Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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Yo soy hombre que creo en los impulsos. En ese instante hice a mi interlocutor una proposición quizás atrevida; pero debe recordarse que hacía catorce días que me hallaba solo en Lympne, escribiendo un drama, y mi pesar por la pérdida que le había hecho sufrir en sus hábitos me mortificaba aún.

—¿Por qué —le dije—, no se haría usted de esto un nuevo hábito, en reemplazo del que yo le he echado a perder? Por lo menos… hasta que podamos arreglarnos sobre la casa. Lo que, desea usted es volver y revolver sus planes en la cabeza; lo ha hecho usted siempre durante su paseo de la tarde. Desgraciadamente, eso se acabó… ahora ya no le es posible a usted volver las cosas a su antiguo estado; pero ¿por qué no habría usted de venir, y hablarme de sus trabajos, emplearme como una especie de pared contra la cual podría arrojar usted sus ideas para recogerlas otra vez? Es un hecho que yo no sé lo suficiente de los proyectos de usted para robarle su idea… y no tengo relación con ningún hombre de ciencia.

Me detuve: él reflexionaba. Evidentemente, la proposición lo atraía.

—Pero temo que sea demasiada molestia para usted, dijo.

—¿Cree usted que no podré comprender?

—¡Oh, no! Pero tecnicismos…

—Sea, como sea, hoy me ha interesado usted inmensamente.

—Claro está que eso sería para mí una gran ayuda. Nada le aclara a uno tanto las ideas como, explicarlas. Hasta ahora…

—Mi estimado señor, no diga usted más.

—Pero ¿puede usted, realmente, disponer de tiempo?

—No hay descanso comparable al cambio, de ocupación —dije, convencidísimo.

El asunto estaba arreglado. Ya en las gradas de mi terraza se dio vuelta.

—Le soy deudor, caballero, por un gran favor que me ha hecho —dijo.

Yo dejé escapar un sonido interrogador.

—Me ha curado usted de ese ridículo hábito de soplar —explicó.

Creo que le contesté que me, alegraba de haberle servido en algo, y se marchó.

El curso de ideas que nuestra conversación había reanudado, debió reasumir inmediatamente su ordinaria vía, pues los brazos de mi visitante empezaron a agitarse como antes, y la brisa me trajo el débil eco del zuzuú…

¡Qué diantre! Al fin y al cabo, aquél no era asunto mío.

Volvió al día siguiente, y al otro día, y me dio dos conferencias sobre física; con mutua satisfacción. Hablaba con una expresión que denotaba extrema lucidez, de «éter y tubos, de fuerza», y «gravitación potencial», y cosas como ésas, y yo sentado en la otra silla de tijera, le decía «Sí, adelante, sigo lo que usted me explica», para hacerle continuar.

El tema era tremendamente difícil, pero no creo que llegara a sospechar hasta que extremo no le entendía. Había momentos en que dudaba de si estaba empleando bien mi tiempo, pero, de todos modos descansaba de mi engorroso drama. De vez en cuando, algo brillaba un momento con claridad ante mi mente, pero sólo para desvanecerse precisamente cuando creía tenerlo seguro. A veces, mi atención decaía totalmente, dejaba de escucharle, y me ponía a contemplarle y a preguntarme si, en resumen, no sería mejor utilizarle como figura central de un buen sainete, y dejar perder todo lo hecho ya del drama. Y luego, al acaso, volvía a entender fragmentos de lo que me decía.

En la primera oportunidad fui a ver su casa. Era espaciosa y en la clase y disposición de los muebles se notaba negligencia; no había más personas para el servicio que sus tres ayudantes, y su alimentación y demás detalles de su vida estaban caracterizados por una filosófica sencillez. Bebía sólo agua, era vegetariano, y en todo aquello estaba sujeto a una disciplina lógica. Pero la vista a sus materiales de trabajo ponía fin a muchas dudas: aquello parecía en verdad un taller y un laboratorio, desde el sótano hasta las bohardillas; era asombroso encontrar un lugar como aquél en una aldea extraviada. Las habitaciones del piso de abajo contenían bancos y aparatos; el horno y todo el local de la panadería se habían convertido en respetables hornallas, el sótano estaba ocupado por unos dinamos, y en el jardín había un gasómetro. Me lo enseñó con toda la confiada verbosidad de un hombre que ha vivido solo durante mucho tiempo. Su anterior aislamiento le hacía desbordarse en un exceso de confianza, y yo tuve la buena suerte de ser el recipiente de ella.

Los tres ayudantes eran buenos ejemplares de la clase de «hombres útiles» de la cual procedían, conscientes aunque ininteligentes, vigorosos, atentos y de buena voluntad. Uno de ellos, Spargus, que tenía, a su cargo la cocina y todo el trabajo en metales, había sido marinero; el segundo, Gibbs, era un carpintero ensamblador, y el tercero había sido jardinero a ratos y entonces ocupaba el puesto de ayudante general. Los tres no eran otra cosa que peones; todo el trabajo que requería inteligencia lo hacía Cavor. La ignorancia de los tres sobre lo que éste hacia era la más profunda, aun comparada con la confusa impresión que Yo tenía de ello.

Ahora, hablemos de la naturaleza de esas investigaciones. Aquí, desgraciadamente, encuentro una grave dificultad. Yo no soy entendido en ciencias, y si fuera a exponer en el lenguaje altamente científico del señor Cavor el objetivo a que tendían sus experimentos, temo que no sólo confundiría al lector sino también que me confundiría yo, y es casi seguro que diría algún disparate, conquistándome las burlas de todos los estudiantes del país enterados de los progresos de las matemáticas físicas. Creo, por lo tanto, que lo mejor que puedo hacer es presentar mis impresiones en mi propio lenguaje inexacto, sin tentativa alguna de vestirme con ropajes de conocimientos que no tengo por qué tener.

El objeto de la investigación del señor Cavor era una substancia que fuera «opaca»; —empleaba además otra palabra que he, olvidado, pero «opaca» expresa la idea— a «todas las formas de la energía radiante». «Energía radiante» me explicó era cualquier cosa como la luz y el calor, o como los rayos Röntgen de que se habló tanto hace un año o algo así, o como las ondas eléctricas de Marconi, o como la gravitación. Todas esas cosas, decía, irradian de centros y obran sobre los cuerpos a la distancia, de donde viene el término «energía radiante». Pero casi todas las substancias son opacas a una forma u otra de la energía radiante. El vidrio, por ejemplo, es transparente a la luz, pero lo es mucho menos al calor, por lo cual se le emplea como pantalla; y el alumbre es transparente a la luz, pero detiene completamente el calor. Por otro lado, una solución de yodina en carbón bisúlfido, detiene completamente la luz, pero es bastante transparente al calor: ocultará una luz de la vista de usted, pero permitirá que llegue hasta usted todo su calor. Los metales son no solamente opacos a la luz y el calor, sino también a la energía eléctrica, la cual pasa tanto a través de la solución de yodina como del vidrio, casi como si no los encontrara en su camino. Y así sucesivamente.

Prosigo. Todas las substancias conocidas son «transparentes» a la gravitación. Puede usted emplear pantallas de varias clases para impedir que llegue a un punto la luz, o el calor, o la influencia eléctrica del sol, o el calor de la tierra; puede usted impedir, con hojas de metal, que los rayos Marconi lleguen a tal o cual cosa, pero nada puede cortar la atracción gravitativa del sol o la atracción gravitativa de la tierra. Pues bien, ¿por qué no ha de haber algo que sirva para eso? Cavor no se explicaba que no existiera tal substancia, y yo, ciertamente, no podía decírselo: nunca hasta entonces había pensado en semejante, asunto. Me demostró, mediante cálculos escritos en papel y que lord Kelvin, sin duda, o el profesor Lodge o el profesor Karl Pearson, o cualquiera de esos grandes hombres de ciencia habría entendido, pero que a mí me reducían sencillamente A una impotencia de gusano, que no sólo era posible la existencia de tal substancia, sino que, además, ésta servía para llenar ciertas condiciones de la vida. Aquello fue una sorprendente serie de razonamientos, que entonces me causó mucha admiración y me instruyó mucho, pero que ahora me sería imposible reproducir. «Sí» —decía yo a todo—; «¡sí, continúe usted!». Baste para nuestra historia saber que Cavor creía ser capaz de fabricar esa posible substancia opaca a la gravitación, con una complicada liga de metales y algo nuevo —un nuevo elemento, me imagino— llamado, según creo, hélium, que le habían enviado de Londres en tarros de hierro, herméticamente cerrados. Ha habido dudas sobre este punto, pero yo estoy casi cierto de que era hélium lo que le enviaban en tarros de hierro. Era. Algo muy gaseoso y tenue.

Si yo hubiera pensado en tomar apuntes…

Pero, dígame, ¿cómo había de prever entonces la necesidad de tomar apuntes?

Cualquier persona con un ápice de imaginación comprenderá los extraordinarios alcances de tal substancia, y participará un poco de la emoción que sentí cuando esa comprensión surgió para mí del laberinto de frases abstrusas con que Cavor se expresaba ¡Cómica escena para un teatro; cierto! Algún tiempo transcurrió antes de que me fuera dado creer que había interpretado correctamente lo que me decía, y tuve especial cuidado en no hacerle preguntas que le hubieran permitido medir la profundidad del pozo de ignorancia en que echaba, su cotidiana, explicación; pero nadie que lea esta historia comprenderá completamente mi estado de espíritu en aquellos días, porque, de mi narración insuficiente, será imposible extraer la fuerza de mi convicción de que aquella sorprendente substancia iba a ser fabricada.

No recuerdo haber dedicado a mi drama una hora de trabajo consecutivo a partir de mi primera visita a su casa. Mi imaginación tenía ya otras cosas en que ocuparse. Parecía no haber límites, para los alcances de la tal substancia: cualquiera que fuese el objeto a que me imaginara aplicarla, llegaba a milagros y revoluciones. Por ejemplo, si alguien necesitaba alzar un peso, por enorme que fuera, con sólo poner una hoja de esa substancia debajo, podría levantarlo como se levanta una paja. Mi primer impulso natural fue aplicar el principio a los cañones y acorazados, y a todos los materiales y métodos de guerra, y de eso pasé a la navegación mercante, a la locomoción, a la construcción de casas, a todas las formas concebibles de la industria humana. La casualidad que me había conducido a la misma cuna de los nuevos tiempos —el descubrimiento marcaría una época, seguramente—, era de esas casualidades que se presentan una vez en mil años. La cosa se desarrollaba, se extendía, se extendía…

 

Entre otras de sus consecuencias, conté mi redención de los negocios. Vi ya formada una compañía principal y compañías secundarias, patentes a la derecha, patentes a la izquierda, sindicatos y trusts, privilegios y concesiones, que brotaban y se esparcían, hasta que una vasta, estupenda compañía Cavorita manejaba y gobernaba el mundo.

¡Y yo pertenecía a ella!

Sin vacilar adopté mi línea de conducta. Sabía que mis pies no estaban habituados a ese terreno, pero cuando es necesario, sé saltar por encima de los obstáculos.

—Tenemos en nuestras manos la cosa decididamente más grande que haya sido inventada —dije y subrayé el tenemos— Si usted no quiere admitirme en el negocio, tendrá que rechazarme a tiros. Desde mañana vendré para servirle de cuarto peón.

Cavor pareció sorprendido de mi entusiasmo, pero sin muestras de sospechas ni hostilidad. Más bien manifestó que se consideraba demasiado favorecido.

Me miró con expresión de duda.

—¿Entonces usted piensa realmente?… —dijo—. ¡Y su drama! ¿En qué queda su drama?

—¡Se ha desvanecido! —exclamé—. ¿No ve usted, mi señor y amigo, lo que me ha caído en las manos? ¿No ve usted lo que va usted a hacer?

Aquélla era una nueva escaramuza retórica, pero, positivamente, ¡el hombre no había pensado en eso! Al principio no pude creerlo. ¡No había tenido ni el más remoto germen de tal idea! ¡El asombroso hombrecito había trabajado constantemente con fines puramente teóricos! Cuando decía que su investigación era «la más importante» que el mundo había visto, quería decir sencillamente que ponía en claro tales, y cuales teorías, que resolvía este o el otro punto hasta entonces dudoso: no se había preocupado más de las aplicaciones de la materia que iba a hacer, que si se hubiera tratado de una máquina para hacer cañones. ¡Era una substancia de existencia posible, y él iba a hacerla! Voilá tout, como dicen los franceses.

¡Lo que decía después… era infantil! Si hacía la substancia, ésta pasaría a la posteridad con el nombre de «Cavorina» o «Cavorita», y a él se le discerniría un título, y su retrato aparecería en La Nature, como el de un hombre de ciencia, y todo por ese estilo. ¡Y su vista no iba más allá! Si la casualidad no me hubiera llevado allí, el hombre habría dejado caer esa bomba en el mundo con la misma sencillez que si hubiera descubierto una nueva especie de mosquitos. Y la cosa habría quedado allí, desdeñada o solo apreciada a medias, como otros descubrimientos de no pequeña importancia, que hombres de ciencia distraídos han regalado al universo. Cuando me di cuenta de esto, yo fui quien hizo el gasto de palabras y Cavor el que decía: «Continúe usted». Me paré de un salto, me puse a pasear por la habitación, gesticulando como un mozo de veinte años. Traté de hacerle comprender sus deberes y responsabilidades en el asunto, nuestros deberes y responsabilidades. Le aseguré que podíamos adquirir suficientes riquezas para poner en práctica cualquier clase de revolución social que imagináramos; que podíamos poseer y mandar al mundo entero. Le hablé de compañía y patentes, y de, las garantías para procedimientos secretos. Todo esto parecía tomarle, tan de sorpresa como sus matemáticas me habían tomado a mí. Una expresión de perplejidad apareció en su carita rubicunda, y de su boca, salió un balbuceo sobre su indiferencia por las riquezas; pero yo puse todo esto a un lado: tenía que ser rico, y sus balbuceos de nada servían. Le di a entender la clase de hombre que era yo, que había tenido tan considerable experiencia en los negocios. No le dije entonces que pesaba sobre mí una sentencia de quiebra, porque ésta era temporal; pero creo que concilié, mi evidente pobreza con mis pretensiones de conocimiento financiero. Y de la manera más insensible, en la forma en que esa clase de proyectos crecen, surgió entre nosotros un convenio para el monopolio de la Cavorita; él haría la mercancía y yo haría la reclame.

Yo me pegaba como una sanguijuela al «nosotros»: «usted» y «yo» no existían para mí.

Su idea era que las ganancias de que yo lo hablaba las dedicáramos a nuevas investigaciones, pero eso, por supuesto, era asunto que tendríamos que arreglar más tarde.

—¡Está bien! ¡Está bien! —le gritaba yo.

La cuestión era, y yo insistía en ello, fabricar la cosa.

—¡Somos dueños de una substancia! —continué, siempre a gritos—, ¡de que ninguna casa, ni fabrica, ni fortaleza, ni buque, se atreverá a carecer; una substancia más universalmente aplicable aún, que una medicina patentada! ¡No hay uno solo de sus aspectos, uno de sus mil usos posibles, que no nos haga ricos, Cavor, hasta más allá de los sueños de la avaricia!

—¡Cierto! —dijo—. Ya empiezo a ver. Es extraño como adquiere uno nuevos puntos de vista al hablar de las cosas.

—¡Y la suerte ha querido que hable usted con el hombre más a propósito para el caso!

—Supongo —dijo—, que nadie es absolutamente adverso a las riquezas enormes. Pero convengamos en que hay un punto obscuro…

Se interrumpió. Yo lo miré atento.

—¡Es también posible, ¿sabe usted?, que después de todo, no seamos capaces de hacerla! Puede ser una de esas cosas teóricamente posibles, pero absurdas en la práctica, o cuando la hagamos puede presentarse algún pequeño obstáculo…

—Venceremos el obstáculo cuando se presente —fue mi respuesta.

(II)

La primera fabricación de Cavorita

Pero los temores de Cavor con respecto a la posibilidad de hacer la Cavorita eran infundados: ¡el 14 de octubre de 1899 aquel hombre hizo la increíble substancia!

Lo singular fue que resultó hecha por accidente cuando Cavor menos la esperaba. Había fundido juntos varios metales y otras cosas diversas —¡ojalá supiera yo ahora los detalles!—, y pensaba tener la mezcla en el fuego una semana, para dejarla después enfriarse lentamente. A menos que se hubiera equivocado en sus cálculos, el último periodo de la combinación sería cuando la mezcla cayera a una temperatura de 60 grados Fahrenheit. Pero sucedió que, sin que Cavor lo supiera, la disensión había nacido entre los hombres encargados de atender al horno. Gibbs, que había estado primero encargado de ello, trató repentinamente de descargarse sobre el hombre que había sido jardinero, alegando que el carbón era materia del suelo, pues de él se le extraía, y que por lo tanto, no podía entrar en la jurisdicción de un ensamblador; pero el hombre que había sido jardinero argüía que el carbón era una substancia metálica o de categoría mineral, con la que no tenía que hacer sino en sus funciones de cocinero. Y Spargus insistió en que Gibbs hiciera de «foguista», toda vez que era carpintero y el carbón era madera fósil. La consecuencia fue que Gibbs cesó de llenar la hornilla, y nadie lo hizo en lugar suyo, y Cavor estaba demasiado preocupado por ciertos problemas interesantes relativos a una máquina de volar sistema Cavorita (desdeñando la resistencia del aire y un punto o dos más) para notar que algo andaba mal. Y el prematuro nacimiento de su invención ocurrió precisamente cuando atravesaba el terreno que separaba su casa de la mía, para tomar té conmigo y conversar, como todas las tardes.

Recuerdo el momento con extremada precisión. El agua hervía y todo estaba preparado, y el son de su «zuzuú» me había hecho salir a la terraza. Su siempre agitado cuerpecito se destacaba negro sobre la otoñal puesta de sol, y a la derecha, las chimeneas de su casa se elevaban sobre un grupo de árboles bañados por los rayos horizontales, dorados y tibios. Más lejos se alzaban los montes de Wealden, vagos y azules, y a la izquierda se extendía la nublada ciénaga, espaciosa y serena. ¡Y entonces!

Las chimeneas se alargaron hacia el cielo, convertidas cada una, al estirarse, en un rosario de ladrillos, y el techo y una miscelánea de muebles la siguieron. Después, rápidamente, hasta alcanzarlos surgió una llama enorme y blanca. Los árboles situados en torno del edificio se cimbraron y crujieron y se rompieron en pedazos que saltaron hacia la llamarada. Un estampido de trueno me aturdió hasta el extremo de dejarme sordo de un oído por toda la vida, y en todo mi derredor los vidrios de las ventanas cayeron hechos añicos.

Di tres pasos, de la terraza a la casa de Cavor, y en eso estaba cuando me alcanzó el viento.

Instantáneamente, los faldones de mi jaquette, subieron hasta cubrirme la cabeza, y empecé a avanzar hacia Cavor a grandes saltos y rebotes, bastante contra mi voluntad. En el mismo momento, el descubridor se levantó del suelo, y voló, —es la palabra—, por el aire rugiente. Vi a uno de los jarrones de mi chimenea tocar el suelo a seis yardas de mí, dar un salto de unos veinte pies, y así precipitarse en grandes brincos hacia el foco del huracán. Cavor, blandiendo los brazos y las piernas, cayó otra vez, rodó por el suelo repetidamente, se esforzó en vano por pararse, y el viento lo levantó y lo llevó adelante con enorme velocidad, hasta hacerle desaparecer por fin entre los árboles deshechos, destrozados, que yacían en derredor de su casa.

Una masa de humo y cenizas, y un cuadro de una substancia azulada, brillante, se elevó hacia el cenit. Un ancho trozo de palizada pasó volando a mi lado, se inclinó de canto hacia abajo, tocó el suelo, y cayó de plano. En ese momento la crisis iba ya en descenso. La conmoción aérea disminuyó rápidamente hasta no ser más que un fuerte ventarrón, y pude darme ya cuenta de que respiraba y tenía pies. Inclinándome contra el viento conseguí detenerme, y pude reunir las fuerzas que aún me quedaban.

En tan pocos instantes, la faz entera del mundo había cambiado. La tranquila puesta de sol se había desvanecido; el cielo estaba cubierto de gruesos nubarrones, y en la tierra todo se aplastaba, se cimbraba bajo el huracán. Volví los ojos para ver si mi casita estaba, en términos generales, todavía en pie, y luego echó a andar, tambaleándome hacia adelante, en dirección a los árboles entre los cuales había desaparecido Cavor y a través de cuyas altas y deshojadas copas brillaban las llamas de su incendiada casa. Penetre en las breñas, lanzándome de un árbol a otro y colgándome de ellos, y durante un rato le busqué en vano. Por fin, en medio de un montón de ramas rotas y pedazos de empalizada que se hablan aglomerado contra la tapia del jardín, distinguí algo que se movía. Corrí hacia ello, pero antes de que hubiera llegado, un objeto de color obscuro se separó del montón, se alzó sobre un par de piernas lodosas, y alargó dos manos lánguidas y ensangrentadas. Algunos fragmentos desgarrados de ropas colgaban del centro del bulto y el viento los agitaba violentamente.

Pasó un momento antes que yo pudiera reconocer lo que había en aquel paquete de barro: después vi que era Cavor, envuelto en el lodo sobre el cual había rodado. Echó el cuerpo hacia adelante, contra el viento, restregándose los ojos y la boca para limpiarlos de lodo.

Extendió un brazo que era puro barro, y dio un vacilante paso en mi dirección. Sus facciones se agitaban de emoción y hacían que el barro que las cubría se resquebrajara y cayera en motitas. Su aspecto era el de una persona tan deteriorada e inspiraba tanta compasión, que, por lo mismo, sus palabras me causaron profundo asombro.

—¡Felicíteme usted! —balbuceó—. ¡Felicíteme usted!

—¿Felicitarle? ¡Santo cielo! ¿Por qué?

—La he hecho.

—La ha hecho usted. ¿Qué diantres ha causado esta explosión?

Una ráfaga de viento se llevó lejos sus palabras. Comprendí que decía que no había habido explosión alguna. El viento me precipitó hacia él, nuestros cuerpos chocaron, y nos quedamos agarrados el uno al otro.

—Procuremos volver a mi casa —vociferé a su oído: él no me oyó, y gritó algo de «tres mártires… ciencia,» y también algo de «no muy bueno». En ese momento hablaba bajo la impresión de que sus tres ayudantes habían perecido en el ciclón: por fortuna el temor era injustificado: apenas salió Cavor para mi casa, los tres se habían encaminado hacia la taberna de Lympne, a discutir la cuestión de los hornos con la ayuda de algunos tragos.

 

Repetí mi invitación para que fuéramos a mi casa, y esta vez entendió. Nos aferramos el uno al brazo del otro, echamos a andar, y por fin conseguimos ponernos bajo el poco de techo que me había quedado. Durante un rato, permanecimos sentados cada uno en un sillón, silenciosos y jadeantes. Todos los vidrios de las ventanas estaban rotos, y los muebles pequeños y demás objetos de poco peso estaban en gran desorden, pero no se notaba ningún daño irremediable. Felizmente, la puerta de la cocina resistió a la presión, de modo que todas mis provisiones y utensilios habían sobrevivido. El fogón de petróleo ardía todavía, y puse en él agua otra vez para el té. Hechos esos preparativos, volví al lado de Cavor para oír sus explicaciones.

—Bastante exacto —insistió— muy exacto. La he hecho. Todo ha salido bien.

—¡Pero! —protestó—. ¡Salido bien! ¡Cómo! ¡En veinte millas a la redonda no debe haber un vidrio sano, ni una empalizada, ni un techo que no haya sufrido daños!

—¡Todo ha salido bien, realmente! Por supuesto que no preví este pequeño contratiempo: mi mente estaba, preocupada con otro problema, y soy propenso a descuidarme de usas complicaciones secundarias. Pero todo ha salido bien.

—¡Mi querido señor! —exclamé—, ¿no ve usted que ha causado daños por valor de miles de libras?

—Por esa parte, me entrego a la discreción de usted. No soy hombre práctico, por supuesto; pero ¿no le parece a usted que la gente creerá que ha sido un ciclón?

—Pero la explosión…

—No ha habido explosión. La cosa es perfectamente sencilla, y lo único que hay es que, como ha dicho, soy propenso a descuidar esas pequeñeces… Ha sido el «zuzuú» que usted conoce, en mayor escala. Inadvertidamente hice la substancia, la Cavorita, en una hoja delgada, ancha…

Hizo una pausa.

—¿Usted está bien al corriente de que esa materia es opaca a la gravitación, que impide a las cosas gravitar unas hacia otras?

—Sí —contesté—. ¿Y?

—Bueno. Apenas llegó a una temperatura de 60 grados Fahrenheit y el procedimiento de su fabricación quedó completo, el aire de encima, las partes de techo, cielo raro y piso que había sobre ella, cesaron de tener peso. ¿Supongo que usted sabe, todo el mundo, sabe hoy esas cosas corrientemente, que el aire tiene peso, que ejerce presión sobre todo lo que está en la superficie de la tierra, que ejerce esa presión en todas direcciones, una presión de «14 y ½» libras por pulgada cuadrada?

—Conozco eso —le dije—. Siga usted.

—Yo también lo conozco —observó— pero eso le demostrará a usted lo inútil que es el conocimiento mientras no se le aplica. Como decía, el caso de cesación se ha presentado en nuestra Cavorita: el aire cesó de ejercer allí la menor presión, y el aire que estaba en derredor pero no encima de la Cavorita ejercía una presión de 14 ½ libras por pulgada cuadrada sobre ese aire repentinamente desprovisto de peso. ¡Ah!, ¡ya empieza usted a ver! El aire que rodeaba a la Cavorita empujó al que estaba encima de ella con irresistible fuerza, lo expelió hacia arriba violentamente; el aire que se precipitó a ocupar el lugar del que así había sido expulsado, perdió inmediatamente su peso, cesó de ejercer toda presión, siguió el mismo camino, todo ese airé se abrió paso rompiendo el cielo raso y el techo… Ya se forma usted una idea —prosiguió—: el aire sin peso formó una especie de surtidor atmosférico, algo como una chimenea en la atmósfera; y si la Cavorita misma no hubiera sido puesta así en libertad y chupada por esa chimenea ¿se le ocurre a usted lo que habría sucedido?

Yo reflexioné.

—Supongo —dije— que el aire estaría ahora mismo precipitándose y precipitándose hacia arriba por sobre esa infernal materia.

—Precisamente —contestó—. ¡Un enorme surtidor!

—¡Qué formaría un colosal tifón! ¡Santo Cielo! ¡Qué! ¡Habría usted expulsado toda la atmósfera de la tierra! ¡Habría usted dejado el mundo sin aire! ¡Y eso habría sido la muerte de todo el género humano! ¡Ese pequeño trozo de la mezcla!

—No habríamos desprovisto, exactamente, de aire respirable al espacio —dijo Cavor—; pero, en el hecho, la cosa habría sido… igualmente mala. Habríamos desnudado de aire al mundo, como uno pela una banana, y habríamos lanzado el aire a miles de millas. Después el aire habría vuelto a caer, por supuesto, ¡pero a un mundo asfixiado! ¡Desde nuestro punto de vista esto es, apenas, un poco mejor que si no hubiera vuelto nunca!

Yo lo miré, sorprendido; pero mi asombro era demasiado grande para darme cuenta de cómo habían quedado reducidas a la nada todas mis esperanzas.

—¿Qué piensa usted hacer ahora? —le pregunté.

—En primer lugar, si puedo conseguir que me presten una trulla de jardinero, voy a quitarme algo de este barro en que estoy empaquetado; y después, si puedo servirme de las comodidades domésticas de usted, tomaré un baño. Hecho esto, conversaremos más a nuestras anchas. Sería prudente, me parece —añadió poniéndome en el brazo una lodosa mano—, que el asunto no saliera de entre nosotros dos. Sé que he causado grandes daños; probablemente algunas casas, aquí y allá en la comarca, han quedado en ruinas. Es evidente que yo no podría pagar los perjuicios que he ocasionado, y si se hace pública la causa real de esos destrozos, lo único que resultará de tal publicidad será que la gente se, enfurezca y estorbe mi obra. Uno no lo puede prever todo ¿sabe usted?, y yo no puedo consentir un momento en agregar el peso de cálculos prácticos a mi teorización. Más tarde, estando ya usted conmigo, ayudado yo por su talento práctico, cuando la Cavorita haya sido lanzada… lanzada es la palabra, ¿no?… y haya dado todos los resultados que usted predice, podremos arreglar en forma las cosas con la gente perjudicada. Pero ahora… ahora no. Si nosotros no damos otra explicación, la gente, en el estado actual de la ciencia meteorológica, tan inseguro, lo atribuirá todo a un ciclón. Puede hasta haber una subscripción pública, y en ese caso, como mi casa se ha derrumbado y ardido, recibiría yo una considerable parte de la compensación, lo cual sería en extremo útil para la prosecución de nuestras investigaciones; pero si se sabe que yo he causado el mal, no habrá subscripción pública, y todos los perjudicados perderán con eso. El hecho, para mí, es que ya no volveré a tener la oportunidad de trabajar en paz. Mis tres ayudantes pueden o no haber perecido: ése es un detalle. Si han muerto, la pérdida no es muy grande, pues eran más celosos que hábiles, y este prematuro acontecimiento debe tener por origen el descuido de los tres en su deber de cuidar la hornilla. Si no han perecido, dudo de que tengan inteligencia suficiente para explicar el asunto: ellos también aceptarán la historia del ciclón. Y si durante la temporal inhabitabilidad de mi casa puedo alojarme en uno de los cuartos que usted no ocupa aquí…

Hizo una pausa y me miró.

«Un hombre de tales alcances —pensé—, no es un huésped ordinario que uno puede alojar así como así».

—Quizás —dije en seguida, parándome—, lo mejor será que empecemos por buscar la trulla.

Y eché a andar hacia los desparramados restos de la cabaña del jardín.

Después, mientras tomaba su baño yo reflexioné a solas, y medí la cuestión por entero. Claro estaba que la compañía del señor Cavor tenía inconvenientes que yo no había previsto. Su distracción, que acababa de estar a pique de despoblar el globo terráqueo, podía en cualquier momento tener por resultado algún nuevo trastorno. Por otra parte, yo era joven, mis negocios estaban en miserable estado, y mi situación de ánimo era exactamente la más propicia para intentar atrevidas aventuras…, con tal de que al final de ellas hubiera algo bueno. Yo había resuelto ya para mí, que por lo menos la mitad de ese aspecto del negocio sería mía. Por fortuna, tenía mi casita, como he explicado ya, alquilada por tres años sin responsabilidad en cuanto a las reparaciones que hubiera que hacer, y mis muebles, o los objetos que con tal nombre existían dentro, habían sido comprados a prisa, no los había pagado aún, pero los había asegurado ya. Parientes, no tenía ninguno. Al cabo de mis reflexiones decidí continuar en compañía de Cavor hasta ver el fin del asunto.