Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Si considerásemos lo que Nuestro Señor padeció por nosotros!

—¡Ay!... ¡Si lo considerásemos!

En presencia de aquellos cuatro judíos vestidos a la chamberga, era indudable que las devotas señoras procuraban hacerse cargo del drama de la Pasión. El Señor Polonio daba vueltas en torno de las andas, y con los nudillos golpeaba suavemente las fieras cabezas de los cuatro deicidas:

—¡De cartón!... Sí, señoras, igual que las caretas. Fue una idea que me vino sin saber cómo.

Las damas repetían juntando las manos:

—¡Inspiración divina!...

—¡Inspiración de lo alto!...

El Señor Polonio sonreía:

—Nadie, absolutamente nadie, esperaba que pudiese realizar la idea... Se burlaban de mí... Ahora, en cambio, todo se vuelven parabienes. ¡Y yo perdono aquellos sarcasmos! ¡He llevado mi idea en la frente un año entero!

Oyéndole, las señoras, repetían enternecidas:

—¡Inspiración!...

—¡Inspiración!...

Jesús Nazareno, desmelenado, lívido, sangriento, agobiado bajo el peso de la cruz, parecía clavar en nosotros su mirada dulce y moribunda. Los cuatro judíos, vestidos de rojo, le rodeaban fieros. El que iba delante tocaba la trompeta. Los que le daban escolta a uno y otro lado, llevaban sendas disciplinas, y aquel que caminaba detrás, mostraba al pueblo la sentencia de Pilatos. Era un papel de música, y el mayordomo tuvo cuidado de advertirnos cómo en aquel tiempo de gentiles, los escribanos hacían unos garabatos muy semejantes a los que hacen los músicos. Volviéndose a mí con gravedad doctoral, continuó:

—Los moros y los judíos todavía escriben de una manera semejante. ¿Verdad, Excelencia?

Cuando el Señor Polonio se hallaba en esta erudita explicación, llegó un sacristán capitaneando a cuatro devotos que venían para llevarse a la iglesia de los Capuchinos aquel famoso Paso de las Caídas. El Señor Polonio cubrió las andas con una colcha, y les ayudó a levantarlas. Después los acompañó hasta la puerta de la estancia:

—¡Cuidado!... No tropezar con las paredes... ¡Cuidado!...

Enjugóse las lágrimas, y abrió una ventana para verlos salir. La primera preocupación del sacristán, cuando asomó en la calle, fue mirar al cielo, que estaba completamente encapotado. Luego se puso al frente de su tropa, y echó por medio. Los cuatro devotos iban casi corriendo. Las andas envueltas en la colcha roja bamboleaban sobre sus hombros. El Señor Polonio se dirigió a nosotros:

—Sin cumplimiento: ¿Qué les ha parecido?

Las dos señoras estuvieron, como siempre, de acuerdo.

— ¡Edificante!

—¡Edificante!

El Señor Polonio sonrió beatíficamente, y se volvió a la ventana con la mano extendida hacia la calle para enterarse si llovía.

**

Aquella noche las hijas de la Princesa habíanse refugiado en la terraza, bajo la luna, como las hadas de los cuentos: Rodeaban a una amiga joven y muy bella, que de tiempo en tiempo me miraba llena de curiosidad. En el salón, las señoras ancianas conversaban discretamente, y sonreían al oír las voces juveniles que llegaban en ráfagas, perfumadas con el perfume de las lilas que se abrían al pie de la terraza. Desde el salón distinguíase el jardín, inmóvil bajo la luna, que envolvía en pálida claridad la cima mustia de los cipreses y el balconaje de la terraza, donde un pavo real abría su abanico de quimera y de cuento.

Yo quise varias veces acercarme a María Rosario. Todo fue inútil: Ella adivinaba mis intenciones, y alejábase cautelosa, sin ruido, con la vista baja y las manos cruzadas sobre el escapulario del hábito monjil que conservaba puesto. Viéndola a tal extremo temerosa, yo sentía halagado mi orgullo donjuanesco, y algunas veces, sólo por turbarla, cruzaba de un lado al otro. La pobre niña al instante se prevenía para huir: Yo pasaba aparentando no advertirlo.

Algunas veces entraba en el salón, y deteníame al lado de las viejas damas, que recibían mis homenajes con timidez de doncellas. Recuerdo que me hallaba hablando con aquella devota Marquesa de Tescara, cuando, movido por un oscuro presentimiento, volví la cabeza y busqué con los ojos la blanca figura de María Rosario: la Santa ya no estaba.

Una nube de tristeza cubrió mi alma. Dejé a la vieja linajuda y salí a la terraza. Mucho tiempo permanecí reclinado sobre el florido balconaje de piedra, contemplando el jardín. En el silencio perfumado cantaba un ruiseñor, y parecía acordar su voz con la voz de las fuentes. El reflejo de la luna iluminaba aquel sendero de los rosales que yo había recorrido otra noche. El aire suave y gentil, un aire a propósito para llevar suspiros, pasaba murmurando, y a lo lejos, entre mirtos inmóviles, ondulaba el agua de un estanque. Yo evocaba en la memoria el rostro de María Rosario, y no cesaba de pensar:

—¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mí?...

Bajé lentamente hacia el estanque. Las ranas que estaban en la orilla saltaron al agua produciendo un ligero estremecimiento en el dormido cristal. Había allí un banco de piedra y me senté. La noche y la luna eran propicias al ensueño, y pude sumergirme en una contemplación semejante al éxtasis. Confusos recuerdos de otros tiempos y otros amores se levantaron en mi memoria. Todo el pasado resurgía como una gran tristeza y un gran remordimiento. Mi juventud me parecía mar de soledad y de tormentas, siempre en noche. El alma languidecía en el recogimiento del jardín, y el mismo pensamiento volvía como el motivo de un canto lejano:

—¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mí?

Ligeras nubes blancas erraban en torno de la luna y la seguían en su curso fantástico y vagabundo: Empujadas por un soplo invisible, la cubrieron y quedó sumido en sombras el jardín. El estanque dejó de brillar entre los mirtos inmóviles: Sólo la cima de los cipreses permaneció iluminada. Como para armonizar con la sombra, se levantó una brisa que pasó despertando largo susurro en todo el recinto y trajo hasta mí el aroma de las rosas deshojadas. Lentamente volví hacia el Palacio: Mis ojos se detuvieron en una ventana iluminada, y no sé qué oscuro presentimiento hizo palpitar mi corazón. Aquella ventana alzábase apenas sobre la terraza, permanecía abierta, y el aire ondulaba la cortina. Me pareció que por el fondo de la estancia cruzaba una sombra blanca. Quise acercarme, pero el rumor de unas pisadas bajo la avenida de los cipreses me detuvo: El viejo mayordomo paseaba a la luz de la luna sus ensueños de artista. Yo quedé inmóvil en el fondo del jardín. Y contemplando aquella luz, el corazón latía:

—¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mí?

¡Pobre María Rosario! Yo la creía enamorada, y, sin embargo, mi corazón presentía no sé qué quimérica y confusa desventura. Quise volver a sumergirme en mi amoroso ensueño, pero el canto de un sapo repetido monótonamente bajo la arcada de los cipreses, distraía y turbaba mi pensamiento. Recuerdo que de niño he leído muchas veces en un libro de devociones donde rezaba mi abuela, que el diablo solía tomar ese aspecto para turbar la oración de un santo monje. Era natural que a mí me ocurriese lo mismo. Yo calumniado y mal comprendido, nunca fui otra cosa que un místico galante, como San Juan de la Cruz. En lo más florido de mis años, hubiera dado gustoso todas las glorias mundanas para poder escribir en mis tarjetas: El Marqués de Bradomín, Confesor de Princesas.

**

En achaques de amor, quién no ha pecado. Yo estoy convencido de que el diablo tienta siempre a los mejores. Aquella noche el cornudo monarca del abismo encendió mi sangre con su aliento de llamas y despertó mi carne flaca, fustigándola con su rabo negro. Yo cruzaba la terraza, cuando una ráfaga violenta alzó la flameante cortina, y mis ojos mortales vieron arrodillada en el fondo de la estancia la sombra pálida de María Rosario. No puedo decir lo que entonces pasó por mí. Creo que primero fue un impulso ardiente, y después una audacia fría y cruel: La audacia que se admira en los labios y en los ojos de aquel retrato que del divino César Borgia, pintó el divino Rafael de Sanzio. Me volví mirando en torno: Escuché un instante: En el jardín y en el Palacio todo era silencio. Llegué cauteloso a la ventana, y salté dentro. La Santa dió un grito: Se dobló blandamente como una flor cuando pasa el viento, y quedó tendida, desmayada, con el rostro pegado a la tierra. En mi memoria vive siempre el recuerdo de sus manos blancas y frías: ¡Manos diáfanas como la hostia!...

Al verla desmayada la cogí en brazos y la llevé a su lecho, que era como altar de lino albo, y de rizado encaje. Después, con una sombra de recelo, apagué la luz: Quedó en tinieblas el aposento y con los brazos extendidos comencé a caminar en la oscuridad. Ya tocaba el borde de su lecho y percibía la blancura del hábito monjil, cuando el rumor de unos pasos en la terraza heló mi sangre, y me detuvo. Manos invisibles alzaron la flameante cortina y la claridad de la luna penetró en la estancia. Los pasos habían cesado: Una sombra oscura se destacaba en el hueco iluminado de la ventana. La sombra se inclinó mirando hacia el fondo del aposento, y volvió a erguirse. Cayó la cortina, y escuché de nuevo el rumor de los pasos que se alejaban.

Inmóvil, yerto, anhelante, permanecí sin moverme. De tiempo en tiempo la cortina temblaba: Un rayo de luna esclarecía el aposento, y con amoroso sobresalto mis ojos volvían a distinguir el cándido lecho y la figura cándida que yacía como la estatua en un sepulcro. Tuve miedo, y cauteloso llegué hasta la ventana. El sapo dejaba oír su canto bajo la arcada de los cipreses, y el jardín, húmedo y sombrío, susurrante y oscuro, parecía su reino. Salté la ventana como un ladrón, y anduve a lo largo de la terraza pegado al muro. De pronto, me pareció sentir leve rumor, como de alguno que camina recatándose. Me detuve y miré, pero en la inmensa sombra que el Palacio tendía sobre la terraza y el jardín, nada podía verse. Seguí adelante, y apenas había dado algunos pasos cuando un aliento jadeante rozó mi cuello, y la punta de un puñal desgarró mi hombro. Me volví con fiera presteza: Un hombre corría a ocultarse en el jardín. Le reconocí con asombro, casi con miedo, al cruzar un claro iluminado por la luna, y desistí de seguirle, para evitar todo escándalo. Más, mucho más que la herida, me dolía dejar de castigarle, pero ello era forzoso, y entréme en el Palacio, sintiendo el calor tibio de la sangre correr por mi cuerpo. Musarelo, mi criado, que dormitaba en la antecámara, despertóse al ruido de mis pasos y encendió las luces de un candelabro. Después se cuadró militarmente:

 

—A la orden, mi Capitán.

—Acércate, Musarelo...

Y tuve que apoyarme en la puerta para no caer. Musarelo era un soldado veterano que me servía desde mi entrada en la Guardia Noble. En voz baja y serena, le dije:

—Vengo herido...

Me miró con ojos asustados:

—¿Dónde, Señor?

—En el hombro.

Musarelo levantó los brazos, y clamó con la pasión religiosa de un fanático:

—¡A traición sería!...

Yo sonreí. Musarelo juzgaba imposible que un hombre pudiese herirme cara a cara:

—Sí, fue a traición. Ahora véndame, y que nadie se entere...

El soldado comenzó a desabrocharme la bizarra ropilla. Al descubrir la herida, yo sentí que sus manos temblaban:

—No te desmayes, Musarelo.

—No, mi Capitán.

Y todo el tiempo, mientras me curaba, estuvo repitiendo por lo bajo:

—¡Ya buscaremos a ese bergante!...

No, no era posible buscarle. El bergante estaba bajo la protección de la Princesa, y acaso en aquel instante le refería las hazañas de su puñal. Torturado por este pensamiento, pasé la noche inquieto y febril. Quería adivinar lo venidero, y perdíame en cavilaciones.

Aún recuerdo que mi corazón tembló como el corazón de un niño, cuando volví a verme enfrente de la Princesa Gaetani.

**

Fue al entrar en la biblioteca, que por hallarse a oscuras yo había supuesto solitaria, cuando oí la voz apasionada de la Princesa Gaetani:

—¡Cuánta infamia! ¡Cuánta infamia!

Desde aquel momento tuve por cierto que la noble señora lo sabía todo, y, cosa extraña, al dejar de dudar dejé de temer. Con la sonrisa en los labios y atusándome el mostacho entré en la biblioteca:

—Me pareció oíros, y no quise pasar sin saludaros, Princesa.

La Princesa estaba pálida como una muerta:

—¡Gracias!

En pie, tras el sillón que ocupaba la dama, hallábase el mayordomo, y en la penumbra de la biblioteca, yo le adivinaba asaetándome con los ojos. La Princesa inclinóse hojeando un libro. Sobre el vasto recinto se cernía el silencio como un murciélago de maleficio, que sólo se anuncia por el aire frío de sus alas. Yo comprendía que la noble señora buscaba herirme con su desdén, y un poco indeciso, me detuve en medio de la estancia. Mi orgullo levantábase en ráfagas, pero sobre los labios temblorosos estaba la sonrisa. Supe dominar mi despecho y me acerqué galante y familiar:

—¿Estáis enferma, señora?

—No...

La Princesa continuaba hojeando el libro, y hubo otro largo silencio. Al cabo suspiró dolorida, incorporándose en su sillón:

—Vamos, Polonio...

El mayordomo me dirigió una mirada oblicua que me recordó al viejo Bandelone, que hacía los papeles de traidor en la compañía de Ludovico Straza:

—A vuestras órdenes, Excelencia.

Y la Princesa, seguida del mayordomo, sin mirarme, atravesó el largo salón de la biblioteca. Yo sentí la afrenta, pero todavía supe dominarme, y le dije:

—Princesa, esperad que os cuente cómo esta noche me han herido...

Y mi voz, helada por un temblor nervioso, tenía cierta amabilidad felina que puso miedo en el corazón de la Princesa. Yo la vi palidecer y detenerse mirando al mayordomo: Después murmuró fríamente, casi sin mover los labios:

—¿Dices que te han herido?

Su mirada se clavó en la mía, y sentí el odio en aquellos ojos redondos y vibrantes como los ojos de las serpientes. Un momento creí que llamase a sus criados para que me arrojasen del Palacio, pero temió hacerme tal afrenta, y desdeñosa siguió hasta la puerta, donde se volvió lentamente:

—¡Ah!... No tuve carta autorizando tu estancia en Ligura.

Yo repuse sonriendo, sin apartar mis ojos de los suyos:

—Será preciso volver a escribir.

—¿Quién?

—Quien escribió antes: María Rosario...

La Princesa no esperaba tanta osadía y tembló. Mi leyenda juvenil, apasionada y violenta, ponía en aquellas palabras un nimbo satánico. Los ojos de la Princesa se llenaron de lágrimas, y como eran todavía muy bellos, mi corazón de andante caballero tuvo un remordimiento. Por fortuna las lágrimas de la Princesa no llegaron a rodar, sólo empañaron el claro iris de su pupila. Tenía el corazón de una gran dama y supo triunfar del miedo: Sus labios se plegaron por el hábito de la sonrisa, sus ojos me miraron con amable indiferencia, y su rostro cobró una expresión calma, serena, tersa, como esas santas de aldea que parecen mirar benévolamente a los fieles. Detenida en la puerta, me preguntó:

—¿Y cómo te han herido?

—En el jardín, señora...

La Princesa, sin moverse del umbral, escuchó la historia que yo quise contarle. Atendía sin mostrar sorpresa, sin desplegar los labios, sin hacer un gesto. Por aquel camino de mutismo intentaba quebrantar mi audacia, y como yo adivinaba su intención, me complacía hablando sin reposo para velar su silencio. Mis últimas palabras fueron acompañadas de una profunda cortesía, pero ya no tuve valor para besarle la mano:

—¡Adiós, Princesa!... Avisadme si tenéis noticias de Roma.

Crucé la silenciosa biblioteca y salí. Después, meditando a solas si debía abandonar el Palacio Gaetani, resolví quedarme. Quería mostrar a la Princesa que cuando suelen otros desesperarse, yo sabía sonreír, y que donde otros son humillados, yo era triunfador. ¡El orgullo ha sido siempre mi mayor virtud!

**

Permanecí todo el día retirado en mi cámara. Hallábame cansado como después de una larga jornada, sentía en los párpados una aridez febril, y sentía los pensamientos enroscados y dormidos dentro de mí, como reptiles. A veces se despertaban y corrían sueltos, silenciosos, indecisos: Ya no eran aquellos pensamientos de orgullo y de conquista, que volaban como águilas con las garras abiertas. Ahora mi voluntad flaqueaba, sentíame vencido y sólo quería abandonar el Palacio. Hallábame combatido por tales bascas, cuando entró Musarelo:

—Mi Capitán, un padre capuchino desea hablaros.

—Dile que estoy enfermo.

—Se lo he dicho, Excelencia.

—Dile que me he muerto.

—Se lo he dicho, Excelencia.

Miré á Musarelo que permanecía ante mí con un gesto impasible y bufonesco:

—¿Pues entonces qué pretende ese padre capuchino?

—Rezaros los responsos, Excelencia.

Iba yo a replicar, pero en aquel momento una mano levantó el majestuoso cortinaje de terciopelo carmesí:

—Perdonad que os moleste, joven caballero.

Un viejo de luenga barba, vestido con el sayal de los capuchinos, estaba en el umbral de la puerta. Su aspecto venerable me impuso respeto:

—Entrad, Reverendo Padre.

Y adelantándome le ofrecí un sillón. El capuchino rehusó sentarse, y sus barbas de plata se iluminaron con la sonrisa grave y humilde de los Santos. Volvió a repetir:

—Perdonad que os moleste...

Hizo una pausa esperando a que saliese Musarelo, y después continuó:

—Joven caballero, poned atención en cuanto voy a deciros, y líbreos el Cielo de menospreciar mi aviso. ¡Acaso pudiera costaros la vida! Prometedme que después de haberme oído no querréis saber más, porque responderos me sería imposible. Vos comprenderéis que este silencio lo impone un deber de mi estado religioso, que todo cristiano ha de respetarlo. ¡Vos sois cristiano!...

Yo repuse inclinándome profundamente:

—Soy un gran pecador, Reverendo Padre.

El rostro del capuchino volvió a iluminarse con indulgente sonrisa:

—Todos lo somos, hijo mío.

Después, con las manos juntas y los ojos cerrados, permaneció un momento como meditando. En las hundidas cuencas, casi se transparentaba el globo de los ojos bajo el velo descarnado y amarillento de los párpados. Al cabo de algún tiempo continuó:

—Mi palabra y mi fe no pueden seros sospechosas, puesto que ningún interés vil me trae a vuestra presencia. Solamente me guía una poderosa inspiración, y no dudo que es vuestro Ángel quien se sirve de mí para salvaros la vida, no pudiendo comunicar con vos. Ahora decidme si estáis conmovido, y si puedo daros el consejo que guardo en mi corazón:

—¡No lo dudéis, Reverendo Padre! Vuestras palabras me han hecho sentir algo semejante al terror. Yo juro seguir vuestro consejo, si en su ejecución no hallo nada contra mi honor de caballero.

—Está bien, hijo mío. Espero que por un sentimiento de caridad, suceda lo que suceda, a nadie hablaréis de este pobre capuchino.

—Lo prometo por mi fe de cristiano, Reverendo Padre... Pero hablad, os lo ruego.

—Hoy, después de anochecido, salid por la cancela del jardín, y bajad rodeando la muralla. Encontraréis una casa terreña que tiene en el tejado un cráneo de buey: Llamad allí. Os abrirá una vieja, y le diréis que deseáis hablarla: Con esto solo os hará entrar. Es probable que ni siquiera os pregunte quién sois, pero si lo hiciéseis, dad un nombre supuesto. Una vez en la casa, rogadle que os escuche, y exigidle secreto sobre lo que vais a confiarle. Es pobre, y debéis mostraros liberal con ella, porque así os servirá mejor. Veréis cómo inmediatamente cierra su puerta para que podáis hablar sin recelo. Vos entonces, hacedle entender que estáis resuelto a recobrar el anillo, y cuanto ha recibido con él. No olvidéis esto: El anillo y cuanto ha recibido con él. Amenazadla si se resiste, pero no hagáis ruido, ni la dejéis que pida socorro. Procurad persuadirla ofreciéndole doble dinero del que alguien le ha ofrecido por perderos. Estoy seguro que acabará haciendo aquello que le mandéis, y que todo os costará bien poco. Pero aun cuando así no fuese, vuestra vida debe seros más preciada que todo el oro del Perú. No me preguntéis más, porque más no puedo deciros... Ahora, antes de abandonaros, juradme que estáis dispuesto a seguir mi consejo.

—Sí, Reverendo Padre, seguiré la inspiración del Ángel que os trajo.

—¡Así sea!

El capuchino trazó en el aire una lenta bendición, y yo incliné la cabeza para recibirla. Cuando salió, confieso que no tuve ánimos de reír. Con estupor, casi con miedo, advertí que en mi mano faltaba un anillo que llevaba desde hacía muchos años, y solía usar como sello. No pude recordar dónde lo había perdido. Era un anillo antiguo: Tenía el escudo grabado en amatista, y había pertenecido a mi abuelo el Marqués de Bradomín.

**

Bajé al jardín donde volaban los vencejos en la sombra azul de la tarde. Las veredas de mirtos seculares, hondas y silenciosas, parecían caminos ideales que convidaban a la meditación y al olvido, entre frescos aromas que esparcían en el aire las yerbas humildes que brotaban escondidas como virtudes. Llegaba a mí sofocado y continuo el rumor de las fuentes sepultadas entre el verde perenne de los mirtos, de los laureles y de los bojes. Una vibración misteriosa parecía salir del jardín solitario, y un afán desconocido me oprimía el corazón. Yo caminaba bajo los cipreses, que dejaban caer de su cima un velo de sombra. Desde lejos, como a través de larga sucesión de pórticos, distinguí a María Rosario sentada al pie de una fuente, leyendo en un libro: Seguí andando con los ojos fijos en aquella feliz aparición. Al ruido de mis pasos alzó levemente la cabeza, y con dos rosas de fuego en las mejillas volvió a inclinarla, y continuó leyendo. Yo me detuve porque esperaba verla huir, y no encontraba las delicadas palabras que convenían a su gracia eucarística de lirio blanco. Al verla sentada al pie de la fuente, sobre aquel fondo de bojes antiguos, leyendo el libro abierto en sus rodillas, adiviné que María Rosario tenía por engaño del sueño, mi aparición en su alcoba. Al cabo de un momento volvió a levantar la cabeza, y sus ojos, en un batir de párpados, echaron sobre mí una mirada furtiva. Entonces le dije:

 

—¿Qué leéis en este retiro?

Sonrió tímidamente:

—La Vida de la Virgen María.

Tomé el libro de sus manos, y al cedérmelo, mientras una tenue llamarada encendía de nuevo sus mejillas, me advirtió:

—Tened cuidado que no caigan las flores disecadas que hay entre las páginas.

—No temáis...

Abrí el libro con religioso cuidado, aspirando la fragancia delicada y marchita que exhalaba como un aroma de santidad. En voz baja leí:

—«La Ciudad Mística de Sor María de Jesús, llamada de Agreda.»

Volví a entregárselo, y ella, al recibirlo, interrogó sin osar mirarme:

—¿Acaso conocéis este libro?

—Lo conozco porque mi padre espiritual lo leía cuando estuvo prisionero en los Plomos de Venecia.

María Rosario, un poco confusa, murmuró:

—¡Vuestro padre espiritual! ¿Quién es vuestro padre espiritual?

—El Caballero de Casanova.

—¿Un noble español?

—No, un aventurero veneciano.

—¿Y un aventurero?...

Yo la interrumpí:

—Se arrepintió al final de su vida.

—¿Se hizo fraile?

—No tuvo tiempo, aun cuando dejó escritas sus confesiones.

—¿Como San Agustín?

—¡Lo mismo! Pero humilde y cristiano, no quiso igualarse con aquel doctor de la iglesia, y las llamó Memorias.

—¿Vos las habéis leído?

—Es mi lectura favorita.

—¿Serán muy edificantes?

—¡Oh!... ¡Cuánto aprenderíais en ellas!... Jacobo de Casanova fue gran amigo de una monja en Venecia.

—¿Como San Francisco fue amigo de Santa Clara?

—Con una amistad todavía más íntima.

—¿Y cuál era la regla de la monja?

—Carmelita.

—Yo también seré carmelita.

María Rosario calló ruborizándose, y quedó con los ojos fijos en el cristal de la fuente, que la reflejaba toda entera. Era una fuente rústica cubierta de musgo: Tenía un murmullo tímido como de plegaria, y estaba sepultada en el fondo de un claustro circular, formado por arcos de antiquísimos bojes. Yo me incliné sobre la fuente, y como si hablase con la imagen que temblaba en el cristal de agua, murmuré:

—¡Vos, cuando estéis en el convento, no seréis mi amiga!...

María Rosario se apartó vivamente:

—¡Callad!... ¡Callad, os lo suplico!...

Estaba pálida, y juntaba las manos mirándome con sus hermosos ojos angustiados. Me sentí tan conmovido, que sólo supe inclinarme en demanda de perdón. Ella gimió:

—Callad, porque de otra suerte no podré deciros...

Se llevó las manos a la frente y estuvo así un instante. Yo veía que toda su figura temblaba. De repente, con una fuerza trágica se descubrió el rostro, y clamó enronquecida:

—¡Aquí vuestra vida peligra!... ¡Salid hoy mismo!

Y corrió a reunirse con sus hermanas, que venían por una honda carrera de mirtos, las unas en pos de las otras, hablando y cogiendo flores para el altar de la capilla. Me alejé lentamente. Empezaba a declinar la tarde, y sobre la piedra de armas que coronaba la puerta del jardín, se arrullaban dos palomas que huyeron al acercarme. Tenían adornado el cuello con alegres listones de seda, tal vez anudados un día por aquellas manos místicas y ardientes que sólo hicieron el bien sobre la tierra. Matas de viejos alelíes florecían en las grietas del muro, y los lagartos tomaban el sol sobre las piedras caldeadas, cubiertas de un liquen seco y amarillento. Abrí la cancela y quedé un momento contemplando aquel jardín lleno de verdor umbrío y de reposo señorial. El sol poniente dejaba un reflejo dorado sobre los cristales de una torre que aparecía cubierta de negros vencejos, y en el silencio de la tarde se oía el murmullo de las fuentes y las voces de las cinco hermanas.

**

Siguiendo el muro del jardín, llegué a la casa terreña que tenía el cráneo de buey en el tejado. Una vieja hilaba sentada en el quicio de la puerta, y por el camino pasaban rebaños de ovejas levantando nubes de polvo. La vieja al verme llegar se puso en pie:

—¿Qué deseáis?

Y al mismo tiempo, con un gesto de bruja avarienta, humedecía en los labios decrépitos el dedo pulgar para seguir torciendo el lino. Yo le dije:

—Tengo que hablaros.

A la vista de dos sequines, la vieja sonrió agasajadora:

—¡Pasad!... ¡Pasad!...

Dentro de la casa ya era completamente de noche, y la vieja tuvo que andar a tientas para encender un candil de aceite. Luego de colgarle en un clavo, volvióse á mí:

—¿Veamos qué desea tan gentil caballero?

Y sonreía mostrando la caverna desdentada de su boca. Yo hice un gesto indicándole que cerrase la puerta, y obedeció solícita, no sin echar antes una mirada al camino por donde un rebaño desfilaba tardo, al son de las esquilas. Después vino a sentarse en un taburete, debajo del candil, y me dijo juntando sobre el regazo las manos que parecían un haz de huesos:

—Por sabido tengo que estáis enamorado, y vuestra es la culpa si no sois feliz. Antes hubiéseis venido, y antes tendríais el remedio.

Oyéndola hablar de esta suerte comprendí que se hacía pasar por hechicera, y no pude menos de sorprenderme, recordando las misteriosas palabras del capuchino. Quedé un momento silencioso, y la vieja, esperando mi respuesta, no me apartaba los ojos astutos y desconfiados. De pronto le grité:

—Sabed, señora bruja, que tan sólo vengo por un anillo que me han robado.

La vieja se incorporó horriblemente demudada:

—¿Qué decís?

—Que vengo por mi anillo.

—¡No lo tengo! ¡Yo no os conozco!

Y quiso correr hacia la puerta para abrirla, pero yo le puse una pistola en el pecho, y retrocedió hacia un rincón dando suspiros. Entonces sin moverme le dije:

—Vengo dispuesto a daros doble dinero del que os han prometido por obrar el maleficio, y lejos de perder, ganaréis entregándome el anillo y cuanto os trajeron con él...

Se levantó del suelo todavía dando suspiros, y vino a sentarse en el taburete debajo del candil, que al oscilar tan pronto dejaba toda la figura en la sombra, como la iluminaba el pergamino del rostro y de las manos. Lagrimeando murmuró:

—Perderé cinco sequines, pero vos me daréis doble cuando sepáis... Porque acabo de reconoceros.

—¿Decid entonces quién soy?

—Sois un caballero español, que sirve en la Guardia Noble del Santo Padre.

—¿No sabéis mi nombre?

—Sí, esperad...

Y quedó un momento con la cabeza inclinada, procurando acordarse. Yo veía temblar sobre sus labios palabras que no podían oírse. De pronto me dijo:

—Sois el Marqués de Bradomín.

Juzgué entonces que debía sacar de la bolsa los diez sequines prometidos y mostrárselos. La vieja al verlos lloró enternecida:

—Excelencia, nunca os hubiera hecho morir, pero os hubiera quitado la lozanía...

—Explicadme eso.

—Venid conmigo... Me hizo pasar tras un cañizo negro y derrengado, que ocultaba el hogar donde ahumaba una lumbre mortecina con olor de azufre.

**

La vieja había descolgado el candil: Alzábale sobre su cabeza para alumbrarse mejor, y me mostraba el fondo de su vivienda, que hasta entonces, por estar entre sombras, no había podido ver. Al oscilar la luz, yo distinguía claramente sobre las paredes negras de humo, lagartos, huesos puestos en cruz, piedras lucientes, clavos y tenazas. La bruja puso el candil en tierra y se agachó revolviendo en la ceniza:

—Ved aquí vuestro anillo.

Y lo limpió cuidadosamente en la falda, antes de dármelo, y quiso ella misma colocarlo en mi mano:

—¿Por qué os trajeron ese anillo?

—Para hacer el sortilegio era necesaria una piedra que lleváseis desde hacía muchos años.

—¿Y cómo me la robaron?

—Estando dormido, Excelencia.

—¿Y vos qué intentábais hacer?

—Ya antes os lo dije... Me mandaban privaros de toda vuestra fuerza viril... Hubiérais quedado como un niño acabado de nacer...

—¿Cómo obraríais ese prodigio?

—Vais a verlo.

Siguió revolviendo en la ceniza y descubrió una figura de cera toda desnuda, acostada en el fondo del brasero. Aquel ídolo, esculpido sin duda por el mayordomo, tenía una grotesca semejanza conmigo. Mirándole yo reía largamente, mientras la bruja rezongaba: