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100 Clásicos de la Literatura

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A la verdad, el aspecto de las cosas había cambiado muchísimo. Yo no dudaba ya de los grandes alcances de la substancia, pero empecé a abrigar dudas en cuanto a su aplicación a las cureñas de cañón y a la fabricación de calzado.

Inmediatamente empezamos los trabajos de reconstrucción de su laboratorio, y procedimos a nuevos experimentos. Cavor hablaba más de acuerdo que antes con mis ideas, cuando llegamos a la cuestión de cómo haríamos otra vez la substancia.

—¡Por supuesto que tenemos que hacerla, nuevamente —dijo, con una especie de alegría que no esperaba de él—; por supuesto que tenemos que hacerla. Hemos sufrido un grave contratiempo, pero ello nos ha servido para dejar a un lado la teoría, del todo y para siempre. Si podemos evitar de alguna manera el destrozo de este planetita en que vivimos, lo evitaremos; pero… ha de haber riesgos! Ha de haber: en los trabajos experimentales los hay siempre. Y en este punto, usted, como hombre práctico, tiene que entrar en acción. Por mi parte, me parece que podríamos quizá hacer la capa muy delgada y ponerla de canto hacia arriba. Sin embargo, no sé todavía, si será así: tengo una vaga percepción de otro método, que ahora me sería muy difícil de explicar. Lo curioso es que la solución se me ocurrió cuando, envuelto en lodo, iba rodando, empujado por el viento. La aventura era para mí más que dudosa. Y, sin embargo, tuve la convicción mental de que lo que pensaba en ese instante, y no otra cosa, era lo que debía haber ejecutado.

A pesar de mi ayuda, persistían las dificultades para encontrar la fórmula, y mientras tanto nos ocupamos de restablecer el laboratorio. Mucho hubo que hacer antes de que fuera indispensable decidir la exacta forma y método de nuestra segunda tentativa. Nuestro único contratiempo fue la huelga de los tres trabajadores, que se oponían a mi entrada en funciones como capataz; pero el asunto quedó resuelto al cabo de dos días de negociaciones.

(III)

La construcción de la esfera

Me acuerdo con perfecta claridad de la ocasión en que Cavor me habló de su idea de la esfera. Antes había tenido ya intuiciones al respecto, pero esa vez parecían haberle asaltado con la velocidad del rayo. Volvíamos juntos a casa, a tomar el té, y en el camino se puso a tararear. De repente gritó:

—¡Eso es! ¡Eso la completa! ¡Una especie de celosía de las que se enrollan!

—¿Completa, qué? —pregunté.

—¡Espacio… cualquier parte! ¡La luna!

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Quiero decir? ¡Cómo!… ¡Qué debe ser una esfera! ¡Eso es lo que quiero decir!

Vi que aquello estaba fuera de mi alcance, y durante un rato le dejé hablar a su manera. Entonces no tenía yo ni sombra de una idea de su intento; pero después de tomar té, me lo explicó.

—La cosa es así —dijo—: la última vez, puse esa substancia que suprime la gravitación, dentro de un tanque chato con una tapa encima, que la mantenía encerrada. Apenas se hubo enfriado y terminó su fabricación, sobrevino el gran desborde: nada de lo que estaba encima tuvo el menor peso; el aire se elevó como lanzado por una poderosa bomba, la casa se fue tras del aire, y si la misma substancia no hubiera seguido al resto, no sé lo que habría sucedido. ¡Pero, suponga usted que la substancia está suelta, en libertad de elevarse!

—¡Se elevará en el acto!

—Exactamente. Con no mayor trastorno que el que causaría el disparo de un gran cañón.

—Pero ¿de qué puede servir eso?

—¡Yo subiré con ella!

Dejé en la mesa mi taza de té, y lo miré espantado.

—Imagínese usted una esfera —me explicó—, suficientemente grande para contener dos personas con sus equipajes. La haremos de acero, forrada de grueso vidrio; contendrá una buena provisión de aire solidificado, alimentos condensados, agua, aparatos de destilación, y lo demás, y por defuera, y hasta donde sea posible, sobre el acero de la armazón, llevará una capa, una capa de…

—¿Cavorita?

—Sí.

—Pero ¿cómo entraría usted en la esfera?

—Cuando la primera fabricación de morcilla surgió un problema semejante…

—Sí, lo sé; pero ¿cómo entrará usted?

—La cosa es perfectamente fácil. Todo lo que se necesita es un agujero que se pueda cerrar herméticamente. Ese punto, por supuesto, presentará pequeñas complicaciones; habrá que tener una válvula para desalojar algunas cosas, si es necesario, sin mucha pérdida de aire.

—¿Como en el Viaje a la luna de Julio Verne?

Pero Cavor no era lector de fantasías.

—Ya empiezo a ver —dijo, lentamente—. Podríamos entrar y ajustar la tapa desde adentro mientras la Cavorita estuviera caliente, y tan pronto como se enfriara, sería refractaria a la gravitación, y entonces volaríamos…, en tangente…

—Partiríamos en línea recta —le interrumpí bruscamente—. ¿Qué habría para impedir que la esfera viajara en línea recta por el espacio, eternamente? —añadí—. Después, no tenemos seguridad de salir en ningún punto y sí lo hiciéramos, ¿cómo regresaríamos?

—En eso mismo he pensado —dijo Cavor—; eso era lo que quería decir cuando hablé de que el invento, estaba concluido. La esfera interior, de vidrio, debe ser hermética y, salvo el hueco de entrada, continua, y la esfera de acero puede ser hecha, en secciones, cada sección capaz de enrollarse, como una celosía metálica. Se las podrá hacer funcionar fácilmente por medio de resortes, que las abrirán o cerrarán, movidos por la electricidad, conducida por hilos de platino pasados a través del vidrio. Todo esto es mera cuestión de detalle. Así, pues, ya ve usted que, encima de la capa espesa de hierro, la Cavorita, en la parte exterior de la esfera, estará en forma de celosías o ventanas, como usted quiera llamarla. Bueno: cuando todas esas ventanas o celosías estén cerradas, ni la luz, ni el calor, ni la gravitación, ninguna energía radiante, penetrará al interior de la esfera, y ésta volará a través del espacio, en línea recta, como usted dice. Pero ¡abra usted una ventana, imagínese usted las ventanas abiertas! Entonces, cualquier cuerpo pesado que por casualidad esté en esa dirección, nos atraerá.

Yo meditaba, callado.

—¿Ve usted? —me preguntó.

—¡Oh! Sí, veo.

—El hecho es que podremos viajar por el espacio todo el tiempo que queramos, y ser atraídos por esto o aquello…

—¡Oh, sí! Eso está bastante claro. Pero…

—¿Qué?

—¡No veo con exactitud por qué habríamos de hacerlo… Se trataría únicamente de dar un salto fuera del mundo y volver!

—¡Seguramente! Por ejemplo, podríamos ir a la luna…

—¿Y cuando estuviéramos allí? ¿Qué encontraríamos?

—¡Veríamos!… ¡Oh! Piense usted en la cantidad de nuevos conocimientos…

—¿Hay aire en la luna?

—Puede haberlo.

—La idea es hermosa —repuse—; pero, con todo, me hace el efecto de algo demasiado vasto. ¡A la luna! Yo hubiera preferido comenzar por cosas más pequeñas.

—Esas están fuera de cuestión, por la dificultad del aire.

—¿Por qué no aplicar la idea de las celosías propulsoras, celosías de Cavorita encerrada en fuertes cajas de acero, para levantar pesos?

—No serviría para eso —insistió—. Al fin y al cabo, salir al espacio exterior no es empresa mucho peor, en el caso de ser mala, que una expedición al polo. Y hay hombres que se enrolan en las expediciones polares.

—No hombres de negocios; y además, a los que van se les paga para que vayan al polo, y si algo malo les pasa, luego… salen expediciones de socorro; pero lo que usted propone sería dispararnos al espacio por nada.

—Supongamos que después veamos el provecho.

—No habrá más remedio que suponerlo. Cuando mucho… puede que después pudiéramos escribir un libro… —contesté.

—No tengo duda de que allá hay minerales —dijo Cavor.

—¿Por ejemplo?

—¡Oh! Azufre, hierro, tal vez oro; probablemente nuevos elementos…

—¿Y lo que costará traerlos? —objeté—. Usted sabe que no es un hombre práctico: la luna está a un cuarto de millón de millas de la tierra.

—Me parece que no costaría mucho acarrear cualquier peso hasta cualquier punto, si lo pusiera usted dentro de una caja de Cavorita.

—No había pensado en ello. ¿Libre de gastos, sobre la cabeza misma del comprador, eh?

Y hablamos como si tuviéramos que limitarnos a la luna.

—¿Dice usted?…

—Allí está Marte… atmósfera clara, nuevos horizontes, excelentes condiciones de ligereza. Sería muy agradable ir allá.

—¿Hay aire en Marte?

—¡Oh, si!

—Parece que se preparará usted a emplearlo como sanatórium. A propósito, ¿a qué distancia esta Marte?

—Actualmente, a doscientos millones de millas —contestó Cavor, vivamente—, y para ir, pasa usted cerca del sol.

Mi imaginación comenzaba otra vez a dejarse llevar.

—Al fin y al cabo —dije—, en esas cosas hay algo. Hay el viaje…

Una extraordinaria faz del asunto asaltó mi mente. De improviso vi, como en una visión, el sistema solar entero recorrido por líneas de navegación aérea «Cavoritas» y por esferas de luxe. «Derechos de prioridad —eran las palabras que flotaban en mi mente— derechos planetarios de prioridad». Recordé el antiguo monopolio español del oro de América. Ya no se trataba de que fuera este planeta o el otro; todos los planetas entraban en cuenta.

Miré la rubicunda cara de Cavor, y mi imaginación, de golpe, empezó a dar saltos y a danzar. Me paré, me puse a pasearme de arriba a abajo: mi lengua se desató.

—¡Ya empiezo a comprender! —dije—, ¡ya empiezo a entrar en ello!

Mi transición de la duda al entusiasmo parecía haberse hecho de un solo salto.

 

—¡Pero eso es tremendo! —grité—. ¡Es imperial! ¡Nunca he llegado a soñar nada tan grande!

Una vez desaparecido el hielo de mi oposición, la sobreexcitación contenida de Cavor se dio libre curso. También él se paró y empezó a pasearse; también él gesticuló y gritó. Nuestros movimientos y palabras eran los de dos hombres inspirados: estábamos inspirados.

—Todo lo arreglaremos —dijo, en respuesta a no sé qué dificultad de detalle que yo oponía—. ¡Pronto lo arreglaremos todo! Esta misma noche empezaremos los dibujos para las fundiciones.

—¡Los empezaremos ahora mismo! —repliqué—, y juntos nos precipitamos al laboratorio, a poner, acto continuo, manos a la obra.

Durante la noche entera estuve como un niño en un país de hadas. El alba nos encontró todavía en la labor, y la luz eléctrica siguió brillando, sin hacer caso del día. Me acuerdo exactamente de lo que parecían aquellos dibujos, yo sombreaba y pasaba tinta en lo que Cavor dibujaba: cada uno mostraba en sus manchas y borrones, la prisa con que había sido hecho, pero todos eran maravillosamente correctos.

Impartimos las órdenes necesarias para las celosías y marcos de acero que necesitábamos según los cálculos de aquella noche de trabajo, y la esfera de vidrio estuvo dibujada una semana después. Abandonamos enteramente nuestras conversaciones de la tarde y nuestros rutinarios hábitos: trabajábamos, y dormíamos y comíamos cuando ya, no podíamos trabajar más, de hambre y de cansancio. Nuestro entusiasmo contagió a los tres peones, aunque ninguno de ellos tenía la menor idea del objeto a que la esfera estaba destinada. En esos días, Gibbs cesó de andar como acostumbraba e iba por todas partes, aun por nuestras habitaciones, en una especie de carrera gimnástica.

Y la esfera tomaba forma. Pasaron diciembre, enero —invertí un día, escoba en mano, en abrir una senda en la nieve, de mi casita al laboratorio—, febrero y marzo. A fines de marzo, la conclusión de la obra, estaba ya a la vista. En enero había llegado un carro tirado por caballos y en él una enorme caja. Ya teníamos lista nuestra esfera de grueso vidrio, en posición bajo la grúa que habíamos erigido para alzarla y ponerla dentro de la cubierta de acero. Todas las barras y celosías de la cubierta de acero —la cual no era, en realidad, de forma esférica, sino poliédrica, con una celosía enrolladiza en cada cara—, habían llegado en febrero, y la mitad de abajo estaba ya ajustada. En marzo, la Cavorita estaba a medio hacer, la parte metálica había pasado dos de los períodos de su fabricación, y ya habíamos adherido una buena mitad de ella en las barras y celosías de acero. Era asombroso cuán estrictamente nos ceñíamos a las líneas de la primera inspiración de Cavor, al poner en práctica el proyecto. Cuando el ajustamiento de las piezas de la esfera hubo terminado, Cavor propuso que quitáramos el grosero techo del laboratorio provisional en que hacíamos la obra, y construyéramos un horno: con eso el último período de la fabricación de Cavorita, en el que la pasta se calienta hasta adquirir un color rojo obscuro, dentro de una corriente de hélium, se efectuaría cuando ya la substancia estuviese adherida a la esfera.

Y después tuvimos que disentir, adoptar decisiones acerca de las provisiones que llevaríamos: alimentos conservados, esencias concentradas, cilindros de acero llenos de oxígeno, un mecanismo para sacar el ácido carbónico y los residuos del aire, y para restablecer el oxígeno mediante el peróxido de sodio: condensadores de agua y todo lo demás. Parece que viera aún todo aquel montón de cosas en un rincón: latas, rollos, cajas, un espectáculo convincente.

Eran días aquéllos de labor febril, en los que apenas quedaba tiempo para pensar. Pero un día, cuando estábamos cerca ya del fin, un extraño malhumor se apoderó de mí. Había estado enladrillando el horno durante toda la mañana, y me senté al lado del mismo horno, completamente desalentado. Todo me parecía obscuro o increíble.

—Pero oiga, usted, Cavor —dije—; al fin y al cabo ¿para qué hacemos todo esto?

Cavor se sonrió.

—Ahora hay que seguir adelante.

—¡A la luna! —reflexioné—. Pero ¿qué espera usted encontrar allá? Yo creía que la luna era un mundo muerto…

Cavor se encogió de hombros.

—¿Qué espera usted encontrar?

—Ya lo veremos.

—¿Lo veremos? —dije yo, y me quedé mirando delante de mí.

—Está usted cansado —observó—. Lo mejor que podría usted hacer ahora, es dar un paseo.

—No —contesté, obstinadamente—. Voy a terminar de poner estos ladrillos.

Y lo hice; y con eso me gané una noche de insomnio.

No creo haber pasado nunca una noche semejante. Antes de arruinarme en los negocios había, pasado malos ratos; pero las peores noches de entonces eran dulces sueños en comparación con aquella dolorosa o interminable vigilia. De improviso me encontraba en la más enorme perplejidad sobre la empresa que íbamos a acometer.

Ningún recuerdo tengo de haber pensado antes de esa noche, en todos los riesgos que íbamos a correr; pero entonces acudieron a mí como la legión de espectros que una vez puso sitio a Praga, y me rodearon. Lo extraño de lo que íbamos a hacer, su carácter ajeno a cuanto se puede idear en la tierra, me abrumaba. Me sentía como un hombre que se despierta de sueños placenteros, para encontrarse rodeado de las cosas más horribles. Tendido en mi cama, con los ojos abiertos cuan grandes eran, veía la esfera, y ésta parecía adelgazarse y atenuarse… y Cavor era cada vez un ser menos real, más fantástico, y toda la empresa cada vez más loca.

Me levanté de la cama y eché a andar por el cuarto. Me senté delante de la ventana y contemplé la inmensidad del espacio. Entre las estrellas mediaba la obscuridad vacía, insondable. Trató de recordar los fragmentarios conocimientos de astronomía que había adquirido en mis irregulares lecturas, pero todo aquello era demasiado vago para proporcionar idea alguna de las cosas que podíamos esperar. Por último, me volví a la cama y conseguí dormir unos momentos, más bien de pesadilla que de sueño, en los cuáles me sentía caer y caer eternamente, en los abismos del cielo.

Durante el almuerzo asombré a Cavor, al decirle brevemente:

—No voy con usted en la esfera.

A todas sus protestas contesté con firme persistencia.

—La cosa es, demasiado loca —dije—, y no iré. La cosa, es demasiado loca…

No fui más al laboratorio con él. Me quedé en mi casa un rato, y luego tomé mi bastón y salí a pasear solo, sin saber adónde.

La mañana era hermosísima: un viento tibio, un cielo azul obscuro, los primeros verdores de la primavera en la tierra, y multitud de pájaros cantando. Hice mi lunch con carne, fiambre y cerveza en una pequeña taberna cerca de Elham, y asombré al propietario del establecimiento con esta observación, a propósito del tiempo:

—¡El hombre que abandona el mundo cuando hay días como éste, es un tonto!

—Eso es lo que yo digo cuando oigo hablar de ello —dijo el patrón—. Y en seguida supe por su boca que, por lo menos para una pobre alma, este mundo resultaba excesivo: un hombre se había cortado la garganta. Continué mi camino con una nueva complicación en mis ideas.

En la tarde eché una agradable siesta en un asoleado recodo, y reanudé la marcha, refrescado ya.

Llegué a una posada de cómodo aspecto, cerca de Canterbury. Los vidrios y las baldosas brillaban, y la propietaria era una vieja muy aseada, que se captó mis simpatías. Noté que aún me quedaba en el bolsillo lo necesario para pagar mi alojamiento, y decidí pasar la noche en la posada. La señora era muy comunicativa, y entre otras muchas cosas me hizo saber que nunca había estado en Londres.

—Canterbury es el lugar más lejano a que haya llegado en mi vida —dijo—. No soy una de esas jovencitas de Londres que van y vienen por todas partes.

—¿Le gustaría a usted un viaje a la luna? —exclamé.

—Nunca he comprendido que la gente suba en globo —me contestó, evidentemente bajo la impresión de que la excursión que yo la proponía era ya bastante común—; y yo no iría en ninguno… no, por nada del mundo.

Esto me divirtió, pues era realmente gracioso. Después de cenar me senté en un banco al lado de la puerta de la posada, y charlé con dos trabajadores acerca de la fabricación de ladrillos, sobre automóviles, y sobra las cigarras del año anterior… Y en el firmamento, una media luna, alzándose azul y vaga como un distante Alpe, iba a ocultarse por el Oeste; por donde había desaparecido el sol.

Al día siguiente volví al lado de Cavor.

—Me voy con usted —le dije—. He estado ligeramente indispuesto… pero ya pasó.

Ésa fue la única vez que abrigué alguna seria duda sobre nuestra empresa. ¡Nerviosidad pura! Después, trabajé menos a prisa, y todos los días hice ejercicio durante una hora. Y, por fin, salvo la obra del calor, que continuaba en el horno, nuestros preparativos terminaron…

(IV)

Dentro de la esfera

—¡Adentro! —dijo Cavor.

Yo estaba sentado en el borde del agujero de entrada, y miraba el lóbrego interior de la esfera… Nos hallábamos los dos solos. Era al caer de la tarde, el sol se había puesto, y la calma del crepúsculo lo invadía todo.

Pasé hacia adentro la otra pierna, y me deslicé por el suave vidrio hasta el fondo de la esfera: una vez allí, alcé las manos para recibir las latas de conservas y otros bultos que me pasaba Cavor. El aire interior estaba tibio: el termómetro se mantenía en 80 grados (F.) como no habíamos de perder nada de ese calor por radiación, estábamos vestidos con delgados trajes de franela y zapatillas. Sin embargo, llevábamos, un paquete de gruesas ropas de lana y varias tupidas frazadas, para precavernos de algún posible trastorno. Siguiendo las instrucciones de Cavor, dejé los bultos, los cilindros de oxígeno y demás cosas, sueltos, a mis pies, y al poco rato estaba todo adentro. Cavor anduvo por sobre la cubierta de vidrio no techada, durante un momento, viendo si no habíamos olvidado algo; después se deslizó hasta donde yo estaba. Noté que llevaba algo en la mano.

—¿Qué tiene usted ahí? —le pregunté.

—¿Ha traído usted algo para leer?

—¡Caramba! ¡No!

—Yo me olvidé de decírselo. No estamos tan seguros… el viaje puede durar… ¡podemos estar semanas en el aire!

—Pero…

—Y estaremos dentro de esta esfera flotante, sin la menor ocupación.

—¡Ojalá lo hubiera sabido yo!

Cavor sacó la cabeza por la abertura.

—¡Mire usted! —dijo—. ¡Allí tenemos algo!

—¿Hay tiempo?

—Una hora.

Salí de la esfera: lo que Cavor había visto era un número de Tit-Bits que uno de los peones debía haber dejado allí. Más lejos, en un rincón, distinguí un pedazo del Lloyd’s News. Volví apresuradamente a la esfera con todo aquello.

—¿Pero qué es lo que usted ha traído? —le pregunté.

Tomé el libro que tenía en la mano y leí: Obras de William Shakespeare.

Un ligero rubor asomó a su rostro.

—Mi educación ha sido tan puramente, científica… —dijo, con acento de excusa.

—¿Nunca lo ha leído usted?

—Nunca.

—Es un gran regalo intelectual —dije.

Tal es lo que uno debe decir, aunque en el hecho, yo tampoco había leído mucho a Shakespeare. Dudo de que sean numerosas las personas que lo han leído.

Ayudé a Cavor a atornillar la cubierta de vidrio de la entrada y hecho esto, empujó un resorte para cerrar la correspondiente celosía exterior. Nos quedamos en tinieblas.

Durante un rato, no hablamos ni el uno ni el otro. Aunque nuestra caja no era refractaria al sonido, reinaba en ella el mayor silencio. De repente noté que no había nada de qué agarrarse cuando ocurriera el sacudimiento de la partida, y me di cuenta de que no había ni una silla, lo que era mucha incomodidad.

—¿Por qué no tenemos sillas? —pregunté.

—Eso está arreglado —contestó Cavor—. No las necesitaremos.

—¿Por qué no?

—Usted lo verá —fue su réplica, en el tono de quien no desea hablar más.

Yo volví a callarme. Bruscamente me había acometido la idea, clara y vívida, de que era una tontería mía la de meterme en esa esfera. «Y ahora —me pregunté—, ¿será demasiado tarde para retirarme?». El mundo exterior de la esfera, yo lo sabía, sería frío y por demás inhospitalario para mí: durante semanas había estado viviendo del dinero de Cavor; pero, a pesar de todo, ¿sería tan frío como el infinito cero, tan inhospitalario como el vacío espacio? Si no hubiera sido por la apariencia de cobardía que habría tenido el acto, creo que aun en aquel momento le habría exigido que me dejara salir; pero vacilé y vacilé, y mi temor y mi cólera crecían, y el tiempo pasó.

 

Sentí un ligero estremecimiento, un golpecito seco como si destaparan una botella de champaña en una habitación contigua, y un ruido débil, una especie de zumbido. Por un instante experimenté la sensación de una tensión enorme, una intuitiva convicción de que mis pies apretaban el suelo con una fuerza de inconmensurables toneladas. Aquello duró un tiempo infinitesimal, pero bastó para impulsarme a la acción.

—¡Cavor! —grité en la obscuridad—. Mis nervios se rompen… Creo que no…

Me detuve: él no contestó.

—¡Váyase usted al diablo! —gritó—. ¡Soy un mentecato! ¡Qué tengo que hacer aquí! No voy, Cavor: la cosa es demasiado arriesgada. Voy a salir de la esfera…

—No puede… —me, contestó.

—¿No puedo? ¡Ya lo veremos!

No me dio respuesta alguna, durante unos diez segundos.

—Ya es demasiado tarde para reñir, Bedford —me dijo después. Ese pequeño sacudimiento fue la partida. Ya estamos en viaje, volando con tanta velocidad como una bala, en el abismo del espacio.

—Yo… —dije… Y luego no supe cómo continuar.

Estuve un rato como aturdido: nada tenía que decir. Me hallaba como si antes no hubiera oído hablar nunca de la idea de marcharnos del mundo. Luego noté un indescriptible cambio en mis sensaciones corporales. Era una impresión de ligereza, de irrealidad. Junto con ello, una rara sensación en la cabeza, casi un efecto apoplético, y un retumbar de los vasos sanguíneos de los oídos. Ninguna de esas sensaciones disminuyó con el transcurso del tiempo, pero al fin llegué a acostumbrarme tanto a ellas, que ya no me causaron la menor molestia.

Oí un crujido, y de una pequeña lámpara empañada brotó la luz.

Vi la cara de Cavor, tan blanca como sabía que estaba la mía. Nos. miramos uno a otro en silencio. La transparente negrura del vidrio en que estaba apoyado de espaldas, lo hacía aparecer como flotando en el vacío.

—Bueno: nuestra suerte está echada —dije, por último.

—Sí —contestó él—, está echada. ¡No se mueva usted! —exclamó, al verme iniciar un ademán—. Deje usted sus músculos en completa flojedad… como si estuviera usted en la cama. Estamos en un pequeño universo enteramente nuestro. ¡Mire usted todo eso!

Señalaba las cajas y atados que habían quedado sueltos sobre las frazadas, en el fondo de la esfera. Mi asombro fue grande al ver que flotaban casi a un pie de distancia de la pared esférica. Después vi, por la sombra de Cavor, que éste no seguía recostado en el vidrio. Alargué la mano detrás de mí, y me hallé también suspendido en el espacio, separado del vidrio.

No grité ni gesticulé, pero el miedo me embargó. Aquello era como sentirse agarrado y suspendido por algo… por algo ignoto… El simple contacto de mi mano con el vidrio me imprimía un rápido movimiento.

Comprendí lo que había pasado, pero eso no me impidió asustarme; estábamos aislados de toda gravitación exterior; sólo la atracción de los objetos que contenía la esfera, tenía efecto. En consecuencia, todo lo que no estaba fijo en el vidrio, caía —lentamente, por el poco peso que todos los cuerpos tenían allí—, hacia el centro de gravedad de nuestro pequeño mundo, al centro de nuestra esfera.

—Tenemos que darnos vuelta —dijo Cavor—, y flotar espalda con espalda, dejando las cosas entre el uno y el otro.

Era la más extraña sensación que se puede concebir, aquello de flotar blandamente en el espacio: al principio, de veras, horriblemente rara, y cuando el horror pasó, no del todo desagradable, puesto que proporcionaba tal reposo que lo más aproximado que encuentro en la tierra, es lo de estar acostado en un lecho de plumas, muy espeso y blando. Pero ¡cuánta liberalidad, qué desprendimiento, qué indiferencia! Nunca había entrado en mis cálculos nada semejante. Había esperado sentir, en la partida, un violento sacudimiento, una vertiginosa sensación de velocidad. En vez de eso, sentía… como si me faltara el cuerpo. No era el principio de un viaje; era el principio de un sueño.

(V)

El viaje a la Luna

En seguida, Cavor apagó la luz, diciendo que no había demasiada fuerza acumulada, y que la que teníamos debía economizarse para leer. Durante un rato, no sé si largo o corto, no hubo dentro de la esfera más que una lobreguez profunda.

Una cuestión surgía de aquel vacío:

—¿Hacia qué punto vamos? —pregunté—. ¿Cuál es nuestra dirección?

—Nos alejamos de la tierra en tangente, y como la luna está cerca de su tercer cuarto, vamos de todos modos hacia ella. Voy a abrir una celosía…

Un chasquido… y la cubierta exterior de una de las ventanas se abrió. El espacio estaba tan negro como la obscuridad misma del interior de la esfera, pero un número infinito de estrellas marcaba la forma de la ventana abierta.

Los que sólo han visto desde la tierra el cielo estrellado, no pueden imaginarse la apariencia que tiene cuando ha desaparecido el velo vago, medio luminoso, de nuestro aire. Las estrellas que vemos de la tierra son apenas unas cuantas que consiguen penetrar en nuestra tupida atmósfera. ¡Por fin me era dado comprender lo infinito del universo!

Sin duda nos esperaban cosas más extrañas aún; pero ese firmamento sin aire, cubierto como de un polvo de estrellas, es de todos mis recuerdos de esos días el último que se desvanecerá.

La ventanita desapareció con un chasquido; otra, a su lado, se abrió de golpe y se cerró enseguida, y luego una tercera, y durante un momento tuve que cerrar los ojos, para protegerlos del deslumbrante esplendor de la luna menguante.

Cuando volví a abrir los ojos, tuve, por un rato, que mirar a Cavor y los objetos iluminados de blanco que me rodeaban, antes de volver la vista a aquel pálido fulgor.

Cavor abrió cuatro ventanas para que la gravitación de la luna pudiera obrar sobre todas las substancias que había dentro de la esfera. De repente notó que ya no iba flotando libremente en el espacio, sino que mis pies reposaban en el vidrio, en la dirección de la luna. Las frazadas y las cajas de provisiones se aglomeraban también lentamente sobre el vidrio, y un instante después reposaron completamente contra él, ocultando una parte de la vista. A mí me parecía, por supuesto, que miraba «abajo», cuando miraba a la luna. En la tierra, «abajo» significa hacia el suelo, en la dirección adonde caen las cosas, y «arriba» la opuesta dirección. Pero, allí, el sentido de la gravitación era hacia la luna, y todo me indicaba que la tierra estaba «arriba». Por otra parte, cuando todas las celosías de Cavorita se hallaban cerradas, «abajo» era el centro de nuestra esfera, y «arriba» sus paredes exteriores.

Era también un caso bastante curioso, raro para habitantes de la tierra, el de recibir la luz de abajo. En la tierra, la luz cae de arriba, o llega oblicuamente, siempre de arriba abajo; pero allí nos llegaba de abajo de nuestros pies y, para ver nuestras sombras, teníamos que mirar hacia arriba.

Al principio me dio una especie de vértigo el estar parado en nada más que un vidrio, por grueso que éste fuera, y mirar abajo, a la luna, a través de cientos de miles de millas de espacio vacío; pero aquel malestar pasó pronto, y entonces: ¡qué esplendoroso espectáculo!

El lector podrá imaginárselo mejor si se echa en el suelo en una calurosa noche de estío, alza los pies, y por entre ellos mira la luna; pero por alguna razón, probablemente porque la ausencia de aire la hacía más luminosa, la luna parecía ya considerablemente mayor que cuando se la ve desde la tierra. Los más pequeños detalles de su superficie aparecían con minuciosa claridad; y como no la veíamos ya a través del aire, sus contornos eran brillantes y agudos, no había en torno suyo resplandor ni aureola, y el polvo de estrellas que cubría el firmamento llegaba hasta sus mismas orillas, y señalaba los contornos de su parte iluminada. Allí, parado, contemplando la luna a mis pies, aquella idea de lo imposible, que me había atormentado desde nuestra partida, volvió a acometerme con más fuerza que nunca.