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100 Clásicos de la Literatura

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—En Malta, en tiempos de los caballeros, cierto cañón del fuerte de San Telmo arrojaba proyectiles que pesaban 2.500 libras.

—¡Imposible!

—Por último, según un historiador francés, bajo el reinado de Luis XI, había un mortero que arrojaba una bomba de 500 libras de peso solamente; pero esta bomba, partiendo de la Bastilla, que era un punto en que los locos encerraban a los cuerdos, iba a caer en Charenton, que es un punto donde los cuerdos encierran a los locos.

—¡Imposible!

—¡Muy bien! —dijo J. T. Maston.

—¿Qué hemos visto nosotros después, en resumidas cuentas? ¡Los cañones Armstrong, que disparan balas de 500 libras, y los columbiads Rodman, que disparan balas de media tonelada! Parece, pues, que si los proyectiles han ganado en alcance, en peso más han perdido que han ganado. Haciendo los debidos esfuerzos, llegaremos con los progresos de la ciencia a decuplicar el peso de las balas de Mohamed II y de los caballeros de Malta.

—Es evidente —respondió el mayor—. Pero ¿de qué metal pensáis echar mano para el proyectil?

—Del hierro fundido, pura y simplemente —dijo el general Morgan.

—¡Hierro fundido! —exclamó J. T. Maston con profundo desdén—. El hierro es un metal muy ordinario para fabricar una bala destinada a hacer una visita a la Luna.

—No exageremos, mi distinguido amigo —respondió Morgan—. El hierro fundido bastará.

—Entonces —repuso el mayor Elphiston—, puesto que el peso de la bala es proporcionado a su volumen, una bala de hierro fundido, que mide nueve pies de diámetro, pesará horriblemente.

—Horriblemente, si es maciza; pero no si es hueca dijo Barbicane.

—¡Hueca! ¿Será, pues, una granada?

—¡En la que pondremos mensajes! —replicó J. T. Maston—. ¡Y muestras de nuestras producciones terrestres!

—¡Sí, una granada —respondió Barbicane—; no puede ser otra cosa! Una bala maciza de 108 pulgadas, pesaría más de 200.000 libras, y este peso es evidentemente excesivo. Sin embargo, como es menester que el proyectil tenga cierta consistencia, propongo que se le consienta un peso de 20.000 libras.

—¿Cuál será, pues, el grueso de sus paredes? —preguntó el mayor.

—Si seguimos la proporción reglamentaria —respondió Morgan—, un diámetro de 108 pulgadas exigirá paredes que no bajen de 2 pies.

—Sería demasiado —contestó Barbicane—. Notad bien que no se trata de una bala destinada a taladrar planchas de hierro; basta, pues, que sus paredes sean bastante fuertes para contrarrestar la presión de los gases de la pólvora. He aquí, pues, el problema: ¿qué grueso debe tener una granada de hierro fundido para no pesar más que 20.000 libras? Nuestro hábil calculador, el intrépido Maston, va a decirlo ahora mismo.

—Nada más fácil —replicó el distinguido secretario de la comisión. Y sin decir más, trazó fórmulas algebraicas en el papel, apareciendo bajo su pluma X y más X elevadas hasta la segunda potencia. Hasta pareció que extraía, sin tocarla, cierta raíz cúbica y dijo:

—Las paredes no llegarán a tener el grueso de dos pulgadas.

—¿Será suficiente? —preguntó el mayor con un ademán dubitativo.

—No, evidentemente, no —respondió el presidente Barbicane.

—¿Qué se hace, pues? —repuso Elphiston bastante perplejo.

—Emplear otro metal.

—¿Cobre?——dijo Morgan.

—No; es aún demasiado pesado, y os propongo otro mejor.

—¿Cuál? —dijo el mayor.

—El aluminio —respondió Barbicane.

—¿Aluminio? —exclamaron los tres colegas del presidente.

—Sin duda, amigos míos. Ya sabéis que un ilustre químico francés, Henry Sainte-Claire Deville, llegó en 1854 a obtener el aluminio en masa compacta. Este precioso metal time la blancura de la plata, la inalterabilidad del oro, la tenacidad del hierro, la fusibilidad del cobre y la ligereza del vidrio. Se trabaja fácilmente, abunda en la naturaleza, pues la alúmina forma la base de la mayor parte de las rocas; es tres veces más ligero que el hierro, y parece haber sido creado expresamente para suministrarnos la materia de que se ha de componer nuestro proyectil.

—¡Bien por el aluminio! —exclamó el secretario de la comisión, siempre muy estrepitoso en sus momentos de entusiasmo.

—Pero, mi estimado presidente —dijo el mayor—, ¿no es acaso el aluminio excesivamente caro?

—Lo era —respondió Barbicane—; en los primeros tiempos de su descubrimiento, una libra de aluminio costaba de 260 a 280 dólares (cerca de 1.500 francos); después bajó a 20 dólares (150 francos), y actualmente vale 9 dólares (48 francos).

—Aun así —replicó el mayor, que no daba fácilmente su brazo a torcer—, es un precio enorme.

—Sin duda, mi querido mayor, pero no inasequible a nuestros medios.

—¿Cuánto pesará, pues? —preguntó Morgan.

—He aquí el resultado de mis cálculos —respondió Barbicane—. Una bala de 108 pulgadas de diámetro y de 12 pulgadas de espesor pesaría, siendo de hierro colado, 67.440 libras; construida en aluminio, su peso queda reducido a 19.250 libras.

—¡Perfectamente! —exclamó Maston—. No nos separamos del programa.

—Sí, perfectamente —replicó el mayor—. Pero ¿no veis que a 9 dólares la libra el proyectil costará…?

—Ciento setenta y tres mil doscientos cincuenta dólares, exactamente; pero no temáis, amigos, no faltará dinero para nuestra empresa, respondo de ello.

—Una lluvia de oro caerá en nuestras cajas —replicó J. T. Maston.

—Pues bien, ¿qué os parece el aluminio? —preguntó el presidente.

—Adoptado —respondieron los tres miembros de la comisión.

—En cuanto a la forma de la bala —repuso Barbicane—, importa poco, pues una vez traspasada la atmósfera, el proyectil se hallará en el vacío. Propongo, por tanto, que la bala sea redonda, para que gire como mejor le parezca y se conduzca del modo que le dé la gana.

Así terminó la primera sesión de la comisión. La cuestión del proyectil estaba definitivamente resuelta, y J. T. Maston no cabía de alegría en su pellejo, pensando que se iba a enviar una bala de aluminio a los selenitas, lo que les daría una alta idea de los habitantes de la Tierra.

Capítulo VIII.

La historia del cañón

Las resoluciones tomadas en la primera sesión produjeron en el exterior un gran efecto. La idea de una bala de 20.000 libras atravesando el espacio alarmaba un poco a los meticulosos. ¿Qué cañón, se preguntaban, podrá transmitir jamás a semejante mole una velocidad inicial suficiente? Durante la segunda sesión de la comisión debía responderse satisfactoriamente a esta pregunta.

Al día siguiente por la noche, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaban delante de nuevas montañas de emparedados, a la orilla de un verdadero océano de té. La discusión empezó de inmediato, sin ningún preámbulo.

—Mis queridos colegas —dijo Barbicane—, vamos a ocuparnos de la máquina que se ha de construir, de su tamaño, forma, composición y peso. Es probable que lleguemos a darle dimensiones gigantescas, pero, por grandes que sean las dificultades, nuestro genio industrial las allanará fácilmente. Tened, pues, la bondad de escucharme, y no os desagrade hacerme las objeciones que os parezcan convenientes. No las temo.

Un murmullo aprobador acogió esta declaración.

—No olvidemos —continuó Barbicane— el punto a que ayer nos condujo nuestra discusión. El problema se presenta ahora bajo esta forma: dar una velocidad inicial de 12.000 yardas por segundo a una granada de 108 pulgadas de diámetro y de 20.000 libras de peso.

—He aquí el problema, en efecto —respondió el mayor Elphiston.

—Prosigo —repuso Barbicane—. Cuando un proyectil se lanza al espacio, ¿qué sucede? Se halla solicitado por tres fuerzas independientes: la resistencia del medio, la atracción de la Tierra y la fuerza de impulsión de que está animado. Examinemos estas tres fuerzas. La resistencia del medio, es decir, la resistencia del aire, será poco importante. La atmósfera terrestre no tiene más que 40 millas de altura, que con una velocidad de 12.000 yardas el proyectil podrá atravesar en cinco segundos, lo que nos permite considerar la resistencia del medio como insignificante. Pasemos a la atracción de la Tierra, es decir, al peso de la granada. Ya sabemos que este peso disminuirá en razón inversa del cuadrado de las distancias. He aquí lo que la física nos enseña: cuando un cuerpo abandonado a sí mismo cae a la superficie de la Tierra, su caída es de 15 pies en el primer segundo, y si este mismo cuerpo fuese transportado a 257.542 millas o, en otros términos, a la distancia a que se encuentra la Luna, su caída quedaría reducida a cerca de media línea, en el primer segundo, lo que es casi la inmovilidad. Trátase, pues, de vencer progresivamente esta acción del peso. ¿Cómo la venceremos? Mediante la fuerza de impulsión.

—He aquí la dificultad —respondió el mayor.

—En efecto —repuso el presidente—, pero la allanaremos, porque la fuerza de impulsión que necesitamos resulta de la longitud de la máquina y de la cantidad de pólvora empleada, hallándose ésta limitada por la resistencia de aquélla. Ocupémonos ahora, pues, de las dimensiones que hay que dar al cañón. Téngase en cuenta que podemos procurarle condiciones de una resistencia infinita, si es lícito hablar así, pues no se tiene que maniobrar con él.

—Es evidente —respondió el general.

—Hasta ahora —dijo Barbicane—, los cañones más largos, nuestros enormes columbiads, no han pasado de veinticinco pies de longitud; mucha sorpresa causarán, pues, a la gente las dimensiones que tendremos que adoptar.

—Sin duda —exclamó J. T. Maston—. Yo propongo un cañón cuya longitud no baje de media milla.

 

—¡Media milla! —exclamaron el mayor y el general.

—Sí, media milla, y me quedo corto.

—Vamos, Maston —respondió Morgan—. Exageráis.

—No —replicó el fogoso secretario—, no sé en verdad por qué me tacháis de exagerado.

—¡Porque vais demasiado lejos!

—Sabed, señor —respondió J. T. Maston, con solemne gravedad—, sabed que un artillero es como una bala, que no puede ir demasiado lejos.

La discusión tomaba un carácter personal, pero el presidente intervino.

—Calma, amigos, calma, y razonemos. Se necesita evidentemente un cañón de gran calibre, puesto que la longitud de la pieza aumentará la presión de los gases acumulados debajo del proyectil, pero es inútil pasar de ciertos límites.

—Perfectamente —dijo el mayor.

—¿Qué reglas hay para semejantes casos? Ordinariamente la longitud de un cañón es la de 20 a 25 veces el diámetro de la bala, y pesa de 235 a 240 veces más que ésta.

—No basta —exclamó J. T. Maston impetuosamente.

—Convengo en ello, mi digno amigo. En efecto, siguiendo la proporción indicada, para el proyectil que tuviese 9 pies de ancho y pesase 20.000 libras, el cañón no tendría más que una longitud de 225 pies y un peso de 200.000 libras.

—Lo que es ridículo —añadió J. T. Maston—; tanto valdría echar mano de una pistola.

—Yo también opino lo mismo —respondió Barbicane—, por lo que propongo cuadruplicar esta longitud y construir un cañón de novecientos pies.

El general y el mayor hicieron algunas objeciones; pero sostenida resueltamente la proposición por el secretario del Gun-Club, se adoptó definitivamente.

—Ahora sepamos —dijo Elphiston— qué grueso debemos dar a sus paredes.

—Seis pies —respondió Barbicane.

—Supongo que no intentaréis colocar en una cureña semejante mole —preguntó el mayor.

—¡Lo que, sin embargo, sería soberbio!

—Pero impracticable —respondió Barbicane—. Creo que se debe fundir el cañón en el punto mismo en que se ha de disparar, ponerle abrazaderas de hierro forjado y rodearlo de una obra de mampostería, de modo que participe de toda la resistencia del terreno circundante. Fundida la pieza, se pulirá el ánima para impedir el viento de la bala, y de este modo no habrá pérdida de gas, y toda la fuerza expansiva de la pólvora se invertirá en la impulsión.

—¡Bravo! —exclamó J. T. Maston—. Ya tenemos nuestro cañón.

—¡Todavía no! —respondió Barbicane, calmando con la mano a su impaciente amigo.

—¿Por qué?

—Porque hasta ahora no hemos discutido aún su forma. ¿Será un cañón, un obús o un mortero?

—Un cañón —respondió Morgan.

—Un lanzaobuses —replicó el mayor.

—Un mortero —exclamó J. T. Maston.

Iba a empeñarse una nueva discusión que prometía ser bastante acalorada, y cada cual preconizaba su arma favorita, cuando intervino el presidente.

—Amigos míos —dijo—, voy a poneros a todos de acuerdo. Nuestro columbiad participará a la vez de las tres bocas de fuego. Será un cañón, porque la recámara y el ánima tendrán igual diámetro. Será un lanzaobuses, porque disparará una granada. Será un mortero, porque se apuntará formando con el horizonte un ángulo de noventa grados, y, además le será imposible retroceder, estará fijo en tierra, y así comunicará al proyectil toda la fuerza de impulsión acumulada en sus entrañas.

—Adoptado, adoptado —respondieron los miembros de la comisión.

—Permitidme una sencilla reflexión —dijo Elphiston—. ¿Este cañón-lanzaobuses-mortero será rayado?

—No —respondió Barbicane—, no; necesitamos una velocidad inicial enorme, y ya sabéis que la bala sale con menos rapidez de los cañones rayados que de los lisos. Justamente.

—¡En fin, ya es nuestro! —repitió J. T. Maston.

—Aún falta algo —replicó el presidente.

—¿Qué falta?

—Aún no sabemos de qué metal se ha de componer.

—Decidámoslo sin demora.

—Iba a proponéroslo.

Los cuatro miembros de la Comisión se zamparon una docena de emparedados por barba, seguidos de una buena taza de té, y reanudaron la discusión.

—Dignísimos colegas —dijo Barbicane——, nuestro cañón debe tener mucha tenacidad y dureza, ser infusible al calor, ser inoxidable e indisoluble a la acción corrosiva de los ácidos.

—Acerca del particular, no cabe la menor duda —respondió el mayor—. Y como será preciso emplear una cantidad considerable de metal, la elección no puede ser dudosa.

—Entonces —dijo Morgan—, propongo para la fabricación del columbiad la mejor aleación que se conoce, es decir, cien partes de cobre, doce de estaño y seis de latón.

—Amigos míos —respondió el presidente—, convengo en que la composición que se acaba de proponer ha dado resultados excelentes, pero costaría mucho y se maneja difícilmente. Creo, pues, que se debe adoptar una materia que es excelente y al mismo tiempo barata, cual es el hierro fundido. ¿No sois de mi opinión, mayor?

—Estamos de acuerdo —respondió Elphiston.

—En efecto —respondió Barbicane—, el hierro fundido cuesta diez veces menos que el bronce; es fácil de fundir y de amoldar, y se deja trabajar dócilmente. Su adopción economiza dinero y tiempo. Recuerdo, además, que durante la guerra, en el sitio de Atlanta, hubo piezas de hierro que de veinte en veinte minutos dispararon más de mil tiros sin experimentar deterioro alguno.

—Pero el hierro fundido es quebradizo —respondió Morgan.

—Sí, pero también muy resistente. Además, no reventará, respondo de ello.

—Un cañón puede reventar y ser bueno —replicó sentenciosamente J. T. Maston, abogando pro domu sua como si se sintiese aludido.

—Es evidente —respondió Barbicans—. Me permito, pues, suplicar a nuestro digno secretario que calcule el peso de un cañón de hierro fundido de 900 pies de longitud y de un diámetro interior o calibre de 9 pies, con un grueso de 6 pies en sus paredes.

—Al momento —respondió J. T. Maston.

Y como lo había hecho en la sesión anterior, hizo sus cálculos con una maravillosa facilidad, y dijo al cabo de un minuto:

—El cañón pesará 68.040 toneladas.

—¿Y a dos céntimos la libra, costará…?

—Dos millones quinientos diez mil setecientos un dólares.

J. T. Maston, el mayor y el general, miraron con inquietud a Barbicane.

—Señores —dijo éste—, repito lo que dije ayer: estad tranquilos, los millones no nos faltarán.

Dadas estas seguridades por el presidente, la comisión se separó, quedando citados todos sus individuos para el día siguiente, en que celebrarían la tercera sesión.

Capitulo IX.

La cuestión de las pólvoras

Aún había que tratar la cuestión de las pólvoras.

Esta última decisión era esperada con ansiedad por el público. Dadas la magnitud del proyectil y la longitud del cañón, ¿cuál sería la cantidad de pólvora necesaria para producir la impulsión? Este agente terrible, cuyos efectos, sin embargo, ha dominado el hombre, iba a ser llamado para desempeñar su papel en proporciones insólitas.

En general, se cree, y se repite sin cesar, que la pólvora fue inventada en el siglo XIV por el fraile Schwartz, cuyo descubrimiento le costó la vida. Pero en la actualidad está casi probado que esta historia se debe colocar entre las leyendas de la Edad Media.

La pólvora no ha sido inventada por nadie; resulta directamente del fuego griego, compuesto como ella de azufre y salitre, si bien estas mezclas, que en el fuego griego no eran más que mezclas de dilatación, en la pólvora, tal como se conoce actualmente, al inflamarse producen un estrépito.

Pero si bien los eruditos conocen perfectamente la falsa historia de la pólvora, pocos son los que saben darse cuenta de su poder mecánico, sin cuyo conocimiento no es posible comprender la importancia del asunto sometido a la comisión.

Un litro de pólvora pesa aproximadamente 2 libras (900 gramos), y produce, al inflamarse, 400 libras de gases, que haciéndose libres, y bajo la acción de una temperatura elevada a 2.400°, ocupan el espacio de 4.000 litros. El volumen de la pólvora es, pues, a los volúmenes de los gases producidos por su combustión o deflagración lo que 1 es a 4.000. Júzguese cuál debe ser el ímpetu de estos gases cuando se hallan comprimidos en un espacio reducido cuatro mil veces para contenerlos.

He aquí lo que sabían perfectamente los miembros de la comisión cuando se citaron para la tercera sesión. Barbicane concedió la palabra al mayor. Elphiston había sido durante la guerra director de las fábricas de pólvora.

—Mis buenos camaradas —dijo el distinguido químico—, vamos a enumerar unos guarismos irrecusables que nos servirán de base. La bala de veinticuatro de que hablaba ayer el respetable J. T. Maston en términos tan poéticos, sale de la boca de fuego empujada por dieciséis libras de pólvora.

—¿Estáis seguro de la cifra? —preguntó el presidente.

—Absolutamente seguro —respondió el mayor—. El cañón Armstrong no se carga más que con setenta y cinco libras de pólvora para arrojar un proyectil de ochocientas libras, y el columbiad Rodman, no gasta más que ciento setenta libras de pólvora para enviar a seis millas de distancia su bala de media tonelada. Éstos son hechos acerca de los cuales no cabe la menor duda, pues los he comprobado yo mismo en las actas de la Junta de artillería.

—Perfectamente —respondió el general.

—De estos guarismos —repuso el mayor— se deduce que la cantidad de pólvora no aumenta con el peso de la bala. En efecto, si bien se necesitan dieciséis libras de pólvora para una bala de veinticuatro, o, en otros términos, si bien en los cañones ordinarios se emplea una cantidad de pólvora cuyo peso es dos terceras partes el del proyectil, esta proporción no es constante. Calculad y veréis que para una bala de media tonelada, en lugar de trescientas treinta y tres libras de pólvora, se reduce esta cantidad a ciento sesenta libras solamente.

—¿Y qué pretendéis deducir de eso? —preguntó el presidente.

—Si lleváis vuestra teoría al último extremo, mi querido mayor —dijo J. T. Maston—, resultará que cuando una bala tenga un peso suficiente, no se necesitará pólvora alguna.

—Mi amigo Maston se chancea hasta en las ocasiones más solemnes —replicó el mayor—; pero tranquilizaos. No tardaré en proponerle cantidades de pólvora que dejarán satisfecho su amor propio de artillero. Pero tenía interés en dejar consignado que durante la guerra, la experiencia demostró que para cargar piezas de mayor calibre, el peso de la pólvora podía reducirse perfectamente a una décima parte del que tiene la bala.

—No hay nada más exacto —dijo Morgan—. Pero antes de determinar la cantidad de pólvora necesaria para dar el impulso, opino que convendría ponernos de acuerdo sobre su naturaleza.

—Emplearemos la pólvora de grano grueso —respondió el mayor—, porque su deflagración es más rápida que la de la pólvora fina.

—Sin duda —replicó Morgan—. Pero se desmenuza más fácilmente y altera el ánima de las piezas.

—Lo que sería un inconveniente para un cañón destinado a un largo servicio pero no para nuestro columbiad. No corremos riesgo alguno de explosión, y necesitamos que la pólvora se inflame instantáneamente para que su efecto mecánico sea completo.

—Podríamos —dijo J. T. Maston— abrir varios agujeros para aplicar el fuego a un mismo tiempo a distintos puntos.

—Sin duda —respondió Elphiston—. Pero complicaríamos la operación. Me atengo, pues, a mi pólvora de grano grueso que allana todas las dificultades.

—Sea —respondió el general.

—Para cargar su columbiad —añadió el mayor— Rodman empleaba una pólvora de granos gruesos como castañas, hecha con carbón de sauce, tostado sencillamente en calderas de hierro fundido. Era una pólvora dura y brillante, que no manchaba la mano; contenía una gran proporción de hidrógeno y de oxígeno, se inflamaba instantáneamente y, aunque muy desmenuzable, no deterioraba sensiblemente las bocas de fuego.

—Me parece, pues —respondió J. T. Maston—, que no debemos vacilar y que la elección está hecha.

—A no ser que prefiráis la pólvora de oro —replicó el mayor riendo, lo que le valió un ademán amenazador con que le contestó la mano postiza de su susceptible amigo.

Hasta entonces, Barbicane se había abstenido de tomar parte en la discusión. Dejaba hablar y escuchaba. Evidentemente meditaba algo. Se contentó con preguntar sencillamente:

—¿Y ahora, amigos, qué cantidad de pólvora proponéis?

 

Los tres miembros del Gun-Club se miraron mutuamente por un instante.

—Doscientas mil libras —dijo, por fin, Morgan.

—Quinientas mil —replicó el mayor.

—Ochocientas mil —exclamó J. T. Maston.

Esta vez, Elphiston no se atrevió a calificar a su colega de exagerado. En efecto, se trataba de enviar a la Luna un proyectil de veinte mil libras, dándole una fuerza inicial de doce mil yardas por segundo. Siguió a la triple proposición hecha por los tres colegas un momento de silencio.

El presidente Barbicane lo rompió.

—Mis bravos camaradas —dijo con voz tranquila—, yo parto del principio de que la resistencia de nuestro cañón, construido en las condiciones requeridas, es ilimitada. Voy, pues, a sorprender al distinguido J. T. Maston diciéndole que ha sido tímido en sus cálculos, y propongo doblar sus ochocientas mil libras de pólvora.

—¿Un millón seiscientas mil libras? —exclamó J. T. Maston saltando de su asiento.

—Como lo digo.

—Pero entonces fuerza será recurrir a mi cañón de media milla de longitud.

—Es evidente —dijo el mayor.

—Un millón seiscientas mil libras de pólvora —repuso el secretario de la comisión— ocuparán aproximadamente un espacio de 22.000 pies cúbicos, y como vuestro cañón no tiene más que una capacidad de 54.000 pies cúbicos, quedará cargado de pólvora hasta la mitad y el ánima no será bastante larga para que la detención de los gases dé al proyectil un impulso suficiente.

La objeción no tenía réplica. J. T. Maston estaba en lo justo. Todos miraron a Barbicane.

—Sin embargo —continuó el presidente—, se necesita la cantidad de pólvora que he dicho. Pensadlo bien, un millón seiscientas mil libras de pólvora producirán seis mil millones de litros de gas. ¡Seis mil millones! ¿Lo entendéis?

—Pero, entonces, ¿cómo hacerlo? —preguntó el general.

—Muy sencillamente. Es preciso reducir esta enorme cantidad de pólvora conservándola con este poder mecánico.

—¡Bueno! Pero ¿cómo?

—Voy a decíroslo —respondió tranquilamente Barbicane.

Sus interlocutores le miraban ávidamente.

—Nada, en efecto, es más fácil —dijo— que reducir esta masa de pólvora a un volumen cuatro veces menos considerable. Todos conocéis esa curiosa materia que constituyen los tejidos elementales de los vegetales, llamada celulosa.

—Os comprendo, querido Barbicane —dijo el mayor.

—Esta materia —prosiguió el presidente— se saca perfectamente pura de varios cuerpos, especialmente del algodón, y no es más que la pelusa de los granos del algodonero. El algodón, combinado con el ácido nítrico en frío, se transforma en una sustancia eminentemente explosiva. En 1832, Braconnot, químico francés, descubrió esta sustancia, a la cual dio el nombre de xiloidina. En 1838, Pelouze, otro francés, estudió sus diversas propiedades, y, por último, en 1846, Shonbein, profesor de química en Basilea, la propuso como pólvora de guerra. Esta pólvora es el algodón azótico o nítrico…

—O piróxilo —respondió Elphiston.

—O fulmicotón —replicó Morgan.

—¿No hay un solo nombre americano que pueda ponerse al pie de este descubrimiento? —exclamó J. T. Maston a impulsos de su amor propio nacional.

—Ni uno, desgraciadamente —respondió el mayor.

—Sin embargo —repuso el presidente—, debo decir, para halagar el patriotismo de Maston, que los trabajos de un conciudadano nuestro se refieren al estudio de la celulosa, pues el colidón, uno de los principales agentes de la fotografía, no es más que piróxilo disuelto en el éter con adición de alcohol, y ha sido descubierto por Maynard, que estudiaba entonces medicina en Boston.

—¡Pues hurra por Maynard y por el fulmicotón! —exclamó el entusiasta secretario del Gun-Club.

—Volvamos al piróxilo —repuso Barbicane—. Conocéis sus propiedades, por las cuales va a ser para nosotros tan precioso. Se prepara con la mayor facilidad, sumergiendo algodón en ácido nítrico humeante, por espacio de quince minutos, lavándolo después en mucha agua y dejándolo secar.

—Nada, en efecto, más sencillo —dijo Morgan.

—Además, el piróxilo es inalterable a la humedad, cualidad preciosa para nosotros, que necesitaremos muchos días para cargar el cañón; se inflama a los 170° en lugar de 240°, y su deflagración es tan súbita que se inflama sobre la pólvora ordinaria sin que tenga tiempo de inflamarse ésta.

—Perfectamente —respondió el mayor.

—Sólo que cuesta más cara.

—¿Qué importa? —dijo J. T. Maston.

—Por último, comunica a los proyectiles una velocidad cuatro veces mayor que la que les da la pólvora ordinaria. Y si se mezclan con el piróxilo ocho décimas de su peso de nitrato de potasa, su fuerza expansiva aumenta considerablemente.

—¿Será necesaria esa mezcla? —preguntó el mayor.

—Me parece que no —respondió Barbicane—. Así pues, en lugar de mil seiscientas libras de pólvora, nos bastarán quinientas libras de fulmicotón, y como no hay peligro en comprimir quinientas libras de algodón en un espacio de 26 pies cúbicos, esta materia no ocupará en el columbiad más que una altura de 30 toesas. Así recorrerá la bala más de 700 pies de ánima bajo el esfuerzo de seis mil millones de litros de gas antes de emprender su marcha hacia el astro de la noche.

Al oír estas palabras, J. T. Maston no pudo reprimir su entusiasmo, y con la velocidad de un proyectil se arrojó a los brazos de su amigo, al cual hubiera derribado, si Barbicane no hubiese sido un hombre hecho a prueba de bomba.

Este incidente fue el punto final de la tercera sesión de la comisión. Barbicane y sus audaces colegas, para quienes no había nada imposible, acababan de resolver la cuestión tan compleja del proyectil, del cañón y de la pólvora. Formado su plan, ya no faltaba más que ejecutarlo.

—Poca cosa, una bagatela —decía J. T. Maston.

Capitulo X.

Un enemigo para veinticinco millones de amigos

Los más insignificantes pormenores de la empresa del Gun-Club excitaban el interés del público americano, que seguía uno tras otro todos los pasos de la comisión. Los menores preparativos de tan colosal experimento, las cuestiones de cifras que provocaba, las dificultades mecánicas que había que resolver, en una palabra, la ejecución del gran proyecto le absorbía completamente.

Más de un año había de mediar entre el principio y la conclusión de los trabajos, pero este transcurso de tiempo no podía ser estéril en emociones. La elección del sitio para la construcción del molde, la fundición del columbiad, su muy peligrosa carga, eran más que suficientes para excitar la curiosidad pública. El proyectil, apenas disparado, desaparecería en algunas décimas de segundo, sin ser accesible a mirada alguna; pero lo que llegaría a ser después, su manera de conducirse en el espacio y el momento de llegar a la Luna, no podían verlo con sus propios ojos más que unos cuantos privilegiados. Así pues, los preparativos del experimento, los pormenores precisos de la ejecución, constituían entonces el verdadero interés, el interés general, el interés público.

Sin embargo, hubo un incidente que sobreexcitó de pronto el atractivo puramente científico.

Ya se sabe que el proyecto de Barbicane había agolpado en torno de éste numerosas legiones de admiradores y amigos. Pero aquella mayoría, por grande, por extraordinaria que fuese, no era la unanimidad. Un hombre, un solo hombre en todos los Estados de la Unión, protestó contra la tentativa del Gun-Club y la atacó con violencia en todas las ocasiones que le parecieron oportunas. Es tal la naturaleza humana, que Barbicane fue más sensible a esta oposición de uno solo que a los aplausos de todos los demás.

Y eso, pese a que conocía el motivo de semejante antipatía, y que conocía la procedencia de aquella enemistad aislada, enemistad personal y antigua, fundada en una rivalidad de amor propio.

El presidente del Gun-Club no había visto ni una vez en la vida a aquel enemigo perseverante, lo que fue una dicha, porque el encuentro de aquellos dos hombres hubiera tenido funestas consecuencias. Aquel rival de Barbicane era un sabio como él, de carácter altivo, audaz, seguro de sí mismo, violento, un yanqui de pura sangre. Se llamaba capitán Nicholl y residía en Filadelfia.