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100 Clásicos de la Literatura

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Afortunadamente, algunos años antes, un sabio del Instituto de Francia, León Foucault, había inventado un procedimiento que hacía muy fácil y muy pronta la pulimentación de los objetivos, reemplazando el espejo metálico con espejos plateados. Basta fundir un pedazo de vidrio del tamaño que se quiera y metalizarlo enseguida con una sal de plata. Este procedimiento, cuyos resultados son excelentes, fue el adoptado para la fabricación del objetivo.

Además, se les dispuso según el método ideado por Herschel para sus telescopios. En el gran aparato del astrónomo de Slough, la imagen de los objetos, reflejada por el espejo inclinado hacia el fondo del tubo, venía a presentarse en el otro extremo en que se hallaba situado el ocular. De esta manera el observador, en lugar de colocarse en la parte inferior del tubo, subía a la superior, y allí, armado de su carta, abismaba su mirada en el enorme cilindro. Esta combinación tiene la ventaja de suprimir el pequeño espejo destinado a volver a enviar la imagen al ocular. La imagen, en lugar de dos reflexiones, no sufre más que una. Hay, por consiguiente, un número menor de rayos luminosos extinguidos, por lo que la imagen aparece menos debilitada, y se obtiene mayor claridad, que era una ventaja preciosa en la observación que debía hacerse.

Tomadas estas resoluciones empezaron los trabajos. Según los cálculos de la dirección del observatorio de Cambridge, el tubo del nuevo reflector debía tener 280 pies de longitud y su espejo 16 pies de diámetro. Por colosal que fuese semejante instrumento, no era comparable a aquel telescopio de 10.000 pies (3 kilómetros y medio) de longitud, que el astrónomo Hooke proponía construir algunos años atrás. A pesar de todo, la colocación del aparato presentaba grandes dificultades.

En cuanto a la cuestión del sitio, quedó muy pronto resuelta. Tratábase de escoger una montaña alta, y las montañas altas no son numerosas en los Estados Unidos. En efecto, el sistema orográfico de este gran país se reduce a dos cordilleras de una mediana altura entre las cuales corre el magnífico Mississippi, que los americanos llamarían el rey de los ríos si admitiesen un rey cualquiera.

Al Este se levantan los Apalaches, cuya cima más elevada, en New Hampshire, no pasa de 5.600 pies, lo que no es mucho.

Al Oeste, al contrario, se encuentran las Montañas Rocosas, inmensa cordillera que empieza en el estrecho de Magallanes, sigue la costa occidental de la América del Sur bajo el nombre de Andes o Cordillera, salva el istmo de Panamá y corre atravesando la América del Norte hasta las playas del mar polar.

Estas montañas no son muy elevadas. Los Alpes o el Himalaya las mirarían con el más soberano desdén desde lo alto de su estatura. Su más elevada cima no tiene más que 10.700 pies, al paso que el Mont-Blanc mide 14.430, y el Kanchenjunga, en el Himalaya, 26.776 sobre el nivel del mar.

Pero como el Gun-Club estaba empeñado en que el telescopio, lo mismo que el columbiad, se colocase en los Estados de la Unión, fue preciso contentarse con las Montañas Rocosas, y todo el material necesario se dirigió a la cima de Long's Peak, en el territorio del Missouri.

La pluma y la palabra no podrían expresar las dificultades de todo género que los ingenieros americanos tuvieron que vencer, y los prodigios que hicieron de habilidad y audacia. Aquello fue un verdadero esfuerzo sobrehumano. Hubo necesidad de subir piedras enormes, colosales piezas de fundición, abrazaderas de extraordinario peso, gigantescas piezas cilíndricas, y el objetivo, que pesaba él solo más de 20.000 libras, más allá del límite de las nieves perpetuas a más de 10.000 pies de altura, después de haber atravesado praderas desiertas, bosques impenetrables, torrentes espantosos, lejos de todos los centros de población, en medio de regiones salvajes en que cada pormenor de la existencia se convierte en un problema casi insoluble. Y el genio de los americanos triunfó de tantos y tan inmensos obstáculos. Menos de un año después de haberse principiado los trabajos, en los últimos días del mes de septiembre, el gigantesco reflector levantaba en el aire un tubo de 380 pies. Estaba suspendido de un enorme andamio de hierro, permitiendo un mecanismo ingenioso dirigirlo fácilmente hacia todos los puntos del cielo y seguir los astros de uno a otro horizonte durante su marcha por el espacio.

Había costado más de 400.000 dólares. La primera vez que se enfocó a la Luna, los observadores experimentaron una sensación de curiosidad a inquietud a un mismo tiempo. ¿Qué iban a descubrir en el campo de aquel telescopio que aumentaba cuarenta y ocho mil veces los objetos observados? ¿Poblaciones? No, nada que la ciencia no conociese ya, y en todos los puntos de su disco la naturaleza volcánica de la Luna pudo determinarse con una precisión absoluta.

Pero el telescopio de las Montañas Rocosas, antes de prestar sus servicios al Gun-Club, los prestó inmensos a la astronomía. Gracias a su poder de penetración, las profundidades del cielo fueron sondeadas hasta los últimos límites, se pudo medir rigurosamente el diámetro aparente de un gran número de estrellas, y el señor Clarke, del observatorio de Cambridge, descompuso la nebulosa del Cangrejo, en la constelación del Toro, que no había podido reducir jamás el reflector de lord Rosse.

Capitulo XXV.

Últimos pormenores

Había llegado el 22 de noviembre, y diez días después debía verificarse la partida suprema. Sólo restaba realizar un último gran paso, pero éste era un operativo delicado, peligroso, que exigía precauciones infinitas, y contra cuyo éxito el capitán Nicholl había hecho su tercera apuesta. Tratábase de cargar el columbiad introduciendo en él 400.000 libras de fulmicotón. Nicholl opinaba, tal vez con fundamento, que la manipulación de una cantidad tan formidable de piróxilo acarrearía graves catástrofes, y que esta masa eminentemente explosiva se inflamaría por sí misma bajo la presión del proyectil.

Aumentaban la inminencia del peligro la indiscreción y ligereza de los americanos, que durante la guerra federal solían cargar sus bombas con el cigarro en la boca. Pero Barbicane esperaba salirse con la suya y no naufragar a la entrada del puerto. Escogió sus mejores operarios, les hizo trabajar bajo su propia inspección, no les perdió un momento de vista y, a fuerza de prudencia y precauciones, consiguió inclinar a su favor todas las probabilidades de éxito.

Se guardó muy bien de mandar conducir todo el cargamento al recinto de Stone's Hill. Lo hizo llegar poco a poco en cajones perfectamente cerrados. Las 400.000 libras de piróxilo se dividieron en paquetes de a 5.000 libras, lo que formaba 800 gruesos cartuchos elaborados con esmero por los más hábiles trabajadores de Pensacola. Cada cajón contenía 10 cartuchos y llegaban uno tras otro por el ferrocarril de Tampa; de este modo no había nunca a la vez en el recinto más de 5.000 libras de piróxilo. Cada cajón, al llegar, era descargado por operarios que andaban descalzos, y cada cartucho era transportado a la boca del columbiad, bajándolo al fondo por medio de grúas movidas a brazo. Se habían alejado todas las máquinas de vapor, y apagado todo fuego a dos millas a la redonda. Bastantes dificultades había en preservar aquellas cantidades de fulmicotón de los ardores del sol, aunque fuese en noviembre.

Así es que se trabajaba principalmente de noche a la claridad de una luz producida en el vacío, la cual, por medio de los aparatos de Ruhmkorff, creaba un día artificial hasta el fondo del columbiad. Allí se colocaban los cartuchos con perfecta regularidad y se unían entre sí por medio de un hilo metálico destinado a llevar simultáneamente la chispa eléctrica al centro de cada uno de ellos.

En efecto, el fuego debía comunicarse al algodón pólvora por medio de la pila. Todos los hilos, cubiertos de una materia aislante, venían a reunirse en uno solo, convergiendo de un pequeño orificio abierto a la altura del proyectil; por aquel agujero atravesaban la gruesa pared de fundición y subían a la superficie del suelo por uno de los respiraderos del revestimiento de piedra conservado con este objeto. Llegado ya a la cúspide de Stone's Hill, el hilo, que estaba sostenido por postes, a manera de los hilos telegráficos, en un trayecto de dos millas, se unía a una poderosa pila de Bunsen pasando por un aparato interruptor. Bastaba, pues, pulsar con el dedo el botón del aparato para establecer instantáneamente la corriente y prender fuego a las 400.000 libras de fulmicotón. No es necesario decir que la pila no debía entrar en funcionamiento hasta el último instante.

El 28 de noviembre, los 800 cartuchos estaban debidamente colocados en el fondo del columbiad. Esta parte de la operación se había llevado a cabo felizmente. ¡Pero cuántas zozobras, cuántas inquietudes, cuántos sobresaltos había sufrido el presidente Barbicane! ¡Cuántas luchas había tenido que sostener! En vano había prohibido la entrada en Stone's Hill; todos los días los curiosos armaban escándalos en las empalizadas, algunos, llevando la imprudencia hasta la locura, fumaban en medio de las cargas de fulmicotón. Barbicane se ponía furioso y lo mismo J. T. Maston, que echaba a los intrusos con la mayor energía, y recogía las colillas de cigarro que los yanquis tiraban de cualquier modo. La tarea era ruda, porque pasaban de 300.000 individuos los que se agrupaban alrededor de las empalizadas. Michel Ardan se había ofrecido a escoltar los cajones hasta la boca del columbiad; pero habiéndole sorprendido a él mismo con un enorme cigarro en la boca, mientras perseguía a los imprudentes a quienes daba mal ejemplo, el presidente del Gun-Club vio que no podía contar con un fumador tan empedernido, y, en lugar de nombrarle vigilante, ordenó que fuese vigilado muy especialmente.

 

En fin, como hay un Dios para los artilleros, el columbiad se cargó y todo fue a pedir de boca. Mucho peligro corría el capitán Nicholl de perder su tercera apuesta.

Aún había que introducir el proyectil en el columbiad y colocarlo sobre el fulmicotón.

Pero antes de proceder a esta operación, se dispusieron con orden en el vagón proyectil los objetos que el viaje requería. Éstos eran bastante numerosos; y, si se hubiese dejado hacer a Michel Ardan, habrían ocupado muy pronto todo el espacio reservado a los viajeros. Nadie es capaz de figurarse lo que el buen francés quería llevar a la Luna. Una verdadera pacotilla de superfluidades. Pero Barbicane intervino y todo se redujo a lo estrictamente necesario.

Se colocaron en el cofre de los instrumentos varios termómetros, barómetros y anteojos.

Los viajeros tenían curiosidad de examinar la Luna durante la travesía, y para facilitar el reconocimiento de su nuevo mundo, iban provistos de un excelente mapa de Beer y Moedler, mapa selenográfico, publicado en cuatro hojas, que pasa, con razón, por una verdadera obra maestra de observación y paciencia. En dicho mapa se reproducen con escrupulosa exactitud los más insignificantes pormenores de la porción del astro que mira a la Tierra; montañas, valles, circos, cráteres, picos, ranuras, se ven en él con sus dimensiones exactas, con su fiel orientación, y hasta con su denominación propia, desde los montes Doerfel y Leibniz, cuya alta cima descuella en la parte oriental del disco, hasta el mar del Frío, que se extiende por las regiones circumpolares del Norte.

Era, pues, un precioso documento para los viajeros porque les permitía estudiar el país antes de entrar en él.

Llevaban también tres rifles y tres escopetas que disparaban balas explosivas, y, además, pólvora y balas en gran cantidad.

—No sabemos con quién tendremos que habérnoslas —decía Michel Ardan—. Podemos encontrar hombres o animales que tomen a mal nuestra visita. Es, pues, preciso tomar precauciones.

A más de los instrumentos de defensa personal, había picos, azadones, sierras de mano y otras herramientas indispensables, sin hablar de los vestidos adecuados a todas las temperaturas, desde el frío de las regiones polares hasta el calor de la zona tórrida.

Michel Ardan hubiera querido llevarse cierto número de animales, aunque no un par de cada especie de todas las conocidas, pues él no veía la necesidad de aclimatar en la Luna serpientes, tigres, cocodrilos y otros animales dañinos.

—No —decía a Barbicane—, pero algunas bestias de carga, toros, asnos o caballos, harían buen efecto en el país y nos serían sumamente útiles.

—Convengo en ello, mi querido Ardan —respondía el presidente del Gun-Club—, pero nuestro vagón proyectil no es el arca de Noé. No tiene su capacidad, ni tampoco su objeto. No traspasemos los límites de lo posible.

En fin, después de prolijas discusiones, quedó convenido que los viajeros se contentarían con llevar una excelente perra de caza perteneciente a Nicholl y un vigoroso perro de Terranova de una fuerza prodigiosa. En el número de los objetos indispensables se incluyeron algunas cajas de granos y semillas útiles. Si hubiesen dejado a Michel Ardan despacharse a su gusto, habría llevado también algunos sacos de tierra para sembrarlas. Ya que no pudo hacer todo lo que quería, cargó con una docena de arbustos que, envueltos en paja con el mayor cuidado, fueron colocados en un rincón del proyectil.

Quedaba aún la importante cuestión de los víveres, pues era preciso prepararse para el caso en que se llegase a una comarca de la Luna absolutamente estéril. Barbicane se lo arregló de modo que reunió víveres para un año. Pero debemos advertir, para que nadie se haga cruces ni ponga en cuarentena lo que decimos, que los víveres consistieron en conservas de carnes y legumbres reducidas a su menor volumen posible bajo la acción de la prensa hidráulica, y que contenían una gran cantidad de elementos nutritivos; verdad es que no eran muy variados, pero en una expedición era preciso no andarse con dengues y zalamerías. Había también una reserva de aguardiente que se elevaba a unos 50 galones y agua nada más que para dos meses, pues, según las últimas observaciones de los astrónomos nadie podía poner en duda la presencia de cierta cantidad de agua en la superficie de la Luna. En cuanto a los víveres, insensatez hubiera sido creer que habitantes de la Tierra no habían de encontrar allí arriba con qué alimentarse. Acerca del particular, Michel Ardan no abrigaba la menor duda. Si la hubiese abrigado, no hubiera pensado siquiera en emprender el peligroso viaje.

—Por otra parte —dijo un día a sus amigos—, no quedaremos completamente abandonados de nuestros camaradas de la Tierra y ellos procurarán no olvidarnos.

—¡Claro que no! —respondió J. T. Maston.

—¿En qué se funda usted? —preguntó Nicholl.

—Muy sencillamente —respondió Ardan—. ¿No quedará siempre aquí el columbiad? ¡Pues bien! Cuantas veces la Luna se presente en condiciones favorables de cénit, ya que no de perigeo, es decir, una vez al año a poca diferencia, ¿no se nos podrán enviar granadas cargadas de víveres, que nosotros recibiremos en día fijo?

—¡Hurra! ¡Hurra! —exclamó J. T. Maston, como hombre a quien se ha ocurrido una idea—. ¡Muy bien dicho! ¡Perfectamente dicho! ¡No, en verdad, queridos amigos, no os olvidaremos!

—¡Cuento con ello! Así pues, ya lo veis, tendremos regularmente noticias del globo, y, por lo que a nosotros toca, muy torpes hemos de ser para no hallar medio de ponernos en comunicación con nuestros buenos amigos de la Tierra.

Había en estas palabras tal confianza, que Michel Ardan, con su resuelto continente y su soberbio aplomo, hubiera arrastrado en pos de sí a todo el Gun-Club. Lo que él decía parecía sencillo, elemental, fácil, de un éxito asegurado, y hubiera sido necesario tener un apego mezquino a este miserable globo terráqueo para no seguir a los tres viajeros en su fantástica expedición lunar.

Cuando estuvieron debidamente colocados en el proyectil todos los objetos, se introdujo entre sus tabiques el agua destinada a amortiguar la repercusión, y el gas para el alumbrado se encerró en su recipiente. En cuanto el clorato de potasa y a la potasa cáustica, Barbicane, temiendo en el camino retrasos imprevistos, se llevó una cantidad suficiente para renovar por espacio de dos meses el oxígeno y absorber el carbónico. Un aparato sumamente ingenioso que funcionaba automáticamente, se encargaba de devolver al aire sus cualidades vivificadoras y de purificarlo completamente. El proyectil estaba, pues, en disposición de echar a volar, y ya no faltaba más que bajarlo al columbiad. La operación estaba erizada de dificultades y peligros.

Se trasladó la enorme granada a la cúspide de Stone's Hill, donde grúas de gran potencia se apoderaron de ella y la tuvieron suspendida encima del pozo de metal.

Aquel momento fue palpitante. Si las cadenas no pudiendo resistir un peso tan grande, se hubiesen roto, la caída de una mole tan enorme hubiera indudablemente determinado la inflamación del fulmicotón.

Afortunadamente nada de esto sucedió, y algunas horas después el vagón proyectil, bajando poco a poco por el ánima del cañón, se acostó en su lecho de piróxilo, verdadero edredón fulminante. Su presión no hizo más que atacar con mayor fuerza la carga del columbiad.

—He perdido —dijo el capitán, entregando al presidente Barbicane una suma de 3.000 dólares.

Barbicane no quería recibir cantidad alguna de un compañero de viaje, pero tuvo que ceder a la obstinación de Nicholl, el cual deseaba cumplir todos los compromisos antes de abandonar la Tierra.

—Entonces —dijo Michel Ardan—, ya no tengo que desearos más que una cosa, mi bravo capitán.

—¿Cuál? —preguntó Nicholl.

—Ojalá pierdan las otras dos apuestas —respondió el francés—. Así estaremos seguros de no quedarnos en el camino.

Capitulo XXVI.

Fuego

Y llegó el día clave, el primero de diciembre, porque si el lanzamiento del proyectil no se efectuaba aquella misma noche, a las diez y cuarenta y seis minutos y cuarenta segundos, más de dieciocho años tendrían que transcurrir antes de que la Luna se volviese a presentar en las mismas condiciones simultáneas de cénit y perigeo.

El tiempo era magnífico. A pesar de aproximarse el invierno, el Sol resplandecía y bañaba con sus radiantes efluvios la Tierra, que tres de sus habitantes iban a abandonar en busca de un nuevo mundo.

¡Cuántas gentes durmieron mal durante la noche que precedió a aquel día tan impacientemente deseado! ¡Cuántos pechos estuvieron oprimidos bajo el peso de una ansiedad penosa! ¡Todos los corazones palpitaron inquietos, a excepción del de Michel Ardan! Este impasible personaje iba y venía con su habitual movilidad, pero nada denunciaba en él una preocupación insólita. Su sueño había sido pacífico, como el de Turena al pie del cañón, antes de la batalla.

Después que amaneció, una innumerable muchedumbre cubría las praderas que se extienden hasta perderse de vista alrededor de Stone's Hill. Cada cuarto de hora, el ferrocarril de Tampa acarreaba nuevos curiosos. La inmigración tomó luego proporciones fabulosas y, según los registros del Tampa Town Observer durante aquella memorable jornada, hollaron con su pie el suelo de Florida alrededor de cinco millones de espectadores.

Un mes hacía que la mayor parte de aquella multitud vivaqueaba alrededor del recinto, y echaba los cimientos de una ciudad que se llamó después Ardan's Town. Erizaban la llanura barracas, cabañas, bohíos, tiendas, toldos, rancherías, y estas habitaciones efímeras abrigaron una población bastante numerosa para causar envidia a las mayores ciudades de Europa.

Allí tenían representantes todos los pueblos de la Tierra; allí se hablaban a la vez todos los dialectos del mundo. Reinaba la confusión de lenguas, como en los tiempos bíblicos de la torre de Babel. Allí las diversas clases de la sociedad americana se confundían en una igualdad absoluta. Banqueros, labradores, marinos, comerciantes, corredores, plantadores de algodón, negociantes, banqueros y magistrados se codeaban con una sencillez primitiva. Los criollos de Luisiana fraternizaban con los terratenientes de Indiana; los aristócratas de Kentucky y de Tennessee, los virginianos elegantes y altaneros, departían de igual a igual con los cazadores medio salvajes de los lagos y con los traficantes de bueyes de Cincinnati. Cubrían unos su cabeza con sombreros de castor, de anchas alas, otros con el clásico panamá; quién, vestía pantalones azules de algodón; quién, iba ataviado con elegantes blusas de lienzo crudo; unos calzaban botines de colores brillantes; otros ostentaban extravagantes chorreras de batista y hacían centellear en su camisa, en sus bocamangas, en su corbata, en sus diez dedos, y hasta en los lóbulos de sus orejas, todo un surtido de sortijas, alfileres, brillantes, cadenas, aretes y otras zarandajas cuyo valor era igual a su mal gusto. Mujeres, niños, criados, con trajes no menos opulentos, acompañaban, seguían, precedían, rodeaban a estos maridos, estos padres, estos señores, que parecían jefes de tribu en medio de sus innumerables familias.

A la hora de comer era de ver cómo aquella multitud se precipitaba sobre los platos típicos del Sur y cómo devoraba, con un apetito capaz de producir una escasez de alimentos en Florida, manjares que repugnarían a un estómago europeo, tales como ranas en pepitoria, monos estofados, pescado, didelfo frito, zorra casi cruda, o magras de oso asadas a la parrilla.

Pero, también, ¡cuán grande era para facilitar la digestión de manjares tan indigestos, la variada serie de licores! ¡Qué gritos tan estruendosos, qué vociferaciones tan apremiantes resonaban en las tabernas, provistas abundantemente de vasos, copas, frascos, garrafas, botellas y otras vasijas de formas inverosímiles, con morteros para pulverizar el azúcar y con paquetes de paja!

—¡Julepe de hierbabuena! —gritaba con voz sonora un vendedor.

—¡Ponche de vino de Burdeos! —replicaba otro, con un tono que parecía estar gruñendo.

—¡Gin-sling! —repetía otro.

—¡El buen cóctel! ¡El buen brandy-smash! —decían otros varios.

—¿Quién quiere el verdadero ment-julep a la última moda? —entonaban algunos mercaderes diestros, haciendo pasar rápidamente de un vaso a otro, con la habilidad de un jugador de dados, el azúcar, el limón, la hierbabuena, el hielo, el agua, el coñac y la piña de América, que componen una excelente bebida refrescante.

En los días siguientes, invitaciones dirigidas a los gaznates alterados por la acción ardiente de las especies se repetían y cruzaban incesantemente, produciendo una barahúnda de todos los diablos. Pero en aquel primero de diciembre los gritos eran raros. En vano los vendedores se hubieran puesto roncos para estimular a la gente. Nadie pensaba en comer ni en beber, y a las cuatro de la tarde eran muchos los espectadores, muchos los que componían aquella inmensa multitud, que no habían aún tomado su acostumbrado aperitivo. Había otro síntoma más significativo: la violenta pasión de los americanos por los juegos de azar era vencida por la agitación que se notaba en todas partes. Bien se conocía que el gran acontecimiento que se aguardaba embargaba todos los sentidos y no dejaba lugar a ninguna distracción, al ver que las bolas de billar no salían de las troneras, que los dados del chaquete dormían en sus cubiletes, que la ruleta permanecía inmóvil, que los naipes de whist, de la veintiuna, del rojo y negro, del monte y del faro, permanecían tranquilamente encerrados en sus cubiertas intactas.

 

Durante el día corrió entre aquella multitud ansiosa una agitación sorda, sin gritos, como la que precede a las grandes catástrofes. Un malestar indescriptible reinaba en los ánimos, un entorpecimiento penoso, un sentimiento indefinible que oprimía el corazón. Todos hubieran querido que el suceso hubiese ya terminado.

Sin embargo, a eso de las siete se disipó de pronto aquel pesado silencio. La Luna apareció en el horizonte. Su aparición fue saludada por millares de hurras. Había acudido puntualmente a la cita. Los clamores subían al cielo; los aplausos partieron de todos los puntos, y, entretanto, la blanca Febe, brillando pacíficamente en un cielo admirable, acariciaba la multitud con sus rayos más afectuosos.

En aquel momento se presentaron los intrépidos viajeros. Se centuplicó a su llegada el general clamoreo. Unánime a instantáneamente el himno nacional de los Estados Unidos se escapó de todos los pechos anhelantes, y el Yankee doodle, cantado a coro por cinco millones de voces, se elevó como una tempestad sonora hasta los últimos límites de la atmósfera.

Después de este irresistible arranque, el himno cesó; las últimas armonías se extinguieron poco a poco, las notas se perdieron y disiparon en el espacio, un rumor silencioso flotó sobre aquella multitud tan profundamente impresionada.

Sin embargo, el francés y los dos americanos habían entrado en el recinto reservado, a cuyo alrededor se agolpaba la inmensa muchedumbre. Les acompañaban los miembros del Gun-Club y delegaciones enviadas por los observatorios europeos. Barbicane, frío y sereno, daba tranquilamente sus últimas órdenes. Nicholl, con los labios apretados y las manos cruzadas a la espalda, andaba con paso firme y mesurado. Michel Ardan, siempre despreocupado, en traje de perfecto viajero, con las polainas de cuero, con la bolsa de camino colgada del hombro y el cigarro en la boca, distribuía, al pasar, sendos apretones de manos con una prodigalidad de príncipe. Su verbosidad era inagotable. Alegre, risueño, dicharachero, hacía al digno J. T. Maston muecas de pilluelo. En una palabra, era francés, y, peor aún, parisiense hasta la médula.

Dieron las diez. Había llegado el momento de colocarse en el proyectil, pues la maniobra necesaria para bajar a él, atornillar la tapa y quitar las grúas y los andamios inclinados sobre la boca del columbiad, exigían algún tiempo.

Barbicane había arreglado su cronómetro, que no discrepaba una décima de segundo del reloj del ingeniero Murchison, encargado de prender fuego a la pólvora por medio de la chispa eléctrica. De esta manera los viajeros encerrados en el proyectil podrían seguir también con su mirada la impasible manecilla hasta que marcase el instante preciso de su partida.

Había, pues, llegado el momento de la despedida. La escena fue patética, y hasta el mismo Michel Ardan, no obstante su jovialidad febril, se sintió conmovido. J. T. Maston había hallado bajo sus párpados secos una antigua lágrima que reservaba sin duda para aquella ocasión, y la vertió en el rostro de su querido y bravo presidente.

—¡Si yo partiese! —dijo—. ¡Aún es tiempo!

—¡Imposible, mi querido amigo Maston! —respondió Barbicane.

Algunos instantes después, los tres compañeros ocupaban su puesto en el proyectil y habían ya atornillado interiormente la tapa. La boca del columbiad, enteramente despejada, se abría libremente hacia el cielo.

Nicholl, Barbicane y Michel Ardan se hallaban definitivamente encerrados en su vagón de metal.

¿Quién sería capaz de pintar la ansiedad universal llegada entonces a su paroxismo?

La Luna avanzaba en un firmamento de límpida pureza, apagando al pasar el centelleo de las estrellas. Recorría entonces la constelación de Géminis, y se hallaba casi a la mitad del camino del horizonte y el cénit. No había, pues, quien no pudiese comprender fácilmente que se apuntaba delante del objeto, como apunta el cazador delante de la liebre que quiere matar y no a la liebre misma.

Un silencio imponente y aterrador pesaba sobre toda la escena. ¡Ni un soplo de viento en la tierra! ¡Ni un soplo en los pechos! Los corazones no se atrevían a palpitar. Todas las miradas convergían azoradas en la boca del columbiad.

Murchison seguía con la vista la manecilla de su cronómetro. Apenas faltaban cuarenta segundos para el momento de la partida, y cada uno de ellos duraba un siglo.

Hubo al vigésimo un estremecimiento universal, y no hubo uno solo en la multitud que no pensase que los audaces viajeros encerrados en el proyectil contaban también aquellos terribles segundos. Se escaparon gritos aislados.

—¡Treinta y cinco! ¡Treinta y seis! ¡Treinta y siete! ¡Treinta y ocho! ¡Treinta y nueve! ¡Cuarenta! ¡Fuego!

Inmediatamente, Murchison, apretando con el dedo el interruptor del aparato, estableció la corriente y lanzó la chispa eléctrica al fondo del columbiad.

Una detonación espantosa, inaudita, sobrehumana, de la que no hay estruendo alguno que pueda dar la más débil idea, ni los estallidos del rayo, ni el estrépito de las erupciones, se produjo instantáneamente. Un haz inmenso de fuego salió de las entrañas de la tierra como de un cráter. El suelo se levantó, y apenas hubo uno que otro espectador que pudiera entrever un instante el proyectil hendiendo victoriosamente el aire en medio de inflamados vapores.

Capitulo XXVII.

Tiempo nublado

No bien se elevó la incandescente luz, la llama dilatada iluminó Florida entera, y hubo un momento de incalculable brevedad en que el día sustituyó a la noche en una considerable extensión de territorio. El inmenso penacho de fuego se percibió desde 100 millas en el mar, lo mismo en el golfo que en el Atlántico, y más de un capitán anotó en su diario de a bordo la aparición de aquel gigantesco meteoro.

La detonación del columbiad fue acompañada de un verdadero terremoto. Florida sintió la sacudida hasta el fondo de sus entrañas. Los gases de la pólvora, dilatados por el calor, rechazaron con incomparable violencia las capas atmosféricas, y aquel huracán artificial, cien veces más rápido que el huracán de las tormentas, cruzó el aire como una tromba.

Ni un solo espectador quedó en pie. Hombres, mujeres, niños, todos fueron derribados como espigas sacudidas por el viento de la tempestad; hubo un tumulto formidable; muchas personas al caer se hirieron gravemente; y J. T. Maston, que imprudentemente se colocó demasiado cerca de la pieza, fue arrojado a 20 toesas y pasó como una bala por encima de la cabeza de sus conciudadanos. Trescientas mil personas quedaron momentáneamente sordas y como heridas de estupor.