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100 Clásicos de la Literatura

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Nadie ignora la curiosa lucha que se empeñó durante la guerra federal entre el proyectil y la coraza de los buques blindados, estando aquél destinado a atravesar a ésta y estando ésta resuelta a no dejarse atravesar. De esta lucha nació una transformación de la marina en los Estados de los dos continentes. La bala y la plancha lucharon con un encarnizamiento sin igual, la una creciendo y la otra engrosando en una proporción constante. Los buques, armados de formidables piezas, marchaban al combate al abrigo de su invulnerable concha. El Merrimac, el Monitor, el Ram Tennessee, el Weckausen lanzaban proyectiles enormes, después de haberse acorazado para librarse de los proyectiles contrarios. Causaban a otros el daño que no querían que los otros les causasen, siendo éste el principio inmoral en que suele descansar todo el arte de la guerra.

Y si Barbicane fue el gran fundidor de proyectiles, Nicholl fue un gran forjador de planchas. El uno fundía noche y día en Baltimore, y el otro forjaba día y noche en Filadelfia. Los dos seguían una corriente de ideas esencialmente opuestas.

Apenas Barbicane inventaba una nueva bala, Nicholl inventaba una nueva plancha. El presidente del Gun-Club pasaba su vida pensando en la manera de abrir agujeros, y el capitán pasaba la suya pensando en la manera de impedirle que los abriera. He aquí el origen de una rivalidad continua que se convirtió en odio personal. Nicholl se aparecía a Barbicane en sus sueños bajo la forma de una coraza impenetrable contra la cual se estrellaba, y Barbicane se aparecía en sus sueños a Nicholl como un proyectil que le atravesaba de parte a parte.

Los dos sabios, si bien seguían dos líneas divergentes, se hubieran al fin encontrado a pesar de todos los axiomas de geometría, pero se hubieran encontrado en el terreno del duelo. Afortunadamente, aquellos dos ciudadanos, tan útiles a su país, se hallaban separados uno de otro por una distancia de 50 a 60 millas, y sus amigos hacinaron en el camino tantos obstáculos que no llegaron a encontrarse nunca.

No se podía decir de una manera positiva cuál de los dos inventores había triunfado del otro. Los resultados obtenidos volvían difícil una apreciación justa. Parecía, sin embargo, que al fin la coraza había de ceder a la bala. Con todo, había dudas entre las personas competentes. En los últimos experimentos, los proyectiles cilindrocónicos de Barbicane se clavaron como alfileres en las planchas de Nicholl, por cuyo motivo éste se creyó victorioso, y atesoró para su rival una dosis inmensa de desprecio. Pero más adelante, cuando Barbicane sustituyó las balas cónicas con simples granadas de seiscientas libras, el presidente del Gun-Club tomó su desquite. En efecto, aquellos proyectiles, aunque animados de una velocidad regular, rompieron, taladraron, hicieron saltar en pedazos las planchas del mejor metal.

A este punto habían llegado las cosas, y parecía que la bala había quedado victoriosa, cuando terminó la guerra, y terminó precisamente el mismo día en que Nicholl concluía una nueva coraza de hierro forjado, que era en su género una obra maestra, capaz de burlarse de todos los proyectiles del mundo. El capitán la hizo trasladar al polígono de Washington, desafiando a que la destruyeran los proyectiles del presidente del Gun-Club, el cual, hecha la paz, se negó a la prueba.

Entonces Nicholl, furioso, ofreció exponer su plancha al choque de las balas más inverosímiles, llenas o huecas, redondas o cónicas. Ni por ésas; el presidente no quería comprometer su última victoria. Nicholl, exasperado por la incalificable obstinación de su adversario, quiso tentar a Barbicane dejándole todas las ventajas. Barbicane siguió terco en su negativa. ¿A cien yardas? Ni a setenta y cinco.

—A cincuenta —exclamó el capitán insertando su desafío en todos los periódicos—, colocaré mi plancha a veinticinco yardas del cañón, y yo me colocaré detrás de ella.

Barbicane hizo contestar que aun cuando el capitán Nicholl se colocase delante, no dispararía un solo tiro.

Nicholl, al oír esta contestación, no pudo contenerse y se deshizo en insultos; dijo que la cobardía era indivisible, que el que se niega a tirar un cañonazo está muy cerca de tener miedo al cañón; que, en suma, los artilleros que se baten a 6 millas de distancia han reemplazado prudentemente el valor individual por las fórmulas matemáticas, y que hay por lo menos tanto valor en aguardar tranquilamente una bala detrás de una plancha como en enviarla según todas las reglas del arte.

Siguió Barbicane haciéndose el sordo. O tal vez no tuvo noticia de la provocación, absorbido enteramente como estaba entonces por los cálculos de su gran empresa.

Cuando dirigió al Gun-Club su famosa comunicación, el capitán Nicholl se salió de sus casillas; mezclábase con su cólera una suprema envidia y un sentimiento absoluto de impotencia. ¿Cómo inventar algo superior a aquel columbiad de 900 pies? ¿Qué coraza podía idearse para resistir un proyectil de veinte mil libras? Nicholl quedó abatido, aterrado, anonadado por aquel cañón, pero luego se reanimó y resolvió aplastar la proposición bajo el peso de sus argumentos.

Atacó con violencia los trabajos del Gun-Club, publicando al efecto numerosas cartas que los periódicos reprodujeron. Quiso demoler científicamente la obra de Barbicane. Empeñado el combate, se valió de razones de todo género con harta frecuencia especiosas y rebuscadas.

Empezó a combatir a Barbicane por sus cifras. Se esforzó en probar por A+B la falsedad de sus fórmulas, y le acusó de ignorar los principios rudimentarios de la balística. Echó cálculos para demostrar, amén de otros errores, que era absolutamente imposible dar a un cuerpo cualquiera una velocidad de doce mil yardas por segundo; con el álgebra en la mano sostuvo que aun en el supuesto de que se consiguiera esta velocidad, jamás un proyectil tan pesado traspasaría los límites de la atmósfera terrestre. Ni siquiera iría más allá de 8 leguas. Más aún, suponiendo adquirida la velocidad suficiente, la granada no resistiría la presión de los gases desarrollados por la combustión de un millón seiscientas mil libras de pólvora, y aunque la resistiera, no soportaría una temperatura semejante, se fundiría al salir del columbiad, y convertida en lluvia de hierro derretido, caería sobre el cráneo de los imprudentes espectadores.

Barbicane, sin hacer caso de estos ataques, continuó su obra. Entonces Nicholl miró la cuestión bajo otros aspectos. Dejando a un lado su inutilidad absoluta, consideró el experimento como muy peligroso para los ciudadanos que autorizasen con su presencia tan reprobado espectáculo y para las poblaciones próximas a aquel cañón vituperable. Hizo notar también que el proyectil, si no alcanzaba, como no lo alcanzaría, el objetivo a que se le destinaba, caería y la caída de una mole semejante, multiplicada por el cuadrado de su velocidad, comprometería singularmente algún punto del globo. Sin atacar los derechos de los ciudadanos, había llegado el caso en que la intervención del gobierno era de absoluta necesidad, pues no era justo comprometer la seguridad de todos por el capricho de uno solo. Véase a qué exageraciones se dejaba arrastrar el capitán Nicholl.

Nadie participaba de su opinión, ni tuvo en cuenta sus funestos pronósticos. Se le dejó gritar y desgañitarse cuanto le diera la gana. Así quedó constituido el capitán en defensor de una causa perdida de antemano; se le oía, pero no se le escuchaba, y no privó al presidente del Gun-Club, ni de uno solo de sus admiradores. Barbicane no se tomó siquiera la molestia de contestar a los argumentos de su implacable rival.

Acorralado en sus últimas trincheras, Nicholl, ya que no podía pagar con su persona, resolvió pagar con su dinero.

En el Enquirer, de Richmond, propuso públicamente una serie de apuestas en la forma siguiente:

Apostó:

1.° A que no se reunirían los fondos necesarios para llevar a cabo la empresa del Gun-Club: 1.000 dólares.

2.° A que la fundición de un cañón de 900 pies resultaría impracticable y no tendría éxito: 2.000 dólares.

3.° A que sería imposible cargar el columbiad, y a que la pólvora se inflamaría por la sola presión del proyectil: 3.000 dólares.

4.° A que el columbiad reventaría al primer disparo: 4.000 dólares.

5.° A que la bala no alcanzaría a más de 6 millas y caería a los pocos segundos de haberla disparado: 5.000 dólares.

Corno se ve, era importante la suma que, en su obstinación invencible, arriesgaba el capitán. Tratábase nada menos que de 15.000 dólares.

A pesar de la importancia de la apuesta, recibió el 19 de mayo un pliego lacrado. Era lacónico:

Baltimore, 18 de octubre

Aceptadas.

BARBICANE

Capitulo XI.

Florida y Tejas

Faltaba resolver el lugar más propicio para el experimento. El observatorio de Cambridge había recomendado con interés que el disparo se dirigiese perpendicularmente al plano del horizonte, es decir, hacia el cénit, y la Luna no sube al cénit sino en los lugares situados entre 1° y 28° de latitud, o, lo que es lo mismo, la declinación de la Luna no es más que de 28°. Tratábase, pues, de determinar exactamente el punto del globo en que se había de fundir el inmenso columbiad.

El 20 de octubre, hallándose reunido el Gun-Club en sesión general, Barbicane se presentó con un magnífico mapa de los Estados Unidos de Z. Belltropp. Pero sin darle tiempo de desplegarlo, J. T. Maston pidió la palabra con su habitual vehemencia, y se expresó en los siguientes términos:

—Dignísimos colegas, la cuestión que vamos a debatir tiene una importancia verdaderamente nacional, y va a depararnos la ocasión de ejercer un gran acto de patriotismo.

 

Los miembros del Gun-Club se miraron unos a otros sin comprender dónde iría a parar el orador.

—Ninguno de vosotros —prosiguió éste— ha pensado ni pensará nunca en transigir con la gloria de su país, y si hay algún derecho que la Unión pueda reivindicar es el fundir en su propio seno el formidable cañón del Gun-Club. Así pues, en las circunstancias actuales…

—Insigne Maston… —dijo el presidente.

—Permitidme exponer mi pensamiento —repuso el orador—. En las circunstancias actuales, tenemos que buscar un sitio bastante cerca del ecuador, para que el experimento se haga en buenas condiciones…

—Si me dejáis hablar… —dijo Barbicane.

—Pido que no se opongan obstáculos a la libre discusión de las ideas —repuso el displicente J. T. Maston—, y sostengo que el territorio desde el cual se lance nuestro glorioso proyectil, debe ser parte integrante de la Unión.

—¡Sin duda! —respondieron algunos miembros.

—¡Pues bien! Puesto que nuestras fronteras no son bastante extensas, puesto que al Sur nos opone el océano una barrera insuperable, puesto que tenemos necesidad de ir a buscar más allá de los Estados Unidos este paralelo 28 que nos es tan preciso, se nos presenta un casus belli legítimo y pido que se declare la guerra a México.

—¡No! ¡No! —exclamaron muchas voces al unísono.

—¿Conque no? —replicó J. T. Maston—. No, es un monosílabo que me resulta totalmente incomprensible en este recinto.

—¡Pero, escuchad…!

—¡No puedo escuchar nada! —exclamó el fogoso orador—. Tarde o temprano la guerra se hará, y pido que estalle hoy mismo.

—¡Maston! —dijo Barbicane haciendo sonar el timbre con estrépito—. ¡Os suplico que no sigáis hablando!

Maston quiso replicar, pero algunos de sus colegas pudieron contenerle.

—Convengo —dijo Barbicane— en que el experimento no se puede ni se debe intentar sino en territorio de la Unión, pero si mi impaciente amigo me hubiese dejado hablar, si hubiese recorrido con la vista este mapa, sabría que es perfectamente inútil declarar la guerra a nuestros vecinos, en atención a que ciertas fronteras de los Estados Unidos se extienden más allá del paralelo 28. Mirad el mapa y veréis que tenemos a nuestra disposición, sin salir de nuestro país, toda la parte meridional de Tejas y de Florida.

El incidente no tuvo consecuencias, si bien a J. T. Maston le costó no poco dejarse convencer. Se decidió fundir el columbiad en el suelo de Tejas o en el de Florida.

Pero esta decisión debía crear una rivalidad sin antecedentes entre las ciudades de estos dos Estados.

En la costa americana, el paralelo 28 atraviesa la península de Florida y la divide en dos partes casi iguales. Después, cruzando el golfo de México, se apoya en los extremos del arco formado por las costas de Alabama, Mississippi y Luisiana. Entonces, abordando Tejas, de la que corta un ángulo, se prolonga por México, salva Sonora, pasa por encima de la antigua California y se pierde en los mares del Pacífico. Situadas debajo de este paralelo, no había más que las porciones de Tejas y Florida que se hallasen en las condiciones de latitud recomendadas por el observatorio de Cambridge.

En su parte meridional, Florida, erizada de fuertes levantados contra los indios nómadas, no tiene ciudades de importancia. Tampa es la única población que por su situación merece tenerse en cuenta.

En Tejas las ciudades son más numerosas a importantes. Corpus Christi, en el distrito de Nueces, y todas las poblaciones situadas en el río Bravo: Laredo, Realitos, San Ignacio, Webb, Roma, Río Grande City, Pharr, Edimburgo, Hidalgo, Santa Rita, Panda, Brownsville, La Feria y San Manuel formaron contra las pretensiones de Florida una liga imponente.

Los diputados tejanos y floridenses, apenas conocieron la decisión, se trasladaron a Baltimore por el camino más corto, y desde entonces el presidente Barbicane y los miembros más influyentes del Gun-Club se vieron día y noche asediados por formidables reclamaciones.

Con menos afán se disputaron siete ciudades de Grecia la gloria de haber sido la cuna de Homero que el Estado de Tejas y el de Florida la de ver fundir un cañón en su regazo.

Aquellos feroces hermanos recorrían armados las calles de Baltimore. Era inminente un conflicto de incalculables consecuencias.

Afortunadamente, la prudencia y el buen tacto del presidente Barbicane conjuraron el peligro. Las demostraciones personales hallaron un derivativo en los periódicos de varios Estados. En tanto que el New York Herald y la Tribune se declaraban partidarios de Tejas, el Times y el American Review se constituían en órganos de los diputados floridenses. Los miembros del Gun-Club estaban perplejos.

Tejas hacía orgulloso alarde de sus veintiséis condados, que parecía poner en batería; pero Florida contestaba que, siendo ella un país seis veces más pequeño, tenía doce condados que son relativamente a la extensión del territorio más que los veintiséis de Tejas.

Tejas sacaba a relucir sus 300.000 habitantes, pero Florida, menos extensa, se consideraba más poblada con sus 56.000. Acusaba a Tejas de tener una variedad de fiebres palúdicas que costaba la vida todos los años a algunos miles de habitantes. Y, desde luego, tenía razón. Tejas, a su vez, replicaba que Florida, respecto a fiebres, nada tenía que envidiar a nadie, y que no era prudente que acusase de insalubres a otros países un Estado que tenía la honra de poseer entre sus enfermedades endémicas el vómito negro. Y Tejas tenía razón también.

Además, añadían los tejanos en el New York Herald, algunas consideraciones que merece un Estado que produce el mejor algodón de América y la mejor madera de construcción para buques, encerrando también en sus entrañas soberbio carbón de piedra y minas de hierro que dan un 50 por ciento de mineral puro.

A esto el American Review contestaba que el suelo de Florida, sin ser tan rico, ofrecía mejores condiciones para fundir y vaciar el columbiad, porque estaba compuesto de arena y arcilla.

—Pero —replicaban los tejanos— antes de fundir algo, sea lo que sea, en un país, es preciso llegar al país, y las comunicaciones con Florida son difíciles, mientras que la costa de Tejas ofrece la bahía de Galveston, que tiene catorce leguas de extensión y podría contener holgadamente a todas las escuadras del mundo.

—¡Bueno! —repetían los periódicos defensores de Florida—. ¡Gran cosa tenéis en vuestra bahía de Galveston, situada encima del paralelo 29! ¿No tenemos acaso nosotros la bahía del Espíritu Santo, abierta precisamente a 28° de latitud, y por la cual los buques llegan directamente a Tampa?

—¡Magnífica bahía! —respondía sarcásticamente Tejas—. ¡Una bahía medio cegada!

—¡Vosotros sois los que estáis cegados por la pasión! —exclamaba Florida—. ¡Cualquiera, al oíros, diría que yo soy un país de salvajes!

—La verdad es que los semínolas recorren vuestras praderas.

—¿Y vuestros apaches y comanches son gente civilizada?

Después de algunos días de dimes y diretes, Florida llamó a su adversario a otro terreno, y una mañana salió el Times con la pata de gallo de que siendo la empresa esencialmente americana, no podía llevarse a cabo sino en un terreno esencialmente americano.

A estas palabras, Tejas se salió de sus casillas.

—¡Americanos! —exclama—. ¿No lo somos tanto como vosotros? ¿Tejas y Florida no se incorporaron las dos a la Unión en 1845?

—Sin duda —respondió el Times—. ¡Después de haber sido españoles o ingleses por espacio de doscientos años, os vendieron a los Estados Unidos por cinco millones de dólares!

—¡Qué importa! ——replicaron los floridenses—. ¿Debemos por ello avergonzarnos? En 1903, ¿no fue comprada la Luisiana a Napoleón por dieciséis millones de dólares?

—¡Qué vergüenza! —exclamaron entonces los diputados de Tejas—. ¡Un miserable pedazo de tierra como Florida ponerse en parangón con Tejas, que, en lugar de venderse, se hizo ella misma independiente, expulsó a los mexicanos el 2 de marzo de 1836 y se declaró república federal después de la victoria alcanzada por Samuel Houston en las márgenes del San Jacinto sobre las tropas de Santana! ¡Un país, en fin, que se anexionó voluntariamente a los Estados Unidos de América!

—¡Sí, por miedo a los mexicanos! —respondió Florida.

¡Miedo! Desde el momento que se pronunció esta palabra, demasiado fuerte, en realidad, la posición se hizo intolerable. Era de temer un degüello de los dos partidos en las calles de Baltimore. Fue preciso vigilar a los diputados con centinelas.

El presidente Barbicane se hallaba metido en un atolladero. Llegaban continuamente a sus manos notas, documentos y cartas preñadas de amenazas. ¿Qué partido había de tomar? Bajo el punto de vista de la posición, facilidad de las comunicaciones y rapidez de los transportes, los derechos de los dos Estados eran perfectamente iguales. En cuanto a las personalidades políticas, nada tenían que ver en el asunto.

La vacilación y la perplejidad se habían prolongado ya mucho y ofrecían visos de perpetuarse, por lo que Barbicane trató de salir resueltamente al paso ocurriéndosele una solución que era indudablemente la más discreta.

—Todo bien considerado —dijo—, es evidente que las dificultades suscitadas por la rivalidad de Tejas y Florida se producirán entre las ciudades del Estado favorecido. La rivalidad descenderá del género a la especie, del Estado a la ciudad, y no habremos adelantado nada. Pero Tejas tiene once ciudades que gozan de las condiciones requeridas, y las once, disputándose el honor de la empresa, nos crearán nuevos conflictos, al paso que Florida no tiene más ciudades que Tampa. Optemos, pues, por Florida.

Esta disposición, apenas fue conocida, puso a los diputados de Tejas de un humor de perros. Se apoderó de ellos un furor indescriptible, y dirigieron insultos desmedidos a los distintos miembros del Gun-Club. Los magistrados de Baltimore no podían tomar más que un partido, y lo tomaron. Mandaron preparar un tren especial, metieron en él de grado o fuerza a los tejanos, y les hicieron abandonar la ciudad con una rapidez de treinta millas por hora.

Pero, por precipitado que fuese su obligado viaje, tuvieron tiempo de echar un último sarcasmo amenazador a sus adversarios.

Aludiendo a la poca extensión de Florida, península en miniatura encerrada entre dos mares, se consolaron con la idea de que no resistiría al sacudimiento del disparo y saltaría al primer cañonazo.

—¡Que salte! —respondieron los floridenses, con un laconismo digno de los tiempos antiguos.

Capitulo XII.

Urbi et orbi

Resueltas las dificultades astronómicas, mecánicas y topográficas, se presentaba la cuestión económica. Tratábase nada menos que de procurarse una enorme cantidad para la ejecución del proyecto. Ningún particular, ningún Estado hubiera podido disponer de los millones necesarios.

Por más que la empresa fuese americana, el presidente Barbicane tomó el partido de darle un carácter de universalidad para poder pedir su cooperación a todas las naciones. Era a la vez un derecho y un deber de toda la Tierra intervenir en los negocios de su satélite. Abriose con este fin una suscripción que se extendió desde Baltimore al mundo entero. Urbi et orbi.

La suscripción debía tener un éxito superior a todas las esperanzas. Tratábase, sin embargo, de un donativo, y no de un préstamo. La operación, en el sentido literal de la palabra, era puramente desinteresada, sin la más remota probabilidad de beneficio. Pero el efecto de la comunicación de Barbicane no se había limitado a las fronteras de los Estados Unidos, sino que había salvado el Atlántico y el Pacífico, invadiendo a la vez Asia y Europa, África y Oceanía. Los observadores de la Unión se pusieron inmediatamente en contacto con los de los países extranjeros. Algunos, los de París, San Petersburgo, El Cabo, Berlín, Altona, Estocolmo, Varsovia, Hamburgo, Budapest, Bolonia, Malta, Lisboa, Benarés, Madrás y Pekín cumplimentaron al Gun-Club; los demás se encerraron en una prudente expectativa.

En cuanto al observatorio de Greenwich, con el beneplácito de los otros veintidós establecimientos astronómicos de la Gran Bretaña, no se anduvo en chiquitas ni paños calientes, sino que negó terminantemente la posibilidad del éxito, y se colocó sin vacilar en las filas del capitán Nicholl, cuyas teorías prohijó sin la menor reserva.

Así es que, en tanto que otras ciudades científicas prometían enviar delegados a Tampa, los astrónomos de Greenwich acordaron, en una sesión especial, no darse por enterados de la proposición de Barbicane. ¡A tanto llega la envidia inglesa! Pero el efecto fue excelente en el mundo científico en general, desde el cual se propagó a todas las clases de la sociedad, que acogieron el proyecto con el mayor entusiasmo. Este hecho era de una importancia inmensa tratándose de una suscripción para reunir un capital considerable.

 

El 8 de octubre, el presidente Barbicane redactó un manifiesto capaz de entusiasmar a las piedras, en el cual hacía un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad que pueblan la Tierra. Aquel documento, traducido a todos los idiomas, tuvo un éxito portentoso.

Se abrió suscripción en las principales ciudades de la Unión para centralizar fondos en el banco de Baltimore, 9 Baltimore Street, y luego se establecieron también centros de suscripción en los diferentes países de los dos continentes:

•En Viena, S. M. Rothschild.

•En San Petersburgo, Stieglitz y Compañía.

•En París, el Crédito Mobiliario.

•En Estocolmo, Tottie y Arfuredson.

•En Londres, N. M. Rothschild e hijos.

•En Turín, Ardouin y Compañía.

•En Berlín, Mendelsohn.

•En Ginebra, Lombard Odier y Compañía.

•En Constantinopla, el banco Otomano.

•En Bruselas, S. Lambert.

•En Madrid, Daniel Weisweiller.

•En Ámsterdam, el Crédito Neerlandés.

•En Roma, Torlonia y Compañía.

•En Lisboa, Lecesno.

•En Copenhague, el banco Privado.

•En Buenos Aires, el banco Maun.

•En Río de Janeiro, la misma casa.

•En Montevideo, la misma casa.

•En Valparaíso, Tomás La Chambre y Compañía.

•En México, Martin Durán y Compañía.

•En Lima, Tomás La Chambre y Compañía.

Tres días después del manifiesto del presidente Barbicane se había recaudado en las varias ciudades de la Unión cuatro millones de dólares, con los cuales el Gun-Club pudo empezar los trabajos.

Algunos días después se supo en América, por partes telegráficos, que en el extranjero se cubrían las suscripciones con una rapidez asombrosa. Algunos países se distinguían por su generosidad, pero otros no soltaban el dinero tan fácilmente. Cuestión de temperamento. Rusia, para cubrir su contingente, aprontó la enorme suma de 368.733 rublos.

Francia empezó riéndose de la pretensión de los americanos. Sirvió la Luna de pretexto a mil chanzonetas y retruécanos trasnochados y a dos docenas de sainetes en que el mal gusto y la ignorancia andaban a la greña. Pero así como en otro tiempo, los franceses soltaron la mosca después de cantar, la soltaron esta vez después de reír, y se suscribieron por una cantidad de 253.930 francos. A este precio, tenían derecho a divertirse un poco.

Austria, atendido el mal estado de su Hacienda, se mostró bastante generosa. Su parte en la contribución pública se elevó a la suma de 216.000 florines, que fueron bien recibidos.

Suecia y Noruega enviaron 52.000 rixdales, que, en relación al país, son una cantidad considerable, pero hubiera sido mayor aún si se hubiese abierto suscripción en Cristianía al mismo tiempo que en Estocolmo. Por no sabemos qué razón, a los noruegos no les gusta enviar su dinero a Suecia.

Prusia demostró la consideración que le mereció la empresa enviando 250.000 táleros. Todos sus observatorios se suscribieron por una cantidad importante, y fueron los que más procuraron alentar al presidente Barbicane.

Turquía se condujo generosamente, pues siendo la Luna quien regula el curso de sus años y su ayuno del Ramadán, se hallaba personalmente interesada en el asunto. No podía enviar menos de 1.372.640 piastras, y las dio con una espontaneidad que revelaba, sin embargo, cierto interés del gobierno otomano.

Bélgica se distinguió entre todos los Estados de segundo orden con un donativo de 513.000 francos, que vienen a corresponder a doce céntimos por habitante.

Holanda y sus colonias se interesaron en la cuestión por 110.000 florines, pidiendo sólo una rebaja del 5 por ciento por pagarlos al contado.

Dinamarca, cuyo territorio es muy limitado, dio, sin embargo, 9.000 ducados finos, lo que prueba la afición de los daneses a las expediciones científicas.

La confederación germánica contribuyó con 34.285 florines. Pedirle más hubiera sido gollería, y aunque se lo hubieran pedido, ella no lo hubiera dado.

Italia, aunque muy endeudada, encontró 200.000 liras en los bolsillos de sus hijos, pero dejándolos limpios como una patena. Si hubiese tenido Venecia hubiera dado más; pero no la tenía.

Los Estados de la Iglesia no creyeron prudente enviar menos de 7.040 escudos romanos, y Portugal llegó a desprenderse por la ciencia hasta de 30.000 cruzados. En cuanto a México, no pudo dar más que 86.000 pesos fuertes, pues los imperios que se están fundando andan algo apurados.

Doscientos cincuenta y siete francos fueron el modesto tributo de Suiza para la obra americana… Digamos francamente que Suiza no acertaba a ver el lado práctico de la operación; no le parecía que el acto de enviar una bala a la Luna fuese de tal naturaleza que estableciese relaciones diplomáticas con el astro de la noche, y se le antojó que era poco prudente aventurar sus capitales en una empresa tan aleatoria. Si se piensa bien, Suiza tenía, tal vez, razón.

Respecto a España, no pudo reunir más que ciento diez reales. Dio como excusa que tenía que concluir sus ferrocarriles. La verdad es que la ciencia en aquel país no está muy considerada. Se halla aún aquel país algo atrasado. Y, además, ciertos españoles, y no de los menos instruidos, no sabían darse cuenta exacta del peso del proyectil, comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su órbita; que la turbase en sus funciones de satélite y provocase su caída sobre la superficie del globo terráqueo. Por lo que pudiera tronar, lo mejor era abstenerse. Así se hizo, salvo unos cuantos realejos.

Quedaba Inglaterra. Conocida es la desdeñosa antipatía con que acogió la proposición de Barbicane. Los ingleses no tienen más que una sola alma para los veinticinco millones de habitantes que encierra la Gran Bretaña. Dieron a entender que la empresa del Gun-Club era contraria al «principio de no intervención», y no soltaron ni un cuarto.

A esta noticia, el Gun-Club se contentó con encogerse de hombros y siguió su negocio. En cuanto a la América del Sur: Perú, Chile, Brasil, las provincias de la Plata, Colombia, remitieron a los Estados Unidos 300.000 pesos. El Gun-Club se encontró con un capital considerable, cuyo resumen es el siguiente:

Suscripción de los Estados Unidos 4.000.000 dólares

Suscripciones extranjeras 1.446.675 dólares

Total 5.446.675 dólares

5.446.675 dólares entraron, como resultado de la suscripción, en la caja del Gun-Club.

A nadie sorprenda la importancia de la suma. Los trabajos de fundición, taladro y albañilería, el transporte de los operarios, su permanencia en un país casi inhabitado, la construcción de hornos y andamios, las herramientas, la pólvora, el proyectil y los gastos imprevistos, debían, según el presupuesto, consumirse casi completamente. Algunos cañonazos de la guerra federal costaron 1.000 dólares, y, por consiguiente, bien podía costar cinco mil veces más el del presidente Barbicane, único en los fastos de la artillería. El 20 de octubre se ajustó un contrato con la fábrica de fundición de Goldspring, cerca de Nueva York, la cual se comprometió a transportar a Tampa, en la Florida meridional, el material necesario para la fundición del columbiad.

Como plazo máximo, la operación debía quedar terminada el 15 del próximo octubre, y entregado el cañón en buen estado, bajo pena de una indemnización de 100 dólares por día hasta el momento de volverse a presentar la Luna en las mismas condiciones requeridas, es decir, hasta haber transcurrido dieciocho años y once días.