Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—¡Ahora os burláis! Desgraciado de vos si hubiese bañado esa figura en sangre de mujer, según mi ciencia... ¡Y más desgraciado cuando la hubiese fundido en las brasas!...

—¿Era eso todo?

—Sí...

—Tened vuestros diez sequines. Ahora abrid la puerta.

La vieja me miró astuta:

—¿Ya os vais, Excelencia? ¿No deseáis nada de mí? Si me dais otros diez sequines yo haré delirar por vuestros amores a la Señora Princesa. ¿No queréis, Excelencia?

Yo repuse secamente:

—No.

La vieja entonces tomó del suelo el candil, y abrió la puerta. Salí al camino, que estaba desierto. Era completamente de noche, y comenzaban a caer gruesas gotas de agua, que me hicieron apresurar el paso. Mientras me alejaba iba pensando en el reverendo capuchino que había tenido tan cabal noticia de todo aquello. Hallé cerrada la cancela del jardín y tuve que hacer un largo rodeo. Daban las nueve en el reloj de la Catedral cuando atravesaba el arco románico que conducía a la plaza donde se alzaba el Palacio Gaetani. Estaban iluminados los balcones, y de la iglesia de los Dominicos, salía entre cirios el Paso de la Cena. Aún recuerdo aquellas procesiones largas, tristes, rumorosas, que desfilaban en medio de grandes chubascos. Había procesiones al rayar el día, y procesiones por la tarde, y procesiones a la media noche. Las cofradías eran innumerables. Entonces la Semana Santa tenía fama en aquella vieja ciudad pontificia.

**

La princesa, durante la tertulia, no me habló ni me miró una sola vez. Yo, temiendo que aquel desdén fuese advertido, decidí re-retirarme. Con la sonrisa en los labios llegué hasta donde la noble señora hablaba suspirando. Cogí audazmente su mano, y la besé, haciéndole sentir la presión decidida y fuerte de mis labios. Vi palidecer intensamente sus mejillas y brillar el odio en sus ojos, sin embargo, supe inclinarme con galante rendimiento y solicitar su venia para retirarme. Ella repuso fríamente:

—Eres dueño de hacer tu voluntad.

—¡Gracias, Princesa!

Salí del salón en medio de un profundo silencio. Sentíame humillado, y comprendía que acababa de hacerse imposible mi estancia en el Palacio. Pasé la noche en el retiro de la biblioteca, preocupado con este pensamiento, oyendo batir monótonamente el agua en los cristales de las ventanas. Sentíame presa de un afán doloroso y contenido, algo que era insensata impaciencia de mí mismo, y de las horas, y de todo cuanto me rodeaba. Veíame como prisionero en aquella biblioteca oscura, y buscaba entrar en mi verdadera conciencia, para juzgar todo lo acaecido durante aquel día con serena y firme reflexión. Quería resolver, quería decidir, y extraviábase mi pensamiento, y mi voluntad desaparecía, y todo esfuerzo era vano.

¡Fueron horas de tortura indefinible! Ráfagas de una insensata violencia agitaban mi alma. Con el vértigo de los abismos me atraían aquellas asechanzas misteriosas, urdidas contra mí en la sombra perfumada de los grandes salones. Luchaba inútilmente por dominar mi orgullo y convencerme que era más altivo y más gallardo abandonar aquella misma noche, en medio de la tormenta, el Palacio Gaetani. Advertíame presa de una desusada agitación, y al mismo tiempo comprendía que no era dueño de vencerla, y que todas aquellas larvas que entonces empezaban a removerse dentro de mí, habían de ser fatalmente furias y sierpes. Con un presentimiento sombrío, sentía que mi mal era incurable y que mi voluntad era impotente para vencer la tentación de hacer alguna cosa audaz, irreparable. ¡Era aquello el vértigo de la perdición!...

A pesar de la lluvia, abrí la ventana. Necesitaba respirar el aire fresco de la noche. El cielo estaba negro. Una ráfaga aborrascada pasó sobre mi cabeza: Algunos pájaros sin nido habían buscado albergue bajo el ala, y con estremecimientos llenos de frío sacudían el plumaje mojado, piando tristemente. En la plaza resonaba la canturía de una procesión lejana. La iglesia del convento tenía las puertas abiertas, y en el fondo brillaba el altar iluminado. Oíase la voz senil de una carraca. Las devotas salían de la iglesia y se cobijaban bajo el arco de la plaza para ver llegar la procesión. Entre dos hileras de cirios, bamboleaban las andas, allá en el confín de una calle estrecha y alta. En la plaza esperaban muchos curiosos cantando una oración rimada. La lluvia redoblando en los paraguas, y el chapoteo de los pies en los charcas contrastaba con la nota tibia y sensual de las enaguas blancas que asomaban bordeando los vestidos negros, como espumas que bordean sombrío oleaje de tempestad. Las dos señoras de los negros y crujientes vestidos de seda, salieron de la iglesia, y pisando en la punta de los pies, atravesaron corriendo la plaza, para ver la procesión desde las ventanas del Palacio. Una ráfaga agitaba sus mantos.

Caían gruesas gotas de agua que dejaban un lamparón oscuro en las losas de la plaza. Yo tenía las mejillas mojadas, y sentía como una vaga efusión de lágrimas. De pronto se iluminaron los balcones, y las Princesas, con otras damas, asomaron en ellos. Cuando la procesión llegaba bajo el arco, llovía á torrentes. Yo la vi desfilar desde el balcón de la biblioteca, sintiendo a cada instante en la cara el salpicar de la lluvia arremolinada por el viento. Pasaron primero los Hermanos del Calvario, silenciosos y encapuchados. Después los Hermanos de la Pasión, con hopas amarillas y cirios en las manos. Luego seguían los Pasos: Jesús en el Huerto de las Olivas, Jesús ante Pilatos, Jesús ante Herodes, Jesús atado a la Columna. Bajo aquella lluvia fría y cenicienta tenían una austeridad triste y desolada. El último en aparecer fue el Paso de las Caídas. Sin cuidarse del agua, las damas se arrastraron de rodillas hasta la balaustrada del balcón. Oyóse la voz trémula del mayordomo:

—¡Ya llega! ¡Ya llega!

Llegaba, sí, pero cuán diferente de cómo lo habíamos visto la primera vez en una sala del Palacio. Los cuatro judíos habían depuesto su fiereza bajo la lluvia. Sus cabezas de cartón se despintaban: Ablandábanse los cuerpos, y flaqueaban las piernas como si fuesen a hincarse de rodillas. Parecían arrepentidos. Las dos hermanas de los rancios vestidos de gro, viendo en ello un milagro, repetían llenas de unción:

—¡Edificante, Antonina!

—¡Edificante, Lorencina!

La lluvia caía sin tregua como un castigo, y desde un balcón vecino llegaban con vaguedad de poesía y de misterio, los arrullos de dos tórtolas que cuidaba una vieja enlutada y consumida que rezaba entre dos cirios encendidos en altos candeleros, tras los cristales. Busqué con los ojos al Señor Polonio: Había desaparecido.

**

Poco después, apesadumbrado y dolorido, meditaba en mi cámara cuando una mano batió con los artejos en la puerta y la voz cascada del mayordomo vino a sacarme un momento del penoso cavilar:

—Excelencia, este pliego.

—¿Quién lo ha traído?

—Un correo que acaba de llegar.

Abrí el pliego y pasé por él una mirada. Monseñor Sassoferrato me ordenaba presentarme en Roma. Sin acabar de leerlo me volví al mayordomo, mostrando un profundo desdén:

—Señor Polonio, que dispongan mi silla de posta.

El mayordomo preguntó hipócritamente:

—¿Vais a partir, Excelencia?

—Antes de una hora.

—¿Lo sabe mi señora la Princesa?

—Vos cuidaréis de decírselo.

—¡Muy honrado, Excelencia! Ya sabéis que el postillón está enfermo... Habrá que buscar otro. Si me autorizáis para ello yo me encargo de hallar uno que os deje contento.

La voz del viejo y su mirada esquiva, despertaron en mi alma una sospecha. Juzgué que era temerario confiarse a tal hombre, y le dije:

—Yo veré a mi postillón.

Me hizo una profunda reverencia, y quiso retirarse, pero le detuve:

—Escuchad, Señor Polonio.

—Mandad, Excelencia.

Y cada vez se inclinaba con mayor respeto. Yo le clavé los ojos, mirándole en silencio: Me pareció que no podía dominar su inquietud. Adelantando un paso le dije:

—Como recuerdo de mi visita, quiero que conservéis esta piedra.

Y sonriendo me saqué de la mano aquel anillo, que tenía en una amatista grabadas mis armas. El mayordomo me miró con ojos extraviados:

—¡Perdonad!

Y sus manos agitadas rechazaban el anillo. Yo insistí:

—Tomadlo.

Inclinó la cabeza y lo recibió temblando. Con un gesto imperioso le señalé la puerta.

—Ahora salid.

El mayordomo llegó al umbral, y murmuró resuelto y acobardado:

—Guardad vuestro anillo.

Con insolencia de criado lo arrojó sobre una mesa. Yo le miré amenazador:

—Presumo que vais a salir por la ventana, Señor Polonio.

Retrocedió, gritando con energía:

—¡Conozco vuestro pensamiento! No basta a vuestra venganza el maleficio con que habéis deshecho aquellos judíos, obra de mis manos, y con ese anillo queréis embrujarme. ¡Yo haré que os delaten al Santo Oficio!

Y huyó de mi presencia haciendo la señal de la cruz como si huyese del Diablo. No pude menos de reírme largamente. Llamé a Musarelo, y le ordené que se enterase del mal que aquejaba al postillón. Pero Musarelo había bebido tanto, que no estaba capaz para cumplir mi mandato. Sólo pude averiguar que el postillón y Musarelo habían cenado con el Señor Polonio.

**

Qué triste es para mí el recuerdo de aquel día. María Rosario estaba en el fondo de un salón llenando de rosas los floreros de la capilla. Cuando yo entré quedóse un momento indecisa: Sus ojos miraron medrosos hacia la puerta, y luego se volvieron a mí con un ruego tímido y ardiente. Llenaba en aquel momento el último florero, y sobre sus manos deshojóse una rosa. Yo entonces la dije, sonriendo:

 

—¡Hasta las rosas se mueren por besar vuestras manos!

Ella también sonrió contemplando las hojas que había entre sus dedos, y después con leve soplo las hizo volar. Quedamos silenciosos: Era la caída de la tarde y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos: Los cipreses del jardín levantaban sus cimas pensativas en el azul del crepúsculo, al pie de la vidriera iluminada. Dentro apenas si se distinguía la forma de las cosas, y en el recogimiento del salón las rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente igual que la tarde. Mis ojos buscaban los ojos de María Rosario con el empeño de aprisionarlos en la sombra. Ella suspiró angustiada como si el aire le faltase, y apartándose el cabello de la frente con ambas manos, huyó hacia la ventana. Yo, temeroso de asustarla, no intenté seguirla, y sólo le dije después de un largo silencio:

—¿No me daréis una rosa?

Volvióse lentamente y repuso con voz tenue:

—Si la queréis...

Dudó un instante, y de nuevo se acercó. Procuraba mostrarse serena, pero yo veía temblar sus manos sobre los floreros al elegir la rosa. Con una sonrisa llena de angustia me dijo:

—Os daré la mejor.

Ella seguía buscando en los floreros. Yo suspiré romántico:

—La mejor está en vuestros labios.

Me miró apartándose pálida y angustiada:

—No sois bueno... ¿Por qué me decís esas cosas?

—Por veros enojada.

—¡Algunas veces me parecéis el Demonio!...

—El Demonio no sabe querer.

Quedóse silenciosa. Apenas podía distinguirse su rostro en la tenue claridad del salón, y sólo supe que lloraba cuando estallaron sus sollozos. Me acerqué queriendo consolarla:

—¡Oh!... Perdonadme.

Y mi voz fue tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oírla, sentí su extraño poder de seducción. Era llegado el momento supremo, y presintiéndolo, mi corazón se estremecía con el ansia de la espera cuando está próxima una gran ventura. María Rosario cerraba los ojos con espanto, como al borde de un abismo. Su boca descolorida parecía sentir una voluptuosidad angustiosa. Yo cogí sus manos que estaban yertas: Ella me las abandonó sollozando, con un frenesí doloroso:

—¿Por qué os gozáis en hacerme sufrir?... ¡Si sabéis que todo es imposible!...

—¡Imposible!... Yo nunca esperé conseguir vuestro amor... ¡Ya sé que no lo merezco!... Solamente quiero pediros perdón y oír de vuestros labios que rezaréis por mí cuando esté lejos.

—¡Callad!... ¡Callad!...

—Os contemplo tan alta, tan lejos de mí, tan ideal, que juzgo vuestras oraciones como las de una Santa.

—¡Callad!... ¡Callad!...

—Mi corazón agoniza sin esperanza. Acaso podré olvidaros, pero este amor habrá sido para mí como un fuego purificador.

—¡Callad!... ¡Callad!...

Yo tenía lágrimas en los ojos, y sabía que cuando se llora, las manos pueden arriesgarse a ser audaces. ¡Pobre María Rosario, quedóse pálida como una muerta, y pensé que iba a desmayarse en mis brazos! Aquella niña era una Santa, y viéndome a tal extremo desgraciado, no tenía valor para mostrarse más cruel conmigo. Cerraba los ojos, y gemía agoniada:

—¡Dejadme!... ¡Dejadme!...

Yo murmuré:

—¿Por qué me aborrecéis tanto?

Me miró despavorida, como si al sonido de mi voz se despertase, y arrancándose de mis brazos huyó hacia la ventana que doraban todavía los últimos rayos del sol. Apoyó la frente en los cristales y comenzó a sollozar. En el jardín se levantaba el canto de un ruiseñor, que evocaba en la sombra azul de la tarde, un recuerdo ingenuo de santidad.

**

María Rosario llamó a la más niña de sus hermanas, que con una muñeca en brazos, acababa de asomar en la puerta del salón: La llamaba con un afán angustioso y pudoroso que encendía su carne con divinas rosas:

—¡Entra!... ¡Entra!...

La llamaba tendiéndole los brazos desde el fondo de la ventana. La niña, sin moverse, le mostró la muñeca:

—Me la hizo Polonio.

—Ven a enseñármela.

—¿No la ves así?...

—No, no la veo.

María Nieves acabó por decidirse, y entró corriendo: Los cabellos flotaban sobre su espalda como una nube de oro. Era llena de gentileza, con movimientos de pájaro, alegres y ligeros: María Rosario, viéndola llegar, sonreía, cubierto el rostro de rubor y sin secar las lágrimas. Inclinóse para besarla, y la niña se le colgó al cuello, hablándole con agasajo al oído:

—¡Si le hicieses un vestido a mi muñeca!...

—¿Cómo lo quieres?...

María Rosario le acariciaba los cabellos, reteniéndola a su lado. Yo veía cómo sus dedos trémulos desaparecían bajo la infantil y olorosa crencha. En voz baja le dije:

—¿Qué temíais de mí?

Sus mejillas llamearon:

—Nada...

Y aquellos ojos, como no he visto otros hasta ahora, ni los espero ver ya, tuvieron para mí una mirada tímida y amante. Callábamos conmovidos, y la niña empezó a referirnos la historia de su muñeca: Se llamaba Yolanda, y era una reina. Cuando le hiciesen aquel vestido de tisú, le pondrían también una corona. María Nieves hablaba sin descanso: Sonaba su voz con murmullo alegre, continuo, como el borboteo de una fuente. Recordaba cuántas muñecas había tenido, y quería contar la historia de todas: Unas habían sido reinas, otras pastoras. Eran largas historias confusas, donde se repetían continuamente las mismas cosas. La niña extraviábase en aquellos relatos como en el jardín encantado del ogro las tres niñas hermanas, Andara, Magalona y Aladina... De pronto huyó de nuestro lado. María Rosario la llamó sobresaltada:

—¡Ven!... ¡No te vayas!

—No me voy.

Corría por el salón, y la cabellera de oro le revoloteaba sobre los hombros. Como cautivos, la seguían a todas partes los ojos de María Rosario: Volvió a suplicarle:

—¡No te vayas!...

—Si no me voy.

La niña hablaba desde el fondo oscuro del salón. María Rosario, aprovechando el instante, murmuró con apagado acento:

—Marqués, salid de Ligura...

—¡Sería renunciar a veros!

—¿Y acaso no es hoy la última vez? Mañana entraré en el convento. ¡Marqués, oíd mi ruego!...

—Quiero sufrir aquí... Quiero que mis ojos, que no lloran nunca, lloren cuando os vistan el hábito, cuando os corten los cabellos, cuando las rejas se cierren ante vos. ¡Quién sabe, si al veros sagrada por los votos, mi amor terreno no se convertirá en una devoción! ¡Vos sois una Santa!...

—¡Marqués, no digáis impiedades!

Y me clavó los ojos tristes, suplicantes, guarnecidos de lágrimas como de oraciones purísimas. Entonces ya parecía olvidada de la niña, que sentada en un canapé, adormecía a su muñeca con viejas tonadillas del tiempo de las abuelas. En la sombra de aquel vasto salón donde las rosas esparcían su aroma, la canción de la niña tenía el encanto de esas rancias galanterías que parece se hayan desvanecido con los últimos sones de un minué.

**

Como una flor de sensitiva, María Rosario temblaba bajo mis ojos. Yo adivinaba en sus labios el anhelo y el temor de hablarme. De pronto me miró ansiosa, parpadeando como si saliese de un sueño. Con los brazos tendidos hacia mí, murmuró arrebatada, casi violenta:

—Salid hoy mismo para Roma. Os amenaza un peligro y tenéis que defenderos. Habéis sido delatado al Santo Oficio.

Yo repetí, sin ocultar mi sorpresa:

—¿Delatado al Santo Oficio?

—Sí, por brujo... Vos habíais perdido un anillo, y por arte diabólica lo recobrásteis... ¡Eso dicen, Marqués!

Yo exclamé con ironía:

—¿Y quien lo dice es vuestra madre?

—¡No!...

Sonreí tristemente:

—¡Vuestra madre, que me aborrece porque vos me amáis!

—¡Jamás!... ¡Jamás!...

—¡Pobre niña!, vuestro corazón tiembla por mí, presiente los peligros que me cercan, y quiere prevenirlos.

—¡Callad, por compasión!... ¡No acuséis a mi madre!...

—¿Acaso ella no llevó su crueldad hasta acusaros a vos misma? ¿Acaso creyó vuestras palabras cuando le jurabais que no me habíais visto una noche?...

—¡Sí, las creyó!

María Rosario había dejado de temblar. Erguíase inmaculada y heroica, como las Santas ante las fieras del Circo. Yo insistí, con triste acento, gustando el placer doloroso y supremo del verdugo:

—No, no fuisteis creída. Vos lo sabéis. ¡Y cuántas lágrimas han vertido en la oscuridad vuestros ojos!

María Rosario retrocedió hacia el fondo de la ventana:

—¡Sois brujo!... ¡Han dicho la verdad!... ¡Sois brujo!...

Luego, rehaciéndose, quiso huir, pero yo la detuve:

—Escuchadme.

Ella me miraba con los ojos extraviados, haciendo la señal de la cruz:

—¡Sois brujo!... ¡Por favor, dejadme!

Yo murmuré con desesperación:

—¿También vos me acusáis?

—¿Decid entonces, cómo habéis sabido?...

La miré largo rato en silencio, hasta que sentí descender sobre mi espíritu el numen sagrado de los profetas:

—Lo he sabido, porque habéis rezado mucho para que lo supiese... ¡He tenido en un sueño revelación de todo!...

María Rosario respiraba anhelante. Otra vez quiso huir, y otra vez la detuve. Desfallecida y resignada, miró hacia el fondo del salón, llamando a la niña:

—¡Ven, hermana!... ¡Ven!

Y le tendía los brazos: La niña acudió corriendo: María Rosario la estrechó contra su pecho alzándola del suelo, pero estaba tan desfallecida de fuerzas, que apenas podía sostenerla, y suspirando con fatiga tuvo que sentarla sobre el alféizar de la ventana. Los rayos del sol poniente circundaron como una aureola la cabeza infantil: La crencha sedeña y olorosa fue como onda de luz sobre los hombros de la niña. Yo busqué en la sombra la mano de María Rosario:

—¡Curadme!...

Ella murmuró retirándose:

—¿Y cómo?...

—Jurad que me aborrecéis.

—Eso no...

—¿Y amarme?

—Tampoco. ¡Mi amor no es de este mundo!

Y su voz era tan triste al pronunciar estas palabras, que yo sentí una emoción voluptuosa como si cayese sobre mi corazón rocío de lágrimas purísimas. Inclinándome para beber su aliento y su perfume, murmuré en voz baja y apasionada:

—Vos me pertenecéis. Hasta la celda del convento os seguirá mi culto mundano. Solamente por vivir en vuestro recuerdo y en vuestras oraciones, moriría gustoso.

—¡Callad!... ¡Callad!...

María Rosario, con el rostro intensamente pálido, tendía sus manos temblorosas hacia la niña que estaba sobre el alféizar, circundada por el último resplandor de la tarde, como un arcángel en una vidriera antigua. El recuerdo de aquel momento, aún pone en mis mejillas un frío de muerte. Ante nuestros ojos espantados se abrió la ventana, con ese silencio de las cosas inexorables que están determinadas en lo invisible y han de suceder por un destino fatal y cruel. La figura de la niña, inmóvil sobre el alféizar, se destacó un momento en el azul del cielo donde palidecían las estrellas, y cayó al jardín, cuando llegaban a tocarla los brazos de la hermana.

**

¡Fue satanás! ¡Fue Satanás!... Aún resuena en mi oído aquel grito angustiado de María Rosario: Después de tantos años, aún la veo pálida, divina y trágica como el mármol de una estatua antigua: Aún siento el horror de aquella hora:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

La niña estaba inerte sobre la escalinata. El rostro aparecía entre el velo de los cabellos, blanco como un lirio, y de la rota sien manaba el hilo de sangre que los iba empapando. La hermana, como una poseída, gritaba:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

Levanté a la niña en brazos y sus ojos se abrieron un momento llenos de tristeza. La cabeza ensangrentada y mortal, rodó yerta sobre mi hombro, y los ojos se cerraron de nuevo, lentos como dos agonías. Los gritos de la hermana, resonaban en el silencio del jardín:

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

La cabellera de oro, aquella cabellera fluida como la luz, olorosa como un huerto, estaba negra de sangre. Yo la sentí pesar sobre mi hombro semejante a la fatalidad en un destino trágico. Con la niña en brazos subí la escalinata. En lo alto salió a mi encuentro el coro angustiado de las hermanas. Yo escuché su llanto y sus gritos, yo sentí la muda interrogación de aquellos rostros pálidos que tenían el espanto en los ojos. Los brazos se tendían hacia mí desesperados, y ellos recogieron el cuerpo de la hermana, y lo llevaron hacia el Palacio. Yo quedé inmóvil, sin valor para ir detrás, contemplando la sangre que tenía en las manos. Desde el fondo de las estancias llegaba hasta mí el lloro de las hermanas y los gritos ya roncos de aquella que clamaba enloquecida:

 

—¡Fue Satanás!... ¡Fue Satanás!...

Sentí miedo. Bajé a las caballerizas y con ayuda de un criado enganché los caballos a la silla de posta. Partí al galope. Al desaparecer bajo el arco de la plaza, volví los ojos llenos de lágrimas para enviarle un adiós al Palacio Gaetani. En la ventana, siempre abierta, me pareció distinguir una sombra trágica y desolada. ¡Pobre sombra envejecida, arrugada, miedosa que vaga todavía por aquellas estancias, y todavía cree verme acechándola en la oscuridad! Me contaron que ahora, al cabo de tantos años, ya repite sin pasión, sin duelo, con la monotonía de una vieja que reza:

¡FUÉ SATANÁS!