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100 Clásicos de la Literatura

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—Sin duda —respondió Barbicane—, pero no será fiesta pública.

—¡Cómo! ¿No abriréis las puertas del recinto a todo el que se presente?

—No haré semejante disparate, Maston; la fundición del columbiad es una operación delicada que puede también ser peligrosa, y prefiero que se ejecute a puerta cerrada. Al dispararse el proyectil, toleraremos todo el bullicio que se quiera, pero no antes.

En efecto, la operación podía dar origen a peligros imprevistos, y, además, una gran afluencia de espectadores estorbaría tal vez para conjurar una catástrofe. Convenía mucho conservar la libertad de movimiento. Así es que a nadie se permitió entrar en el recinto, a excepción de una delegación de individuos del Gun-Club, que se había trasladado a Tampa. Figuraban entre ella el entusiasta Bilsby, Tom Hunter, el coronel Blomsberry, el mayor Elphiston, el general Morgan y otros, para quienes la fundición del columbiad era una cuestión personal. J. T. Maston se convirtió espontáneamente en su cicerone; no omitió ningún pormenor; les condujo a todas partes, a los almacenes, a los talleres, a las máquinas, y les obligó a visitar uno tras otro, no obstante ser perfectamente iguales, los mil doscientos hornos. Al efectuar la visita mil doscientas, estaban algo cansados.

La fundición debía ejecutarse a las doce en punto del día. El día anterior se había invertido principalmente en cargar cada uno de los hornos con ciento catorce mil libras de barras de metal, colocadas de manera que dejasen algunos huecos para que el aire inflamado pudiese circular entre ellas libremente. Desde la madrugada, empezaron las mil doscientas chimeneas a vomitar en la atmósfera sus torrentes de llamas, y agitaban la tierra sordas trepidaciones.

Había que quemar tantas libras de carbón de piedra cuantas eran las libras de metal que había que fundir. Había, pues, 68.000 libras de carbón que proyectaban delante del disco del sol un denso cortinaje de humo negro.

No tardó el calor en hacerse insoportable en aquel círculo de hornos cuyos ronquidos parecían retumbos de trueno, aumentando el estrépito poderosos ventiladores que en su continuo soplo saturaban de oxígeno todos aquellos focos candentes.

El buen éxito de la operación de la fundición, dependía en gran parte de la rapidez con que se la condujese. A una señal dada, que consistía en un cañonazo, todos los hornos a la vez debían abrir paso al hierro derretido y vaciarse enteramente.

Tomadas estas disposiciones, maestros y trabajadores aguardaron el momento fijado con mucha impaciencia y también con cierta zozobra. No había nadie en el recinto, y cada maestro fundidor ocupaba su puesto cerca de los agujeros por donde debía salir el metal licuado. Barbicane y sus colegas contemplaban la operación desde una eminencia cercana, teniendo delante un cañón, pronto a ser disparado a una señal del ingeniero.

Algunos minutos antes de dar las doce, empezó el metal a formar gotas que se iban dilatando, se fueron llenando poco a poco los receptáculos, y cuando el hierro, se hubo derretido enteramente, se le dejó reposar un poco con el fin de facilitar la separación de las sustancias heterogéneas.

Dieron las doce, sonó de pronto un cañonazo, perdiéndose en el aire, como un relámpago, su resplandor momentáneo. Mil doscientas aberturas se destaparon a la vez, y mil doscientas serpientes de fuego se arrastraron hacia el pozo central, desarrollando sus anillos candentes. Al llegar el pozo, se precipitaron a una profundidad de 900 pies con espantoso estrépito. Aquel espectáculo era conmovedor y magnífico. La tierra temblaba, y las olas de metal hirviente, lanzando al cielo los torbellinos de humo, volatilizaban al mismo tiempo la humedad del molde y la arrojaban por los espiráculos o respiraderos del muro de piedra bajo la forma de impenetrables vapores. Aquellas nubes ficticias, subiendo hacia el cénit a una altura de 500 toesas, desenvolvían sus densas espirales.

Un salvaje errante, más allá de los límites del horizonte, hubiera podido creer en la formación de un nuevo cráter en las entrañas de Florida, y sin embargo, aquello no era una erupción, ni una tromba, ni una tempestad, ni una lucha de elementos, ni ninguno de los fenómenos terribles que es capaz de producir la naturaleza. ¡No! El hombre había creado aquellos vapores rojizos, aquellas llamas gigantescas dignas de un volcán, aquellas trepidaciones estrepitosamente análogas a los sacudimientos de un terremoto, aquellos mugidos rivales de los huracanes y las borrascas, y era su mano quien precipitaba en un abismo abierto por ella todo un Niágara del humeante metal derretido.

Capitulo XVI.

El columbiad

¿La operación había tenido buen éxito? Acerca del particular no se podía juzgar más que por conjeturas. Todo, sin embargo, inducía a creer que la fundición se había verificado debidamente, puesto que el molde había absorbido todo el metal licuado en los hornos. Pero nada en mucho tiempo se podría asegurar de una manera positiva. La prueba directa había de ser necesariamente muy tardía.

En efecto, cuando el mayor Rodman fundió su cañón de ciento sesenta mil libras, el hierro tardó en enfriarse más de quince días. ¿Cuánto tiempo, pues, el monstruoso columbiad, coronado de torbellinos de vapor y defendido por su calor intenso, iba a ocultarse a las investigaciones de sus admiradores? Difícil era calcularlo.

Durante este tiempo la impaciencia de los miembros del Gun-Club pasó por una dura prueba. Pero fuerza es esperar, y más de una vez la curiosidad y el entusiasmo expusieron a J. T. Maston a asarse vivo. Quince días después de verificada la fundición, subía aún al cielo un inmenso penacho de humo, y el suelo abrasaba los pies en un radio de doscientos pasos alrededor de la cima de Stone's Hill.

Pasaron días y días, semanas y semanas. No había medio de enfriar el inmenso cilindro, al cual era imposible acercarse. Preciso era aguardar, y los miembros del Gun-Club tascaban su freno.

—Nos hallamos ya a 1º de agosto —dijo una mañana J. T. Maston—. ¡Faltan apenas cuatro meses para llegar al 1 de diciembre, y aún tenemos que sacar el molde interior, formar el ánima de la pieza y cargar el columbiad! ¿Tendremos tiempo? ¡Ni siquiera podemos acercarnos al cañón! ¿No se enfriará nunca? ¡Sería un chasco horrible!

En vano se trataba de calmar la impaciencia del secretario; Barbicane no despegaba los labios, pero su silencio ocultaba una sorda irritación. Verse absolutamente detenido por un obstáculo del cual sólo podía triunfar el tiempo, enemigo temible en aquellas circunstancias, y hallarse a discreción suya, era duro para un hombre de guerra.

Sin embargo, observaciones diarias permitieron comprobar modificaciones en el estado del terreno. Hacia el 15 de agosto, la intensidad y densidad de los vapores había disminuido notablemente. Algunos días después, la tierra no exhalaba más que un ligero vaho, último soplo del monstruo encerrado en su ataúd de piedra. Poco a poco se apaciguaron las convulsiones del terreno, y se circunscribió el círculo calórico; los espectadores más impacientes se acercaron, ganaron un día 2 toesas y al otro 4; y el 22 de agosto, Barbicane, sus colegas y el ingeniero pudieron llegar a la masa de hierro colado que asomaba al nivel de la cima de Stone's Hill, sitio sin duda muy higiénico, en que no estaba aún permitido tener frío en los pies.

—¡Loado sea Dios! —exclamó el presidente del Gun-Club con un inmenso suspiro de satisfacción.

Se volvió a trabajar aquel mismo día. Procediose inmediatamente a la extracción del molde interior para dejar libre el ánima de la pieza; funcionaron sin descanso el pico, el azadón y la terraja; la tierra arcillosa y la arena habían adquirido con el calor una dureza suma, pero con el auxilio de las máquinas, se venció la resistencia de aquella mezcla que ardía aún al contacto de las paredes de hierro fundido; se sacaron rápidamente en carros de vapor los materiales extraídos, y se hizo todo tan bien, se trabajó con tanta actividad, fue tan apremiante la intervención de Barbicane y tenían tanta fuerza sus argumentos, a los que dio la forma de dólares, que el 3 de septiembre había desaparecido hasta el último vestigio del molde.

Inmediatamente después, empezó la operación de alisar el ánima, a cuyo efecto se establecieron con la mayor prontitud las máquinas convenientes, y se pusieron en juego poderosos alisadores cuyo corte eliminó rápidamente las desigualdades de la fundición. Al cabo de algunas semanas, la superficie interior del inmenso tubo era perfectamente cilíndrica, y el ánima de la pieza había adquirido un pulimento perfecto.

Por último, el 22 de septiembre, no habiendo aún transcurrido un año desde la comunicación de Barbicane, la enorme máquina, calibrada rigurosamente y absolutamente vertical, según comprobaron los más delicados instrumentos, estaba en disposición de funcionar. No había que esperar más que a la Luna, pero todos tenían una completa confianza en que tan honrada señora no faltaría a la cita. La conocían por sus antecedentes, y por ellos la juzgaban.

La alegría de J. T. Maston traspasó todos los límites, y poco le faltó para ser víctima de una espantosa caída por el afán con que abismaba sus miradas en el tubo de 900 pies. Sin el brazo derecho de Blomsberry, que el digno coronel había felizmente conservado, el secretario del Gun-Club, como un segundo Eróstrato, hubiera encontrado la muerte en las profundidades del columbiad.

El cañón estaba, pues, concluido, y no cabía duda alguna acerca de su ejecución perfecta. Así es que, el 6 de octubre, el capitán Nicholl, no obstante sus antipatías, pagó al presidente Barbicane la segunda apuesta, y Barbicane en sus libros, en la columna de ingresos, apuntó una suma de 2.000 dólares. Motivos hay para creer que la cólera del capitán llegó al último extremo, causándole una verdadera enfermedad. Sin embargo, quedaban aún tres apuestas, una de 3.000 dólares, otra de 4.000 y otra de 5.000, y con sólo ganar dos de ellas, no se hubiera librado mal del negocio. Pero el dinero no entraba para nada en sus cálculos, y el éxito obtenido por su rival en la fundición de su cañón, a cuyo proyectil no hubiera resistido una plancha de 10 toesas, le daba un golpe terrible. El 23 de septiembre se permitió al público entrar libremente en el recinto de Stone's Hill, y ya se comprende lo que sería la afluencia de visitantes.

 

Innumerables curiosos, procedentes de todos los puntos de los Estados Unidos, se dirigían a Florida. Durante aquel año la ciudad de Tampa, consagrada enteramente a los trabajos del Gun-Club, se había desarrollado de una manera prodigiosa, y contaba entonces con una población de 60.000 almas. Después de envolver en una red de calles el fuerte Broke, se fue prolongando por la lengua de tierra que separa las dos radas de la bahía del Espíritu Santo. Nuevos cuarteles, nuevas plazas, un bosque entero de casas nuevas había brotado en aquellos eriales antes desiertos, al calor del sol americano. Habíanse fundado compañías para erigir iglesias, escuelas y habitaciones particulares, y en menos de un año se decuplicó la extensión de la ciudad.

Sabido es que los yanquis han nacido comerciantes. Adondequiera que les lance la suerte, desde la zona glacial a la zona tórrida, es menester que se ponga en ejecución su instinto de los negocios. He aquí por qué simples curiosos que se habían trasladado a Florida sin más objeto que seguir las operaciones del Gun-Club, se entregaron, no bien se hubieron establecido en Tampa, a operaciones mercantiles. Los buques fletados para el transporte del material y de los trabajadores, habían dado al puerto una actividad sin ejemplo. Otros buques de todas clases, cargados de víveres, provisiones y mercancías, surcaron luego la bahía y las dos radas; grandes contadores de armadores y corredores se establecieron en la ciudad, y la Shipping Gazette anunció diariamente en sus columnas la llegada de nuevas embarcaciones al puerto de Tampa.

Mientras se multiplicaban los caminos alrededor de la ciudad, ésta, teniendo en consideración el prodigioso desarrollo de su población y su comercio, fue unida por un ferrocarril a los Estados meridionales de la Unión. Por medio de un railway, Mobile se enlazó con Pensacola, el gran arsenal marítimo del Sur, desde donde el ferrocarril se dirigió a la ciudad de Tallahassee, donde había ya un pequeño trozo de vía férrea y ponía en comunicación con Saint Marks, en la costa. Aquel railway se prolongó hasta Tampa, vivificando a su paso y despertando las comarcas muertas de Florida central. Gracias a las maravillas de la industria, debidas a la idea que cruzó por la mente de un hombre, Tampa pudo darse la importancia de una gran ciudad. Le habían dado el sobrenombre de Moon City, y Tallahassee, la capital de las dos Floridas, sufrió un eclipse total, visible desde todos los puntos del globo.

Ahora comprende cualquiera el fundamento de la gran rivalidad entre Tejas y Florida, y la exasperación de los tejanos cuando se vieron desahuciados en sus pretensiones por la elección del Gun-Club. Con su sagacidad previsora había adivinado cuánto debía ganar un país con el experimento de Barbicane y los beneficios que produciría un cañonazo semejante. Tejas perdía por la elección de Barbicane un vasto centro de comercio, un ferrocarril y un aumento considerable de población. Todas estas ventajas las obtenía la miserable península floridense, echada como una estacada en las olas del golfo y las del océano Atlántico. Así es que Barbicane participaba, con el general Santana, de todas las antipatías de Tejas.

Sin embargo, aunque entregada a su furor mercantil y a su pasión industrial, la nueva población de Tampa no olvidó las interesantes operaciones del Gun-Club. Todo lo contrario. Seguía con ansia todos los pormenores de la empresa, y la entusiasmaba cualquier azadonazo. Hubo constantemente entre la ciudad y Stone's Hill un continuo ir y venir, una procesión, una romería.

Fácil era prever que, al llegar el día del experimento, la concurrencia ascendería a millares de personas, que de todos los puntos de la Tierra se iban acumulando en la circunscrita península. Europa emigraba a América.

Pero es preciso confesar que hasta entonces la curiosidad de los numerosos viajeros no se hallaba enteramente satisfecha. Muchos contaban con el espectáculo de la fundición, de la cual no alcanzaron más que el humo. Poca cosa era para aquellas gentes ávidas, pero Barbicane, como es sabido, no quiso admitir a nadie durante aquella operación. Hubo descontento, refunfuños, murmullos; hubo reconvenciones al presidente, de quien se dijo que adolecía de absolutismo, y su conducta fue declarada poco americana. Hubo casi una asonada alrededor de la cerca de Stone's Hill. Pero ni por ésas; Barbicane era inquebrantable en sus resoluciones.

Pero cuando el columbiad quedó enteramente concluido, fue preciso abrir las puertas, pues hubiera sido poco prudente contrariar el sentimiento público manteniéndolas cerradas. Barbicane permitió entrar en el recinto a todos los que llegaban, si bien, empujado por su talento práctico, resolvió especular en grande con la curiosidad general. La curiosidad es siempre, para el que sabe explotarla, una fábrica de moneda.

Gran cosa era contemplar el inmenso columbiad, pero la gloria de bajar a sus profundidades parecía a los americanos el non plus ultra de la felicidad posible en este mundo. No hubo un curioso que no quisiese darse a toda costa el placer de visitar interiormente aquel abismo de metal. Atados y suspendidos de una cabria que funcionaba a impulsos del vapor, se permitió a los espectadores satisfacer su curiosidad excitada. Aquello fue un delirio. Mujeres, niños, ancianos, todos se impusieron el deber de penetrar en el fondo del ánima del colosal cañón preñado de misterios. Se fijó el precio de 5 dólares por persona, y a pesar de su elevado costo, en los dos meses inmediatos que precedieron al experimento, la afluencia de viajeros permitió al Gun-Club obtener cerca de 500.000 dólares.

Inútil es decir que los primeros que visitaron el columbiad fueron los miembros del Gun-Club, a cuya ilustre asamblea estaba justamente reservada esta preferencia. Esta solemnidad se celebró el 25 de septiembre. En un cajón de honor, bajaron el presidente Barbicane, J. T. Maston, el mayor Elphiston, el general Morgan, el coronel Blomsberry, el ingeniero Murchison y otros miembros distinguidos de la célebre sociedad, en número de unos diez. Mucho calor hacía aún en el fondo de aquel largo tubo de metal, se sentía dentro alguna sofocación. ¡Pero qué alegría! ¡Qué encanto! Se colocó una mesa de diez cubiertos en la recámara de piedra que sostenía el columbiad, alumbrado a giorno por un chorro de luz eléctrica. Exquisitos y numerosos manjares que parecían bajados del cielo, se colocaron sucesivamente delante de los convidados, y botellas de los mejores vinos se apuraron profusamente durante aquel espléndido banquete a 900 pies bajo tierra.

El festín fue muy animado y también muy bullicioso. Se entrecruzaron numerosos brindis: se brindó por el globo terrestre; se brindó por su satélite; se brindó por el Gun-Club; se brindó por la Unión, por la Luna, por Febe, por Diana, por Selene, por el astro de la noche, por la pacífica mensajera del firmamento. Los hurras, llevados por las ondas sonoras del inmenso tubo acústico, llegaban a su extremo como un trueno, y la multitud, colocada alrededor de Stone's Hill, se unía con el corazón y con los gritos a los diez convidados hundidos en el fondo del gigantesco columbiad. J. T. Maston no era ya dueño de sí mismo. Difícil sería determinar si gritaba más que gesticulaba, y si bebía más que comía. Lo cierto es que no cabía de gozo en su pellejo, que no hubiera dado su lugar por el imperio del mundo, aun cuando el cañón cargado, cebado y haciendo fuego en aquel instante, hubiera debido enviarle hecho pedazos a los espacios planetarios.

Capitulo XVII.

Un parte telegráfico

Pudiérase decir que estaban terminados los grandes trabajos emprendidos por el Gun-Club, y, sin embargo, tenían aún que transcurrir dos meses antes de enviar el proyectil a la Luna. Dos meses que debían parecer largos como años a la impaciencia universal. Hasta entonces los periódicos habían dado diariamente cuenta de los más insignificantes pormenores de la operación, y sus columnas eran devoradas con avidez; pero era de temer que en lo sucesivo disminuyese mucho el dividendo de interés distribuido entre todas las gentes, y no había quien no temiese que iba a dejar pronto de percibir la parte de emociones que diariamente le correspondía. No fue así. El más inesperado, el más extraordinario, más increíble y más inverosímil incidente volvió a fanatizar los ánimos anhelantes y a causar en el mundo una sorpresa y una sobreexcitación hasta entonces desconocidas.

Un día, el 30 de septiembre, a las tres y cuarenta y siete minutos de la tarde llegó a Tampa, con destino al presidente Barbicane, un telegrama transmitido por el cable sumergido entre Valentia (Irlanda), Terranova y la costa americana.

El presidente Barbicane rasgó el sobre, leyó el parte, y, no obstante su fuerza de voluntad para hacerse dueño de sí mismo, sus labios palidecieron y su vista se turbó a la lectura de las veinte palabras del telegrama.

He aquí el texto del mismo, que se conserva aún en los archivos del Gun-Club:

Francia, París

30 septiembre, 4 h. mañana

Barbicane. Tampa, Florida

Estados Unidos

Reemplazad granada esférica por proyectil cilindro cónico. Partiré dentro. Llegaré por vapor Atlanta.

MICHEL ARDAN

Capitulo XVIII.

El pasajero de Atlanta

Si tan estupenda noticia, en vez de volar por los hilos telegráficos, hubiera llegado sencillamente por correo, cerrada y bajo un sobre, si los empleados de Francia, Irlanda, Terranova y Estados Unidos de América no hubiesen debido conocer necesariamente la confidencia telegráfica, Barbicane no habría vacilado un solo instante. Hubiese callado por medida de prudencia, y para no desprestigiar su obra. Aquel telegrama, sobre todo procediendo de un francés, podía ser una burla. ¿Qué apariencia de verdad tenía la audacia de un hombre capaz de concebir la idea de un viaje semejante? Y si en realidad había un hombre resuelto a llevar a cabo tan singular propósito, ¿no era un loco a quien se debía encerrar en una casa de orates, y no en una bala de cañón?

Pero el parte era conocido, porque los aparatos de transmisión son por su naturaleza poco discretos, y la proposición de Michel Ardan circulaba ya por los diversos Estados de la Unión. No tenía, pues, Barbicane ninguna razón para guardar silencio acerca de ella, y por tanto reunió a los individuos del Gun-Club, que se hallaban en Tampa, y, sin dejarles entrever su pensamiento, sin discutir el mayor o menor crédito que le merecía el telegrama, leyó con sangre fría su lacónico texto.

—¡Imposible!

—¡Es inverosímil!

—¡Pura broma!

—¡Se están burlando de nosotros!

—¡Ridículo!

—¡Absurdo!

Durante algunos minutos, se pronunciaron todas las frases que sirven para expresar la duda, la incredulidad, la barbaridad y la locura, con acompañamiento de los aspavientos y gestos que se usan en semejantes circunstancias. Cada cual, según su carácter, se sonreía, o reía, o se encogía de hombros, o soltaba la carcajada. J. T. Maston fue el único que tomó la cosa en serio.

—¡Es una soberbia idea! —exclamó.

—Sí —le respondió el mayor—, pero si alguna vez es permitido tener ideas semejantes, es con la condición de no pensar siquiera en ponerlas en práctica.

—¿Y por qué no? —replicó con cierto desenfado el secretario del Gun-Club, aprestándose para el combate que sus colegas rehuyeron.

Sin embargo, el nombre de Michel Ardan corría de boca en boca en la ciudad de Tampa. Extranjeros a indígenas se miraban, se interrogaban y se burlaban, no del europeo, que era en su concepto un mito, un ente imaginario, un ser quimérico, sino de J. T. Maston, que había podido creer en la existencia de aquel personaje fabuloso. Cuando Barbicane propuso enviar un proyectil a la Luna, la empresa pareció a todos natural y practicable, y no vieron en ella más que una simple cuestión de balística. Pero que un ser racional quisiera tomar asiento en el proyectil a intentar aquel viaje inverosímil, era una proposición tan sin pies ni cabeza que no podía dejar de parecer una chanza, una farsa, un engaño.

 

Las chanzonetas duraron sin interrupción hasta la noche, y se puede asegurar que toda la Unión prorrumpió en una sola carcajada, lo que es poco común en un país donde las empresas imposibles encuentran fácilmente panegiristas, adeptos y partidarios.

Con todo, la proposición de Michel Ardan, como todas las ideas nuevas, no dejaba de preocupar a más de cuatro, por lo mismo que se apartaba de la corriente de las emociones acostumbradas. «He aquí —decían— una cosa que no se le había ocurrido a nadie». Aquel incidente fue luego una obsesión por su misma extrañeza. Daba en qué pensar. ¡Cuántas cosas negadas la víspera han sido una realidad al día siguiente! ¿Por qué un viaje a la Luna no se ha de realizar un día a otro? Pero siempre tendremos que el primero que a él quiera arriesgarse debe ser un loco de atar, y decididamente, pues que su proyecto no puede tomarse en serio, hubiera hecho bien en callarse en lugar de poner en fermentación a una población entera con sus ridículas salidas de tono.

Pero ¿existía realmente aquel personaje? He aquí la primera cuestión. El nombre de Michel Ardan no era desconocido en América. Era el nombre de un europeo muchas veces citado por sus atrevidas empresas. Además, aquel telegrama que había atravesado las profundidades del Atlántico, la designación del buque en que el francés decía haber tomado pasaje, la fecha fija de su llegada próxima, eran circunstancias que daban a la proposición ciertos visos de verosimilitud. La empresa requería, sin duda, un valor inaudito. Pronto los individuos aislados se agruparon: los grupos se condensaron bajo la acción de la curiosidad como en virtud de la atracción molecular se condensan los átomos, y al cabo se formó una multitud compacta que se dirigió al domicilio del presidente Barbicane.

Éste, desde la llegada del telegrama, no había manifestado acerca de él opinión alguna, había dejado a J. T. Maston descubrir la suya sin aprobar ni desaprobar: se mantenía al pairo, y se proponía aguardar los acontecimientos.

Pero echaba las cuentas sin la huésped; pues no contaba con la impaciencia pública, y vio con muy poca satisfacción a los habitantes de Tampa reunirse bajo sus ventanas. Los murmullos, los gritos y las vociferaciones le obligaron a presentarse. Tenía todos los deberes, y por consiguiente, todas las obligaciones de la celebridad.

Se presentó, y la multitud guardó silencio. Un ciudadano tomó la palabra, y dirigió a Barbicane la siguiente pregunta:

—¿El personaje designado en el parte bajo el nombre de Michel Ardan se dirige hacia América? ¿Sí o no?

—Señores —respondió Barbicane—, no sé más que lo que saben ustedes.

—Pues es preciso saberlo —gritaron algunos con impaciencia.

—El tiempo nos lo dirá —respondió con sequedad el presidente.

—No reconocemos ningún derecho para mantener en un estado de ansiedad penosa a un pueblo entero —replicó el orador—. ¿Habéis modificado los planos del proyectil de conformidad con lo que dice el telegrama?

—Todavía no, señores; pero tenéis razón; es preciso saber a qué atenernos, y el telégrafo, que ha causado toda esta conmoción, completará nuestros informes.

—¡Al telégrafo! ¡Al telégrafo! —exclamó la muchedumbre.

Barbicane bajó, y, seguido del inmenso gentío, se dirigió a las oficinas de la administración.

Pocos minutos después se envió al síndico de los corredores marítimos de Liverpool un parte en el que se le hacían las siguientes preguntas:

«¿Qué buque es el Atlanta? ¿Cuándo salió de Europa? ¿Llevaba a bordo a un francés llamado Michel Ardan?».

Dos horas después Barbicane recibía informes de una precisión tal que no permitían abrigar ninguna duda.

«El vapor Atlanta, de Liverpool, se hizo a la mar el 2 de octubre con rumbo a Tampa, llevando a bordo a un francés que, con el nombre de Michel Ardan, consta en la lista de los pasajeros».

Al ver esta confirmación del telegrama, los ojos del presidente brillaron con una llama de satisfacción, se cerraron fuertemente sus puños y con violencia se le oyó murmurar:

—¡Pues, es cierto! ¡Es, pues, posible! ¡Este francés existe! ¡Y estará aquí dentro de quince días! Pero es un loco, y nunca consentiré…

Y, sin embargo, aquella misma tarde escribió a la casa Breadwill y Compañía para que suspendiese hasta nueva orden la fundición del proyectil.

Expresar ahora la conmoción que se apoderó de toda América, el efecto que produjo la comunicación de Barbicane, lo que dijeron los periódicos de la Unión, el asombro que les causó la noticia y el entusiasmo con que la acogieron y con que cantaron la llegada de aquel héroe del antiguo continente; describir la agitación febril de cada individuo, que veía transcurrir lentamente las horas; dar una idea, aunque imperfecta, de aquella obsesión fatigosa de todos los cerebros subordinados a un solo pensamiento; narrar el cese completo de toda actividad humana; la paralización de la industria y la suspensión del comercio para presenciar la llegada del Atlanta; descubrir la animación de la bahía del Espíritu Santo, incesantemente surcada por vapores, paquebotes, yates de placer, fly-boats de todas las dimensiones, enumerar los millares de curiosos que cuadruplicaron en quince días la población de Tampa y tuvieron que acampar bajo tiendas como un ejército en campaña, sería una pretensión temeraria superior a todas las fuerzas de los hombres.

El 20 de octubre, a las nueve de la mañana, los vigías del canal de Bahama distinguieron una densa humareda en el horizonte.

Dos horas después, un vapor de alto bordo era por ellos reconocido, y el nombre de Atlanta fue transmitido a Tampa. A las cuatro, el buque inglés entraba en la bahía del Espíritu Santo. A las cinco, cruzaba a todo vapor la rada de Hillisboro. A las seis fondeaba en el puerto de Tampa.

El áncora no había aún mordido el fondo de la arena, cuando quinientas embarcaciones rodeaban al Atlanta, y el vapor era tomado por asalto. El primero que pisó su cubierta fue Barbicane, el cual dijo con una voz cuya emoción quería en vano reprimir:

—¿Michel Ardan?

—¡Presente! —respondió determinado individuo encaramado a la toldilla.

Barbicane, con los brazos cruzados, con la mirada interrogante, con los labios apretados, miró fijamente al pasajero del Atlanta.

Era éste un hombre de cuarenta y dos años, alto, pero algo cargado de espaldas, como esas cariátides que sostienen balcones en sus hombros. Su cabeza enérgica, verdadera cabeza de león, sacudía de cuando en cuando una cabellera roja que parecía realmente una guedeja. Una cara corta, ancha en las sienes, adornada con unos bigotes erizados como los del gato y mechones de pelos amarillentos que salpicaban sus mejillas, ojos redondos de los que partía una mirada miope y como extraviada, completaban aquella fisonomía eminentemente felina. Pero la nariz era de un dibujo atrevido, la boca perfecta, la frente alta, inteligente, y surcada como un campo que no ha estado nunca inculto. Un cuerpo bien desarrollado, descansando sobre unas largas piernas, unos brazos musculosos, qué eran poderosas y bien apoyadas palancas, y un continente resuelto, hacían de aquel europeo un hombre sólidamente constituido, que más parecía forjado que fundido, valiéndonos de una de las expresiones del arte metalúrgico.

Los discípulos de Lavater o de Gratiolet hubieran encontrado sin dificultad en el cráneo y en la fisonomía de aquel personaje los signos indiscutibles de la contabilidad, es decir, el valor en el peligro y de la tendencia a sobrepujar los obstáculos; los de la benevolencia y los de apego a lo maravilloso, instinto que induce a ciertos temperamentos a apasionarse por las cosas sobrehumanas; pero, en cambio, las protuberancias de la adquisibilidad, de la necesidad de poseer y adquirir, faltaban absolutamente.