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100 Clásicos de la Literatura

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A cada momento se abrían nuevas cajas de semillas, y apenas lo hacían su hinchado contenido se desbordaba por la abertura y pasaba al segundo período del crecimiento. Con seguridad plena, con rápido avance, las asombrosas semillas apuntaban una raicilla hacia la tierra, y un raro capullo, de forma redonda, al aire libre. En poco rato, toda la pendiente estuvo llena de minúsculas plantas que se erguían ufanas con el ardor del sol.

No permanecieron erguidas mucho tiempo. Los capullos redondos se hincharon, se estiraron y se abrieron con un estremecimiento, y entonces quedó en descubierto una coronilla de puntitas agudas, y bajo de esta corona se desparramó una frondosidad de hojitas delgadas, puntiagudas, de color obscuro, que se alargaron rápidamente, se alargaron visiblemente, allí, ante nuestros ojos. El movimiento era más lento que el de cualquier animal, más rápido que el de cualquier planta que yo hubiera visto antes. ¿Cómo podría explicar a ustedes cómo se efectuaba el crecimiento? Las puntas de las hojas crecían tan pronto, que las veíamos avanzar. La morena cubierta de la semilla se encogía y era absorbida con igual rapidez.

¿Alguna vez, en un día frío, ha tomado usted en su mano caliente un termómetro, y observado la ascensión del pequeño hilo de mercurio por el tubo? Así crecían esas plantas de la luna.

En pocos minutos, tal como los veíamos, los capullos de las más avanzadas de aquellas plantas se habían alargado y convertido en un tallo, y de éste salía ya una segunda serie de hojas; toda la inclinada, planicie que hasta poco antes parecía una muerta faja de tierra pedregosa, estaba ya cubierta de esa creciente hierba, de color aceitunado, formada por infinito número de espigas estremecidas por el vigor de su naciente vida.

Me volví a un lado y ¡hola! En el borde superior de una roca situada al Este, aparecía un ribete igual: las plantitas habían crecido apenas un poco menos, estaban ladeadas, inclinadas, y su color obscuro resaltaba más sobre el enceguecedor fondo del fulgor solar. Y más allá de ese reborde se alzaba el perfil de una planta alta, que extendía unas groseras ramas parecidas a las de un cactus, y se hinchaba visiblemente, se hinchaba como una vejiga que alguien llenara de aire.

En seguida, por el Este descubrí también otra forma semejante a aquélla, que se alzaba de la hierba. Pero allí la luz caía sobre sus lisos costados, y me permitía ver que su color tenía un vivo tinte anaranjado. Crecía a vista de ojos; y si apartábamos éstos durante un minuto y la mirábamos de nuevo, su perfil había cambiado: sus ramas eran entonces obtusas, pesadas, hasta que, poco rato después, aparecía toda entera como un coral de varios pies de alto. Comparado con semejante crecimiento el del terrestre «licoperdón», que a veces gana en diámetro un pie en una sola noche, sería un miserable paso de tortuga, pero hay que tener en cuenta que el «licoperdón», al crecer, lucha contra la fuerza de atracción de la tierra, que es seis veces mayor que la de la luna. Más lejos, de zanjas y mesetas que habían estado ocultas a nuestros ojos, pero no al presuroso sol, por sobre cuchillos y promontorios de brillante roca, un tupido brote de esbelta pero carnosa vegetación se estiraba de un modo visible apresurándose tumultuosamente a aprovechar del breve día en que debía florecer, dar fruto, semillar otra vez y morir. Aquel crecimiento era como un milagro: ¡así —bien puede imaginarse—, se levantaron los árboles y las plantas en la creación, y cubrieron la desolación de la tierra recién creada!

¡Imagináoslo! ¡Imaginaos ese amanecer! La resurrección del aire, helado, el despertar y la prisa del suelo, y luego aquel silencioso surgimiento de la vegetación, aquella extraterrestre ascensión de espigas y hojas. Concebid todo aquello alumbrado por un fulgor que haría parecer acuosa y débil la más intensa luz del sol en la tierra. Y sin embargo, entre aquella naciente selva, en cualquier punto que se hallara aún en la sombra, se veía un banco de azulada nieve. Para darse, por último, una idea exacta de nuestra impresión completa, el lector debe recordar que todo lo veíamos a través de un espeso vidrio, curvo, que deformaba las cosas como las deforma un lente, precisas sólo en el centro del cuadro, y allí muy claras, pero hacia los bordes agrandadas y despojadas de realidad.

(IX)

Empezamos a escudriñar

Por el momento, cesamos de mirar, y nos volvimos el uno hacia el otro, con el mismo pensamiento, la misma pregunta en los ojos: para que esas plantas crecieran, allí debía haber aire, por muy atenuado que fuera, aire que nosotros también podríamos respirar.

—¿Abrimos la entrada? —pregunté.

—Sí —contestó Cavor—; así veremos si hay aire.

—Dentro de un momento —dije—, esas plantas serán tan altas como nosotros. Supongamos… supongamos, al fin y al cabo… ¿Es positiva nuestra teoría? ¿Cómo sabremos que eso es aire? Puede ser nitrógeno, hasta puede ser ácido carbónico.

—La prueba es fácil —me contestó Cavor, y se dispuso a hacerla.

Sacó del fardo un largo trozo de papel, lo arrugó, lo encendió, y lo arrojó precipitadamente por la válvula de la tapa de la entrada. Me incliné hacia adelante y seguí con la vista, a través del espeso vidrio, a la pequeña llama cuya vida iba a probar tantas cosas.

Vi que el papel caía y se posaba ligeramente sobre la nieve. La roja llama que lo quemaba se desvaneció. Durante un momento pareció haberse extinguido completamente el fuego… pero a poco vi una delgada lengua azul en la orilla del papel, que tembló, chisporroteó y se extendió.

Poco a poco todo el papel, salvo la parte que se hallaba en contacto inmediato con la nieve, ardió, retorciéndose y enviando hacia arriba una temblorosa y delgada columna de humo. Ya no cabía duda: la atmósfera de la luna era, u oxígeno puro, o aire, y podía, por lo tanto, a menos que fuera demasiado tenue, sostener nuestras intrusas vidas. Podíamos salir de la esfera… ¡y vivir!

Me senté con las piernas puestas a uno y otro lado de la entrada, y me preparaba ya a destornillar la tapa, cuando Cavor me contuvo.

—Hay que tomar primero una pequeña precaución —me dijo.

Me explicó en seguida que, aunque afuera hubiese evidentemente una atmósfera oxigenada, podía ésta hallarse lo bastante enrarecida para causarnos graves perturbaciones: me recordó los mareos de montañas y las hemorragias que a menudo afligen a los aeronautas que ascienden con demasiada velocidad, y tardó un rato en la preparación de una nauseabunda bebida que insistió en hacerme compartir con él. Cuando la absorbí sentíme un poco aturdido, pero no me causó otro efecto. Entonces, Cavor me permitió destornillar la tapa.

Al cabo de un momento estaba ya tan flojo el tornillo de ajuste de la tapa de vidrio, anterior a la de acero, que el aire de la esfera, más denso que el del exterior, empezó a escaparse por la espiral del tornillo, silbando como silba el agua de una tetera antes de hervir.

Cavor apenas lo observó, me hizo desistir; aparecía evidente que la presión era afuera mucho menor que adentro: en qué proporción era menor, no teníamos medios de comprobarlo.

Me quedé sentado, agarrando el tornillo con ambas manos, listo para ajustarlo de nuevo si, a despecho de nuestra intensa esperanza, la atmósfera lunar resultaba al fin demasiado enrarecida para nosotros, y Cavor con un cilindro de oxigeno comprimido, se preparaba a restaurar la presión del interior de la esfera. Nos miramos uno a otro en silencio, y luego contemplamos la vegetación que se mecía y crecía afuera, visiblemente y sin ruido. Y el temeroso silbido continuaba sin interrupción.

Los vasos sanguíneos empezaron a palpitar en mis oídos, y el ruido de los movimientos de Cavor disminuyó. Noté cuán silencioso se volvía todo, por efecto del adelgazamiento del aire.

Al escaparse por el tornillo el aire interior, su humedad se condensaba en pequeños copos.

De repente sentí una peculiar falta de respiración —la cual duró, dicho sea de paso, todo el tiempo que estuvimos expuestos a la atmósfera exterior de la luna—, y una desagradable sensación en los oídos, las uñas, y la parte posterior de la garganta, que pasó al cabo de un momento.

Pero en seguida me acometieron un vértigo y náuseas que cambiaron bruscamente mis disposiciones de ánimo, haciéndome perder el valor. Di media vuelta al tornillo, y expliqué a Cavor rápidamente lo que me pasaba; pero me encontré con que era el más optimista de los des. Me contestó con una voz que parecía extraordinariamente leve y remota, efecto de la delgadez del aire que conducía el sonido: me recomendó un trago de brandy, y me dio el ejemplo. Cuando hube tomado el brandy, y me sentí mejor, volví a dar vuelta al tornillo hacia atrás. El zumbido de mis oídos, creció, y a poco noté que el silbido del aire de la esfera al precipitarse hacia afuera, había cesado.

—¿Y…? —me preguntó Cavor, con una sombra de voz.

—¿Y…? —le contesté.

—¿Salimos?

Yo me pregunté mentalmente: ¿Esto es todo lo que tiene que decirme?

—Si puede usted soportarlo —continuó.

Por toda respuesta, continué en mi tarea de destornillar. Desprendí el vidrio circular, y lo puse cuidadosamente sobre el fardo. Un largo copo de nieve se precipitó adentro y aquel aire tenue y extraño para nosotros se volatizó al tomar posesión de nuestra esfera. Me arrodillé primero, después me senté al borde del hueco de entrada, y miré por encima de la esfera: debajo de ésta, a una yarda de mi cara, había una capa de nieve lunar, protegida del sol por la esfera misma.

Hubo un momento de silencio. Nuestros ojos se encontraron.

—¿No tiene usted demasiada dificultad para respirar? —dijo Cavor.

—No —contesté—. Puedo soportarla.

 

Extendió el brazo, tomó su frazada, metió la cabeza por el agujero del centro, y se envolvió bien con toda la manta. En seguida se sentó en el borde de la entrada y dejó caer los pies hacia afuera, hasta que quedaron a seis pulgadas de la nieve lunar. Vaciló un momento: después se lanzó adelante, salvó las seis pulgadas de distancia, y sus pies fueron los primeros pies humanos que pisaron el suelo de la luna.

Dio unos pasos hacia adelante, y la curva del vidrio reflejó grotescamente su figura. Se detuvo, miró un momento a un lado y otro; luego se recogió y saltó.

El vidrio lo desfiguraba todo, pero aun así me pareció que aquel salto había sido extremadamente grande. Un solo brinco lo había llevado a un punto remoto: parecía hallarse a veinte o treinta pies de distancia. Estaba parado allá arriba, en lo alto de una enorme roca, y gesticulaba en mi dirección. Tal vez gritara, pero el sonido no llegaba a mis oídos. Mas ¿cómo diablos había hecho aquello? Mi impresión era en ese momento la de una persona que acaba de ver una nueva prueba de magia.

Todavía embargado por el asombro, me arrojé yo también fuera de la esfera. Me quedé parado un momento. Delante de mí, la nieve se había derretido, dejando una especie de canal. Di un paso y salté.

Me encontré volando a través del espacio, vi que la roca en que Cavor estaba me salía al encuentro, me agarré a ella, y quedé prendido de su borde, en un estado de infinito espanto. Quise reírme, y mi risa fue una dolorosa mueca. Hallábame en una tremenda confusión. Cavor se inclinó hacia mí y, con voz que más parecía un silbido, me dijo que tuviera cuidado. Yo había olvidado que en la luna, que tiene sólo una octava parte de la masa de la tierra y un cuarto de su diámetro, mi peso era escasamente un sexto del que era en la tierra. Y en aquel momento, los hechos se encargaban de recordármelo.

—Ahora estamos fuera de los lazos de la Madre Tierra —me dijo Cavor.

Con cauteloso esfuerzo me alcé hasta lo alto de la peña y, moviéndome tan cuidadosamente como un reumático, me paré al lado de Cavor, bajo el fulgor del sol. La esfera yacía tras de nosotros, en su cama de nieve, a treinta pies de distancia.

En toda la extensión que los ojos podían abarcar por sobre el enorme desorden de rocas que formaban el suelo del cráter, veíamos la misma vegetación espinosa que nos rodeaba, nacía y crecía, interrumpida, aquí y allá por abultadas masas de forma de cactus, y líquenes rojos y purpurinos creciendo tan rápidamente que parecían encaramarse por las rocas. El área entera del cráter, me pareció entonces un desierto igual hasta el mismo, pie de la montaña que nos rodeaba.

La montaña aparecía desnuda de vegetación, salvo en su base, y de arriba abajo sobresalían estribos, rellanos y plataformas que en aquellos momentos no llamaron mucho nuestra atención. Por todos lados llegaba a varias millas de distancia —y nosotros, al parecer, nos hallábamos en el centro del cráter—, y la veíamos a través de una especie, de neblina empujada por el viento. Efectivamente, ya había hasta viento en el tenue aire, viento rápido y al mismo tiempo débil, que daba mucho frío pero ejercía poca presión: soplaba, al parecer, en torno del cráter, desde la brumosa obscuridad de un lado, hasta el otro lado caliente e iluminado por el sol. Era difícil ver por entre aquella niebla viajera, y la terrible intensidad del inmóvil sol nos hacía poner las manos a guisa de pantalla sobre los ojos, para poder mirar.

—Parece que está desierta —dijo Cavor—; absolutamente despoblada.

Miré otra vez en torno mío. Hasta entonces abrigaba una postrera esperanza en hallar alguna evidencia casi humana, ver alguna techumbre de casa, alguna fábrica o máquina; pero doquiera que se mirara, extendíanse las desordenadas rocas, picos y crestas, y las puntiagudas espigas y los panzudos cactus que se hinchaban e hinchaban, negación terminante, según parecía, de tales esperanzas.

—Parece que esas plantas nacen y viven para sí mismas —dije—. No veo señal de otra, cosa viviente.

—¡Ni insectos…, ni aves…, nada! Ningún rastro, ni un signo de vida animal. Si hubiera animales… ¿qué harían en la noche?… No; lo único que hay son esas plantas.

Volví a ponerme la mano como pantalla y miré.

—Éste es un paisaje de sueño: esas cosas son menos semejantes a las plantas del suelo de la tierra, que las que uno imagina entre las rocas del fondo del mar. ¡Mire usted eso, allá! Se le podría tomar por un lagarto convertido en planta. ¡Y este sol de fuego!

—Todavía estamos en la frescura de la mañana —dijo Cavor.

Suspiró y miró en torno suyo.

—Éste no es un mundo para hombres —dijo—. Y sin embargo, en cierto modo… atrae.

Permaneció en silencio un momento, y luego comenzó la canturía con que acompañaba sus meditaciones.

Un suave contacto en el pie me hizo estremecer: miré, y vi una delgada rama de lívido liquen que subía por sobre mi zapato. La rechacé de un puntapié, cayó hecha polvo, y cada fragmento recomenzó a crecer. Oí una aguda exclamación de Cavor, volví los ojos, y noté que una de las bayonetas de la legión de espigas le había pinchado.

Cavor vaciló, sus ojos escudriñaron la roca en torno nuestro. Un repentino resplandor rojo había inundado una desgarrada columna de peñascos: era un rojo extraordinario, un lívido carmesí.

—¡Mire usted! —dije, volviéndome.

Pero la sangre se me heló: ¡Cavor había desaparecido!

Durante un instante me quedé petrificado. Después di un paso rápido, para mirar por el borde de la roca; pero, en mi sorpresa por su desaparición, olvidé una vez más que estábamos en la luna. El impulso que di a mi pie para avanzar, me habría llevado, en la tierra, a una yarda de distancia: en la luna me llevó a seis yardas… o sea cinco yardas más allá del borde. Por el momento, la cosa tenía algo de efecto de esas pesadillas en que uno cae y cae, pues al caer, en la tierra, uno recorre diez y seis pies en el primer segundo, y en la luna recorre dos, y sólo con la sexta parte de su peso real. Caí, o mejor dicho, brinqué hacia abajo, supongo que unas diez yardas. El tiempo me pareció bastante largo, unos cinco o seis segundos, según calculo ahora. Floté por el aire y caí como una pluma, hundiéndome hasta la rodilla en un charco de nieve derretida, formado en el fondo de una barranca de rocas de color gris azul, veteado de blanco.

Miré alrededor.

—¡Cavor! —grité; pero Cavor no estaba a la vista.

—¡Cavor! —grité más alto, y las rocas me devolvieron el eco.

Me volví enfurecido hacia las rocas y las escalé hasta su cúspide.

—¡Cavor! —grité.

Mi voz sonaba como el balido de un cordero perdido.

La esfera no estaba tampoco a la vista, y por un momento me oprimió el corazón un horrible desconsuelo.

Pero en seguida vi a Cavor. Se reía, y gesticulaba para llamarme la atención. Estaba en una pelada roca, a veinte o treinta yardas de distancia. Yo no podía oír su voz, pero sus ademanes me decían: «¡Salte!». Yo vacilé, pues la distancia parecía enorme; pero luego reflexionó que sería, seguramente, capaz de atravesar una distancia mayor que la saltada por Cavor.

Di un paso atrás, me recogí, y salté con todas mis fuerzas. Me pareció que me disparaba en el aire para no caer jamás…

Aquello fue horrible y delicioso; era estar despierto en una pesadilla, al volar por los aires en semejante forma. Comprendí que mi salto había sido demasiado violento. Pasé por encima de la cabeza de Cavor, y noté gran confusión en las plantas de una especie de meseta, y que se abrían para recibirme. Di un alarido de alarma, puse las manos delante, y estiré las piernas.

Caí en una abultada masa fangosa que reventó toda en torno mío, esparciendo a derecha o izquierda, atrás y delante, una cantidad de esporos anaranjados y cubriéndome de un polvo del mismo color. Rodé por encima, acabando de molerlas, y por fin me quedé quieto, aunque agitado por una risa convulsiva que me quitaba la respiración.

La carita redonda de Cavor asomó por sobre las puntas de unas espigas. A gritos me preguntaba algo, pero yo no oí lo que me decía.

—¿Eh? —traté de gritar; pero no pude hacerlo, por falta de respiración.

Entonces Cavor se me acercó, abriéndose paso entre los matorrales.

—¡Tenemos que ser precavidos! —dijo—. La luna no nos guarda consideración, y dejará que nos hagamos tortilla.

Me ayudó a levantar.

—Se esforzó usted demasiado —dijo—, sacudiendo mis ropas con la mano, para desembarazarlas de aquella cosa amarilla.

Permanecí quieto, jadeante, dejándole expulsar la jalea amarilla de mis rodillas y hombros, y darme una lección basada en mi infortunio.

—No nos hemos preocupado bastante de la ley de gravitación. Nuestros músculos están todavía muy poco habituados a este ambiente. Necesitamos ejercitarlos un poco, y lo haremos cuando usted haya recuperado el aliento.

Me extraje de la mano dos o tres pequeñas espinas, y me senté un rato en una peña saliente. Los músculos me palpitaban, y experimentaba el sentimiento de personal desilusión que invade, en la tierra, al ciclista aprendiz cuando sufre la primera caída.

A Cavor se le ocurrió de improviso que el aire frío del barranco, después de haber estado en el calor del sol, podría darme fiebre. Trepamos, pues, las rocas, hasta hallarnos en el sol. Aparte de pequeñas contusiones y rasguños, la caída no me había causado daño, comprobado lo cual, nos pusimos, por indicación de Cavor, a buscar con la mirada un lugar al que me fuera posible saltar otra vez, sin peligro y fácilmente. Elegimos una meseta de roca, situada a unas diez yardas y separada de nosotros por un bosquecillo de espigas de color aceitunado.

—¡Imagínese usted que la meseta está aquí! —me dijo Cavor, que asumía la actitud de un maestro, y me señaló un punto a unos cuatro pies de las puntas de mis zapatos.

Salté, y caí bien, y debo confesar que sentí cierta satisfacción al ver que Cavor se quedaba corto, un pie, más o menos, y probaba los pinchazos de las espinas.

—Hay que tener cuidado ¿lo ve usted? —me dijo, arrancándose las espinas, y con eso cesó de ser mi Mentor para ser mi compañero de aprendizaje en el arte de la locomoción lunar.

Escogimos otro salto, más fácil aún, y después saltamos otra vez al punto de partida, y del uno al otro varias veces, acostumbrando así nuestros músculos al nuevo ambiente. Nunca habría creído, a no haberlo experimentado por mí mismo, que nuestra adaptación sería tan rápida: en un tiempo verdaderamente muy corto, en menos de treinta saltos, pudimos calcular el esfuerzo necesario para una distancia, casi con la seguridad que habríamos tenido en la tierra.

Y durante todo ese tiempo, las plantas lunares crecían en torno nuestro, a cada momento más altas, más tupidas y más enredadas, a cada instante más gruesas y firmes; plantas espigosas, racimos verdes de cactus, plantas fungosas, carnosas, «liquinosas» de extrañas radiaciones y sinuosas formas; pero estábamos tan absortos en nuestros saltos, que durante un rato no observamos su incesante expansión.

Una extraordinaria exaltación se había apoderado de nosotros, creo que, en parte, por nuestro sentimiento de libertad fuera del recinto de la esfera, pero principalmente, sin duda, por la suavidad tenue, del aire que, estoy seguro de ello, contenía una proporción de oxígeno mucho mayor que nuestra atmósfera terrestre. A despecho de las extrañas condiciones del medio en que nos encontrábamos, yo me sentía tan dispuesto a las aventuras y a osarlo todo, como un muchacho que se ve por primera vez entre montañas, y no creo que a ninguno de los dos se nos ocurriera, aunque nos hallábamos cara a cara con lo desconocido, sentir miedo en demasía.

Un espíritu de empresa nos aguijoneaba. Escogimos un cerro «liquinoso», situado como a quince yardas de nosotros, y fuimos a posarnos limpiamente en su cumbre, el uno tras del otro.

—¡Bueno! —nos gritamos mutuamente.

—¡Bueno!

Y Cavor dio tres pasos y saltó hacia un tentador banco de nieve que quedaba a veinte o más yardas de nuestro cerro. Yo me quede un momento inmóvil, divertido con el grotesco efecto de su ascendente figura, con su gorra sucia de cricket, sus cabellos tiesos, su cuerpecito redondo, sus brazos, y sus piernas forradas en unos calzones cortos, encogidos y apretados, como agarrándose al espacio en aquel panorama lunar. Un acceso de risa se apoderó de mí, y en seguida me lancé tras de él… ¡Plum! Caí a su lado.

Dimos unos cuantos pasos de «Gargantúa», saltamos dos o tres veces más, y nos sentamos por último en un recodo cubierto de liquen. Nos dolían los pulmones. Durante un rato quedamos oprimiéndonos los costados y tratando de recuperar el aliento, el uno contemplando al otro. Cavor jadeó algo sobre «asombrosas sensaciones,» y en ese momento me vino a la cabeza una idea, al principio no como un pensamiento particularmente aterrador, sino sólo como una pregunta que surgía naturalmente de nuestra situación.

 

—A propósito —dije—: ¿dónde está exactamente, la esfera?

Cavor me miró.

—¿Eh?

El significado completo de la cuestión invadió agudamente mi cerebro.

—¡Cavor! —grité poniéndole una mano en el brazo—: ¿dónde está la esfera?

(X)

Perdidos en la Luna

El rostro de Cavor expresó algo parecido al pánico.

Mi compañero se puso de pie y miró en tomo suyo por la hierba que nos rodeaba, que en algunos puntos se alzaba casi a la altura de nuestras cabezas, estirándose rápidamente, en una fiebre de crecimiento. Se puso la mano en los labios con ademán de duda, y en seguida habló, pero con una repentina falta de seguridad.

—Creo —dijo lentamente—, que la dejamos allí…, por allá…

Señalaba con un dedo vacilante, que describía un arco al buscar el punto en que podía estar la esfera.

—No estoy seguro… —y su consternación aumentaba—. De todos modos no tenemos por qué tener miedo.

Y fijó los ojos en mí.

Yo también me había levantado. Los dos hacíamos ademanes sin sentido alguno, nuestros ojos escudriñaban la vegetación que crecía y se espesaba a nuestro derredor.

En todo lo que la vista abarcaba de las vertientes y mesetas bañadas de sol, subían y subían las tiesas espigas, los hinchados cactus, los trepadores líquenes, y doquiera que continuaba la sombra, quedaba también la nieve. Al Norte, al Sur, al Este, al Oeste, se extendía una idéntica monotonía de formas extrañas para nosotros.

Y en algún lugar de por allí, sepultada en aquella enmarañada confusión estaba nuestra esfera, nuestro hogar, nuestro único recurso, nuestra sola esperanza de escapamos del fantástico desierto, lleno de efímera vida vegetal, a que tan inconsideradamente nos habíamos lanzado.

—Creo, pensándolo bien —dijo Cavor señalando de improviso en una dirección—, que debe estar allí.

—¡No! —contesté—. Hemos venido a dar aquí haciendo una curva. ¡Vea usted! Ésa es la huella de mis pies: claro está que la esfera debe hallarse mucho más al Este, mucho más. ¡No!, debe estar por allá.

—Yo creo —dijo Cavor—, que he tenido continuamente el sol a la derecha.

—A mí me parece —replique—, que a cada salto que daba, mi sombra volaba delante de mí.

Nos miramos uno a otro en los ojos. El área del cráter había llegado a ser enormemente vasta en nuestras imaginaciones, la creciente vegetación se había convertido ya en una selva impenetrable.

—¡Cielos! ¡Qué tontos hemos sido!

—Es evidente —contestó Cavor—, que necesitamos encontrar la esfera, y pronto. El calor del sol aumenta cada vez más, ya nos habría hecho caer desmayados si no fuera por la sequedad de la atmósfera. Y… tengo, hambre.

Yo lo miré con espanto. Hasta ese momento no había pensado en aquella faz de la cuestión, pero instantáneamente me asaltó la misma necesidad en la forma de un gran ahuecamiento del estómago.

—Sí —dije, con énfasis—; yo también tengo hambre.

Cavor se irguió con una expresión de enérgica decisión.

—Tenemos que encontrar la esfera —dijo.

Con tanta calma cuanta era posible escudriñamos los interminables arrecifes y montículos que formaban el suelo del cráter, pesando ambos en silencio nuestras probabilidades de encontrar la esfera antes de que nos vencieran el calor y el hambre.

—No puede estar a más de cincuenta yardas de aquí —dijo Cavor, con indecisos ademanes—. Se trata únicamente de buscar y buscar en este radio hasta hallarla.

—Eso es todo lo que podemos hacer —dije, pero sin el menor entusiasmo por la caza que íbamos a comenzar—. ¡Ojalá no crecieran tan rápidamente estas malditas espigas!

—Eso digo yo —replicó Cavor—; pero la esfera quedó sobre un montón de nieve.

Miré en tomo, con la llana esperanza de reconocer algún picacho o grupo de rocas cerca del cual hubiera estado la esfera; pero por todas partes se vela la misma semejanza confusa, los mismos expansivos matorrales, los hinchados cactus, los blancos montones de nieve que segura, inevitablemente, se iban derritiendo. El sol quemaba, nos abrumaba, y la debilidad producida por un hambre intempestiva, se mezclaba con nuestra infinita perplejidad. Y todavía estábamos allí, confundidos y perdidos entre aquellas cosas tan sin precedente en nuestra vida, cuando oímos por primera vez en la luna un sonido diferente del movimiento de las crecientes plantas, del débil susurrar del viento, o de los ruidos que nosotros hacíamos.

¡Bum!… ¡Bum!… ¡Bum!…

Aquel sonido se oía bajo nuestros pies, brotaba de la tierra. Nos parecía oír con los pies tanto como con los oídos. Su sorda repercusión llegaba amortiguada por la distancia, aumentada por la dura calidad de la substancia intermediaria. No puedo imaginarme, sonido alguno que hubiera podido asombramos más, o cambiar más completamente la condición de las cosas que nos rodeaban, pues aquel mido hondo, bajo y persistente, parecía no poder ser otra cosa que las campanadas de algún gigantesco reloj enterrado.

¡Bum!… ¡Bum!… ¡Bum!…

Sonido sugerente de tranquilos claustros, de noches de insomnio en grandes ciudades, de vigilias y de la hora esperada, de todo lo que es ordenado y metódico en la vida, resonando, impresionante y misterioso, en aquel fantástico desierto. A la vista nada había cambiado: el triste mar de matorrales y cactus se mecía silenciosamente bajo el impulso del viento que llegaba sin interrupción y recto desde las distantes paredes del cráter; el firmamento tranquilo, obscuro, continuaba vacío sobre nuestras cabezas; el sol se elevaba, ardiente, y por entre todo aquello, una advertencia, una amenaza, surgía junto con el enigmático sonido.

¡Bum!… ¡Bum!… ¡Bum!…

Ambos empezamos a dirigimos preguntas el uno al otro, en voz débil, casi extinguida.

—¿Un reloj?

—¡Parece un reloj!

—¿Qué es?

—¿Qué puede ser?

—Contemos —propuso Cavor; pero era tarde, pues apenas hubo pronunciado esta palabra, el sonido cesó.

El silencio, el rítmico desconsuelo del silencio, fue para nosotros un nuevo choque. Durante un momento podíamos dudar de si habíamos oído tal sonido, ¡y también de si no continuaba todavía! ¿Había oído yo algún sonido?

Sentí la presión de la mano de Cavor en el brazo, y oí su voz. Hablaba quedo, como si temiera despertar algo que estuviera dormido allí cerca.

—Mantengámonos juntos —murmuró—, y busquemos la esfera. Tenemos que volver a la esfera. Eso es lo primero en que debemos pensar.

—¿Por qué lado iremos?

Mi pregunta le hizo vacilar. Una intensa persuasión de presencias, de cosas que no veíamos en tomo nuestro, cerca de nosotros, dominaba en nuestros cerebros. ¿Qué podían ser esas cosas? ¿Dónde podían estar? ¿Era aquel árido desierto, alternativamente helado y calcinado, sólo la cubierta exterior, la máscara de algún mundo subterráneo? Y si así era, ¿qué clase de mundo sería aquél? ¿Qué clase de habitantes eran los que podían en ese mismo instante surgir a nuestro alrededor?

Y de repente, atravesando el doloroso silencio, tan vívido y repentino como un inesperado trueno, re sonó un chasquido estrepitoso, como si se hubieran abierto de golpe unas grandes puertas de metal.

Aquel mido detuvo nuestros pasos. Nos quedamos parados, jadeantes y abrumados. Cavor se deslizó hasta tocarme.