amparo ni ayuda!

(XV)

El puente vertiginoso

Aquella pausa hostil duró apenas un momento. Supongo que tanto nosotros como los selenitas reflexionamos rápidamente. Mi impresión más clara fue que no teníamos donde apoyar las espaldas, y que estábamos expuestos a que nos rodearan y nos mataran. La abrumadora insensatez de nuestra presencia allí, pesaba sobre mí como un negro, enorme reproche. ¿Por qué me había embarcado en una expedición tan loca, tan opuesta a todo razonamiento humano?

Cavor se me acercó y me puso la mano en el brazo. Su cara pálida, aterrada, parecía el rostro de un cadáver en aquella luz azul.

—Nada podemos conseguir —me dijo—. Me he equivocado. No entienden. Tenemos que ir… a donde quieran llevamos.

Yo le miré, y luego miré a los nuevos selenitas que acudían a ayudar a sus camaradas.

—Si tuviera libres las manos… —dije.

—De nada serviría —observó él, jadeante.

—No.

—Vamos.

Se dio vuelta, y echó a andar, en la dirección que nos habían señalado.

Yo le seguí, procurando adoptar la expresión de una persona tan subyugada cuanto es posible, y palpando las cadenas que me sujetaban por las muñecas. La sangre me hervía. Nada más observé de la caverna, aunque parecía que invertíamos mucho tiempo en cruzarla, o si noté algo lo olvidé en el acto. Mis pensamientos se concentraban, según creo, en mis, cadenas y en los selenitas, y particularmente en los que tenían en la cabeza un yelmo y en las manos una lanza. Al principio, anduvieron paralelamente con nosotros y a una distancia respetuosa; pero luego se les unieron otros tres, y entonces se acercaron más, hasta encontrarse al alcance del brazo. Yo me estremecía como un caballo espoleado, al verlos acercarse. El más chico y gordo iba al principio a nuestro flanco derecho, pero después se colocó otra vez delante.

¡De qué manera indeleble se ha grabado la imagen de aquel grupo en mi memoria! Veía delante de mí la espalda de Cavor y su cabeza inclinada, apoyada en el pecho, sus hombros caídos desconsoladamente, y la cara agujereada de nuestro guía, perpetuamente vuelta hacia él; luego los lanceros a cada lado, vigilantes y boquiabiertos; un monocromo azul. Y al fin y al cabo recuerdo otra cosa fuera de las puramente personales: que de repente se nos apareció una especie de canal a través del suelo de la caverna, corriendo a lo largo del camino de roca que seguíamos. Dicho canal estaba lleno de la misma materia azul claro, luminosa, que brotaba de la gran máquina. Anduve muy cerca de él, y puedo atestiguar que no irradiaba una partícula de calor. Despedía un brillo vivísimo, y sin embargo, no era ni más caliente ni más frío que otra cosa cualquiera de la caverna.

¡Clang! ¡Clang! ¡Clang! Pasamos exactamente por debajo de los retumbantes brazos de otra vasta máquina, y así llegamos por fin a un ancho túnel en el que podíamos oír hasta el ruido de nuestros pies descalzos y que, salvo el hilo de luz azul que llegaba de la derecha, carecía de toda iluminación. Las sombras formaban gigantescas caricaturas de nuestras formas y de los selenitas en el muro irregular y en el techo del túnel. De rato en rato, trozos de cristal sobresalientes de las paredes, chispeaban como brillantes; el túnel se ensanchaba, aquí y allá se convertía en una caverna de estalactitas, o de sus paredes surgían ramas que se perdían en la obscuridad.

Parece que anduvimos por el túnel largo rato. Tricle, tricle, murmuraba la luz al correr por el canal, muy suavemente, y nuestros pasos y sus ecos hacían un irregular padle, padle. Mi mente llegó a una conclusión sobre la cuestión de las cadenas: si pudiera sacarme una vuelta así, y luego deslizar la mano así…

Pero si me resolvía a hacerlo, poco a poco, ¿me verían los selenitas sacar la mano de la vuelta aflojada? Y si lo veían ¿qué harían?

—Bedford —dijo Cavor—: esto va hacia abajo; va hacia abajo sin cesar.

Su observación me hizo salir de mi sombría preocupación.

—Si quisieran matamos —agregó Cavor, retrocediendo para ponerse a mi lado—, no hay razón para que no lo hubieran hecho ya.

—No —asentí—; es cierto.

—Lo que sucede es que no nos entienden —prosiguió Cavor—: creen que somos simplemente unos animales extraños, quizás una especie salvaje de ganado. Sólo cuando nos hayan observado mejor, empezarán a comprender que tenemos entendimiento…

—¿Cuando trace usted los problemas geométricos? —pregunté.

—Puede ser que entonces.

Anduvimos en silencio durante un rato.

—Oiga usted —dijo de repente Cavor—: éstos deben ser selenitas de clase inferior.

—¡Los muy endemoniados animales! —exclamé yo, en tono airado, recorriendo con la mirada sus exasperantes fisonomías.

—Si soportamos lo que nos hagan…

—Tenemos que soportarlo —interrumpí.

—Puede haber otros menos estúpidos. Éste es apenas el límite exterior de su mundo, mundo que debe ir abajo y abajo, por cavernas, pasadizos, túneles, hasta llegar por fin al mar… a cientos de millas en el interior.

Sus palabras me hicieron pensar en la milla o algo así de roca y túnel que teníamos ya sobre nuestras cabezas. Aquello era como un peso que gravitara sobre mis hombros.

—Lejos del sol y del aire —dijo Cavor—, hasta en una mina de media milla de profundidad, la atmósfera es irrespirable. Pero aquí no lo es…, cualquiera que sea la causa: probablemente no se trata de otra cosa que de… ¡ventilación! El aire debe soplar del lado obscuro de la luna al lado iluminado por el sol, y todo el ácido carbónico se precipitará allá y alimentará esas plantas. En lo alto de este túnel, por ejemplo, hay una brisa bastante activa. ¡Y qué mundo debe ser éste! Las pruebas que vemos en esa tapa, y en estas máquinas…

—Y en las lanzas —dije yo—. ¡No olvide usted las lanzas!

Durante un rato anduvo en silencio por delante de mí.

—Y esas lanzas —dijo.

—¿Qué?

—Al principio, me enojé: pero… tal vez fuera necesario que avanzáramos. Ellos tienen una piel diferente de la nuestra, y probablemente diferentes nervios. Pueden no entender nuestras objeciones… lo mismo que un habitante de Marte podría no comprender la costumbre que tenemos en la tierra, de dar golpecitos en el hombro para llamar la atención.

—Lo mejor que pueden hacer es no darme golpecitos a mí.

—En cuanto a la geometría, al fin y al cabo, su manera es también una manera de entender. Empiezan con los elementos de la vida y no del pensamiento: alimentos, fuerza, dolor: hieren en las bases fundamentales.

—De eso no hay duda —contesté.

Cavor se engolfó en una conferencia sobre el enorme y maravilloso mundo dentro del cual se nos conducía. Lentamente, comprendí por su tono que no desesperaba del todo ante la perspectiva de ir aún más adentro de la madriguera extraña a la que daba el nombre de mundo. Su imaginación vagaba de las máquinas e inventos a la exclusión de mil cosas obscuras que a mí me aturdían. Y no se trataba de ningún uso que deseara hacer de aquellas cosas: quería únicamente conocerlas.

—De todos modos —dijo—, ésta es una tremenda oportunidad, es el encuentro de dos mundos. ¿Qué vamos a ver? Piense usted en lo que habrá allí abajo.

—No hemos de ver mucho si la luz no es mejor —observé.

—Ésta es solamente la corteza externa. ¡Abajo… en esta proporción… debe haberlo todo! ¡Qué historia la que llevaremos a la tierra!

—Los animales raros —dije—, se consolarán probablemente así cuando los llevan al jardín zoológico… Además, nadie nos dice que nos van a enseñar todas esas cosas.

—Cuando comprendan que poseemos un entendimiento racional, querrán saber lo que hay en la tierra. Aun cuando no se inspiren en sentimientos de generosidad, nos enseñarán para aprender a su vez… ¡Y qué cosas deben saber! ¡Qué imprevistas cosas!

Prosiguió en sus cálculos sobre la posibilidad de que supieran cosas que él nunca habría considerado aprender en la tierra… ¡Calcular así, cuando tenía aún fresca la herida del lanzazo en la piel!

He olvidado, mucho de lo que dijo, porque me llamó la atención el hecho de que el túnel fuera ensanchándose cada vez más. Por el cambio de aire parecía que saliéramos a un vasto espacio; pero no habíamos podido juzgar la extensión de éste, porque estaba obscuro. Nuestro arroyuelo de luz corría en un tortuoso hilo y se perdía más adelante.

Las paredes de roca habían desaparecido ya a ambos lados; lo único que quedaba a la vista era el camino que se extendía delante de nosotros, y el susurrante, apresurado arroyo de azul fosforescencia. La figura de Cavor y la del guía selenita marchaban a pocos pases de mí: sus cabezas y sus piernas, por el lado del arroyo, estaban teñidas por la luz viva y azul, y el lado obscuro, no iluminado ya por el reflejo del arroyo en la pared del túnel, se destacaba confusamente de las tinieblas.

Y luego noté que nos acercábamos a algún barranco, pues el arroyuelo azul se hundía bruscamente perdiéndose de vista.

Un momento después, o por lo menos así nos pareció, habíamos llegado al borde. La luminosa corriente daba un rodeo, como si titubeara, y en seguida se precipitaba, iba a caer en una profundidad tan grande que el ruido producido por la caída no llegaba hasta nosotros. Y la obscuridad de donde así se escapaba se volvía cada vez más negra, hasta llegar a la lobreguez casi absoluta, que apenas permitía ver una cosa como una plancha que se destacaba del borde del precipicio y se esfumaba y desaparecía antes de que alcanzáramos a ver su fin.

 

Durante un momento, Cavor y yo nos quedamos parados, tan cerca de la orilla cuanto nos atrevíamos a ponemos, contemplando la tenebrosa profundidad. De repente nuestro guía me tiró del brazo.

Después de llamarme así la atención, se apartó de mí, avanzó hasta el principio de la plancha, y se paró en ella, volviendo la cabeza. Luego, cuando vio que seguíamos sus movimientos echó a andar por aquel angosto puente, con tanta firmeza como si pisara en suelo firme. Por un momento, la forma de su cuerpo continuó visible, después se convirtió en una mancha azul, y por último desapareció en la obscuridad.

Hubo una pausa.

—¡Seguramente!… —empezó a decir Cavor.

Uno de los otros selenitas dio varios pasos por la plancha y volvió la cabeza para miramos con el mayor aplomo. Los otros, parados, estaban listos para seguimos. La impasible cara de nuestro guía reapareció: regresaba a averiguar por qué no habíamos avanzado.

—Nosotros no podemos pasar por allí, a ningún precio —dije.

—Yo no podría dar ni tres pasos por esta tabla —dijo Cavor—, y eso aunque tuviera libres las manos.

Nos miramos mutuamente las caras desencajadas, con gran consternación.

—No deben saber lo que es el vértigo —dijo Cavor.

—Para nosotros es absolutamente imposible andar por esa plancha.

—No creo que ellos vean de la misma manera que nosotros. He estado observándolos. ¡Quién sabe si siquiera se dan cuenta de que, para nosotros, éstas son tinieblas completas! ¿Cómo podríamos hacérselo entender?

—No sé cómo, pero tenemos que hacérselo entender.

Creo que decíamos todo eso con una vaga, media esperanza de que los selenitas pudieran comprendemos. Yo me daba exacta cuenta de que todo lo que se necesitaba era una explicación; pero luego cuando miré sus inexpresivas caras, me convencí de que no había explicación posible. Aquél era precisamente el momento en que nuestros puntos de semejanza con ellos iban a servir más bien a acentuar la diferencia que nos separaba en todo lo demás. De todos modos, yo no iba a pasar por aquella plancha, no, no pasaría. Rápidamente deshice mi mano afuera de la cadena que había ido aflojando en el camino, y extendí el brazo en la dirección opuesta. Yo era el que más cerca estaba del puente, y cuando me vieron hacerlo, dos de los selenitas me empujaron y me tiraron con suavidad hacia el puente.

Yo agité la cabeza violentamente.

—No voy —dije—. Inútil. Ustedes no entienden.

Otro selenita acudió a empujarme. Entre los tres me forzaron a avanzar un paso.

—¡Miren! —exclamé—. ¡Quédense quietos! Para ustedes será cosa muy fácil…

Di un salto, girando hacia atrás, y prorrumpí en maldiciones, pues uno de los selenitas armados me había punzado en la espalda con su lanza.

De una sacudida, liberté mis manos de los pequeños tentáculos que las retenían, y me encaré con el lancero.

—¡Maldito diablo! —grité—. ¡Ya les había prevenido que tuvieran cuidado! ¿De qué palo o piedra crees que estoy hecho, para que me metas en el cuerpo esa punta? ¡Si vuelves a tocarme!…

Por toda respuesta el individuo me pinchó otra vez.

Oí la voz de Cavor, con tono de alarma y de súplica. Creo que aun entonces pensaba en transacciones con aquellos animales; pero la picazón del segundo aguijonazo pareció despertar alguna dormida reserva de energía dentro de mi ser. Instantáneamente, se quebró un eslabón de la cadena que me rodeaba el otro puño, y con él se rompieron todas las consideraciones que nos habían mantenido sumisos entre las manos de los señores selenitas. Durante aquel segundo, por lo menos, estuve loco de miedo y de ira al mismo tiempo. No reflexioné en las consecuencias, y empujé la mano hacia adelante, en línea recta a la cara del lancero. La cadena pendía de mi muñeca…

Entonces sobrevino una de las estupendas sorpresas de que el mundo lunar está lleno.

Mi mano encadenada pareció pasar de parte aparte, a través de aquel cuerpo. El selenita se aplastó como un huevo. Aquello fue como golpear en un merengue de superficie dura y líquido por dentro. La mano se hundió sin hallar tropiezo, y el flojo cuerpo fue por el aire hasta unas doce yardas más allá, a caer con un sordo ¡flac!

Yo me quedé asombrado y río acababa de creer que algo viviente pudiera ser tan fofo. Durante un instante, casi me pareció que todo era un sueño.

Pero luego recuperé la conciencia de las cosas reales o inminentes. Ni Cavor ni los otros selenitas parecían haber hecho nada desde el momento en que me di vuelta hasta aquél en que el selenita muerto cayó en el suelo. Todos se mantenían apartados de nosotros, todos estaban alerta. Esa suspensión duró por lo menos hasta un segundo después de la caída del cadáver. Probablemente, todos reflexionaban. Me acuerdo de que yo, con mi mano medio retirada ya, trataba también de medir la situación: «¿Y ahora? —clamaba mi cerebro—. ¿Y ahora?».

¡De repente, en un momento, todos se movieron!

Yo comprendí que teníamos que soltamos de nuestras cadenas, pero para ello, antes, era necesario que venciéramos a los selenitas. Me encaré con el grupo de los tres lanceros. En el instante, uno de ellos me arrojó su lanza; ésta pasó zumbando por sobre mi cabeza, y supongo que fue a perderse en el abismo que quedaba atrás de mí.

Saltó directamente hacia él, mientras la lanza volaba atrás; él se volvió para correr, al brincar yo, pero di encima de él, lo derribé, me resbalé sobre su aplastado cuerpo, y caí.

Rápidamente me senté, y por ambos lados vi las azuladas espaldas de los selenitas que se perdían en la obscuridad. Con un esfuerzo supremo abrí un eslabón, y deshice el nudo de la cadena que me estorbaba tanto en los tobillos, y me paré de un salto, con la cadena en la mano. Otra lanza, arrojada como una jabalina, silbó a mi lado, y entonces me precipité hacia la obscuridad, por el lado de donde venía, pero no encontré al agresor. Después volví al lado de Cavor, que seguía parado en la luz del arroyo, junto al abismo, trabajando convulsivamente con sus cadenas.

—¡Venga usted! —le grité.

—¡Mis manos! —me contestó.

Luego, comprendiendo que no me atrevía a correr hacia él por el temor de que mis mal calculados pasos pudieran hacerme pasar el borde del abismo, se me acercó, jadeando, con las manos extendidas por delante.

En el acto puse manos a sus cadenas, para desatarlas.

—¿Dónde están? —balbuceó.

—Han huido, pero volverán. ¡Ahora nos arrojan cosas! ¿Por qué lado nos iremos?

—Por la luz. A ese túnel. ¿Eh?

—Sí —dije yo, y acabé de soltarle las manos.

Me arrodillé y empecé a trabajar en las cadenas que lo sujetaban por los tobillos. ¡Zac!, zumbó algo —no sé qué—, y cayó en el lívido arroyo, haciendo saltar numerosas gotas en nuestro derredor. Allá lejos, a nuestra derecha, empezaron unos silbidos y chillidos.

Acabó de sacarle la cadena de los pies, y se la di.

—¡Golpee usted con esto! —le dije; y sin esperar su respuesta partí en largos saltos por el mismo camino que habíamos seguido a la ida. El ruido de los saltos de Cavor resonaba detrás de mí.

Corríamos a largos trancos; pero aquel modo de correr, como comprenderán ustedes, era una cosa enteramente distinta del de correr en la tierra. En la tierra, uno salta y casi instantáneamente toca otra vez el suelo, pero en la luna, por causa de la atracción mucho menor de ese planeta, uno avanza a través del espacio durante varios segundos antes de caer en el suelo. Eso, no obstante, nuestra violenta rapidez, nos hacía el efecto de largas pausas, pausas en cada una de las cuales se podía contar hasta siete u ocho. Un rebote, y un vuelo por el aire. Toda clase de preguntas atormentaban mi mente entre tanto: «¿Dónde están los selenitas? ¿Qué van a hacer? ¿Llegaremos nosotros a ese túnel? ¿Está muy atrás Cavor? ¿Lo alcanzaran y le cortarán el paso?». Y otro salto, otro rebote y de nuevo otro salto.

Vi a un selenita que corría delante de mí, pero no como nosotros corríamos, a saltos enormes, sino con el mismo movimiento de piernas con que un hombre corre en la tierra; vi su cara que se volvía a mirar por encima del hombro, y le oí lanzar un alarido al echarse hacia un lado para perderse en la obscuridad. Creo que era nuestro guía, pero no estoy seguro de ello. Después, con otro largo salto, las paredes de la roca aparecieron a mi vista a ambos lados, y en dos brincos más me encontré en el túnel, acortando ya mis saltos por exigirlo lo bajo del techo. Me subí a una especie de meseta, allí esperé, y luego, ¡pluf!, ¡pluf!, ¡pluf!, apareció Cavor, rompiendo el torrente de luz azul a cada salto, y su sombra creció, hasta que llegó adonde yo estaba. Nos quedamos asidos el uno al otro. Por un momento, a lo menos, nos habíamos desprendido de nuestros captores y estábamos solos.

La rapidez de la carrera nos había dejado casi sin respiración. Hablábamos jadeantes, con frases entrecortadas.

—¿Qué vamos a hacer?

—Escondemos.

—¿Dónde?

—Arriba, en una de esas cavernas laterales.

—¿Y después?

—Pensaremos.

—Bueno… vamos.

Continuamos avanzando, y a poco llegamos a una caverna ancha, obscura. Cavor iba delante: titubeó, y luego eligió una negra boca que parecía prometer un buen escondite. Se dirigió a ella, pero luego volvió la cabeza.

—Está en tinieblas —dijo.

—Las piernas y los pies de usted nos iluminarán. Está usted, todo mojado con esa materia luminosa.

Pero…

Un tumulto de ruidos y particularmente un sonido que parecía el golpear en un gong, que avanzaba hacia el túnel principal, llegó hasta nuestros oídos. Aquello era horriblemente sugerente de una tumultuosa persecución. Ambos echamos a correr adentro de la caverna lateral, y en la carrera, la irradiación de las piernas de Cavor alumbraba nuestro camino.

—Ha sido una fortuna —balbuceé—, que nos quitaran los botines, pues si los tuviéramos llenaríamos de ruido estas bóvedas.

Corrimos y corrimos, procurando dar pasos tan cortos, cuanto nos fuera posible, para no golpeamos la cabeza en el techo de la caverna. Al cabo de un rato, nos pareció que ganábamos terreno al estruendo. Después se amortiguó, se hizo confuso, se disipó a lo lejos. Me detuve, miré atrás, y oí el ¡pad!, ¡pad!, de los pasos de Cavor que se acercaban. Luego se detuvo él también.

—Bedford —susurró—: allá adelante hay una especie de luz.

Miré, y al principio nada pude ver. Después noté que sus hombros y su cabeza se destacaban débilmente sobre una obscuridad menos negra. Vi también que esa atenuación de la obscuridad no era azul, como todas las otras luces del interior de la luna sino gris pálido, con una inclinación muy vaga al blanco, el color de la luz del día. Cavor observo todas esas diferencias tanto o más pronto que yo, y creo que también a él le infundieran las mismas desbordantes esperanzas que a mí.

—Bedford —murmuró; su voz temblaba—: esa luz… es posible…

No se atrevió a decir cuál era su esperanza. Luego hubo una pausa, y de improviso, conocí por el ruido de sus pies que corría hacia aquel resplandor pálido. Yo lo seguí con el corazón palpitante.

(XVI)

Puntos de vista

La luz ganaba en fuerza a medida que avanzábamos. Al poco rato era ya casi tan intensa como la fosforescencia de las piernas de Cavor. Nuestro túnel se ensanchaba, se convertía en una caverna, y la nueva luz estaba en el extremo más lejano de ésta. De repente observé algo que hizo palpitar mis crecientes esperanzas.

—¡Cavor! —exclamé—. ¡Viene de arriba! ¡Estoy seguro de que viene de arriba!

Cavor no me contestó, pero apresuró el paso.

Indiscutiblemente, aquélla era una luz gris, una luz plateada.

Un momento después, estábamos debajo de ella. Se filtraba de arriba por una grieta en las paredes de la caverna, y al levantar yo la cabeza para mirarla, ¡drip!, una gruesa gota de agua me cayó en la cara. Di un salto, y me puse a un lado; ¡drip!, otra gota cayó con ruido bastante perceptible en la roca del suelo.

—¡Cavor! —dije—: ¡si uno de nosotros alza al otro, éste podrá alcanzar esa grieta!

 

—Yo voy a levantarlo a usted —me dijo, e incontinenti me izó como si levantara a un bebé.

Metí un brazo por la grieta, y exactamente en la parte adonde llegaban las puntas de mis dedos encontré una pequeña rajadura en la que podía agarrarme. Vi entonces que la blanca luz era mucho más brillante. Me suspendí con dos dedos, casi sin esfuerzo, a pesar de que en la tierra peso 168 libras, llegué a un punto saliente de las rocas aún más alto, y así entonces, metí los pies en la rajadura donde había tenido primero las manos. Me estiré hacia arriba y con los dedos escudriñé las rocas. La abertura iba ensanchándose a medida que subía.

—Es fácil de trepar —dije a Cavor—. ¿Podrá usted saltar hasta mi mano si alargo el brazo para abajo?

Me afirmé en los dos lados de aquel cañón, apoyé una rodilla y un pie en la rajadura, y extendí un brazo. No podía ver a Cavor, pero podía oír el rumor de sus movimientos al encogerse para saltar. Después, ¡zas!, se colgó de mi brazo… ¡y no pesaba más que un gato! Lo tiré hacia arriba hasta que tuvo una mano en la rajadura y pudo soltarme.

—¡Vaya! —exclamé—. ¡Cualquiera podría ser alpinista en la luna!

Y más animosamente que antes, seguí trepando. Durante algunos minutos me arrastré cañón arriba, sin descanso y después volví a mirar a lo alto. El cañón se abría gradualmente, y la luz iba haciéndose más viva. Pero…

¡Después de tanto esperarla, aquélla no era la luz del día! Al cabo de un momento, vilo que, era, y al verlo, poco, faltó para que el desencanto me hiciera golpear la cabeza contra las rocas, pues lo que tenía ante mí era sencillamente un espacio abierto, irregularmente inclinado, y por todo cuyo suelo ascendente se extendía un bosque de pequeños hongos, en forma de botellas, todos brillando con aquella luz entre plateada y rosada. Por un momento contemplé su suave lustre, y después me puse a saltar de un lado y otro entre ellos. Arranqué una media docena, los arrojé contra las rocas, y luego me senté, riéndome amargamente, al aparecer a la vista la rubicunda cara de Cavor.

—Otra vez es la fosforescencia —le dije—. No necesitamos darnos prisa. Siéntese usted y descanse.

Y mientras él reflexionaba sobre nuestra desilusión, yo empecé a arrojar más de esas plantas por el cañón.

—Yo creía que fuese la luz del día —dijo.

—¡Luz del día! —exclame—. ¡Luz del día, puesta de sol, nubes y cielos tormentosos! ¿Volveremos a ver algún día semejantes cosas?

Al decir esto, me parecía que se alzaba a mi vista un cuadrito de nuestro mundo, pequeño pero claro, iluminado, como un paisaje italiano.

—El cielo que cambia, el mar que cambia, los montes y los verdes árboles, las aldeas y las ciudades brillantes de sol. Piense usted en un techo mojado, cuando el sol se pone, Cavor. ¡Piense usted en las ventanas de nuestra casa, que mira al Oeste!

No hubo respuesta de su parte.

—Aquí estamos enterrados en este salvaje mundo, que no es un mundo, que tiene un mar de tinta escondido en alma abominable negrura, allá abajo, y afuera el día tórrido y la mortal noche helada. Y todas esas cosas que nos persiguen ahora, bestiales hombres de cuero… ¡hombres-insectos escapados de una pesadilla! ¡Al fin y al cabo, ellos están en su derecho! ¿Qué tenemos nosotros que hacer aquí, por qué los aplastamos, y perturbamos su mundo? Por todos los indicios que hemos visto, el planeta entero está en alarma y corre tras de nosotros. Dentro de un minuto podremos oír de nuevo sus chillidos y el estruendo de sus gongs. ¿Qué haremos entonces? ¿Qué haremos? ¡Aquí estamos en posición tan cómoda como la de un par de serpientes de la India que se hubieran escapado en pleno Londres!

Volví a mi tarea de destruir hongos. De improviso vi algo que me hizo dar un grito.

—¡Cavor! —exclamé—. ¡Estas cadenas son de oro!

Cavor, sentado, meditaba profundamente, con las mejillas apretadas entre las manos. Volvió la cabeza lentamente, me miró y, cuando repetí mis palabras, miró la cadena que le rodeaba la muñeca de la mano derecha.

—De oro son —dijo—: lo son.

El fugitivo interés que pudo inspirarle aquello, se desvaneció de su cara desde antes de que cesara de mirar la cadena. Titubeó un momento, y luego continuó su interrumpida meditación. Yo me quedé un rato asombrado de no haber conocido hasta entonces la materia de que las cadenas estaban hechas, pero después me acordé de la luz azul en que habíamos estado y que hacía perder completamente su color al metal. Y ese descubrimiento me sirvió también de punto de partida para una corriente de ideas que me llevó a campos anchurosos y lejanos. Me olvidé de que un momento antes había estado preguntando lo que hacíamos en la luna. Soñaba con oro…

Cavor fue el primero que habló:

—Me parece que hay dos caminos abiertos ante nosotros.

—¿Y son?

—O intentamos abrimos paso —forzar el paso, si es necesario—, al exterior y buscar otra vez la esfera hasta encontrarla o hasta que el frío de la noche llegue y nos mate; o si no…

Hizo una pausa.

—Sí —dije yo, pues sabía lo que seguía.

—… podemos intentar una vez más establecer una especie de manera de entendemos con la gente de la luna.

—Por mi parte, lo primero es lo mejor.

—Lo dudo.

—Yo no.

—Oiga usted —dijo Cavor—. No pienso que podemos juzgar a los selenitas por lo que hemos visto de ellos. Su mundo central, su mundo civilizado, debe estar lejos, abajo, en las cavernas más profundas cercanas a su mar. Esta región de la corteza en que nos encontramos es un distrito remoto, una región pastoril. En todo caso, ésa es mi interpretación. Los selenitas que hemos visto pueden ser sólo los equivalentes de nuestros cuidadores de ganado y trabajadores de fábricas lejanas de las poblaciones. El uso de esas lanzas —probablemente para aguijonear a las reses—, la falta de imaginación que muestran al suponer que nosotros somos capaces de hacer exactamente lo que ellos hacen, su indiscutible brutalidad, todo parece indicar algo por ese estilo. Pero si nosotros soportáramos…

—Ninguno de los dos podría soportar por mucho tiempo una marcha por una plancha de seis pulgadas a través de un pozo sin fondo.

—No —dijo Cavor—: eso es verdad.

En seguida descubrió un nuevo campo de posibilidades.

—Supongamos que nos situáramos en algún rincón donde pudiéramos defendemos de esos campesinos y de sus lanzas. Si, por ejemplo, consiguiéramos sostenemos durante una semana o algo así, es probable que la noticia de nuestra aparición se filtrara hacia abajo, hasta las partes más inteligentes y populosas…

—Si existen.

—Deben existir; si no ¿de dónde vienen esas tremendas máquinas?

—Eso es posible; pero es el peor de los términos del dilema.

—Podríamos escribir inscripciones en las paredes…

—¿Cómo sabemos que sus ojos verían la clase de señales que nosotros hiciéramos?

—Si las esculpimos…

—Eso es posible, por supuesto.

Yo tomé un nuevo hilo de ideas.

—Al fin y al cabo —dije—, no supongo que usted cree a los selenitas tan infinitamente más sabios que los hombres.

—Deben saber mucho más… o por lo menos una cantidad de cosas diferentes.

—Sí, pero… —dije vacilando— creo que usted convendrá fácilmente, Cavor, en que usted es un hombre más bien excepcional.

—¿Cómo?

—Pues, usted es… usted es un hombre más bien solitario: quiero decir que lo ha sido usted. No se ha casado usted.

—Nunca lo necesité tampoco.

—Se ha dedicado usted a adquirir conocimientos.

—Sí; una cierta curiosidad, es natural.

—Usted piensa así: ése es precisamente el punto. Usted piensa que todos los cerebros necesitan saber. Recuerdo que una vez, cuando le pregunté por qué hacía usted todas esas investigaciones, me dijo usted que quería ser miembro de la Sociedad Científica, y hacer que a la substancia que iba usted a inventar se le llamara Cavorita, y cosas de ese orden. Usted sabe perfectamente que no proseguía usted sus trabajos por eso, pero en aquel momento mi pregunta lo tomó por sorpresa, y creyó usted que debía tener algo que pareciera un motivo. En realidad, usted hacía sus investigaciones porque tenía usted que hacerlas. Ésa es la inclinación natural de usted.