Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Caro Marqués, es preciso enviar un correo a Su Santidad.

Yo me incliné:

—Tenéis razón, Monseñor.

Y él repuso con extremada cortesía:

—Me congratula que seáis del mismo consejo... ¡Qué gran desgracia, Marqués!

—¡Muy grande, Monseñor!

Nos miramos de hito en hito, con un profundo convencimiento de que fingíamos por igual, y nos separamos. El Colegial Mayor volvió al lado de la Princesa, y yo salí del salón para escribir al Cardenal Camarlengo, que lo era entonces Monseñor Sassoferrato.

**

María Rosario, en aquella hora, tal vez estaba velando el cadáver de Monseñor Gaetani! Tuve este pensamiento al entrar en la biblioteca, llena de silencio y de sombras. Vino del mundo lejano, y pasó sobre mi alma como soplo de aire sobre un lago de misterio. Sentí en las sienes el frío de unas manos mortales, y, estremecido, me puse de pie. Quedó abandonado sobre la mesa el pliego de papel, donde solamente había trazado la cruz, y dirigí mis pasos hacia la cámara mortuoria. El olor de la cera llenaba el Palacio. Criados silenciosos velaban en los largos corredores, y en la antecámara paseaban dos familiares, que me saludaron con una inclinación de cabeza. Sólo se oía el rumor de sus pisadas y el chisporroteo de los cirios que ardían en la alcoba.

Yo llegué hasta la puerta y me detuve: Monseñor Gaetani yacía rígido en su lecho, amortajado con hábito franciscano: En las manos yertas sostenía una cruz de plata, y sobre su rostro marfileño la llama de los cirios, tan pronto ponía un resplandor como una sombra. Allá en el fondo de la estancia rezaba María Rosario: Yo permanecí un momento mirándola: Ella levantó los ojos, se santiguó tres veces, besó la cruz de sus dedos, y poniéndose en pie vino hacia la puerta:

—¿Marqués, queda mi madre en el salón?

—Allí la dejé...

—Es preciso que descanse, porque ya lleva así dos noches... ¡Adiós, Marqués!

—¿No queréis que os acompañe?

Ella se volvió:

—Acompañadme, sí... La verdad es que María Nieves me ha contagiado su miedo...

Atravesamos la antecámara. Los familiares detuvieron un momento el silencioso pasear, y sus ojos inquisidores nos siguieron hasta la puerta. Salimos al corredor, que estaba sólo, y sin poder dominarme estreché una mano de María Rosario, y quise besarla, pero ella la retiró con vivo enojo:

—¿Qué hacéis?

—¡Que os adoro! ¡Que os adoro!

Asustada, huyó por el largo corredor. Yo la seguí.

—¡Os adoro! ¡Os adoro!

Mi aliento casi rozaba su nuca, que era blanca como la de una estatua, y exhalaba no sé qué aroma de flor y de doncella.

—¡Os adoro! ¡Os adoro!

Ella suspiró con angustia:

—¡Dejadme! ¡Por favor, dejadme!

Y sin volver la cabeza, azorada, trémula, huía por el corredor. Sin aliento y sin fuerzas se detuvo en la puerta del salón. Yo todavía murmuré a su oído:

—¡Os adoro! ¡Os adoro!

María Rosario se pasó la mano por los ojos y entró. Yo entré detrás atusándome el mostacho. María Rosario se detuvo bajo la lámpara y me miró con ojos asustados, enrojeciendo de pronto: Luego quedó pálida, pálida como la muerte. Vacilando se acercó a sus hermanas, y tomó asiento entre ellas, que se inclinaron en sus sillas para interrogarla: Apenas respondía. Se hablaban en voz baja con tímida mesura, y en los momentos de silencio oíase el péndulo de un reloj. Poco a poco había ido menguando la tertulia: Solamente quedaban aquellas dos señoras de los cabellos blancos y los vestidos de gro negro. Ya cerca de media noche la Princesa consintió en retirarse a descansar, pero sus hijas continuaron en el salón, velando hasta el día, acompañadas por las dos señoras, que contaban historias de su juventud: Recuerdos de antiguas modas femeninas y de las guerras de Bonaparte. Yo escuchaba distraído, y desde el fondo de un sillón, oculto en la sombra, contemplaba a María Rosario: Parecía sumida en un ensueño: Su boca, pálida de ideales nostalgias, permanecía anhelante como si hablase con las almas invisibles, y sus ojos inmóviles, abiertos sobre el infinito, miraban sin ver. Al contemplarla, yo sentía que en mi corazón se levantaba el amor, ardiente y trémulo como una llama mística. Todas mis pasiones se purificaban en aquel fuego sagrado y aromaban como gomas de Arabia. ¡Han pasado muchos años, y todavía el recuerdo me hace suspirar!

**

Ya cerca del amanecer me retiré a la biblioteca. Era forzoso escribir al Cardenal Camarlengo, y decidí hacerlo en aquellas horas de monótona tristeza, cuando todas las campanas de Ligura se despertaban tocando á muerto, y prestes y arciprestes encomendaban a Dios el alma del difunto Obispo de Betulia.

En mi carta, dile a Monseñor Sassoferrato cuenta de todo muy extensamente, y luego de haber lacrado y puesto los cinco sellos con las armas pontificias, llamé al mayordomo y le entregué el pliego, para que sin pérdida de momento, un correo lo llevase a Roma. Hecho esto, me dirigí al oratorio de la Princesa, donde sin intervalo se sucedían las misas desde antes de rayar el sol. Primero habían celebrado los familiares que velaran el cadáver de Monseñor Gaetani, después los capellanes de la casa, y luego algún obeso colegial mayor que llegaba apresurado y jadeante. La Princesa había mandado franquear las puertas del Palacio, y a lo largo de los corredores sentíase el sordo murmullo del pueblo que entraba a visitar el cadáver. Los criados vigilaban en las antesalas, y los acólitos pasaban y repasaban con su ropón rojo y su roquete blanco, metiéndose a empujones por entre los devotos.

Al entrar en el oratorio mi corazón palpitó. Allí estaba María Rosario, y cercano a ella tuve la suerte de oír misa. Recibida la bendición me adelanté a saludarla. Ella me respondió temblando: También mi corazón temblaba, pero los ojos de María Rosario no podían verlo. Yo hubiérale rogado que pusiese su mano sobre mi pecho, pero temí que desoyese mi ruego. Aquella niña era cruel como todas las santas que tremolan en la tersa diestra la palma virginal. Confieso que yo tengo predilección por aquellas otras que primero han sido grandes pecadoras. Desgraciadamente María Rosario nunca quiso comprender que era su destino mucho menos bello que el de María de Magdala. La pobre no sabía que lo mejor de la santidad son las tentaciones. Quise ofrecerle agua bendita, y con galante apresuramiento me adelanté a tomarla: María Rosario tocó apenas mis dedos, y haciendo la señal de la cruz, salió del oratorio. Salí detrás, y pude verla un momento en el fondo tenebroso del corredor, hablando con el mayordomo. Al parecer le daba órdenes en voz baja: Volvió la cabeza, y viendo que me acercaba, enrojeció vivamente. El mayordomo exclamó:

—¡Aquí está el Señor Marqués!

Y luego, dirigiéndose a mí con una profunda reverencia, continuó:

—Excelencia, perdonad que os moleste, pero decid si estáis quejoso de mí. ¿He cometido con vos, alguna falta, acaso algún olvido?...

María Rosario le interrumpió con enojo:

—Callad, Polonio.

El melifluo mayordomo pareció consternado:

—¿Qué hice yo para merecer?...

—Os digo que calléis.

—Y os obedezco, pero como me reprocháis haber descuidado el servicio del Señor Marqués...

María Rosario, con las mejillas llameantes y la voz timbrada de cólera y de lágrimas, volvió a interrumpir:

—Os mando que calléis. Son insoportables vuestras explicaciones.

—¿Qué hice yo, cándida paloma, qué hice yo?

María Rosario, con un poco más de indulgencia, murmuró:

—¡Basta!... ¡Basta!... Perdonad, Marqués.

Y haciéndome una leve cortesía, se alejó. El mayordomo quedóse en medio del corredor con las manos en la cabeza y los ojos llorosos:

—Hubiérame tratado así una de sus hermanas, y me hubiera reído... La más pequeña no ignora que es princesina. No, no me hubiera reído, porque son mis señoras... Pero ella, ella que jamás ha reñido con nadie, venir a reñir hoy con este pobre viejo... ¡Y qué injustamente, Señor, qué injustamente!

Yo le pregunté con una emoción para mí desconocida hasta entonces:

—¿Es la mejor de sus hermanas?

—Y la mejor de las criaturas. Esa niña ha sido engendrada por los ángeles...

Y el Señor Polonio, enternecido, comenzó un largo relato de las virtudes que adornaban el alma de aquella doncella hija de príncipes, y era el relato del viejo mayordomo ingenuo y sencillo, como los que pueblan la Leyenda Dorada.

**

Llegaban por el cadáver de Monseñor... Y el mayordomo partióse de mi lado muy afligido y presuroso. Todas las campanas de la histórica ciudad doblaban a un tiempo. Oíase el canto latino de los clérigos resonando bajo el pórtico del Palacio, y el murmullo de la gente que llenaba la plaza. Cuatro colegiales mayores bajaron en hombros el féretro y el duelo se puso en marcha. Monseñor Antonelli me hizo sitio a su derecha, y con humildad, que me pareció estudiada, comenzó a dolerse de lo mucho que con la muerte de aquel santo y de aquel sabio perdía el Colegio Clementino: Yo a todo asentía con un vago gesto, y disimuladamente miraba a las ventanas, llenas de mujeres: Monseñor tardó poco en advertirlo, y me dijo con una sonrisa tan amable como sagaz:

—Sin duda no conocéis nuestra ciudad.

—No, Monseñor.

—Si permanecéis algún tiempo entre nosotros y queréis conocerla, yo me ofrezco a ser vuestro guía. ¡Está llena de riquezas artísticas!

—Gracias, Monseñor.

Seguimos en silencio. El son de las campanas llenaba el aire, y el grave cántico de los clérigos parecía reposar en la tierra, donde todo es polvo y podredumbre. Jaculatorias, misereres, responsos caían sobre el féretro como el agua bendita del hisopo. Encima de nuestras cabezas las campanas seguían siempre sonando, y el sol, un sol abrileño, joven y rubio como un mancebo, brillaba en las vestiduras sagradas, en la seda de los pendones y en las cruces parroquiales con un alarde de poder pagano.

 

Atravesamos casi toda la ciudad. Monseñor había dispuesto que se diese tierra a su cuerpo en el Convento de los Franciscanos, donde hacía más de cuatro siglos tenían enterramiento los Príncipes Gaetani. Una tradición piadosa, dice que el Santo de Asís fundó el Convento de Ligura, y que vivió allí algún tiempo. Todavía florece en el huerto, el viejo rosal que se cubría de rosas en todas las ocasiones que visitaba aquella fundación, el Divino Francisco. Llegamos entre dobles de campanas. En la puerta de la iglesia, alumbrándose con cirios, esperaba la Comunidad dividida en dos largas hileras. Primero los novicios, pálidos, ingenuos, demacrados: Después los profesos, sombríos, torturados, penitentes: Todos rezaban con la vista baja y sobre las sandalias los cirios lloraban gota a gota su cera amarilla.

Dijéronse muchas misas, cantóse un largo entierro, y el ataúd bajó al sepulcro que esperaba abierto desde el amanecer. Cayó la losa encima, y un colegial me buscó con deferencia cortesana, para llevarme a la sacristía. Los frailes seguían murmurando sus responsos, y la iglesia iba quedando en soledad y en silencio. En la sacristía saludé a muchos sabios y venerables teólogos que me edificaron con sus pláticas. Luego vino el Prior, un anciano de blanca barba, que había vivido largos años en los Santos Lugares. Me saludó con dulzura evangélica, y haciéndome sentar a su lado comenzó a preguntarme por la salud de Su Santidad. Los graves teólogos hicieron corro para escuchar mis nuevas, y como era muy poco lo que podía decirles, tuve que inventar en honor suyo toda una leyenda piadosa y milagrera: ¡Su Santidad recobrando la lozanía juvenil por medio de una reliquia! El Prior con el rostro resplandeciente de fe, me preguntó:

—¿De qué Santo era, hijo mío?

—De un Santo de mi familia.

Todos se inclinaron como si yo fuese el Santo: El temblor de un rezo, pasó por las luengas barbas, que salían del misterio de las capuchas, y en aquel momento yo sentí el deseo de arrodillarme y besar la mano del Prior. Aquella mano que sobre todos mis pecados podía hacer la cruz: Ego Te Absolvo.

**

Cuando volví al Palacio hallé a María Rosario en la puerta de la capilla repartiendo limosnas entre una corte de mendigos que alargaban las manos escuálidas bajo los rotos mantos. María Rosario era una figura ideal que me hizo recordar aquellas santas hijas de príncipes y de reyes: Doncellas de soberana hermosura, que con sus manos delicadas curaban a los leprosos. El alma de aquella niña encendíase con el mismo anhelo de santidad. A una vieja encorvada le decía:

—¿Cómo está tu marido, Liberata?

—¡Siempre lo mismo, señorina!... ¡Siempre lo mismo!

Y después de recoger su limosna y de besarla, retirábase la vieja salmodiando bendiciones, temblona sobre su báculo. María Rosario la miraba un momento, y luego sus ojos compasivos se tornaban hacia otra mendiga que daba el pecho a un niño escuálido, envuelto en el jirón de un manto:

—¿Es tuyo ese niño, Paula?

—No, Princesina: Era de una curmana que se ha muerto: Tres ha dejado la pobre, éste es el más pequeño.

—¿Y tú lo has recogido?

—¡La madre me lo recomendó al morir!

—¿Y qué es de los otros dos?

—Por esas calles andan. El uno tiene cinco años, el otro siete: Pena da mirarlos, desnudos como ángeles del Cielo.

María Rosario tomó en brazos al niño, y lo besó con dos lágrimas en los ojos. Al entregárselo a la mendiga, le dijo:

—Vuelve esta tarde y pregunta por el Señor Polonio.

—¡Gracias, mi señorina!

Un murmullo ardiente como una oración, entreabrió las bocas renegridas y tristes de aquellos mendigos:

—¡La pobre madre se lo agradecerá en el Cielo!

María Rosario continuó:

—Y si encuentras a los otros dos pequeños, tráelos también contigo.

—Los otros, hoy no sé dónde poder hallarlos, mi Princesina.

Un viejo de calva sien y luenga barba nevada, sereno y evangélico en su pobreza, se adelantó gravemente:

—Los otros, aunque cativo, tienen también amparo. Los ha recogido Barberina la Prisca. Una viuda lavandera que también a mí me tiene recogido.

Y el viejo, que insensiblemente había ido algunos pasos hacia delante, retrocedió tentando en el suelo con el báculo, y en el aire con una mano, porque era ciego. María Rosario lloraba en silencio, y resplandecía, hermosa y cándida como una Madona, en medio de la sórdida corte de mendigos, que se acercaban de rodillas para besarle las manos. Aquellas cabezas humildes, demacradas, miserables, tenían una expresión de amor. Yo recordé entonces los antiguos cuadros, vistos tantas veces en un antiguo monasterio de la Umbría: Tablas prerrafaélicas que pintó en el retiro de su celda un monje desconocido, enamorado de los ingenuos milagros que florecen la leyenda de la Reina de Turingia.

María Rosario también tenía una hermosa leyenda, y los lirios blancos de la caridad también la aromaban. Vivía en el Palacio como en un convento. Cuando bajaba al jardín traía la falda llena de espliego que esparcía entre sus vestidos, y cuando sus manos se aplicaban a una labor monjil, su mente soñaba sueños de santidad. Eran sueños albos como las parábolas de Jesús, y el pensamiento acariciaba los sueños, como la mano acaricia el suave y tibio plumaje de las palomas familiares. María Rosario hubiera querido convertir el Palacio en albergue donde se recogiese la procesión de viejos y lisiados, de huérfanos y locos que llenaban la capilla pidiendo limosna y salmodiando padrenuestros. Suspiraba recordando la historia de aquellas santas princesas que acogían en sus castillos a los peregrinos que volvían de Jerusalén.

En la vieja ciudad hablábase de ella como de una santa lejana, una santa triste y bella que de nadie se dejase ver. Sus días se deslizaban como esos arroyos silenciosos que parecen llevar dormido en su fondo el cielo que reflejan: Reza y borda en el silencio de las grandes salas desiertas y melancólicas: Tiemblan las oraciones en sus labios, tiembla en sus dedos la aguja, que enhebra el hilo de oro, y en el paño de tisú florecen las rosas y los lirios que pueblan los mantos sagrados. Y después del día, lleno de quehaceres humildes, silenciosos, cristianos, por las noches se arrodilla en su alcoba, y reza con fe ingenua al Niño Jesús, que resplandece bajo un fanal, vestido con alba de seda recamada de lentejuelas y abalorios. La paz familiar se levanta como una alondra del nido de su pecho, y revolotea por todo el Palacio, y canta sobre las puertas, a la entrada de las grandes salas. María Rosario fue el único amor de mi vida. Han pasado muchos años, y al recordarla ahora todavía se llenan de lágrimas mis ojos áridos, ya casi ciegos.

**

Quedaba todavía el olor de la cera en el Palacio. La Princesa tendida en el canapé de su tocador, se dolía de la jaqueca. Sus hijas, vestidas de luto, hablaban en voz baja, y de tiempo en tiempo, entraba o salía sin ruido, alguna de ellas. En medio de un gran silencio, la Princesa incorporóse lánguidamente, volviendo hacia mí el rostro todavía hermoso, que parecía más blanco bajo una toca de negro encaje:

—¿Xavier, tú cuándo tienes que volver a Roma?

Yo me estremecí:

—Mañana, señora.

Y miré a María Rosario, que bajó la cabeza y se puso encendida como una rosa. La Princesa, sin reparar en ello, apoyó la frente en la mano, una mano evocación de aquellas que en los retratos antiguos sostienen a veces una flor, y a veces un pañolito de encaje: En tan bella actitud suspiró largamente, y volvió a interrogarme:

—¿Por qué mañana?

—Porque ha terminado mi misión, señora.

—¿Y no puedes quedarte algunos días más con nosotras?

—Necesitaría un permiso.

—Pues yo escribiré hoy mismo a Roma.

Miré disimuladamente a María Rosario: Sus hermosos ojos negros me contemplaban asustados, y su boca intensamente pálida, que parecía entreabierta por el anhelo de un suspiro, temblaba. En aquel momento, su madre volvió la cabeza hacia donde ella estaba:

—María Rosario.

—Señora.

—Acuérdate de escribir en mi nombre a Monseñor Sassoferrato. Yo firmaré la carta.

María Rosario, siempre ruborosa, repuso con aquella serena dulzura que era como un aroma:

—¿Queréis que escriba ahora?

—Como te parezca, hija.

María Rosario se puso en pie.

—¿Y qué debo decirle a Monseñor?

—Le notificas nuestra desgracia, y añades que vivimos muy solas, y que esperamos de su bondad un permiso para retener a nuestro lado por algún tiempo al Marqués de Bradomín.

María Rosario se dirigió hacia la puerta: Tuvo que pasar por mi lado y aprovechando audazmente la ocasión, le dije en voz baja:

—¡Me quedo, porque os adoro!

Fingió no haberme oído, y salió. Volvíme entonces hacia la Princesa, que me miraba con una sombra de afán, y le pregunté aparentando indiferencia:

—¿Cuándo toma el velo María Rosario?

—No está designado el día.

—La muerte de Monseñor Gaetani, acaso lo retardará.

—¿Por qué?

—Porque ha de ser un nuevo disgusto para vos.

—No soy egoísta. Comprendo que mi hija será feliz en el convento, mucho más feliz que a mi lado, y me resigno.

—¿Es muy antigua la vocación de María Rosario?

—Desde niña.

—¿Y no ha tenido veleidades?

—¡Jamás!

Yo me atusé el bigote con la mano un poco trémula.

—Es una vocación de Santa.

—Sí, de Santa... Te advierto que no sería la primera en nuestra familia. Santa Margarita de Ligura, Abadesa de Fiesoli, era hija de un Príncipe Gaetani. Su cuerpo se conserva en la capilla del Palacio, y después de cuatrocientos años está como si acabase de expirar: Parece dormida. ¿Tú no bajaste a la cripta?

—No, señora.

—Pues es preciso que bajes un día.

Quedamos en silencio. La Princesa volvió a suspirar llevándose las manos a la frente: Sus hijas, allá en el fondo de la estancia, se hablaban en voz baja. Yo las miraba sonriendo y ellas me respondían en idéntica forma, con cierta alegría infantil y burlona, que contrastaba con sus negros vestidos de duelo. Empezaba a decaer la tarde, y la Princesa mandó abrir una ventana que daba sobre el jardín.

—¡Me marea el olor de esas rosas, hijas mías!

Y señalaba los floreros que estaban sobre el tocador. Abierta la ventana, una ligera brisa entró en la estancia: Era alegre, perfumada y gentil como un mensaje de la Primavera: Sus alas invisibles alborotaron los rizos de aquellas cabezas juveniles, que allá en el fondo de la estancia me miraban y me sonreían. ¡Rizos rubios, dorados, luminosos, cabezas adorables, cuántas veces os he visto en mis sueños pecadores más bellas que esas aladas cabezas angélicas que solían ver en sus sueños celestiales los santos ermitaños!

**

La princesa se acostó al comienzo de la noche, poco después del rosario. En el salón, medio apagado, hablaban en voz baja las viejas damas que desde hacía veinte años acudían regularmente a la tertulia del Palacio Gaetani: Comenzaba a sentirse el calor, y estaban abiertas las puertas de cristales que daban al jardín. Dos hijas de la Princesa, María Socorro y María Pilar, hacían los honores: La conversación era lánguida, de una languidez apocada y beata. Afortunadamente, al sonar las nueve en el reloj de la Catedral, las señoras se levantaron, y María Socorro y María Pilar salieron acompañándolas. Yo quedé solo en el vasto salón, y no sabiendo qué hacer, bajé al jardín.

Era una noche de Primavera, silenciosa y fragante. El aire agitaba las ramas de los árboles con blando movimiento, y la luna iluminaba por un instante la sombra y el misterio de los follajes. Sentíase pasar por el jardín un largo estremecimiento, y luego todo quedaba en esa amorosa paz de las noches serenas. En el azul profundo temblaban las estrellas, y la quietud del jardín parecía mayor que la quietud del cielo. A lo lejos, el mar, misterioso y ondulante, exhalaba su eterna queja. Las dormidas olas fosforecían al pasar tumbando los delfines, y una vela latina cruzaba el horizonte bajo la luna pálida.

Yo recorría un sendero orillado por floridos rosales: Las luciérnagas brillaban al pie de los arbustos, el aire era fragante, y el más leve soplo bastaba para deshojar en los tallos las rosas marchitas. Yo sentía esa vaga y romántica tristeza que encanta los enamoramientos juveniles, con la leyenda de los grandes y trágicos dolores que se visten a la usanza antigua. Consideraba la herida de mi corazón como aquellas que no tienen cura, y pensaba que de un modo fatal decidiría de mi suerte. Con extremos verterianos soñaba superar a todos los amantes que en el mundo han sido, y por infortunados y leales pasaron a la historia, y aún asomaron más de una vez la faz lacrimosa en las cantigas del vulgo. Desgraciadamente, quedéme sin superarlos, porque tales romanticismos nunca fueron otra cosa que un perfume derramado sobre todos mis amores de juventud. ¡Locuras gentiles y fugaces que duraban algunas horas, y que, sin duda por eso, me han hecho suspirar y sonreír toda la vida!

 

De pronto huyeron mis pensamientos. Daba las doce el viejo reloj de la Catedral, y cada campanada, en el silencio del jardín, retumbó con majestad sonora. Volví al salón, donde ya estaban apagadas las luces. En los cristales de una ventana temblaba el reflejo de la luna, y allá, en el fondo, brillaba la esfera de un reloj, que con delicado y argentino son daba también las doce. Me detuve en la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad, y poco a poco mis ojos columbraron la forma incierta de las cosas. Una mujer hallábase sentada en el sofá del estrado. Yo sólo distinguía sus manos blancas: El cuerpo era una sombra negra. Quise acercarme, y vi cómo sin ruido se ponía en pie y cómo sin ruido se alejaba y desaparecía. Hubiérala creído un fantasma engaño de mis ojos, si al dejar de verla no llegase hasta mí un sollozo. Al pie del sofá estaba caído un pañuelo perfumado de rosas y húmedo de llanto. Lo besé con afán. No dudaba que aquel fantasma había sido María Rosario.

Pasé la noche en vela, sin conseguir conciliar el sueño. Vi rayar el alba en las ventanas de mi alcoba, y sólo entonces, en medio del alegre voltear de un esquilón que tocaba a misa, me dormí. Al despertarme, ya muy entrado el día, supe con profundo reconocimiento cuánto por la salud de mi alma se interesaba la Princesa Gaetani. La noble señora estaba muy afligida porque yo había perdido el Oficio Divino.

**

Al caer de la tarde llegaron aquellas dos señoras de los cabellos blancos y los negros y crujientes vestidos de seda. La Princesa se incorporó saludándolas con amable y desfallecida voz:

—¿Dónde habéis estado?

—¡Hemos corrido toda Ligura!

—¡Vosotras!

Ante el asombro de la Princesa, las dos señoras se miraron sonriendo:

—Cuéntale tú, Antonina.

—Cuéntale tú, Lorencina.

Y luego las dos comienzan el relato al mismo tiempo: Habían oído un sermón en la Catedral: Habían pasado por el Convento de las Carmelitas para preguntar por la Madre Superiora que estaba enferma: Habían velado al Santísimo. Aquí la Princesa interrumpió:

—¿Y cómo sigue la Madre Superiora?

—Todavía no baja al locutorio.

—¿A quién habéis visto?

—A la Madre Escolástica. ¡La pobre siempre tan buena y tan cariñosa! No sabes cuánto nos preguntó por ti y por tus hijas: Nos enseñó el hábito de María Rosario: Iba a mandárselo para que lo probase: Lo ha cosido ella misma: Dice que será el último, porque está casi ciega.

La Princesa suspiró:

—¡Yo no sabía que estuviese ciega!

—Ciega no, pero ve muy poco.

—Pues no tiene años para eso...

La Princesa acabó con un gesto de fatiga, llevándose las manos a la frente. Después se distrajo mirando hacia la puerta, donde asomaba la escuálida figura del Señor Polonio. Detenido en el umbral, el mayordomo saludaba con una profunda reverencia:

—¿Da su permiso mi Señora la Princesa?

—Adelante, Polonio. ¿Qué ocurre?

—Ha venido el sacristán de las Madres Carmelitas con el hábito de la Señorina.

—¿Y ella lo sabe?

—Probándoselo queda.

Al oír esto, las otras hijas de la Princesa, que sentadas en rueda, bordaban el manto de Santa Margarita de Ligura, habláronse en voz baja, juntando las cabezas, y salieron de la estancia con alegre murmullo, en un grupo casto y primaveral como aquel que pintó Sandro Boticelli. La Princesa las miró con maternal orgullo, y luego hizo un ademán despidiendo al mayordomo, que, en lugar de irse, adelantó algunos pasos balbuciendo:

—Ya he dado el último perfil al Paso de las Caídas... Hoy empiezan las procesiones de Semana Santa.

La Princesa replicó con desdeñosa altivez:

—Y sin duda has creído que yo lo ignoraba.

El mayordomo pareció consternado:

—¡Líbreme el Cielo, Señora!

—¿Pues entonces?...

—Hablando de las procesiones, el sacristán de las Madres me dijo que tal vez este año no saliesen las que costea y patrocina mi Señora la Princesa.

—¿Y por qué causa?

—Por la muerte de Monseñor, y el luto de la casa.

—Nada tiene que ver con la religión, Polonio.

Aquí la Princesa creyó del caso suspirar. El mayordomo se inclinó:

—Cierto, Señora, ciertísimo. El sacristán lo decía contemplando mi obra. Ya sabe la Señora Princesa... El Paso de las Caídas... Espero que mi Señora se digne verlo...

El mayordomo se detuvo sonriendo ceremoniosamente. La Princesa asintió con un gesto, y luego volviéndose a mí pronunció con ligera ironía:

—¿Tú acaso ignoras que mi mayordomo es un gran artista?

El viejo se inclinó:

—¡Un artista!... Hoy día ya no hay artistas. Los hubo en la antigüedad.

Yo intervine con mi juvenil insolencia:

—¿Pero de qué época sois, Señor Polonio?

El mayordomo repuso sonriendo:

—Vos tenéis razón, Excelencia... Hablando con verdad, no puedo decir que éste sea mi siglo...

—Vos pertenecéis a la antigüedad más clásica y más remota. ¿Y cuál arte cultiváis, Señor Polonio?

El Señor Polonio repuso con suma modestia:

—Todas, Excelencia.

—¡Sois un nieto de Miguel Ángel!

—El cultivarlas todas no quiere decir que sea maestro en ellas, Excelencia.

La Princesa sonrió con aquella amable ironía que al mismo tiempo mostraba señoril y compasivo afecto por el viejo mayordomo:

—Xavier, tienes que ver su última obra: ¡El Paso de las Caídas! ¡Una maravilla!

Las dos ancianas juntaron las secas manos con infantil admiración:

—¡Si cuando joven hubiera querido ir a Roma!... ¡Oh!

El mayordomo lloraba enternecido:

—¡Señoras!... ¡Mis nobles Mecenas!

De pronto se oyó murmullo de juveniles voces que se aproximaban, y un momento después el coro de las cinco hermanas invadía la estancia. María Rosario traía puesto el blanco hábito que debía llevar durante toda la vida, y las otras se agrupaban en torno como si fuese una Santa. Al verlas entrar, la Princesa se incorporó muy pálida: Las lágrimas acudían a sus ojos, y luchaba en vano por retenerlas. Cuando María Rosario se acercó a besarle la mano, le echó los brazos al cuello y la estrechó amorosamente. Quedó después contemplándola, y no pudo contener un grito de angustia.

**

Yo estaba tan conmovido que, como en sueños, oí la voz del viejo mayordomo: Hablaba después de un profundo silencio:

—Si merezco el honor... Perdonad, pero ahora van a llevarse esa pobre obra de mis manos pecadoras. Si queréis verla, apenas queda tiempo...

Las dos señoras se levantaron sacudiéndose las crujientes y arrugadas faldas:

—¡Oh!... Vamos allá.

Antes de salir ya comenzaron las explicaciones del Señor Polonio:

—Conviene saber que el Nazareno y el Cirineo son los mismos que había antiguamente. De mi mano son únicamente los judíos. Los hice de cartón. Ya conocen mi antigua manía de hacer caretas. Una manía y de las peores. Con ella di gran impulso a los Carnavales, que es la fiesta de Satanás. ¡Aquí, antes nadie se vestía de máscara, pero como yo regalaba a todo el mundo mis caretas de cartón! ¡Dios me perdone! Los Carnavales de Ligura llegaron a ser famosos en Italia... Vengan por aquí sus Excelencias.

Pasamos a una gran sala que tenía las ventanas cerradas. El Señor Polonio adelantóse para abrirlas. Después se volvió pidiendo mil perdones, y nosotros entramos. Mis ojos quedaron extasiados al ver en medio de la sala unas andas con Jesús Nazareno, entre cuatro judíos torvos y barbudos. Las dos señoras lloraban de emoción: