Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

El ajuste y pago de salario de los trabajadores y las demás atenciones de esta índole, eran de cuenta de la compañía de Goldspring.

Este convenio, hecho por duplicado y de buena fe, fue firmado por I. Barbicane, presidente del Gun-Club, y por J. Murchison, director de la fábrica de Goldspring, que aprobaron la escritura.

Capitulo XIII.

Stone's Hill

Hecha ya la elección por los miembros del Gun-Club, en detrimento de Tejas, los americanos de la Unión que todos saben leer, se impusieron la obligación de estudiar la geografía de Florida. Nunca jamás habían vendido los libreros tantos ejemplares de Bartram's travel in Florida, de Roman's natural history of East and West Florida, de William's territory of Florida, de Cleland on the culture of the Sugar, Cane in East Florida. Fue necesario imprimir nuevas ediciones. Aquello era un delirio.

Barbicane tenía que hacer algo más que leer; quería ver con sus propios ojos y marcar el sitio del columbiad. Sin pérdida de un instante puso a disposición del observatorio de Cambridge los fondos necesarios para la construcción de un telescopio, y entró en tratos con la casa Breadwill y Compañía, de Albany, para la fabricación del proyectil de aluminio. Enseguida partió de Baltimore, acompañado de J. T. Maston, del mayor Elphiston y del director de la fábrica de Goldspring.

Al día siguiente, los cuatro compañeros de viaje llegaron a Nueva Orleans, donde se embarcaron inmediatamente en el Tampico, buque de la marina federal que el gobierno ponía a su disposición, y, calentadas las calderas, las orillas de la Luisiana desaparecieron pronto de su vista.

La travesía no fue larga. Dos días después de partir el Tampico, que había recorrido 480 millas, distinguiose la costa floridense. Al acercarse a ésta, Barbicane se halló en presencia de una tierra baja, llana, de aspecto bastante árido. Después de haber costeado una cadena de ensenadas materialmente cubiertas de ostras y cangrejos, el Tampico entró en la bahía del Espíritu Santo.

Dicha bahía se divide en dos radas prolongadas: la rada de Tampa y la rada de Hillisboro, por cuya boca penetró el buque. Poco tiempo después, el fuerte Broke descubrió sus baterías rasantes por encima de las olas, y apareció la ciudad de Tampa, negligentemente echada en el fondo de un puertecillo natural formado por la desembocadura del río Hillisboro.

Allí fondeó el Tampico el 22 de octubre, a las siete de la tarde, y los cuatro pasajeros desembarcaron inmediatamente. Barbicane sintió palpitar con violencia su corazón al pisar la tierra floridense; parecía tantearla con el pie, como hace un arquitecto con una casa cuya solidez desea conocer; J. T. Maston escarbaba el suelo con su mano postiza.

—Señores —dijo Barbicane—, no tenemos tiempo que perder; mañana mismo montaremos a caballo para empezar a recorrer el país.

Barbicane, en el momento de saltar a tierra, vio que le salían al encuentro los 3.000 habitantes de la ciudad de Tampa. Bien merecía este honor el presidente del Gun-Club, que les había dado la preferencia. Fue acogido con formidables aclamaciones; pero él se sustrajo a la ovación, se encerró en una habitación del hotel Franklin y no quiso recibir a nadie. Decididamente, no se avenía su carácter con el oficio de hombre célebre.

Al día siguiente, 23 de octubre, algunos caballos de raza española, de poca alzada, pero de mucho vigor y brío, relinchaban debajo de sus ventanas. Pero no eran cuatro, sino cincuenta, con sus correspondientes jinetes. Barbicane, acompañado de sus tres camaradas, bajó y se asombró de pronto, viéndose en medio de aquella cabalgata. Notó que cada jinete llevaba una carabina en la bandolera y un par de pistolas en el cinto. Un joven floridense le explicó inmediatamente la razón que había para aquel aparato de fuerzas.

—Señor —dijo—, hay semínolas.

—¿Qué son semínolas?

—Salvajes que recorren las praderas, y nos ha parecido prudente escoltaros.

—¡Bah! —dijo desdeñosamente J. T. Maston montando a caballo.

—Siempre es bueno —respondió el floridense— tomar precauciones.

—Señores —repuso Barbicane—, os agradezco vuestra atención; partamos.

La cabalgata se puso en movimiento y desapareció en una nube de polvo. Eran las cinco de la mañana; el sol resplandecía ya, y el termómetro señalaba 84°, pero frescas brisas del mar moderaban la excesiva temperatura.

Barbicane, al salir de Tampa, bajó hacia el Sur y siguió la costa, ganando el creek de Alifia. Aquel arroyo desagua en la bahía de Hillisboro, doce millas al sur de Tampa. Barbicane y su escolta costearon la orilla derecha, remontando hacia el Este. Las olas de la bahía desaparecieron luego detrás de un accidente del terreno, y únicamente se ofreció a su vista la campiña.

La Florida se divide en dos partes: una, al Norte, más populosa, menos abandonada, tiene por capital a Tallahassee, y posee uno de los principales arsenales marítimos de los Estados Unidos, que es Pensacola; la otra, colocada entre los Estados Unidos y el golfo de México, que la estrechan con sus aguas, no es más que una angosta península roída por la corriente del Gulf Stream, punta de tierra perdida en medio de un pequeño archipiélago, doblándola incesantemente los numerosos buques del canal de Bahama. Aquella punta es el centinela avanzado del golfo de las grandes tempestades. Tiene aquel Estado una superficie de 38.033.267 acres, entre los cuales había que escoger uno situado más allá del paralelo 28 que conviniese a la empresa, por lo que Barbicane, sin apearse, examinaba atentamente la configuración del terreno y su distribución particular.

La Florida, descubierta por Juan Ponce de León el Domingo de Ramos de 1512, debió a esta circunstancia el nombre que llevaba en un principio de Pascua Florida. No la hacía en verdad muy digna de él sus costas áridas y abrasadas. Pero a algunas millas de la playa, la naturaleza del terreno se fue modificando poco a poco, y el país se mostró acreedor a su denominación primitiva. Entrecortaba el terreno una red de arroyos, ríos, manantiales, estanques y lagos, que le daba un aspecto parecido al que tienen Holanda y Guayana; pero el campo se elevó sensiblemente y no tardó en ostentar sus llanuras cultivadas, en que se daban admirablemente todas las producciones vegetales del Norte y del Mediodía. El sol de los trópicos y las aguas conservadas por la arcilla del terreno, pagan todos los gastos de cultivo de su inmensa vega. Praderas de ananás, de ñame, de tabaco, de arroz, de algodón y de caña de azúcar, que se extienden a cuanto alcanza la vista, ofrecen sus riquezas con la prodigalidad más espontánea.

Mucho satisfacía a Barbicane la elevación progresiva del terreno, y cuando J. T. Maston le interrogó acerca del particular, le respondió:

—Amigo mío, tenemos el mayor interés en fundir nuestro columbiad en un terreno alto.

—¿Para estar más cerca de la Luna? —preguntó con sorna el secretario del Gun-Club.

—No —respondió Barbicane sonriéndose—. ¿Qué importan algunas toesas más o menos? Pero en terrenos altos la ejecución de nuestros trabajos será más fácil, no tendremos que luchar con las aguas, lo que nos permitirá prescindir del largo y penoso sistema de tuberías, cosa digna de consideración cuando se trata de abrir un pozo de 900 pies de profundidad.

—Tenéis razón —dijo el ingeniero Murchison—. Debemos, en cuanto podamos, evitar los cursos de agua durante la perforación; pero si encontramos manantiales, no hay que amilanarse por eso, los agotaremos con nuestras máquinas o los desviaremos. No se trata de un pozo artesiano, estrecho y oscuro, en el que la terraja, el cubo, la sonda, en una palabra, todos los instrumentos del perforador, trabajan a ciegas. No. Nosotros trabajaremos al aire libre, a plena luz, con el azadón o el pico en la mano, y con el auxilio de los barrenos saldremos pronto del paso.

—Sin embargo —respondió Barbicane—, si por la elevación o naturaleza del terreno podemos evitar una lucha con las aguas subterráneas, el trabajo será más rápido y saldrá más perfecto. Procuremos, pues, abrir nuestra zanja en un terreno situado a algunos centenares de toesas sobre el nivel del mar.

—Tenéis razón, señor Barbicane; y, si no me engaño, no tardaremos en encontrar el sitio que nos conviene.

—¡Ah! Ya quisiera haber dado el primer azadonazo —dijo el presidente.

—¡Y yo el último! —exclamó J. T. Maston.

—Todo se andará, señores —respondió el ingeniero—, y, creedme, la compañía de Goldspring no tendrá que pagar indemnización alguna por causa de retraso.

—¡Por Santa Bárbara que tenéis razón! —replicó J. T. Maston—. Cien dólares por día hasta que la Luna se vuelva a presentar en las mismas condiciones, es decir, durante dieciocho años y once días, constituirían una suma de 650.000 dólares. ¿Sabíais eso?

—Ni tenemos necesidad de saberlo —respondió el ingeniero.

A cosa de las diez de la mañana, la comitiva había avanzado unas doce millas. A los campos fértiles sucedió entonces la región de los bosques. Allí se presentaban las esencias más variadas con una profusión tropical. Aquellos bosques casi impenetrables, estaban formados de granados, naranjos, limoneros, higueras, olivos, albaricoques, bananos y cepas de viña, cuyos frutos y flores rivalizaban en colores y perfumes. A la olorosa sombra de aquellos árboles magníficos, cantaban y volaban numerosísimas aves de brillantes colores, entre las cuales se distinguían muy particularmente las cangrejeras, cuyo nido debería ser un estuche de guardar joyas para ser digno de su magnífico y variado plumaje. J. T. Maston y el mayor, no podían hallarse en presencia de aquella naturaleza opulenta, sin admirar su espléndida belleza.

Pero el presidente Barbicane, poco sensible a tales maravillas, tenía prisa en seguir adelante. Aquel país tan fértil le desagradaba por su fertilidad misma. Sin ser hidróscopo sentía el agua bajo sus pies, y buscaba, aunque en vano, señales de una aridez incontestable.

 

Se siguió avanzando y hubo que vadear varios ríos, no sin algún peligró, porque estaban infestados de caimanes de 15 a 18 pies de largo. J. T. Maston les amenazó con su temible mano postiza, pero sólo consiguió meter miedo a los pelícanos, yaguazas y faelones, salvajes habitantes de aquellas costas, mientras los grandes flamencos de color rosa le miraban como embobados.

Aquellos huéspedes de las regiones húmedas desaparecieron a su vez, y árboles menos corpulentos se desparramaron par bosques menos espesos. Algunos grupos aislados se destacaron en media de llanuras infinitas cruzadas par numerosas manadas de gansos azorados.

—¡Por fin llegamos! —exclamó Barbicane, levantándose sobre los estribos—. ¡He aquí la región de los pinos!

—Y la de los salvajes —respondió el mayor.

En efecto, algunos semínolas aparecían a lo lejos, agitándose, revolviéndose, corriendo de un lado a otro, montados en rápidos caballos, blandiendo largas lanzas o descargando fusiles de sordo estampido. Limitáronse a estas demostraciones hostiles, sin inquietar a Barbicane y a sus compañeros.

Éstos ocupaban entonces el centro de una llanura pedregosa, vasto espacio descubierto de una extensión de algunos acres que sumergía el sol en abrasadores rayos. Estaba formada la llanura por una especie de dilatado entumecimiento del terreno, que ofrecía, al parecer, a los miembros del Gun-Club todas las condiciones que requería la colocación de su columbiad.

—¡Alto! —dijo Barbicane deteniéndose—. ¿Cómo se llama éste sitio?

—Stone's Hill —respondió uno de los floridenses.

Barbicane, sin decir una palabra, se apeó, sacó sus instrumentos y empezó a determinar la posición del sitio con la mayor precisión. La escolta, agolpada en torno suyo, le examinaba en silencio. El sol pasaba en aquel momento por el meridiano. Barbicane, después de algunas observaciones, apuntó rápidamente su resultado y dijo:

—Este sitio está situado a 300 toesas sobre el nivel del mar, a los 27° 7' de longitud Oeste; me parece que, por su naturaleza árida y pedregosa, presenta todas las condiciones que el experimento requiere; en esta llanura, pues, levantaremos nuestros almacenes, nuestros talleres, nuestros hornos, las chozas de los trabajadores y desde aquí, desde aquí mismo —repitió, golpeando con el pie en el suelo—, desde aquí, desde la cúspide de Stone's Hill, nuestro proyectil volará a los espacios del mundo solar.

Capitulo XIV.

Pala y zapapico

Aquella misma tarde, Barbicane y sus compañeros regresaron a Tampa, y el ingeniero Murchison embarcó de nuevo en el Tampico para Nueva Orleans. Tenía que contratar un ejército de trabajadores y recoger la mayor parte del material. Los miembros del Gun-Club se quedaron en Tampa a fin de organizar los primeros trabajos con la ayuda de la gente del país.

Ocho días después de su partida, el Tampico regresaba a la bahía del Espíritu Santo con una flotilla de buques de vapor. Murchison había reunido quinientos trabajadores. En los malos tiempos de la esclavitud le hubiera sido imposible. Pero desde que América, la tierra de la libertad, no abrigaba en su seno más que hombres libres, éstos acudían dondequiera que les llamaba un trabajo generosamente retribuido. Y el Gun-Club no carecía de dinero, y ofrecía a sus trabajadores un buen salario con gratificaciones considerables y proporcionadas. El operario reclutado para la Florida podía contar, concluidos los trabajos, con un capital depositado a su nombre en el banco de Baltimore. Murchison tuvo, pues, donde escoger, y pudo manifestarse severo respecto de la inteligencia y habilidad de sus trabajadores. Es de creer que formó su laboriosa legión con la flor y nata de los maquinistas, fogoneros, fundidores, mineros, albañiles y artesanos de todo género, negros o blancos, sin distinción de colores. Muchos partieron con su familia. Aquello era una verdadera emigración.

El 31 de octubre, a las diez de la mañana, la legión desembarcó en los muelles de Tampa, y fácilmente se comprende el movimiento y actividad que reinarían en aquella pequeña ciudad cuya población se duplicaba en un día. En efecto, Tampa debía ganar mucho con aquella iniciativa del Gun-Club, no precisamente por el número de trabajadores que se dirigieron inmediatamente a Stone's Hill, sino por la afluencia de curiosos que convergieron poco a poco de todos los puntos del globo hacia la península.

Se invirtieron los primeros días en descargar los utensilios que transportaba la flotilla, las máquinas, los víveres, a igualmente un gran número de casas de palastro compuestas de piezas desmontadas y numeradas. Al mismo tiempo, Barbicane trazaba un railway de 15 millas para poner en comunicación Stone's Hill con Tampa.

Nadie ignora en qué condiciones se hace un ferrocarril americano. Caprichoso en sus curvas, atrevido en sus pendientes, despreciando terraplenes, desmontes y obras de ingeniería, escalando colinas, precipitándose por los valles; el rail road corre a ciegas y sin cuidarse de la línea recta, no es muy costoso, ni ofrece grandes dificultades de construcción, pero descarrila con suma facilidad. El camino de Tampa a Stone's Hill no fue más que una bagatela, y su construcción no requirió mucho tiempo ni tampoco mucho dinero.

Por lo demás, Barbicane era el alma de aquella muchedumbre que acudió a su llamamiento. Él la alentaba, la animaba y le comunicaba su energía y su entusiasmo; su persona se hallaba en todas partes, como si hubiese estado dotado del don de ubicuidad, seguido siempre de J. T. Maston, su mosca zumbadora. Con él no había obstáculo ni dificultades, ni contratiempos: era minero, albañil y maquinista tanto como artillero, teniendo respuestas para todas las preguntas y soluciones para todos los problemas. Estaba en correspondencia constante con el Gun-Club y con la fábrica de Goldspring, y día y noche, con las calderas encendidas, con el vapor en presión, el Tampico aguardaba sus órdenes en la rada de Hillisboro.

El primer día de noviembre Barbicane salió de Tampa con un destacamento de trabajadores, y al día siguiente se había levantado alrededor de Stone's Hill una ciudad de casas metálicas que se cercó de empalizadas, la cual, por su movimiento, por su actividad, poco o nada tenía que envidiar a las mayores ciudades de la Unión. Se reglamentó cuidadosamente el régimen de vida y empezaron las obras. Sondeos escrupulosamente practicados permitieron reconocer la naturaleza del terreno, y empezó la excavación el 4 de noviembre. Aquel día, Barbicane reunió a los jefes de los talleres y les dijo:

—Todos conocéis, amigos míos, el objeto por el cual os he reunido en esta parte salvaje de Florida. Trátase de fundir un cañón de nueve pies de diámetro interior, seis pies de grueso en sus paredes y diecinueve y medio de revestimiento de piedra. Es, pues, preciso abrir una zanja que tenga de ancho sesenta pies y una profundidad de novecientos. Esta obra considerable debe concluirse en ocho meses, y, por consiguiente, tenéis que sacar, en doscientos cincuenta y cinco días, 2.543.200 pies cúbicos de tierra, es decir, diez mil pies cúbicos al día. Esto, que no ofrecería ninguna dificultad a mil operarios que trabajasen con holgura, será más penoso en un espacio relativamente limitado. Sin embargo, puesto que es un trabajo que se ha de hacer, se hará, para lo cual cuento tanto con vuestro ánimo como con vuestra destreza.

A las ocho de la mañana se dio el primer azadonazo en el terreno floridense, y desde entonces, el poderoso instrumento no tuvo en manos de los mineros un solo momento de ocio. Las tandas de operarios se relevaban cada seis horas.

Por colosal que fuese la operación, no rebasaba el límite de las fuerzas humanas. ¡Cuántos trabajos más difíciles, en los que había sido necesario combatir directamente contra los elementos, se habían llevado felizmente a cabo! Sin hablar más que de obras análogas, basta citar el Pozo del Tío José, construido cerca de El Cairo por el sultán Saladino, en una época en que las máquinas no habían completado aún la fuerza del hombre. Dicho pozo baja al nivel del Nilo, a una profundidad de 300 pies. ¡Y aquel otro pozo abierto en Coblenza, por el margrave Juan de Baden, a la profundidad de 600 pies! Pues bien, ¿de qué se trataba en última instancia? De triplicar esta profundidad y duplicar su anchura, lo que haría la perforación más fácil. Así es que no había ni un peón, ni un oficial, ni un maestro, que dudase del éxito de la operación.

Una decisión importante, tomada por el ingeniero Murchison, de acuerdo con el presidente Barbicane, había de acelerar más y más la marcha de los trabajos. Por un artículo del contrato, el columbiad debía estar reforzado con zunchos o abrazaderas de hierro forjado.

Estos zunchos eran un lujo de precauciones inútil, de las que el cañón podía prescindir sin ningún riesgo. Se suprimió, pues, dicha cláusula, con lo que se economizaba mucho tiempo, porque se pudo entonces emplear el nuevo sistema de perforación adoptado actualmente en la construcción de los pozos, en que la perforación y la obra de mampostería se hacen al mismo tiempo. Gracias a este sencillo procedimiento, no hay necesidad de apuntalar la tierra, pues la pared misma la contiene con un poder inquebrantable y desciende por su propio peso.

No debía empezar esta maniobra hasta alcanzar el azadón la parte sólida del terreno.

El 4 de noviembre, cincuenta trabajadores abrieron en el centro mismo del recinto cercado, es decir, en la parte superior de Stone's Hill, un agujero circular de 60 pies de ancho.

El pico encontró primero una especie de terreno negro, de seis pies de profundidad, de cuya resistencia triunfó fácilmente. Sucedieron a este terreno dos pies de una arena fina, que se sacó y guardó cuidadosamente porque debía servir para la construcción del molde interior.

Apareció después de la arena una arcilla blanca bastante compacta, parecida a la marga de Inglaterra, que tenía un grosor de cuatro pies.

Enseguida, el hierro de los picos echó chispas bajo la capa dura de la tierra, que era una especie de roca formada de conchas petrificadas, muy seca y muy sólida, y con la cual tuvieron en lo sucesivo que luchar siempre los instrumentos. En aquel punto, el agujero tenía una profundidad de seis pies y medio, y empezaron los trabajos de albañilería.

Construyose en el fondo de la excavación un torno de encina, una especie de disco muy asegurado con pernos y de una solidez a toda prueba. Tenía en su centro un agujero de un diámetro igual al que debía tener el columbiad exteriormente. Sobre aquel aparato se sentaron las primeras hiladas de piedras, unidas con inflexible tenacidad por un cemento de hormigón hidráulico. Los albañiles, después de haber trabajado de la circunferencia al centro, se hallaron dentro de un pozo que tenía 25 pies de ancho.

Terminada esta obra, los mineros volvieron a coger el pico y el azadón para atacar la roca debajo del mismo disco, procurando sostenerlo con puntales de mucha solidez; estos puntales se quitaban sucesivamente a medida que se iba ahondando el agujero. Así, el disco iba bajando poco a poco, y con él la pared circular de mampostería, en cuya parte superior trabajaban incesantemente los albañiles, dejando aspilleras o respiradores para que durante la fundición encontrase salida el gas.

Este género de trabajo exige en los obreros mucha habilidad y cuidado. Alguno de ellos, cavando bajo el disco, fue peligrosamente herido por los pedazos de piedra que saltaban y hasta hubo alguna muerte; pero estos percances del oficio no menguaban ni un solo minuto el ardor de los trabajadores. Éstos trabajaban durante el día, a la luz de un sol que algunos meses después daba a aquellas calcinadas llanuras un calor de 99°. Trabajaban durante la noche; envueltos en los resplandores de la luz eléctrica.

El ruido de los picos rompiendo las rocas, el estampido de los barrenos, el chirrido de las máquinas, los torbellinos de humo agitándose en el aire, trazaban alrededor de Stone's Hill un círculo de terror que no se atrevían a romper las manadas de bisontes ni los grupos de semínolas.

Los trabajos avanzaban regularmente. Grúas movidas por la fuerza del vapor activaban la traslación de los materiales, encontrándose pocos obstáculos inesperados, pues todas las dificultades estaban previstas y había habilidad para allanarlas.

 

El pozo, en un mes, había alcanzado la profundidad proyectada para este tiempo, o sea 112 pies. En diciembre, esta profundidad se duplicó, y se triplicó en enero. En febrero, los trabajadores tuvieron que combatir una capa de agua que apareció de improviso, viéndose obligados a recurrir a poderosas bombas y aparatos de aire comprimido para agotarla y tapar los orificios como se tapa una vía de agua a bordo de un buque. Se dominaron aquellas corrientes, pero a consecuencia de la poca consistencia del terreno, el disco cedió algo, y hubo un derrumbamiento parcial. El accidente no podía dejar de ser terrible, y costó la vida a algunos trabajadores. Tres semanas se invirtieron en reparar la avería y en restablecer el disco, devolviéndole su solidez; pero gracias a la habilidad del ingeniero y a la potencia de las máquinas empleadas, la obra, por un instante comprometida, recobró su aplomo, y la perforación siguió adelante.

Ningún nuevo incidente paralizó en lo sucesivo la marcha de la operación, y el 10 de junio, veinte días antes de expirar el plazo fijado por Barbicane, el pozo, enteramente revestido de su muro de piedra, había alcanzado la profundidad de 900 pies. En el fondo, la mampostería descansaba sobre un cubo macizo que medía 30 pies de grueso, al paso que en su parte superior se hallaba al nivel del suelo.

El presidente Barbicane y los miembros del Gun-Club felicitaron con efusión al ingeniero Murchison, cuyo trabajo ciclópeo se había llevado a cabo con una rapidez asombrosa.

Durante los ocho meses que se invirtieron en dicho trabajo, Barbicane no se separó un instante de Stone's Hill, y al mismo tiempo vigilaba de cerca las operaciones de la excavación y no olvidaba un solo instante el bienestar y la salud de los trabajadores, siendo bastante afortunado para evitar las epidemias que suelen engendrarse en las grandes aglomeraciones de hombres, y que tantos desastres causan en las regiones del globo expuestas a todas las influencias tropicales.

Verdad es que algunos trabajadores pagaron con la vida las imprudencias inherentes a trabajos tan peligrosos. Pero estas deplorables catástrofes son inevitables, y los americanos no hacen de ellas ningún caso. Se cuidan más de la humanidad en general que del individuo en particular. Sin embargo, Barbicane profesaba excepcionalmente los principios contrarios, y los aplicaba en todas las ocasiones. Así es que, gracias a su solicitud, a su inteligencia, a su útil intervención en los casos difíciles, a su prodigiosa y filantrópica sagacidad, el término medio de las catástrofes no excedió al de los países de ultramar famosos por su lujo de precauciones, entre otros Francia, donde se cuenta con un accidente por cada 200.000 francos de trabajo.

Capitulo XV.

La fiesta de la fundición

Durante los ocho meses que se invirtieron en la operación de la zanja, se llevaron simultáneamente adelante con suma rapidez los trabajos preparatorios de la fundición. Una persona extraña que, sin estar en antecedentes, hubiese llegado de improviso a Stone's Hill, hubiera quedado atónito ante el espectáculo que se ofrecía a sus miradas.

A 600 yardas de la zanja se levantaban 1.200 hornos de reverbero, de 600 pies de ancho cada uno, circularmente situados alrededor de la zanja misma, que era su punto central, separados uno de otro por un intervalo de media toesa. Los 1.200 hornos formaban una línea que no bajaba de dos millas. Estaban todos calcados sobre el mismo modelo, con una alta chimenea cuadrangular, y producían un singular efecto. Soberbia parecía a J. T. Maston aquella disposición arquitectónica, que le recordaba los monumentos de Washington. Para él no había nada más bello, ni aún en Grecia, donde, según él mismo confesaba, no había estado nunca.

Sabido es que en su tercera sesión la comisión resolvió valerse para el columbiad del hierro fundido, especialmente del hierro fundido gris, que es, en efecto, un metal tenaz y dúctil, de fácil pulimento, propio para efectuar todas las operaciones de moldeo, y tratado con el carbón de piedra, es de una calidad superior para las piezas de gran resistencia, tales como cañones, cilindros de máquinas de vapor y prensas hidráulicas.

Pero el hierro fundido, si no ha sido sometido más que a una sola fusión, es raramente lo suficiente homogéneo, por lo que se le acendra y depura por medio de una segunda fusión, que le desembaraza de sus últimos depósitos terrosos.

Por lo mismo, el mineral de hierro, antes de ser embarcado para Tampa, era sometido a los altos hornos de Goldspring y puesto en contacto con carbón y silicio y elevado a una alta temperatura, siendo transformado en carburo, y después de esta primera operación, se dirigía el metal a Stone's Hill. Pero se trataba de 136.000.000 de libras de hierro fundido, que son una cantidad enorme para transportar por los railways. El precio del transporte hubiera duplicado el de la materia. Pareció preferible fletar buques de Nueva York y cargarlos de fundición en barras, aunque para esto se necesitaron sesenta y ocho buques de 1.000 toneladas, una verdadera escuadra, que el 3 de mayo salió del canal de Nueva York, entró en el océano, siguió a lo largo de las costas americanas, penetró en el canal de Bahama, dobló la punta de Florida y, el 10 del mismo mes, remontando la bahía del Espíritu Santo, pasó a fondear sin avería alguna en el puerto de Tampa. Allí el cargamento fue trasladado a los vagones del ferrocarril de Stone's Hill, y a mediados de enero, la enorme cantidad de metal había llegado a su destino.

Bien se comprende que mil doscientos hornos no eran un exceso para derretir a un mismo tiempo 68.000 toneladas de hierro. Cada horno podía contener cerca de 114.000 libras de metal, y todos, construidos y dispuestos según el modelo de los que sirvieron para fundir el cañón Rodman, afectaban la forma de un trapecio y eran muy rebajados. El aparato para caldear y la chimenea, se hallaba en los dos extremos del horno, el cual se calentaba por igual en toda su extensión. Los hornillos, hechos de tierra refractaria, constaban de una reja donde se colocaba el carbón de piedra, y un crisol o laboratorio donde se ponían las barras que habían de fundirse. El suelo de este crisol inclinado en ángulo de 25 grados permitía al metal derretido verterse hacia los depósitos de recepción, de los cuales partían doce arroyos divergentes que desaguaban en el pozo central.

Un día, después de terminadas las obras de albañilería, Barbicane mandó proceder a la construcción del molde interior. La cuestión era levantar en el centro del pozo, siguiendo su eje, un cilindro de 900 pies de altura y 9 pies de diámetro, que llenase exactamente el espacio reservado al ánima del columbiad. Este cilindro debía componerse de una mezcla de tierra arcillosa y arena, a la que añadían heno y paja. El intervalo que quedase entre el molde y la obra de fábrica, debía llenarlo el metal derretido para formar las paredes del cañón, de un grosor de 6 pies. Para mantener equilibrado el cilindro, fue preciso reforzarlo con armadura de hierro y sujetarlo a trechos por medio de puntales transversales que iban desde él a las paredes del pozo. Estas traviesas, después de la fundición, quedaban formando cuerpo común con el cañón mismo, sin que éste sufriese por la interposición menoscabo alguno.

Habiendo terminado esta operación el 8 de julio, podía procederse inmediatamente a la fundición, y se fijó ésta para el día siguiente.

—Será una gran fiesta el acto de la fundición —dijo J. T. Maston a su amigo Barbicane.