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100 Clásicos de la Literatura

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Para completar el retrato físico del pasajero del Atlanta, es oportuno decir que sus vestidos eran holgados, que no oponía el menor obstáculo al juego de sus articulaciones, siendo su pantalón y su gabán tan sumamente anchos que él mismo se llamaba la muerte con capa. Llevaba la corbata en desaliño, y su cuello de camisa muy escotado dejaba ver un cuello robusto como el de un toro. Sus manos febriles arrancaban de dos mangas de camisa que estaban siempre desabrochadas. Bien se conocía que aquel hombre no sentía nunca el frío, ni en la crudeza del invierno, ni en medio de los peligros. Iba y venía por la cubierta del vapor, en medio de la multitud que apenas le dejaba espacio para moverse, sin poder estar quieto un momento. Pero él derivaba sobre sus anclas, como decían los marineros, y gesticulaba y tuteaba a todo el mundo, y se mordía las uñas con una avidez convulsiva.

Era uno de esos tipos originales que el Creador inventa por capricho pasajero, rompiendo el molde enseguida.

En efecto, la personalidad moral de Michel Ardan ofrecía un campo muy dilatado a la investigación de los observadores analíticos. Aquel hombre asombroso vivía en una perpetua disposición a la hipérbole y no había traspasado aún la edad de los superlativos. En la retina de sus ojos se juntaban los objetos con dimensiones desmedidas, de lo que resultaba una asociación de ideas gigantescas.

Todo lo veía abultadísimo y en grande, a excepción de las dificultades y los hombres, que los veía siempre pequeños. Estaba dotado de una naturaleza poderosa, exorbitante, superabundante; era artista por instinto, muy ingenioso, muy decidor, pero aunque no hacía nunca un fuego graneado de chistes, el chiste que se permitía era siempre una descarga cerrada. En las discusiones se cuidaba muy poco de la lógica; rebelde al silogismo, no lo hubiera nunca inventado, y todas sus salidas eran suyas y solamente suyas. Atropellando por todo y para todo, apuntaba en medio del pecho argumentos ad hominem certeros y seguros, y le gustaba defender con el pico y con las zarpas las causas desesperadas.

Tenía, entre otras manías, la de proclamarse, como Shakespeare, un ignorante sublime y hacía alarde de despreciar a los sabios. «Los sabios —decía— no hacen más que llevar el tanteo mientras nosotros jugamos». Era un bohemio del mundo de las maravillas, que se aventuraba mucho sin ser por eso aventurero, una cabeza destornillada, un Faetón que se empeña en guiar el carro del Sol, un Ícaro con alas de reserva. Por lo demás, pagaba con su persona, y pagaba bien; se arrojaba, sin cerrar los ojos, a las más peligrosas empresas; quemaba sus naves con más decisión que Agatocles; siempre dispuesto a romperse el alma o desnucarse, caía invariablemente de pies, como esos monigotes de médula de saúco con plomo en la base que sirven de diversión a los niños.

En una palabra, su divisa era: A pesar de todo, y el amor a lo imposible, constituían su pasión dominante.

Pero aquel hombre emprendedor tenía como ningún otro los defectos de sus cualidades. Se dice que quien nada arriesga nada tiene. Ardan nada tenía y lo arriesgaba siempre todo. Era un despilfarrador, un tonel de las Danaides. Perfectamente desinteresado, hacía tan buenas obras como calaveradas; caritativo, caballeresco y generoso, no hubiera firmado la sentencia de muerte de su más cruel enemigo, y era muy capaz de venderse como esclavo para rescatar a un negro.

En Francia, en la Europa entera, todo el mundo conocía a un personaje tan brillante y que tanto ruido metía. ¿No hablaban acaso de él incesantemente las cien trompas de la fama, puestas todas a su servicio? ¿No vivía en una casa de vidrio, tomando el universo entero por confidente de sus más íntimos secretos? Eso no obstante, no le faltaba una buena colección de enemigos entre los individuos a quienes había rozado, herido o atropellado más o menos al abrirse paso con los codos entre la muchedumbre. Pero generalmente se le quería bien, y hasta se le mimaba como a un niño. Era, según la expresión popular, «un hombre a quien era preciso tomar o dejar», y se le tomaba. Todos se interesaban por él en sus atrevidas empresas y le seguían con la mirada inquieta. ¡Era audaz con tanta imprudencia! Cuando algún amigo quería detenerle prediciéndole una próxima catástrofe, le respondía, sonriéndose amablemente: «El bosque no es quemado sino por sus propios árboles».

Y no sabía, al dar esta respuesta, que citaba el más bello de todos los proverbios árabes.

Tal era aquel pasajero del Atlanta, siempre agitado, siempre hirviendo al calor de un fuego interior, siempre conmovido, y no por lo que pretendía hacer en América, en lo cual ni siquiera pensaba, sino por efecto de su organización calenturienta. Era seguramente un contraste, el más singular, el que ofrecían el francés Michel Ardan y el yanqui Barbicane, no obstante ser los dos, cada cual a su manera, emprendedores, atrevidos y audaces.

La contemplación a que se abandonaba el presidente del Gun-Club en presencia de aquel rival que acababa de relegarle a un segundo término, fue muy pronto interrumpida por los hurras y vítores de la muchedumbre. Tan frenéticos fueron los gritos, y el entusiasmo tomó formas tan personales, que Michel Ardan, después de haber apretado millares de manos, en las que estuvo expuesto a dejar sus dedos, tuvo que buscar refugio en el fondo de su camarote. Barbicane le siguió sin haber pronunciado una palabra.

—¿Sois vos Barbicane? —le preguntó Michel Ardan, cuando estuvieron solos los dos, con un tono como si hubiese hablado a un amigo de veinte años.

—Sí —respondió el presidente del Gun-Club.

—Pues bien, os saludo, Barbicane. ¿Cómo estáis? ¿Muy bien? ¡Me alegro! ¡Me alegro!

—Así pues —dijo Barbicane entrando en materia, sin preámbulos—. ¿Estáis decidido a partir?

—Absolutamente decidido.

—¿Nada os detendrá?

—Nada. ¿Habéis modificado el proyectil como os indicaba en mi telegrama?

—Aguardaba vuestra llegada. Pero —preguntó Barbicane con insistencia— ¿lo habéis pensado detenidamente?

—¡Reflexionado! ¿Tengo acaso tiempo que perder? Se me presenta la ocasión de ir a dar una vuelta por la Luna, y la aprovecho; he aquí todo. No creo que la cosa merezca tantas reflexiones.

Barbicane devoraba con la vista a aquel hombre que hablaba de su proyecto de viaje con una ligereza y un desdén tan completo y sin la más mínima inquietud ni zozobra.

—Pero, al menos —le dijo—, tendréis un plan, tendréis medios de ejecución.

—Excelentes, amigo Barbicane. Pero permitidme haceros una observación; me gusta contar mi historia de una sola vez a todo el mundo, y luego no cuidarme más de ella. Así se evitan repeticiones, y, por consiguiente, salvo mejor parecer, convocad a vuestros amigos, a vuestros colegas, a la ciudad entera, a toda Florida, a todos los americanos, si queréis, y mañana estaré dispuesto a exponer mis medios y a responder a todas las objeciones, cualesquiera que sean. Tranquilizaos, los aguardaré a pie firme. ¿Os parece bien?

—Muy bien —respondió Barbicane.

Y salió del camarote para participar a la multitud la proposición de Michel Ardan. Sus palabras fueron acogidas con palabras y gritos de alegría, porque la proposición allanaba todas las dificultades. Al día siguiente, todos podrían contemplar a su gusto al héroe europeo. Sin embargo, algunos de los más obstinados espectadores no quisieron dejar la cubierta del Atlanta, y pasaron la noche a bordo. J. T. Maston, entre otros, había clavado su mano postiza en un ángulo de la toldilla, y se hubiera necesitado un cabrestante para arrancarlo de su sitio.

—¡Es un héroe! ¡Un héroe! —exclamaba en todos los tonos—. ¡Y comparados con él, con ese europeo, nosotros no somos más que unos muñecos!

En cuanto al presidente, después de suplicar a los espectadores que se retiraran, entró en el camarote del pasajero y no se separó de él hasta que la campana del vapor señaló la hora del relevo de la guardia de medianoche.

Pero entonces los dos rivales en popularidad se apretaron muy amistosamente la mano, y ya Michel Ardan tuteaba al presidente Barbicane.

Capitulo XIX.

Un mitin

Al día siguiente, el astro diurno se levantó mucho más tarde de lo que deseaba la impaciencia pública. Un sol destinado a alumbrar semejante fiesta no debía ser tan perezoso. Barbicane, temiendo por Michel Ardan las preguntas indiscretas, hubiera querido reducir el auditorio a un pequeño número de adeptos, a sus colegas, por ejemplo. Pero más fácil le hubiera sido detener el Niágara con un dique. Tuvo, pues, que renunciar a sus proyectos de protección y dejar correr a su nuevo amigo los peligros de una conferencia pública.

El nuevo salón de la bolsa de Tampa, no obstante sus colosales dimensiones, fue considerado insuficiente para el acto, porque la reunión proyectada tomaba todas las proporciones de un verdadero mitin.

El sitio escogido fue una inmensa llanura situada fuera de la ciudad. Pocas horas bastaron para ponerlo a cubierto de los rayos del sol. Los buques del puerto, que tenían de sobra velas, jarcias, palos de reserva y vergas, suministraron los accesorios necesarios para la construcción de una tienda gigantesca. Un inmenso techo de lona se extendió muy pronto sobre la calcinada pradera y la defendió de los ardores del día. Trescientas mil personas pudieron colocarse en el local y desafiaron durante algunas horas una temperatura sofocante, aguardando la llegada del francés. Una tercera parte de aquellos espectadores podía ver y oír, otra tercera parte veía mal y no oía nada, y la otra restante ni oía ni veía, lo que, sin embargo, no impidió que fuese la más pródiga en aplausos.

A las tres apareció Michel Ardan, acompañado de los principales miembros del Gun-Club. Daba el brazo derecho al presidente Barbicane, y el izquierdo a J. T. Maston, más radiante que el sol del mediodía y casi tan rutilante como él.

 

Ardan subió a un estrado, desde el cual paseaba sus miradas por un océano de sombreros negros. No parecía turbado, ni manifestaba el menor embarazo; estaba allí como en su casa, jovial, familiar, amable. Respondió con un gracioso saludo a los hurras con que le acogieron; reclamó silencio con un ademán; tomó la palabra en inglés, y se expresó muy correctamente en los siguientes términos:

—Señores —dijo—, a pesar del calor que hace aquí dentro, voy a abusar de vuestro tiempo para daros algunas explicaciones acerca de proyectos que parece que os interesan. Yo no soy un orador, ni un sabio, ni creía tener que hablar en público; pero mi amigo Barbicane me ha dicho que os gustaría oírme, y cedo a sus súplicas. Oídme, pues, con vuestros seiscientos mil oídos, y perdonad las muchas faltas del autor.

Este exordio, tan a la buena de Dios, gustó mucho a los concurrentes, y lo demostraron con un inmenso murmullo de satisfacción.

—Señores —dijo—, podéis aprobar o desaprobar, según mejor os parezca, y empiezo. En primer lugar no olvidéis que el que os habla es un ignorante, pero de una ignorancia tal, que hasta ignora las dificultades. Así es que, eso de irse a la Luna metido en un proyectil, le ha parecido la cosa más sencilla, más fácil y más natural del mundo. Tarde o temprano había de emprenderse este viaje, y en cuanto al género de locomoción adoptado, no hago más que seguir sencillamente la ley del progreso. El hombre empezó por andar a gatas, luego utilizó los pies, enseguida viajó en carro, después en coche, más adelante en barco, posteriormente en diligencia, y, por último, en ferrocarril. Pues bien, el proyectil es el medio de locomoción del porvenir, y todo bien considerado, los planetas no son otra cosa, no son más que balas de cañón disparadas por la mano del Creador. Pero volvamos a nuestro vehículo. Algunos de vosotros, señores, creéis que la velocidad que se le va a dar es excesiva. Los que así opinan están en un error. Todos los astros le exceden en rapidez, y la Tierra misma, en su movimiento de traslación alrededor del Sol, nos arrastra a una velocidad tres veces mayor. Pondré algunos ejemplos, y sólo os pido que me permitáis contar por leguas, porque las medidas americanas me son poco familiares, y podría incurrir en algún error en mis cálculos.

La demanda pareció muy justa y no tropezó con ninguna dificultad. El orador prosiguió:

—Voy, señores, a ocuparme de la velocidad de diferentes planetas. Confieso, aunque parezca falta de modestia, que, no obstante mi ignorancia, conozco muy bien este insignificante pormenor astronómico; pero antes de dos minutos sabréis todos acerca del particular tanto como yo. Sabed, pues, que Neptuno recorre 5.000 leguas por hora; Urano, 7.000; Saturno, 8.858; Júpiter, 11.575; Marte, 22.011; la Tierra, 27.500; Venus, 32.190; Mercurio, 52.250; ciertos cometas 1.400.000 leguas en su perigeo. En cuanto a nosotros, verdaderos haraganes, que tenemos siempre poca prisa, nuestra velocidad no pasa de 9.900 leguas, y disminuirá incesantemente. Y ahora pregunto si no es evidente que todas esas velocidades serán algún día sobrepasadas por otras, de las cuales serán probablemente la luz y la electricidad los agentes mecánicos.

Nadie puso en duda esta afirmación de Michel Ardan.

—Amados oyentes míos —prosiguió—, si nos dejásemos convencer por ciertos talentos limitados (no quiero calificarlos de otra manera), la humanidad estaría encerrada en un círculo de Pompilio del que no podría salir, y quedaría condenado a vegetar en este globo sin poder lanzarse nunca a los espacios planetarios. No será así. Se va a ir a la Luna, se irá a los planetas, se irá a las estrellas, como se va actualmente de Liverpool a Nueva York, fácilmente, rápidamente, seguramente, y el océano atmosférico se atravesará como se atraviesan los océanos de la Tierra. La distancia no es más que una palabra relativa, y acabará forzosamente por reducirse a cero.

La asamblea, aunque muy predispuesta en favor del francés, quedó como atónita ante tan atrevida teoría.

Michel Ardan lo comprendió.

—No os he convencido, insignes oyentes —añadió sonriéndose afablemente—. Vamos, pues, a razonar. ¿Sabéis cuánto tiempo necesitaría un tren directo para llegar a la Luna? No más que 300 días. Un trayecto de ochenta mil cuatrocientas leguas. ¡Vaya una gran cosa! No llega al que se tendría que recorrer para dar nueve veces la vuelta alrededor de la Tierra y no hay marinero ni viajero un poco diligente que no haya andado más durante su vida. Haceos cargo de que yo no gastaré en la travesía más que noventa y siete horas. ¡Pero vosotros os figuráis que la Luna está muy lejos de la Tierra, y que antes de emprender un viaje para ir a ella se necesita meditarlo mucho! ¿Qué diríais, pues, si se tratase de ir a Neptuno, que gravita del Sol a mil ciento cuarenta y siete millones de leguas? He aquí un viaje que, aunque no costase más que a cinco céntimos por kilómetro, podrían emprender muy pocos. El mismo barón de Rothschild, con sus inmensos tesoros, no tendría para pagar el pasaje, y tendría que quedarse en casa por faltarle ciento cuarenta y siete millones.

Esta lógica sui generis gustó mucho a la asamblea, tanto más cuanto que Michel Ardan, muy enterado del asunto, lo trataba con un entusiasmo soberbio. No pudiendo dudar de la avidez con que se recogían sus palabras, prosiguió con admirable aplomo:

—Y ahora os diré, mis buenos amigos, que la distancia que separa a Neptuno del Sol es muy poca cosa comparada con la de las estrellas. Para evaluar la distancia de estos astros, es menester valerse de esa enumeración fascinadora en que la cantidad más pequeña consta de nueve guarismos, y tomar por unidad el millón de millones. Perdonadme si me detengo tanto en este asunto, que es para mí de un interés capitalísimo. Oíd y juzgad: la estrella Alfa, que pertenece a la constelación del Centauro, se halla a ocho mil millares de millones de leguas, a cincuenta mil millares de millones se halla Vega, a cincuenta mil millares de millones, Sirio, a cincuenta y dos mil millares de millones, Arturo, a ciento diecisiete millares de millones la Estrella Polar, a ciento setenta millares de millones Cabra, y las demás estrellas a billones y a centenares de billones de leguas. ¡Y hay quien se ocupa de la distancia que separa a los planetas del Sol! ¡Y hay quien sostiene que esta distancia es tremenda! ¡Error! ¡Mentira! ¡Aberración de los sentidos! ¿Sabéis lo que yo opino acerca del mundo, que empieza en el Sol y concluye en Neptuno? ¿Queréis mi teoría? Es muy sencilla. Para mí el mundo solar es un cuerpo sólido, homogéneo; los planetas que lo componen se acercan, se tocan, se adhieren, y el espacio que queda entre ellos no es más que el espacio que separa las moléculas del metal más compacto, plata o hierro, oro o platino. Estoy, pues, en mi derecho afirmando y repitiendo con una convicción de que participaréis todos: la distancia es una palabra hueca, la distancia, como hecho concreto, como realidad, no existe.

—¡Muy bien dicho! ¡Bravo! ¡Hurra! —exclamó unánimemente la asamblea, electrizada por el gesto y el acento del orador y por el atrevimiento de sus concepciones.

—¡No! —exclamó J. T. Maston, con más energía que los otros—. ¡La distancia no existe! ¡La distancia no existe!

Y arrastrado por la violencia de sus movimientos y por el empuje de su cuerpo, que casi no pudo dominar, estuvo en un tris de caer al suelo desde el estrado. Pero consiguió restablecer su equilibrio, y evitó una caída, que le hubiera brutalmente probado que la distancia no es una palabra vacía de sentido. Luego, el entusiasta orador prosiguió:

—Amigos míos —dijo—, me parece que la cuestión queda resuelta. Si no he logrado convenceros a todos, se debe a que he sido tímido en mis demostraciones, débil en mis argumentos: y echad la culpa a la insuficiencia de mis estudios teóricos. Como quiera que sea, os lo repito, la distancia de la Tierra a su satélite es, en realidad, poco importante y no merece preocupar a un pensador grave y concienzudo. No creo, pues, avanzar demasiado diciendo que se establecerán próximamente trenes de proyectiles, en los que se hará con toda comodidad el viaje de la Tierra a la Luna. No habrá que temer choques, sacudidas ni descarrilamientos, y llegaremos rápidamente al término, sin fatiga, en línea recta; y antes de veinte años la mitad de la Tierra habrá visitado la Luna.

—¡Hurra por Michel Ardan! —exclamaron todos los concurrentes, hasta los menos convencidos.

—¡Hurra por Barbicane! —respondió modestamente el orador.

Este sencillo acto de reconocimiento hacia el promotor de la empresa fue acogido con unánimes y calurosos aplausos.

—Ahora, amigos míos —añadió Michel Ardan—, si tenéis que dirigirme alguna pregunta, pondréis evidentemente en un apuro a un pobre hombre como yo, pero, no obstante, procuraré responderos.

Motivos tenía el presidente del Gun-Club para estar satisfecho del giro que tomaba la discusión. Versaba sobre teorías especulativas, en las que Michel Ardan, en alas de su viva imaginación, volaba muy alto. Era, pues, preciso impedir que la cuestión descendiera del terreno de la especulación al de la práctica, del cual no era fácil salir bien librado. Barbicane se apresuró a tomar la palabra, y preguntó a su nuevo amigo si era de la opinión de que la Luna o los planetas estuviesen habitados.

—Gran problema me planteas, mi amigo presidente —replicó el orador sonriendo—; sin embargo, hombres de muy poderosa inteligencia, Plutarco, Swedenborg, Bernardino de Saint Pierre y otros muchos, se han pronunciado por la afirmativa. Considerando la cuestión bajo el punto de vista de la filosofía natural, me inclino a opinar como ellos, porque en el mundo no existe nada inútil, y contestando, amigo Barbicane, a una cuestión con otra, afirmo que si los mundos son habitables, están habitados, o lo han estado o lo estarán.

—¡Muy bien! —exclamaron los espectadores de las primeras filas, que imponían su opinión a los de las últimas.

—Es imposible responder con más lógica y acierto —dijo el presidente del Gun-Club—. La cuestión queda reducida a los siguientes términos: ¿Los mundos son habitables? Yo creo que lo son.

—Y yo estoy seguro de ello —respondió Michel Ardan.

—Sin embargo —replicó uno de los concurrentes—, hay argumentos contra la habitabilidad de los mundos. En la mayor parte de ellos sería absolutamente indispensable que los principios de la vida se modificasen, pues, sin hablar más que de los planetas, es evidente que en algunos de ellos el que los habitase se abrasaría y se helaría en otros, según su mayor o menor distancia del Sol.

—Siento —respondió Michel Ardan— no conocer personalmente a mi distinguido antagonista para poder contestarle. Su objeción no carece de fuerza, pero creo que se la puede combatir victoriosamente, como se pueden combatir todas las teorías fundadas en la habitabilidad de los mundos. Si yo fuese físico, diría que, si bien es verdad que hay menos calórico en movimiento en los planetas próximos al Sol, y más calórico en movimiento en los que de él están lejos, este simple fenómeno basta para equilibrar el calor y volver la temperatura de dichos mundos soportable a seres que están organizados como nosotros. Si fuese naturalista, le diría, de acuerdo con muchos ilustres sabios, que la naturaleza nos suministra en la Tierra ejemplos de animales que viven en distintas condiciones de habitabilidad; unos peces respiran en un medio que es mortal para los demás animales; que algunos habitantes de los mares se mantienen debajo de capas de una gran profundidad, soportando, sin ser aplastados, presiones de cincuenta o sesenta atmósferas; le diría que algunos insectos acuáticos, insensibles a la temperatura, se encuentran a la vez en los manantiales de agua hirviendo y en las heladas llanuras del océano polar; le diría, por último, que es preciso reconocer en la naturaleza una diversidad de medios de acción, que no deja de ser real aun siendo incomprensible, a lo menos para nosotros. Si yo fuese químico le diría que los aerolitos, cuerpos evidentemente formados fuera del mundo terrestre, han revelado al análisis indiscutibles vestigios de carbono, el cual no debe su origen más que a seres organizados, y, según los experimentos de Reichenbach, ha tenido necesariamente que ser animalizado. En fin, si fuese teólogo, le diría que, según San Pablo, la Redención divina no se aplica exclusivamente a la Tierra, sino que comprende a todos los mundos celestes. Pero yo no soy teólogo, ni químico, ni naturalista, ni físico, y como ignoro completamente las grandes leyes que rigen el universo, me limito a responder: No sé si los mundos están habitados; y como no lo sé, voy a verlos.

 

¿Aventuró el adversario de las teorías de Michel Ardan algún otro argumento? Es imposible decirlo, porque los gritos frenéticos de la muchedumbre hubieran impedido manifestarse a todas las opiniones. Cuando se hubo restablecido el silencio hasta en los grupos más lejanos, el orador victorioso se contentó con añadir las siguientes consideraciones:

—Ya veis, valerosos yanquis, que yo no he hecho más que desflorar una cuestión de tanta trascendencia. No he venido aquí a dar lecciones, ni a sostener una tesis sobre tan vasto objeto. Omito otros varios argumentos en pro de la habitabilidad de los mundos. Permitidme, no obstante, insistir en un solo punto. A los que sostienen que los planetas no están habitados, es preciso responderles: Es posible que tengáis razón, si se demuestra que la Tierra es el mejor de los mundos posibles, lo que no está demostrado, diga Voltaire lo que quiera. Ella no tiene más que un satélite, al paso que Júpiter, Urano, Saturno y Neptuno tienen varios que les están subordinados, lo que constituye una ventaja que no es despreciable. Pero lo que principalmente hace nuestro globo poco cómodo, es la inclinación de su eje sobre su órbita, de lo que procede la desigualdad de los días, y las noches y la molesta diversidad de estaciones. En nuestro desventurado esferoide hace siempre demasiado calor o demasiado frío: en él nos helamos en invierno y nos abrasamos en verano, es el planeta de los reumatismos, de los resfriados y de las fluxiones, al paso que en la superficie de Júpiter, por ejemplo, cuyo eje está muy poco inclinado, los habitantes podrían gozar de temperaturas invariables, pues si bien hay allí la zona de las primaveras, la de los veranos, la de los otoños y la de los inviernos, cada uno podría escoger el clima que más le conviniese y ponerse durante toda su vida al abrigo de las variaciones de la temperatura. No tendréis ningún inconveniente en convenir conmigo en esta superioridad de Júpiter sobre nuestro planeta, sin hablar de sus años, de los cuales cada uno vale por doce de los nuestros. Es, además, evidente para mí que, bajo estos auspicios y en condiciones de existencia tan maravillosas, los habitantes de aquel mundo afortunado son seres superiores, que en él los sabios son más sabios, los artistas más artistas, los malos menos malos y los buenos mucho mejores. ¡Ay! ¿Qué le falta a nuestro esferoide para alcanzar esta perfección? Muy poca cosa, un eje de rotación menos inclinado sobre el plano de su órbita.

—¿Nada más? —exclamó una voz imperiosa—. Pues unamos nuestros esfuerzos, inventemos máquinas y enderecemos el eje de la Tierra.

Una salva de aplausos sucedió a esta proposición, cuyo autor era y no podía ser más que J. T. Maston. Es probable que el fogoso secretario hubiese sido arrastrado a tan atrevida proposición por sus instintos de ingeniero. Pero, a decir verdad, muchos le aplaudieron de buena fe, y si hubieran tenido el punto de apoyo reclamado por Arquímedes, los americanos hubieran construido una palanca capaz de levantar el mundo y enderezar su eje. ¡El punto de apoyo! He aquí lo único que faltaba a aquellos temerarios mecánicos.

Con todo, una idea tan eminentemente práctica alcanzó un éxito extraordinario. Se suspendió la discusión por espacio de un cuarto de hora, y durante mucho, muchísimo tiempo, se habló en los Estados Unidos de América de la proposición tan enérgicamente formulada por el secretario perpetuo del Gun-Club.

Capitulo XX.

Ataque y respuesta

Todos supusieron que de esta manera concluía la discusión. Eran las mejores palabras que se podían utilizar para dar por terminado el entredicho. Pero, cuando todo se fue aquietando, se oyeron estas palabras pronunciadas con voz fuerte y sonora:

—Ahora que el orador ha pagado a la fantasía el debido tributo, ¿querrá entrar en materia y, sin teorizar tanto, discutir la parte práctica de su expedición?

Todas las miradas se dirigieron hacia el personaje que de este modo hablaba. Era un hombre flaco, enjuto de carnes, de semblante enérgico, con una enorme perilla a la americana que subrayaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando hábilmente la agitación que de cuando en cuando se había producido en la asamblea, consiguió poco a poco colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados y los ojos brillantes y atrevidos, miraba imperturbablemente al héroe del mitin. Después de haber formulado su pregunta, calló, sin hacer ningún caso de millares de miradas que convergían en él ni de los murmullos de desaprobación que provocaron sus palabras. Haciéndose aguardar la respuesta, sentó de nuevo la cuestión con el mismo acento claro y preciso, y luego añadió:

—Estamos aquí para ocuparnos de la Luna y no de la Tierra.

—Tenéis razón, caballero —respondió Michel—. La discusión se ha extraviado. Volvamos a la Luna.

—Caballero —repuso el desconocido—, estáis empeñado en que se halla habitado nuestro satélite. De acuerdo. Pero si existen selenitas, es seguro que éstos viven sin respirar, porque, por vuestro interés os lo digo, no hay en la superficie de la Luna la menor molécula de aire.

Al oír esta afirmación, levantó Ardan su melenuda cabeza, comprendiendo que con aquel hombre se iba a empeñar una lucha sobre lo más capital de la cuestión.

—¿Conque no hay aire en la Luna? ¿Y quién lo dice? —preguntó, mirándolo fijamente.

—Los sabios.

—¿De veras?

—De veras.

—Caballero —replicó Michel—, lo digo seriamente: profeso la mayor estimación a los sabios que saben, pero los sabios que no saben me inspiran un desdén profundo.

—¿Conocéis a alguno que pertenezca a esta última categoría?

—Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que sostiene que matemáticamente el pájaro no puede volar, y otro cuyas teorías demuestran que el pez no está organizado para vivir en el agua.

—No se trata de esos sabios, y los nombres que yo podría citar en apoyo de mi proposición no serían rehusados por vos, caballero.

—Entonces pondríais en grave apuro a un pobre ignorante como yo, que, por otra parte, no desea más que instruirse.

—¿Por qué, pues, os ocupáis de cuestiones científicas si no las habéis estudiado? —preguntó el desconocido bastante brutalmente.

—¿Por qué? —respondió Ardan—. Por la misma razón que es siempre intrépido el que no sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero precisamente es mi debilidad la que forma mi fuerza.

—Vuestra debilidad va hasta la locura —exclamó el desconocido, con un tono bastante agrio.

—¡Tanto mejor —respondió el francés—, si mi locura me lleva a la Luna!

Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a aquel intruso que acababa tan audazmente de colocarse como un obstáculo delante de la empresa. Nadie lo conocía, y el presidente, que no las tenía todas consigo respecto a las consecuencias de una discusión tan francamente empleada, miraba con cierto recelo a su nuevo amigo. La asamblea estaba atenta y algo inquieta, porque aquella polémica daba por resultado llamar la atención sobre los peligros o imposibilidades de la expedición.

—Las razones que prueban la falta de toda atmósfera alrededor de la Luna son numerosas y concluyentes —respondió el adversario de Michel Ardan—. Me atrevo a decir a priori que, en el caso de haber existido alguna vez esta atmósfera, la Tierra la habría arrebatado a su satélite. Pero prefiero oponer hechos irrecusables.