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100 Clásicos de la Literatura

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—Oponed cuantos hechos queráis —respondió Michel Ardan con perfecta galantería.



—Ya sabéis —dijo el desconocido— que cuando los rayos luminosos atraviesan un medio tal como el aire, se desvían de la línea recta, o, lo que es lo mismo, experimentan una refracción. Pues bien, los rayos de las estrellas que la Luna oculta, al pasar rasando el borde del disco lunar, no experimentan desviación alguna, ni dan el menor indicio de refracción. Es, pues, evidente que no se halla la Luna envuelta en una atmósfera.



Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si previesen su derrota, pues, en realidad, siendo cierto el hecho que la observación revelaba, la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica.



—He aquí —respondió Michel Ardan— vuestro mejor, por no decir vuestro único, argumento valedero, con el cual hubierais puesto en un brete al sabio obligado a contestaros; pero yo me limitaré a deciros que vuestro argumento no tiene un valor absoluto, porque supone que el diámetro angular de la Luna está perfectamente determinado, lo que no es exacto. Pero dejando a un lado vuestro argumento, decidme si admitís la existencia de volcanes en la superficie de la Luna.



—De volcanes apagados, sí; de volcanes encendidos, no.



—Dejadme, no obstante, creer, sin traspasar los límites de la lógica, que los tales volcanes estuvieron en actividad durante algún tiempo.



—Es cierto, pero como podían suministrar ellos mismos el oxígeno necesario para la combustión, el hecho de su erupción no prueba en manera alguna la presencia de una atmósfera lunar.



—Adelante —respondió Michel Ardan—, y dejemos a un lado esta clase de argumentos para llegar a observaciones directas. Pero os prevengo que voy a citar nombres propios.



—Citadlos.



—En 1815, los astrónomos Louville y Halley, observando el eclipse del 3 de mayo, notaron en la Luna ciertos fulgores de una naturaleza extraña, frecuentemente repetidos. Los atribuyeron a tempestades que se desencadenan en la atmósfera que envuelve a veces la Luna.



—En 1815 —replicó el desconocido—, los astrónomos Louville y Halley tomaron por fenómenos lunares fenómenos puramente terrestres, tales como bólidos, aerolitos a otros, que se producían en nuestra atmósfera. He aquí lo que respondieron los sabios al anuncio del citado fenómeno, y lo mismo respondo yo, ni más ni menos.



—Quiero suponer que tenéis razón —respondió Ardan, sin que la contestación de su adversario le hiciese la menor mella—. ¿No observó Herschel, en 1787, un gran número de puntos luminosos en la superficie de la Luna?



—Es verdad, pero sin explicarse su origen. Él mismo no dedujo de su aparición la necesidad de una atmósfera lunar.



—Bien respondido —dijo Michel Ardan, cumplimentando a su antagonista—; veo que estáis muy fuerte en selenografía.



—Muy fuerte, caballero, y añadiré que los señores Beer y Moedler, que son los más hábiles observadores, los que mejor han estudiado el astro de la noche, están de acuerdo sobre la falta absoluta de aire en su superficie.



Se produjo cierta sensación en el auditorio, al cual empezaban a convencer los argumentos del personaje desconocido.



—Adelante —respondió Michel Ardan con la mayor calma—, y llegamos ahora a un hecho importante. El señor Laussedat, hábil astrónomo francés, observando el eclipse del 18 de junio de 1860, comprobó que los extremos del creciente solar estaban redondeados y truncados. Este fenómeno no pudo ser producido más que por una desviación de los rayos del Sol al atravesar la atmósfera de la Luna, sin que haya otra explicación posible.



—¿Pero el hecho es cierto? —preguntó con viveza el desconocido.



—Absolutamente cierto.



Un movimiento inverso al que había experimentado la asamblea poco antes se tradujo en rumores de aprobación a su héroe favorito, cuyo adversario guardó silencio. Ardan repitió la frase, y, sin envanecerse por la ventaja que acababa de obtener, dijo sencillamente:



—Ya veis, pues, mi querido caballero, que no conviene pronunciarse de una manera absoluta contra la existencia de una atmósfera en la superficie de la Luna. Esta atmósfera es probablemente muy poco densa, bastante sutil, pero la ciencia en la actualidad admite generalmente su existencia.



—No en las montañas, por más que lo sintáis —respondió el desconocido, que no quería dar su brazo a torcer.



—Pero sí en el fondo de los valles, y no elevándose más allá de algunos centenares de pies.



—Aunque así fuese, haríais bien en tomar vuestras precauciones, porque el tal aire estará terriblemente enrarecido.



—¡Oh! Caballero, siempre habrá el suficiente para un hombre solo, y además, una vez allí, procuraré economizarlo todo lo que pueda y no respirar sino en las grandes ocasiones.



Una estrepitosa carcajada retumbó en los oídos del misterioso interlocutor, el cual paseó sus miradas por la asamblea desafiándola con orgullo.



—Ahora bien —repuso Michel Ardan con cierta indiferencia—, puesto que estamos de acuerdo sobre la existencia de una atmósfera lunar, tenemos también que admitir la presencia de cierta cantidad de agua. Ésta es una consecuencia que me alegro de poder sacar por la cuenta que me tiene. Permitidme, además, mi amable contradictor, someter una observación a vuestro ilustrado criterio. Nosotros no conocemos más que una cara de la Luna, y aunque haya poco aire en el lado que nos mira, es posible que haya mucho en el opuesto.



—¿Por qué razón?



—Porque la Luna, bajo la acción de la atracción terrestre, ha tomado la forma de un huevo, que vemos por su extremo más pequeño. De aquí ha deducido Hansteen, cuyos cálculos son siempre de trascendencia, que el centro de gravedad de la Luna está situado en el otro hemisferio, y, por consiguiente, todas las masas de aire y agua han debido de ser arrastradas al otro extremo de nuestro satélite desde los primeros días de su creación.



—¡Paradojas! —exclamó el desconocido.



—¡No! Teorías que se apoyan en las leyes de la mecánica; y que me parecen difíciles de refutar. Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que ella diga si la vida, tal como existe en la Tierra, es o no posible en la superficie de la Luna. Deseo que se vote esta proposición.



La proposición obtuvo los aplausos unánimes de trescientos mil oyentes.



El adversario de Michel Ardan quería replicar, pero no pudo hacerse oír. Caía sobre él una granizada de gritos y amenazas.



—¡Basta! ¡Basta! —decían unos.



—¡Fuera el intruso! —repetían otros.



—¡Fuera! ¡Fuera! —exclamaba la irritada muchedumbre. Pero él, firme, agarrado al estrado, dejaba pasar sin moverse la tempestad, la cual hubiese tomado proporciones formidables, si Michel Ardan no la hubiese apaciguado con un ademán. Era de un carácter demasiado caballeroso para abandonar a su contradictor en el apuro en que le veía.



—¿Deseáis añadir algunas palabras? —le preguntó con la mayor cortesía.



—¡Sí! ¡Ciento! ¡Mil! —respondió el desconocido, con arrebato—. Pero, no, me basta una sola. Para perseverar en vuestro proyecto, es preciso que seáis…



—¿Imprudente? ¿Cómo podéis tratarme así, sabiendo que he pedido una bala cilíndrico-cónica a mi amigo Barbicane, para no dar por el camino vueltas y revueltas como una ardilla?



—¡Desgraciado! ¡Al salir del cañón, la repercusión os hará pedazos!



—Mi querido colega, acabáis de poner el dedo en la llaga, en la verdadera y única dificultad por ahora; pero la buena opinión que tengo formada del genio industrial de los americanos me permite creer que llegará a resolverse…



—¿Y el calor desarrollado por la velocidad del proyectil al atravesar las capas del aire?



—¡Oh! Sus paredes son gruesas, ¡y cruzará con tanta rapidez la atmósfera!



—¿Y víveres? ¿Y agua?



—He calculado que podría llevar víveres y agua para un año —respondió Ardan—, y la travesía durará cuatro días.



—¿Y aire para respirar durante el viaje?



—Lo haré artificialmente por procedimientos químicos bien conocidos.



—Pero ¿y vuestra caída en la Luna, suponiendo que lleguéis a ella?



—Será seis veces menos rápida que una caída en la Tierra, porque el peso es seis veces menor en la superficie de la Luna.



—¡Pero aun así, será suficiente para romperos como un pedazo de vidrio!



—¿Y quién me impedirá retardar mi caída por medio de cohetes convenientemente dispuestos y disparados en ocasión oportuna?



—Por último, aun suponiendo que se hayan resuelto todas las dificultades, que se hayan allanado todos los obstáculos, que se hayan reunido a favor vuestro todas las probabilidades, aun admitiendo que lleguéis sano y salvo a la Luna, ¿cómo volveréis?



—¡No volveré!



A esta respuesta, sublime por su sencillez, la asamblea quedó muda. Pero su silencio fue más elocuente que todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se aprovechó de él para protestar por última vez.



—Os mataréis infaliblemente —exclamó—, y vuestra muerte, que no será más que la muerte de un insensato, ¡ni siquiera servirá de algo a la ciencia!



—¡Proseguid, mi generoso desconocido, porque, la verdad, vuestros pronósticos son muy agradables!



—¡Ah! ¡Eso es demasiado! —exclamó el adversario de Michel Ardan—. ¡Y no sé por qué pierdo el tiempo en una discusión tan poco formal! ¡No desistáis de vuestra loca empresa! ¡No es vuestra la culpa!



—¡Oh! ¡No salgáis de vuestras casillas!



—¡No! Sobre otro pesará la responsabilidad de vuestros actos.



—¿Sobre quién? —preguntó Michel Ardan con voz imperiosa—. ¿Sobre quién? Decidlo.



—Sobre el ignorante que ha organizado esta tentativa tan imposible como ridícula.

 



El ataque era directo. Barbicane, desde la intervención del desconocido, tuvo que esforzarse mucho para contenerse y conservar su sangre fría; pero viéndose ultrajado de una manera tan terrible, se levantó precipitadamente, y ya marchaba hacia su adversario, quien le miraba frente a frente y le aguardaba con la mayor serenidad, cuando se vio súbitamente separado de él.



De pronto, cien brazos vigorosos levantaron en alto el estrado, y el presidente del Gun-Club tuvo que compartir con Michel Ardan los honores del triunfo. La carga era pesada, pero los que la llevaban se iban relevando sin cesar, luchando todos con el mayor encarnizamiento unos contra otros para prestar a aquella manifestación el apoyo de sus hombros.



Sin embargo, el desconocido no se había aprovechado del tumulto para dejar su puesto. Pero ¿acaso, aunque hubiese querido, hubiera podido evadirse en medio de aquella compacta muchedumbre? Lo cierto es que no pensó en escurrirse, pues se mantenía en primera fila, con los brazos cruzados, y miraba a Barbicane como si quisiera comérselo.



Tampoco Barbicane le perdía de vista, y las miradas de aquellos dos hombres se cruzaban como dos espadas diestramente esgrimidas.



Los gritos de la muchedumbre duraron tanto como la marcha triunfal. Michel Ardan se dejaba llevar con un placer evidente. Su rostro estaba radiante. De cuando en cuando parecía que el estrado se balanceaba como un buque azotado por las olas. Pero los héroes de la fiesta, acostumbrados a navegar, no se mareaban, y su buque llegó sin ninguna avería al puerto de Tampa.



Michel Ardan pudo afortunadamente ponerse a salvo de los abrazos y apretones de manos de sus vigorosos admiradores. En el hotel Franklin encontró un refugio, subió a su cuarto y se metió entre sábanas, mientras un ejército de cien mil hombres velaba bajo sus ventanas.



Al mismo tiempo ocurría una escena corta, grave y decisiva entre el personaje misterioso y el presidente del Gun-Club.



Barbicane, apenas se vio libre, se dirigió a su adversario.



—¡Venid! —le dijo con voz breve.



El desconocido le siguió y no tardaron en hallarse los dos solos en un malecón sito en el Jone's-Fall.



No se conocían aún, y se miraron.



—¿Quién sois? —preguntó Barbicane.



—El capitán Nicholl.



—Me lo figuraba. Hasta ahora la casualidad no os había colocado en mi camino…



—¡Me he colocado en él yo mismo!



—¡Me habéis insultado!



—Públicamente.



—Me daréis satisfacción del insulto.



—Ahora mismo.



—No, quiero que todo pase secretamente entre nosotros. Hay un bosque, el bosque de Skernaw, a tres millas de Tampa. ¿Lo conocéis?



—Lo conozco.



—¿Tendréis inconveniente en entrar en él por un lado mañana por la mañana a las cinco?



—Ninguno, siempre y cuando a la misma hora entréis vos por el otro lado.



—¿Y no olvidaréis vuestro rifle? —dijo Barbicane.



—Ni vos el vuestro —respondió Nicholl.



Pronunciadas estas palabras con la mayor calma, el presidente del Gun-Club y el capitán se separaron, Barbicane volvió a su casa, pero, en vez de descansar, pasó la noche buscando el medio de evitar la repercusión del proyectil y resolver el difícil problema presentado por Michel Ardan en la discusión del mitin.





Capitulo XXI.



Como arregla un francés un desafío





Mientras entre el presidente y el capitán se concertaba aquel duelo terrible y salvaje en que un hombre se hace a la vez res y cazador de otro hombre, Michel Ardan descansaba de las fatigas del triunfo. Pero no descansaba, no es ésta la expresión propia, porque los colchones de las camas americanas nada tienen que envidiar por su dureza al mármol y al granito.



Ardan dormía, pues, bastante mal, volviéndose de un lado a otro entre las toallas que le servían de sábanas, y pensaba en proporcionarse un lugar de descanso más cómodo y mullido en su proyectil, cuando un violento ruido le arrancó de sus sueños. Golpes desordenados conmovían su puerta como si fuesen dados con un martillo, mezclándose con aquel estrépito tan temprano gritos desaforados.



—¡Abre! —gritaba una voz desde fuera—. ¡Abre pronto, en nombre del cielo!



Ninguna razón tenía Ardan para acceder a una demanda tan estrepitosamente formulada. No obstante, se levantó y abrió la puerta, en el momento de ir ésta a ceder a los esfuerzos del obstinado visitante.



El secretario del Gun-Club penetró en el cuarto. No hubiera una bomba entrado en él con menos ceremonias.



—Anoche —exclamó J. T. Maston al momento—, nuestro presidente, durante el mitin, fue públicamente insultado. ¡Ha provocado a su adversario, que es nada menos que el capitán Nicholl! ¡Se baten los dos esta mañana en el bosque de Skernaw! ¡Lo sé todo por el mismo Barbicane! ¡Si éste muere, fracasan sus proyectos! ¡Es, pues, preciso impedir el duelo a toda costa! ¡No hay más que un hombre en el mundo que ejerza sobre Barbicane bastante imperio para detenerle, y este hombre es Michel Ardan!



En tanto que J. T. Maston hablaba como acabamos de referir, Michel Ardan, sin interrumpirle, se vistió su ancho pantalón, y no habían transcurrido aún dos minutos, cuando los dos amigos ganaban a escape los arrabales de Tampa.



Durante el camino, Maston acabó de poner a Ardan al corriente de todo el negocio. Le dio a conocer las verdaderas causas de la enemistad de Barbicane y de Nicholl, la antigua rivalidad, los amigos comunes que mediaron para que los adversarios no se encontrasen nunca cara a cara, y añadió que se trataba de una pugna entre plancha y proyectil, de suerte que la escena del mitin sólo había sido una ocasión rebuscada desde mucho tiempo por el rencoroso Nicholl para armar camorra.



Nada más terrible que esos duelos propios de los americanos, durante los cuales los dos adversarios se buscan por entre la maleza y los matorrales, se acechan desde un escondrijo cualquiera y se disparan las armas en medio de lo más enmarañado de las selvas, como bestias feroces. ¡Cuánto, entonces, deben de envidiar los combatientes las maravillosas cualidades de los indios de las praderas; su perspicacia, su astucia, su conocimiento de los rastros, su olfato para percibir al enemigo! Un error, una vacilación, un mal paso, pueden acarrear la muerte. En estos momentos, los yanquis se hacen con frecuencia acompañar de sus perros, y, cazando y siendo cazados a un mismo tiempo, se persiguen a menudo durante horas y horas.



—¡Qué diablos de gente sois! —exclamó Michel Ardan, cuando su compañero le explicó con mucho realismo todos los pormenores.



—Somos como somos —respondió modestamente J. T. Maston—; pero démonos prisa.



Él y Michel Ardan tuvieron que correr mucho para atravesar la llanura humedecida por el rocío, pasar arrozales y torrentes, y atajar por el camino más corto, y aun así no pudieron llegar al bosque de Skernaw antes de las cinco y media. Hacía media hora que Barbicane debía de encontrarse en el teatro de la lucha.



Allí estaba un viejo leñador haciendo pedazos algunos árboles caídos. Maston corrió hacia él gritando:



—¿Habéis visto entrar en el bosque a un hombre armado de rifle, a Barbicane, el presidente…, mi mejor amigo…?



El digno secretario del Gun-Club pensaba cándidamente que su presidente no podía dejar de ser conocido de todo el mundo. Pero no pareció que el leñador le comprendiese.



—Un cazador —dijo entonces Ardan.



—¿Un cazador? Sí, lo he visto —respondió el leñador.



—¿Hace mucho tiempo?



—Cosa de una hora.



—¡Hemos llegado tarde! —exclamó Maston.



—¿Y habéis oído algún disparo? —preguntó Michel.



—No.



—¿Ni uno solo?



—Ni uno solo. Me parece que el tal cazador no hace negocio.



—¿Qué hacemos, Maston?



—Entrar en el bosque, aunque sea exponiéndonos a un balazo por un quid pro quo.



—¡Ah! —exclamó Maston con un acento de verdad, salido del fondo de su corazón—. Preferiría diez balas en mi cabeza a una sola en la de Barbicane.



—¡Adelante, pues! —respondió Ardan, estrechando la mano de su compañero.



A los pocos segundos, los dos amigos desaparecieron en el espeso bosque de cedros, sicomoros, tulíperos, icacos, pinos, encinas y mangos, que entrecruzaban sus ramas formando una inextricable red y privando a la vista de todo horizonte. Michel Ardan y Maston no se separaban uno de otro, cruzando silenciosamente las altas hierbas, abriéndose camino por entre vigorosos bejucales, interrogando con la mirada las matas y el ramaje perdidos en la sombría espesura y esperando oír de un momento a otro el mortífero estampido de los rifles. Imposible les hubiera sido reconocer las huellas que marcasen el tránsito de Barbicane, marchando como ciegos por senderos casi vírgenes y cubiertos de broza, donde un indio hubiera seguido uno tras otro todos los pasos de un enemigo. Pasada una hora de búsqueda estéril y ociosa, los dos compañeros se detuvieron. Su zozobra iba en aumento.



—Necesariamente debe de haber concluido todo —dijo Maston, desalentado—. Un hombre como Barbicane no se vale de astucias contra su enemigo, ni le tiende lazos, ni procura desorientarle. ¡Es demasiado franco, demasiado valiente! ¡Ha acometido, pues, el peligro de frente, y sin duda tan lejos del leñador que éste no ha oído la detonación del arma!



—Pero ¡y nosotros! ¡Nosotros! —respondió Michel Ardan—. En el tiempo que ha transcurrido desde que entramos en el bosque, algo habríamos oído.



—¿Y si hubiésemos llegado demasiado tarde? —exclamó Maston con un acento de desesperación.



Michel Ardan no supo qué responder. Él y Maston prosiguieron su interrumpida marcha. De cuando en cuando gritaban con toda la fuerza de sus pulmones, ya llamando a Barbicane, ya a Nicholl; pero ninguno de los dos adversarios respondía a sus voces. Alegres bandadas de pájaros, que se levantaban al ruido de sus pasos y de sus palabras, desaparecían entre las ramas, y algunos gansos azorados huían precipitadamente hasta perderse en el fondo de las selvas.



Una hora más se prolongaron aún las pesquisas. Ya había sido explorada la mayor parte del bosque. Nada revelaba la presencia de los combatientes. Motivos había para dudar de las afirmaciones del leñador, y Ardan iba ya a renunciar a un reconocimiento que le parecía inútil, cuando de repente Maston se detuvo.



—¡Silencio! —dijo—. ¡Allí hay alguien!



—¡Alguien! —repitió Michel Ardan.



—¡Sí! ¡Un hombre! Parece inmóvil. No tiene el rifle en las manos. ¿Qué hace, pues?



—¿Puedes reconocerle? —preguntó Michel Ardan, cuya cortedad de vista era para él un gran inconveniente en aquellas circunstancias.



—¡Sí! ¡Sí! Ahora se vuelve —respondió Maston.



—¿Y quién es…?



—El capitán Nicholl.



—¡Nicholl! —respondió Michel Ardan, sintiendo oprimírsele el corazón.



—¡Nicholl, desarmado! ¿Conque nada tiene ya que temer de su adversario?



—Vamos hacia él —dijo Michel Ardan— y sabremos a qué atenernos.



Pero él y su compañero no habían dado aún cincuenta pasos, cuando se detuvieron para examinar más atentamente al capitán. ¡Se habían figurado encontrar un hombre sediento de sangre y entregado enteramente a su venganza! Al verle, quedaron atónitos.



Entre los tulíperos gigantescos había tendida una red de malla estrecha, en cuyo centro, un pajarillo, con las alas enredadas, forcejeaba lanzando lastimosos quejidos. El cazador que había armado aquella inextricable artimaña, no era humano: era una araña venenosa, indígena del país, del tamaño de un huevo de paloma y provista de enormes patas. El repugnante animal, en el momento de precipitarse contra su presa, se vio a su vez amenazado de un enemigo temible, y retrocedió para buscar asilo en las altas ramas de tulípero.



El capitán Nicholl, que, olvidando los peligros que le amenazaban, había dejado el rifle en el suelo, se ocupaba en liberar con la mayor delicadeza posible a la víctima cogida en la red de la monstruosa araña. Cuando hubo concluido su operación, devolvió la libertad al pajarillo, que desapareció moviendo alegremente las alas.



Nicholl le veía, enternecido, huir por entre las ramas, cuando oyó las siguientes palabras, pronunciadas con voz conmovida:



—¡Sois un valiente y un hombre de bien a carta cabal!



Se volvió. Michel Ardan se hallaba en su presencia, repitiendo en todos los tonos:



—¡Y un hombre generoso!



—¡Michel Ardan! —exclamó el capitán—. ¿Qué venís a hacer aquí, caballeros?

 



—Vengo, Nicholl, a daros un apretón de manos y a impedir que matéis a Barbicane o que él os mate.



—¡Barbicane! ¡Dos horas hace que lo busco y no le encuentro! ¿Dónde se oculta?



—Nicholl —dijo Michel Ardan—, eso no es decoroso. Se debe respetar siempre a un adversario. Tranquilizaos, que si Barbicáne vive, le encontraremos, tanto más cuanto que, a no ser que se divierta como vos en socorrer pájaros oprimidos, él también os estará buscando. Pero Michel Ardan es quien lo dice, cuando le hayamos encontrado, no se tratará ya de duelo entre vosotros.



—Entre el presidente Barbicane y yo —respondió gravemente Nicholl— hay una rivalidad tal que sólo la muerte de uno de los dos…



—No prosigáis —repuso Michel Ardan—; valientes como vosotros, aun siendo enemigos, pueden estimarse. No os batiréis.



—¡Me batiré, caballero!



—¡No!



—Capitán —dijo entonces J. T. Maston con la mayor sinceridad y ardiente fe—, soy el amigo del presidente, su alter ego; si os empeñáis en matar a alguien, matadme a mí, y será exactamente lo mismo.



—Caballero —dijo Nicholl, apretando convulsivamente su rifle—, esas chanzas…



—El amigo Maston no se chancea —respondió Michel Ardan—, y comprendo su resolución de hacerse matar por el hombre que es su amigo predilecto. Pero ni él ni Barbicane caerán heridos por las balas del capitán Nicholl, porque tengo que hacer a los dos rivales una proposición tan seductora que la aceptarán con entusiasmo.



—¿Qué proposición? —preguntó Nicholl con visible incredulidad.



—Un poco de paciencia —respondió Ardan—; no puedo dárosla a conocer sino en presencia de Barbicane.



—Busquémosle, pues —exclamó el capitán.



Inmediatamente, los tres se pusieron en marcha. El capitán, después de haber puesto el seguro al rifle que llevaba amartillado, se lo echó a la espalda y avanzó con paso reprimido, sin decir una palabra. Durante media hora, las pesquisas siguieron siendo inútiles. Maston se sentía preocupado por un siniestro presentimiento. Observaba a Nicholl con severidad, preguntándose si el capitán habría satisfecho su venganza, y si el desgraciado Barbicane, herido de un balazo, yacía sin vida en el fondo de un matorral, ensangrentado. Michel Ardan había, al parecer, concebido la misma sospecha, y los dos interrogaban con la vista al capitán Nicholl, cuando Maston se detuvo de repente.



Medio oculto por la hierba, aparecía a veinte pasos de distancia el busto de un hombre apoyado en el tronco de una caoba gigantesca.



—¡Es él! —dijo Maston.



Barbicane no se movía. Ardan abismó sus miradas en los ojos del capitán, pero éste permaneció impasible. Ardan dio algunos pasos, gritando:



—¡Barbicane! ¡Barbicane!



No obtuvo respuesta. Entonces se precipitó hacia su amigo; pero en el momento de irle a coger del brazo, se contuvo, lanzando un grito de sorpresa.



Barbicane, con el lápiz en la mano, trazaba fórmulas y figuras geométricas en un libro de memorias, teniendo echado en el suelo, de cualquier modo, su rifle desmontado.



Absorto en su ocupación, sin pensar en su desafío ni en su venganza, el sabio nada había visto ni oído. Pero cuando Michel Ardan le dio la mano, se levantó y le miró con asombro.



—¡Cómo! —exclamó—. ¡Tú aquí! ¡Ya apareció aquello, amigo mío! ¡Ya apareció aquello!



—¿Qué?



—¡Mi medio!



—¿Qué medio?



—¡El de anular el efecto de la repercusión al arrancar el proyectil!



—¿De veras? —dijo Michel, mirando al capitán con el rabillo del ojo.



—¡Sí, con agua! ¡Con agua común, que amortiguará…! ¡Ah, Maston! —exclamó Barbicane—. ¡Vos también!



—El mismo —respondió Michel Ardan—. Y permítame presentarle al mismo tiempo al digno capitán Nicholl.



—¡Nicholl! —exclamó Barbicane, que se puso en pie al momento—. Perdón, capitán —dijo—. Había olvidado… Estoy pronto…



Michel Ardan intervino sin dar a los dos enemigos tiempo de interpelarse.



—¡Voto al chápiro! —dijo—. ¡Fortuna ha sido que valientes como vosotros no se hayan encontrado antes! Ahora tendríamos que llorar a uno a otro de los dos. Pero gracias a Dios, que ha intervenido, no hay ya nada que temer. Cuando se olvida el odio para abismarse en problemas de mecánica o jugar una mala pasada a las arañas, el tal odio no es peligroso para nadie.



Y Michel Ardan contó al presidente la historia del capitán.



—Ahora quisiera que me dijeseis —prosiguió— si dos hombres de tan buenos sentimientos como vosotros, han sido creados para romperse la cabeza a balazos.



En aquella situación, un si es no es ridícula, había algo tan inesperado, que Barbicane y Nicholl no sabían qué actitud adoptar uno respecto de otro. Michel Ardan lo comprendió, y resolvió precipitar la reconciliación.



—Mis buenos amigos —dijo, dejando asomar a sus labios su mejor sonrisa—, entre vosotros sólo ha habido un malentendido. No ha habido otra cosa. Pues bien, para probar que todo entre vosotros ha concluido, y puesto que sois hombres a quienes no duelen prendas y saben arriesgar su piel, aceptad francamente la proposición que voy a haceros.



—Hablad —dijo Nicholl.



—El amigo Barbicane cree que su proyectil irá derecho a la Luna.



—Sí, lo creo —replicó el presidente.



—Y el amigo Nicholl está persuadido de que volverá a caer en la Tierra.



—Estoy seguro —exclamó el capitán.



—De acuerdo —repuso Michel Ardan—. No trato de poneros de acuerdo, pero os digo muy buenamente: Partid conmigo y lo veréis.



—¡Qué idea! —murmuró J. T. Maston, asombrado.



Al oír aquella proposición tan imprevista, los dos rivales se miraron recíprocamente y siguieron observándose con atención. Barbicane aguardaba la respuesta del capitán. Nicholl espiaba las palabras del presidente.



—¿Qué resolvéis? —dijo Michel, con un acento que obligaba—. ¡Ya que no hay que temer repercusiones…!



—¡Aceptado! —exclamó Barbicane.



Pese a la rapidez con que pronunció la palabra, Nicholl la acabó de pronunciar al mismo tiempo.



—¡Hurra! ¡Bravo! ¡Viva! ¡Hip, hip! —exclamó Michel Ardan, tendiendo la mano a los dos adversarios—. Y ahora que el asunto está arreglado, permitidme, amigos míos, trataros a la francesa. Vamos a almorzar.





Capitulo XXII.



El nuevo ciudadano de los Estados Unidos





Aquel mismo día, América entera supo, al mismo tiempo que el desafío del capitán Nicholl y del presidente Barbicane, el inesperado final que tuvo la situación. El papel desempeñado por el caballeroso europeo, su inesperada proposición con que zanjó las dificultades, la simultánea aceptación de los dos rivales, la conquista del territorio selenita, a la cual iban a marchar de acuerdo Francia y los Estados Unidos, todo contribuía a aumentar más y más la popularidad de Michel Ardan. Ya se sabe con qué frenesí los yanquis se apasionan de un individuo. En un país en que graves magistrados tiran del coche de una bailarina para llevarla en triunfo, júzguese cuál sería la pasión que se desencadenó en favor del francés, audaz sobre todos los audaces. Si los ciudadanos no desengancharon sus caballos para colocarse ellos en su lugar, fue probablemente porque él no tenía caballos, pero todas las demás pruebas de entusiasmo le fueron prodigadas. No había uno solo que no estuviese unido a él con el alma. Ex pluribus unum, según se lee en la divisa de los Estados Unidos.



Desde aquel día, Michel Ardan no tuvo un momento de reposo. Diputaciones procedentes de todos los puntos de la Unión le felicitaron incesantemente, y de grado o por fuerza tuvo que recibirlas. Las manos que apretó y las personas que tuteó no pueden contarse; pero se rindió al cabo, y su voz, enronquecida por tantos discursos, salía de sus labios sin articular casi sonidos inteligibles