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100 Clásicos de la Literatura

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La corriente atmosférica, después de haber derribado barracas, hundido chozas, desarraigado árboles en un radio de 20 millas, arrojado los trenes de los raíles, hasta Tampa, cayó sobre esta ciudad como un alud, y destruyó un centenar de edificios, entre otros la iglesia de Santa María y el nuevo palacio de la bolsa, que se agrietó en toda su longitud. Algunos buques del puerto, chocando unos contra otros, se fueron a pique y diez embarcaciones, ancladas en la rada, se estrellaron en la costa, después de haber roto sus cadenas como si fuesen hebras de algodón.

Pero el círculo de las devastaciones se extendió más lejos aún, y más allá de los límites de los Estados Unidos. El efecto de la repercusión, ayudada por los vientos del Oeste, se dejó sentir en el Atlántico a más de 300 millas de las playas americanas. Una tempestad ficticia, una tempestad inesperada, que no había podido prever el almirante Fitz Roy, puso en dispersión su escuadra; y muchos buques, envueltos en espantosos torbellinos que no les dieron tiempo de cargar ni rizar una sola vela, zozobraron en un instante, entre ellos el Child-Herald, de Liverpool, lamentable catástrofe que fue objeto de las más vivas reclamaciones de la prensa de la Gran Bretaña.

En fin, y para decirlo todo, si bien el hecho no tiene más garantía que la afirmación de algunos indígenas, media hora después de la partida del proyectil, algunos habitantes de Gorea y de Sierra Leona pretendieron haber percibido una conmoción sorda, última vibración de las ondas sonoras que, después de haber atravesado el Atlántico, iba a morir en las costas africanas.

Pero volvamos a Florida. Pasado el primer instante del tumulto, los heridos, los sordos, todos los que componían la multitud, salieron de su asombro y lanzaron gritos frenéticos, vitoreando a Ardan, a Barbicane y a Nicholl. Millones de hombres, armados de telescopios y anteojos de largo alcance, interrogaban el espacio, olvidando las contusiones para no pensar más que en el proyectil. Pero lo buscaban en vano. No se le podía ya distinguir, y era preciso resignarse a aguardar a que llegaran los telegramas de Long's Peak. El director del observatorio de Cambridge ocupaba su puesto en las Montañas Rocosas, siendo él, astrónomo hábil y perseverante, a quien se habían confiado las observaciones.

Pero un fenómeno imprevisto, aunque fácil de prever, y contra el cual nada podían los hombres, sometió la impaciencia pública a una ruda prueba.

El tiempo, hasta entonces tan sereno, se echó a perder de pronto; el cielo se cubrió de oscuras nubes. ¿Podía suceder otra cosa, después de la revolución terrible que experimentaron las capas atmosféricas y de la dispersión de la cantidad enorme de vapores procedentes de la deflagración de 400.000 libras de piróxilo? Todo el orden natural se había perturbado, lo que no puede asombrar a los que saben que con frecuencia en los combates navales se ha visto modificarse de pronto el estado atmosférico por las descargas de la artillería.

El Sol, al día siguiente, se levantó en un horizonte cargado de espesas nubes, que formaban entre el cielo y la tierra una pesada a impenetrable cortina que se extendió desgraciadamente hasta las regiones de las Montañas Rocosas.

Fue una fatalidad. De todas partes del globo se elevó un concierto de reclamaciones. Pero la naturaleza no hizo de ellas ningún caso, y justo era, ya que los hombres habían turbado la atmósfera con su cañonazo, que sufriesen las consecuencias.

Durante el primer día, no hubo quien no tratase de penetrar el velo opaco de las nubes, pero todos perdieron el tiempo miserablemente. Además, todos miraban erróneamente al cielo, pues, a consecuencia del movimiento diurno del globo, el proyectil debía necesariamente pasar entonces por la línea de las antípodas.

Como quiera que sea, cuando la Tierra quedó envuelta en las tinieblas de una noche impenetrable y profunda, fue imposible percibir la Luna levantada en el horizonte, como si expresamente la casta Diana se ocultase a las miradas de los temerarios o profanos que habían hecho fuego contra ella. No hubo observación posible, y los partes de Long's Peak confirmaron este funesto contratiempo. Sin embargo, si el resultado del experimento fue el que se esperaba, los viajeros que partieron el 1 de diciembre a las 10 horas y 40 minutos de la noche, debían llegar el día 4 a medianoche. Hasta entonces era, pues, preciso tener paciencia sin alborotar demasiado, haciéndose todos cargo de que era muy difícil, no siendo en condiciones muy favorables, observar un cuerpo tan pequeño como la granada.

El 4 de diciembre, desde las ocho de la tarde hasta medianoche, hubiera sido posible seguir el curso del proyectil, el cual habría parecido como un punto en el plateado disco de la Luna. Pero el tiempo permaneció inexorablemente encapotado, lo que llevó al último extremo la exasperación pública. Se injurió a la Luna porque no se presentaba. ¡Volubilidad humana!

J. T. Maston, desesperado, marchó a Long's Peak. Quería observar por sí mismo, no cabiéndole la menor duda de que sus amigos habían llegado al término de su viaje. Por otra parte, no había oído decir que el proyectil hubiese caído en un punto cualquiera de las islas y continentes terrestres, y J. T. Maston no admitía ni un solo instante la posibilidad de una caída en los océanos que cubren las tres cuartas partes del globo.

El día 5 siguió el mismo tiempo. Los grandes telescopios del Viejo Mundo, de Herschel, de Rosse, de Fousseaul, estaban invariablemente dirigidos al astro de la noche, porque en Europa el tiempo era precisamente magnífico; pero la debilidad relativa de dichos instrumentos invalidaba todas las observaciones.

No hizo el día 6 mejor tiempo. La impaciencia atormentaba las tres cuartas partes del globo. Hasta hubo quienes propusieron los medios más insensatos para disipar las nubes acumuladas en el aire. El día 7 el cielo se modificó algo. Hubo alguna esperanza, pero ésta duró poco, pues por la noche espesas nubes pusieron la bóveda estrellada a cubierto de todas las miradas.

La situación se agravaba. El día 11, a las nueve y once minutos de la mañana, la Luna debía entrar en su último cuarto, y luego ir declinando, de suerte que después, aunque el tiempo se despejase, la observación sería poco menos que infructuosa. La Luna entonces no mostraría más que una porción siempre decreciente de su disco hasta hacerse Luna nueva, es decir, que se pondría y saldría con el Sol, cuyos rayos la volverían absolutamente invisible. Sería, por consiguiente, preciso aguardar hasta el 3 de enero, a las 12 horas y 41 minutos del día para volverla a encontrar llena y empezar de nuevo la observación.

Los periódicos publicaban estas reflexiones con mil comentarios, y aconsejaban al público que se armase de paciencia.

El día 8 no hubo novedad. El 9 reapareció el Sol un instante, como para burlarse de los americanos. Éstos lo recibieron con una estrepitosa silba, y él, herido sin duda en su amor propio por una acogida semejante, se mostró muy avaro de sus rayos.

El día 10 tampoco hubo variación notable. Poco faltó para que J. T. Maston perdiese la chaveta, inspirando serios temores al cerebro del digno veterano, tan bien conservado hasta entonces bajo su cráneo de gutapercha.

Pero el día 11 se desencadenó en la atmósfera una de esas espantosas tempestades de las regiones intertropicales. Fuertes vientos del Este barrieron las nubes tan tenazmente acumuladas, y por la noche el disco del astro nocturno, a la sazón rojizo, pasó majestuosamente en medio de las límpidas constelaciones del cielo.

Capitulo XXVIII.

Un astro nuevo

Aquella misma noche, la palpitante noticia esperada con tanta impaciencia, cayó como un rayo en los Estados de la Unión, y luego, atravesando el océano, circuló por todos los hilos telegráficos del globo. El proyectil había sido percibido gracias al gigantesco reflector de Long's Peak. He aquí la nota redactada por el director del observatorio de Cambridge, la cual contiene la conclusión científica del gran experimento del Gun-Club.

Long's Peak, 12 de diciembre

A los señores miembros del observatorio de Cambridge

El proyectil disparado por el columbiad de Stone's Hill ha sido percibido por los señores Belfast y J. T. Maston, el 12 de diciembre, a las 8 horas 47 minutos de la noche, habiendo entrado la Luna en su último cuarto.

El proyectil no ha llegado a su término. Ha pasado, sin embargo, bastante cerca de él para ser retenido por la atracción lunar.

Allí, su movimiento rectilíneo se ha convertido en un movimiento circular de una rapidez vertiginosa, y ha sido arrastrado siguiendo una órbita elíptica alrededor de la Luna, de la cual ha pasado a ser un verdadero satélite.

Los elementos de este nuevo astro no han podido aún determinarse. No se conoce su velocidad de traslación ni su velocidad de rotación. Puede calcularse en 2.833 millas, aproximadamente, la distancia que lo separa de la superficie de la Luna.

En la actualidad se pueden establecer dos hipótesis, y según cuál sea la que corresponde al hecho, modificar de distinta manera el estado de cosas.

O la atracción de la Luna prevalecerá sobre todas las fuerzas, y arrastrará el proyectil, en cuyo caso los viajeros llegarán al término de su viaje.

O, conservándose el proyectil en una órbita inmutable, gravitará alrededor del disco lunar hasta la consumación de los siglos.

He aquí lo que las observaciones nos dirán un día u otro, pero, por ahora, el único resultado de la tentativa del Gun-Club ha sido dotar a nuestro sistema solar de un astro nuevo.

J. BELFAST

¡Cuántas cuestiones suscitaba un desenlace tan inesperado! ¡Qué situación preñada de misterios reserva el porvenir a las investigaciones científicas! Gracias al valor y abnegación de tres hombres, una empresa tan fútil en apariencia, cual era la de enviar una bala a la Luna, acababa de tener un resultado inmenso, cuyas consecuencias eran incalculables. Los viajeros, encarcelados en un nuevo satélite, si bien es verdad que no habían alcanzado su objetivo, formaban al menos parte del mundo lunar; gravitaban alrededor del astro de la noche, y por primera vez podía la vista penetrar todos sus misterios. Los nombres de Nicholl, de Barbicane y de Michel Ardan deberán, pues, ser siempre célebres en los fastos astronómicos, porque estos atrevidos exploradores, deseando ensanchar el círculo de los conocimientos humanos, atravesaron audazmente el espacio y se jugaron la vida en la más sorprendente tentativa de los tiempos modernos.

 

Conocida la nota de Long's Peak, hubo en el universo entero un sentimiento de sorpresa y espanto. ¿Era posible auxiliar a aquellos heroicos habitantes de la Tierra? No, sin duda alguna, porque se habían colocado fuera de la humanidad traspasando los límites impuestos por Dios a las criaturas terrestres. Podían procurarse aire durante dos meses. Tenían víveres para un año. Pero ¿y después…? Los corazones más insensibles palpitaban al dirigirse tan terrible pregunta.

Un hombre, uno solo, se negaba a admitir que la situación fuese desesperada, uno solo tenía confianza, y era su amigo adicto, audaz y resuelto como ellos, el buen J. T. Maston.

No les perdía de vista. Su domicilio fue en lo sucesivo Longs Peak; su horizonte, el espejo del inmenso reflector. Apenas la Luna aparecía en el horizonte, la encerraba en el campo del telescopio y la seguía asiduamente en su marcha por los espacios planetarios.

Observaba con una paciencia eterna el paso del proyectil por su disco de plata, y, en realidad, el digno veterano vivía en comunicación perpetua con sus tres amigos, y no desesperaba de volverlos a ver un día a otro.

«Me cartearé con ellos —decía al que quería oírle—, cuando las circunstancias lo permitan. Tendremos noticias de ellos, y ellos las tendrán de nosotros. Los conozco; son hombres de mucho temple. Llevan consigo en el espacio todos los recursos del arte, de la ciencia y de la industria. Con esto se hace cuanto se quiere, y ya verán como encuentran una solución a esta conflictiva situación».

FIN

Los Primeros Hombres en la Luna

Por

H. G. Wells

(I)

El señor Bedford se encuentra con el señor Cavor en Lympne

Ahora que escribo aquí, sentado entre las sombras de los emparrados bajo el cielo azul de la Italia Meridional, me acuerdo, no sin alguna sorpresa, de que mi participación en las asombrosas aventuras del señor Cavor fue, al fin y al cabo, resultado de una mera casualidad. Lo mismo podía haberle sucedido a cualquier otro. Caí en esas cosas en un momento en que me consideraba libre de la más leve posibilidad de perturbaciones en mi vida. Había ido a Lympne porque me lo había figurado como el lugar del mundo en que sucedieran menos acontecimientos. «¡Aquí, de todos modos —me decía—, encontraré tranquilidad y podré trabajar en calma!».

Y de allí ha salido este libro, tan diametral es la diferencia entre el destino y los pequeños planes de los hombres.

Me parece que debo hacer mención, en estas líneas, de la suerte extremadamente mala que acababa de tener en algunos negocios. Rodeado como estoy ahora de todas las comodidades que da la fortuna, hay cierto lujo en esta confesión que hago de mi pobreza de entonces. Puedo hasta confesar que, en determinada proporción, mis desastres eran atribuibles a mis propios actos. Tal vez haya asuntos para los cuales tenga yo alguna capacidad, pero la dirección de operaciones mercantiles no figura entre ellos. En aquella época era aún joven: hoy lo soy todavía en años, pero las cosas que me han sucedido han desterrado de mi mente algo de la juventud: si en su reemplazo han dejado o no un poco de sabiduría, es cuestión más dudosa.

Casi no es necesario entrar en detalles sobre las especulaciones que me desterraron a Lympne, lugar del condado de Kent. Hoy en día, aun en los, negocios, hay una fuerte dosis de aventura. Me arriesgué, y como esas cosas terminan invariablemente por una buena cantidad de dar y tomar, a mí me tocó por último el tener que dar… bastante contra, mi voluntad. Aun después de haberme despojado de todo, un atrabiliario acreedor se esmeró en mostrárseme adverso; por último llegué a la conclusión de que no me, quedaba otro recurso que escribir un drama, a no ser que me decidiera a vegetar penosamente con lo que ganara en algún miserable empleo. Se que nada de lo que el hombre pueda hacer, fuera de los negocios legítimos, encierra tantas promesas como las piezas de teatro; tan lo creía así, que desde tiempo atrás me acostumbré a considerar ese drama no escrito, como substancial reserva para los días tormentosos. Y la tormenta había llegado.

Pronto descubrí que el escribir un drama era un asunto más largo que lo que me figuraba (al principio había calculado hacerlo en diez días), y para buscar un pied-á-terre en qué elaborarlo, fui a Lympne.

Consideré como una fortuna el conseguir aquella casita. La alquilé con trato de conservarla tres años si quería; la proveí de unos pocos muebles, y al mismo tiempo que escribía, era mi propio cocinero. Mi manera de ejercer este ministerio habría arrancado severos reproches a un cordon bleu profesional: tenía una cafetera, una cacerola, para huevos, otra para patatas y una sartén para salchichas y tocino. Con estos utensilios fabricaba la base de mi sustento. Para lo demás, contaba con un barril de dieciocho galones siempre lleno de cerveza, y con los servicios de un puntual panadero que me visitaba todos los días. Aquello no era, quizás, darse las comodidades de Sybaris, pero peores días he pasado en mi vida.

Lympne es, ciertamente, el lugar apropiado para quien desee la soledad. Está en la parte cenagosa de Kent, y mi casita se alzaba en la cumbre de un montículo que en otros tiempos había sido un peñasco rodeado por las aguas: desde ella se veía el mar, por sobre los pantanos de Rornney. Cuando llueve mucho, el lugar es casi inaccesible, y he oído decir que el cartero tenía a veces que, hacer largos trechos de su camino con el agua a los tobillos. Yo no le vi nunca hacerlo, pero me imagino perfectamente su figura.

Los pocos cottages y casas que forman la aldea tienen delante de las puertas una especie de felpudo de mimbres, para que la persona que llegue de fuera se limpie el calzado, lo que da una idea de la calidad del suelo en ese distrito. Dudo de que hubiera allí la menor traza de población, si el lugar no fuera un recuerdo ya borroso de cosas muertas para siempre. Aquél fue el gran puerto de Inglaterra en la época de los romanos. Portus Lemanus; y ahora el mar está a cuatro millas de distancia. Al pie de la empinada colina hay una cantidad de pedruscos y trozos de albañilería romana y de ese punto arranca la vieja calle Watling, como una flecha hacia el Norte. Yo solía pararme en la cumbre y pensar en todo aquello: galeras y legiones, cautivos y oficiales, mujeres y mercaderes, especuladores como yo, todo el hormigueo y tumulto que entraba y salía incesantemente de la bahía. Y ahora, apenas algunos trozos de piedra en una costa cubierta de césped, uno o dos carneros… ¡y yo! Y donde había estado el puerto, quedaban los terrenos pantanosos, que se extendían en una ancha curva hasta el distante Dungeness, interrumpidos aquí y allá por grupos de árboles y por las torres de las iglesias de las viejas poblaciones medievales que siguen a Lemanus por el camino de la extinción.

Esa vista de la ciénaga era, realmente, una de las más hermosas que yo había tenido ante los ojos. Supongo que Dungeness estaba a quince millas de distancia: aparecía como una balsa en el mar, y más lejos hacia el Oeste se elevaban los montes de Hastings bajo el sol poniente. A veces aparecían cercanos y claros, otras veces, se esfumaban Y parecían bajos, y otras, la niebla los hacía perderse completamente de vista. Y la llanura de arena veíase por todas partes cruzada y cortada por zanjas y canales.

La ventana junto a la cual trabajaba yo, miraba por sobre el horizonte de dicha cresta, y por aquella ventana fue por donde mis ojos distinguieron la primera vez a Cavor. Sucedió esto en un momento en que luchaba con el escenario de mí drama, contrayendo mi mente a tan ímprobo trabajo, y lo más natural era que en tales condiciones un hombre de semejante figura atrajera mi atención.

El sol se había puesto, el cielo estaba límpido, de color verde amarillo, y sobre ese fondo apareció, negra, la singular figura.

Era un hombrecillo de baja estatura, redondo de cuerpo, flaco de piernas, con algo de inquieto en sus movimientos, y se le había ocurrido envolver su extraordinaria inteligencia con una gorra de cricket, un sobretodo, pantalón corto y medías de ciclista. Ignoro por qué lo haría, pues nunca iba en bicicleta ni jugaba cricket; tal concurrencia fortuita de prendas de vestir se había presentado no sé cómo. Gesticulaba y movía las manos y los brazos, sacudía la cabeza y soplaba. Soplaba como algo eléctrico. Nunca ha oído usted soplar así. Y de rato en rato se limpiaba el pecho con un ruido el más extraordinario.

Había llovido ese día, y su espasmódico andar se acentuaba por lo muy resbaladizo que estaba el suelo. Exactamente al llegar al punto en que se interponía entre mis ojos y el sol, se detuvo, sacó el reloj, y vaciló. Después, con una especie de movimiento convulsivo, se dio vuelta y se retiró, dando muestras de estar de prisa, sin gesticular, sino a zancadas largas que mostraban el tamaño relativamente grande de sus pies: recuerdo que el barro adherido a su calzado lo aumentaba grotescamente.

Esto ocurrió el primer día, de mi residencia en Lympne, cuando mi energía de dramaturgo estaba en su apogeo, y consideré el incidente sólo como una distracción fastidiosa, como un desperdicio da cinco minutos. Volví a mi escenario; pero, cuando al día siguiente, la aparición se repitió con precisión notable, y otra vez al otro día, y, en una palabra, cada tarde que no llovía, la concentración de mi mente en el escenario llegó a ser un esfuerzo considerable. «¡Mal haya el hombre!», me decía. Se creería que estudia para marionette; y durante varias tardes lo maldije con todas mis ganas.

Después al fastidio sucedieron en mí el asombro y la curiosidad. ¿Por qué, al fin y al cabo, haría eso aquel hombre? A los catorce días ya no pude contenerme, y tan pronto como el sujeto apareció, abrí la puertaventana, crucé la terraza y me dirigí al punto en que invariablemente se detenía.

Cuando llegué había sacado ya el reloj. Tenía una cara ancha y rubicunda, con unos ojos pardos rojizos: hasta entonces no le había visto sino contra la luz.

—Un momento, señor —le dije, cuando se daba vuelta.

Él me miró.

—¿Un momento? —dijo—, con mucho gusto. O si desea usted hablarme más detenidamente, y no le pido a usted demasiado (el tiempo de usted ha de ser precioso), ¿le molestaría a usted acompañarme?

—Nada de eso —le contesté, colocándome al su lado.

—Mis costumbres son regulares; mi tiempo para la sociedad… limitado.

—¿Ésta es, supongo, la hora de usted para hacer ejercicio?

—Ésta es. Vengo aquí para gozar de la puesta de sol.

—Y no goza usted de ella.

—¿Señor?

—Nunca la mira usted.

—¿Nunca la miro?

—No. Le he observado a usted trece tardes, y ni una, vez ha mirado usted la puesta del sol… ni una.

El hombre arrugó el entrecejo, como alguien que tropieza con un problema.

—Pues… gozo de la luz del sol… de la atmósfera… camino por esta senda, entro por esa empalizada… —sacudió la cabeza hacia un lado por sobre el hombro— y doy la vuelta.

—No hay tal cosa. Nunca. ha estado usted allí; Todo eso es palabrería. No hay camino para entrar. Esta tarde, por ejemplo…

—¡Oh, esta tarde! Déjeme usted recordar. ¡Ah! Acababa de mirar el reloj, vi que había estado afuera exactamente tres minutos más que la precisa media hora, me dije que no tenía tiempo de dar el paseo, me volví…

—Siempre hace usted lo mismo.

Me miró, reflexionó.

—Quizás sea como usted dice… ahora pienso en ello… Pero ¿de qué quería usted hablarme?

—¡Cómo!… ¡De eso!

—¿De eso?

—Sí. ¿Por qué hace usted eso? Todas las tardes viene usted haciendo un ruido…

—¿Haciendo un ruido?

 

—Así.

E imité su soplido.

Me miró, y era evidente que el soplido despertaba desagrado en él.

—¿Yo hago eso? —preguntó.

—Todas las tardes de Dios.

—No tenía idea de ello.

Se detuvo de golpe, me miró.

—¿Será posible —dijo—, que, me haya criado una costumbre?

—Pues… así lo parece. ¿No cree usted?

Se tiró hacia abajo el labio inferior, con el dedo pulgar y el índice, y contempló un montón de barro a sus pies.

—Mi mente está muy ocupada —dijo—. ¿Y quiere usted saber por qué? Pues bien, señor, puedo asegurarle a usted que no solamente no sé por qué hago esas cosas, sino que ni siquiera sabía que las hiciera. Ahora que pienso, veo que, es cierto lo que usted decía: nunca he pasado de este sitio… ¿Y estas cosas le fastidian a usted?

Sin que me diera cuenta del por qué, algo comenzaba a inclinarme a aquel hombre.

—Fastidiarme, no —dije—: pero… ¡imagínese que estuviera usted escribiendo un drama!

—No lo podría.

—Bueno: cualquier cosa que exija concentración.

—¡Ah! Por supuesto…

Y siguió meditando. Su cara adquirió una expresión de desaliento tan grande, que me sentí aún más inclinado hacia él. Al fin y al cabo, hay algo de agresión en preguntar a un hombre a quien no se conoce, por qué sopla en un camino público.

—Vea usted —dijo—: es un hábito.

—¡Oh! Lo reconozco.

—Tengo que desprenderme de él.

—No lo haga usted si le contraría. De todos modos yo no tenía que hacer… me he tomado una libertad demasiado grande.

—De ninguna manera, señor: de, ninguna manera. Debo a usted un gran servicio. Tengo que precaverme contra esas cosas. En lo sucesivo lo haré. ¿Puedo molestar a usted… una vez más? ¿Ese ruido?…

—Una cosa así —le conteste—: Zuzuú, zuzuú. Pero realmente, no sé…

—Quedo muy agradecido. La verdad es que… lo sé… estoy volviéndome distraído hasta lo absurdo. Usted tiene, razón, señor, mucha razón. Cierto, le debo a usted un gran favor. Pero eso acabará. Y ahora, señor, le he hecho a usted venir mucho más lejos de lo que debería.

—Espero que mi impertinencia…

—No hay tal cosa, señor; no hay tal cosa.

Nos miramos un momento. Lo saludé con el sombrero y le di las buenas noches: él me, contestó convulsivamente, y así nos separarnos.

Cuando llegué a la empalizada, me, volví, y le miré, alejarse. Su actitud había sufrido un notable cambio: parecía que cojeaba, iba todo encogido. Ese contraste con sus gesticulaciones y resoplidos de antes me parecieron patéticos, por absurdo que parezca. Le contemplé hasta que se hubo perdido de vista. Después, lamentando con toda sinceridad no haberme abstenido de mezclarme en lo que no me importaba, volví a mi casa y a mi drama.

Al día siguiente no le vi, ni al otro. Pero estaba muy presente en mi memoria, y se me había ocurrido la idea de que, como personaje cómico-sentimental, podría serme muy útil para el desarrollo de mi obra. Al tercer día se presentó a visitarme.

Durante largo rato me perdí en conjeturas sobre lo que podía haberle llevado a mi presencia. Inició conversaciones sin importancia de la manera más formal, hasta que, bruscamente, entró en materia: quería comprarme mi casita.

—Vea usted —me dijo—; no le hago el menor reproche, pero usted ha destruido un hábito mío, y eso me desorganiza mi plan de vida cotidiana. Hace años, años, que paso por aquí todos los días. Sin duda he tarareado o soplado diariamente… ¡Usted ha hecho imposible todo eso!

Le insinué que podía tomar otra dirección en sus paseos.

—No, no hay otra dirección: ésta es la única. Ya he averiguado. Y ahora, todas las tardes a las cuatro… me encuentro sin saber qué hacer.

—Pero, querido señor mío: si eso es para usted tan importante…

—Es de importancia vital. Vea usted, yo soy un investigador. Estoy empeñado en una averiguación científica. Vivo… —hizo una pausa y pareció reflexionar—, exactamente allí —añadió, y con el dedo señaló bruscamente, con gran peligro para uno de mis ojos—: en la casa de chimeneas blancas que ve usted por encima de los árboles. Y mis circunstancias son anormales… anormales. Estoy en vísperas de completar una de las más importantes demostraciones… puedo asegurarlo a usted, una de las más importantes demostraciones que se hayan hecho hasta ahora. Eso requiere constante meditación, constante libertad mental, y actividad. ¡Y la tarde era mi hora de más brillo! En la tarde bullían en mi mente las ideas nuevas, nuevos puntos de vista.

—Pero ¿por qué no continua usted sus paseos por acá?

—La cuestión seria ahora diferente. Yo pensaría más en mí que en otra cosa, pensaría que usted, escribiendo su drama, me miraría irritado, en vez de pensar en mi obra… ¡No! Es necesario que me seda usted su casa.

Yo medité. Naturalmente, necesitaba reflexionar a fondo sobre el asunto antes de adoptar una decisión definitiva. En aquella época por regla general, yo estaba siempre dispuesto para los negocios, y el de vender era uno que me atraía siempre; pero en primer lugar, la casita no era mía y aún en caso de que se la vendiera a un buen precio, tal vez tropezaría con inconvenientes para la entrega de la mercancía si su verdadero propietario olfateaba el negocio; y en segundo lugar, todavía…, todavía no me habían levantado la sentencia de quiebra… El asunto era visiblemente de los que requieren ser manejados con delicadeza. Por otra parte, la posibilidad de que mi visitante anduviera en busca de algún invento valioso, me interesaba. Se me ocurrió que me agradaría conocer algo más de su investigación, no con intenciones aviesas, sino sencillamente porque el saberlo sería un alivio para un dramaturgo atareado. Y eché la sonda.

El hombre se mostró muy dispuesto a informarme, y tanto que la conversación, una vez empezada, se convirtió en un monólogo. Hablaba como quien se sabe las cosas de memoria porque las ha discutido consigo mismo muchas veces. Habló por cerca de una hora, y debo confesar que se me hizo algo pesado el escucharle. Pero, a través de toda la conferencia, aparecía el tonito de la satisfacción que uno siente cuando da a conocer su propia obra. En aquella primera conversación alcancé a vislumbrar muy poco de la substancia de sus trabajos. La mitad de sus palabras eran tecnicismos enteramente extraños para mí, e ilustró uno o dos puntos con lo que se complacía en llamar matemáticas elementales, trazando cifras en un sobre con un «lápiztinta», en una forma que hacía difícil hasta aparentar que se le entendía. «Sí —le decía yo—, ¡sí, continúe usted!». Sin embargo, comprendí lo suficiente para convencerme de que no tenía en mi presencia a un maniático que jugara a los descubrimientos. No obstante su aspecto de loco, había en sus razonamientos una fuerza que desterraba luego esa idea. Fuera lo que fuera, su obra tenía posibilidades mecánicas. Me habló de un taller en que trabajaba, y de tres ayudantes, de diferentes oficios, pero adiestrados por él para sus trabajos. Y todos sabemos que del laboratorio de experimentos a la oficina de patentes no hay más que un paso. Me invitó a ver todas aquellas cosas.

Yo acepté inmediatamente, y tuve el cuidado de subrayar mi aceptación más adelante, con una o dos observaciones. La proposición de traspaso de la casa quedó, muy acertadamente, en suspenso.

Por último, se levantó para retirarse, pidiendo disculpa por lo largo de su visita: hablar sobre sus trabajos era, me dijo, un placer de que gozaba muy pocas veces; no encontraba a menudo un oyente tan inteligente como yo; sus relaciones con hombres profesionales en ciencias eran muy escasas.

—¡Hay tanta pequeñez! —explicó—, ¡tanta intriga! Y realmente, cuando uno tiene una idea… una idea nueva, fertilizadora… No deseo ser poco benévolo, pero…