Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—¡Señor Marqués, aquí le buscan!

Un hombre de aventajado talle, con la frente vendada y el tabardo sobre los hombros, se destacaba en la puerta de mi alcoba. Su voz levantóse grave como en un responso:

—¡Saludo al ilustre prócer y deploro su desgracia!

Era Fray Ambrosio y el verle no dejó de regocijarme. Adelantóse haciendo sonar las espuelas, y con la diestra en la sien para contener un tanto el temblor de la cabeza. La señora le advirtió meliflua, al mismo tiempo que saludaba para retirarse:

—Procure no cansar al enfermo, y háblele bajito.

El exclaustrado asintió con un gesto. Quedamos solos, tomó asiento a mi cabecera y comenzó a mascullar rancias consideraciones:

—¡Válgame Dios!... Después de haber corrido tanto mundo y tantos peligros, venir a perder un brazo en esta guerra, que no es guerra... ¡Válgame Dios! No sabemos ni dónde está la desgracia, ni dónde está la fortuna, ni dónde está la muerte... No sabemos nada. ¡Dichoso aquel a quien la última hora no le coge en pecado mortal!...

Yo divertía mis dolores oyendo estas pláticas del fraile guerrillero: Adivinaba su intención de edificarme con ellas, y no podía menos de sentir el retozo de la risa. Fray Ambrosio al verme exangüe y demacrado por la fiebre, habíame juzgado en trance de muerte, y le complacía deponer por un momento sus fieros de soldado, para encaminar al otro mundo el alma de un amigo que moría por la Causa. Aquel fraile lo mismo libraba batallas contra la facción alfonsista que contra la facción de Satanás. Habíasele corrido la venda que a modo de turbante llevaba sobre el cano entrecejo, y mostraba los labios sangrientos de una cuchillada que le hendía la frente. Yo gemí sepultado entre las almohadas, y le dije con la voz moribunda y burlona:

—Fray Ambrosio, todavía no me ha referido usted sus hazañas, ni cómo recibió esa herida.

El fraile se puso en pie: Tenía el aspecto fiero de un ogro, y a mí me divertía al igual que los ogros de los cuentos:

—¿Cómo he recibido esta herida?... ¡Sin gloria, como usted la suya!... ¿Hazañas? Ya no hay hazañas, ni guerra, ni otra cosa más que una farsa. Los generales alfonsistas huyen delante de nosotros, y nosotros delante de los generales alfonsistas. Es una guerra para conquistar grados y vergüenzas. Acuérdese de lo que le digo: Terminará con una venta, como la otra. Hay en el campo alfonsista muchos generales capaces para esas tercerías. ¡Hoy se conquistan así los tres entorchados!

Calló de mal talante, luchando por ajustarse la venda: Las manos y la cabeza temblábanle por igual. El cráneo, desnudo y horrible, recordaba el de esos gigantescos moros que se incorporan chorreando sangre bajo el caballo del Apóstol. Yo le dije con una sonrisa:

—Fray Ambrosio, estoy por decir que me alegro de que no triunfe la Causa.

Me miró lleno de asombro:

—¿Habla sin ironía?

—Sin ironía.

Y era verdad. Yo hallé siempre más bella la majestad caída que sentada en el trono, y fui defensor de la tradición por estética. El carlismo tiene para mí el encanto solemne de las grandes catedrales, y aun en los tiempos de la guerra, me hubiera contentado con que lo declarasen monumento nacional. Bien puedo decir, sin jactancia, que como yo pensaba también el Señor. El fraile abría los brazos y desencadenaba el trueno de su voz:

—¡La Causa no triunfará porque hay muchos traidores!

Quedó un momento silencioso y ceñudo, con la venda entre las manos, mostrando la temerosa cuchillada que le hendía la frente. Yo volví a interrogarle:

—En fin, sepamos cómo ha recibido esa herida, Fray Ambrosio.

Trató de ponerse la venda al mismo tiempo que barboteaba:

—No sé... No me acuerdo...

Yo le miré sin comprender. El fraile estaba en pie al borde de mi cama, y en la vaga oscuridad albeaba el cráneo desnudo y temblón: La sombra cubría la pared. De pronto, arrojando al suelo la venda convertida en hilachas, exclamó:

—¡Señor Marqués, nos conocemos! Usted sabe muy bien cómo recibí esta herida, y me lo pregunta por mortificarme.

Al oírle me incorporé en las almohadas, y le dije con altivo desdeño:

—Fray Ambrosio, he sufrido demasiado en estos días para perder el tiempo ocupándome de usted.

Arrugó el entrecejo e inclinó la cabeza:

—¡Es verdad!... También ha tenido lo suyo... Pues esta descalabradura me la ha inferido ese ladrón de Miquelcho. ¡Un traidor que se alzó con el mando de la partida!... La deuda contraída yo la pagaré como pueda... Crea que el exabrupto de aquella noche me pesa. En fin, ya no hay que hacerle... El Señor Marqués de Bradomín, afortunadamente, sabe comprender todas las cosas...

Yo le interrumpí:

—Y disculparlas, Fray Ambrosio.

Su cólera acabó en abatimiento, y suspirando dejóse caer en un sillón que había a mi cabecera. Al cabo de algún tiempo, mientras se registraba bajo el tabardo, comenzó:

—¡Lo he dicho siempre!... El primer caballero de España... Pues aquí le entrego cuatro onzas. Supongo que el ilustre prócer no querrá ver la ley del oro... Dicen que eso es de judaizantes.

Del aforro del tabardo había sacado el dinero envuelto en un papel manchado de rapé, y reía con aquella risa jocunda que recordaba los vastos refectorios conventuales. Yo le dije con un suspiro de pecador:

—Fray Ambrosio, diga usted una misa con esas cuatro onzas.

La boca negra del fraile abrióse sonriente:

—¿Por qué intención?

—Por el triunfo de la Causa.

Habíase alzado del sillón, mostrando talante de poner término a la visita. Yo le fijaba los ojos desde el fondo de las almohadas, y guardaba un silencio burlón, porque le veía vacilar. Al cabo me dijo:

—Tengo que trasmitirle un ruego de aquella dama... Sin que haya dejado de quererle, le suplica que no intente verla...

Sorprendido y violento me incorporé en las almohadas. Recordaba la otra celada que me había tendido aquel fraile, y juzgué sus palabras un nuevo engaño: Con orgulloso menosprecio se lo dije, y le señalé la puerta. Quiso replicar, pero yo sin responder una sola palabra, repetí el mismo gesto imperioso. Salió amenazador y brusco, barboteando amenazas. El rumor se extendió por toda la casa, y las dos señoras se asomaron a la puerta, cándidamente asustadas.

**

Dormí toda la noche con un sueño reparador y feliz. Las campanas de una iglesia vecina me despertaron a la madrugada, y algún tiempo después las dos señoras que me atendían, asomaron a la puerta de mi alcoba tocadas con sus mantillas y el rosario arrollado a la muñeca. La voz, el ademán y el vestido eran iguales en las dos: Me saludaron con esa unción un poco rancia de las señoras devotas: Las dos sonreían con una sonrisa pueril y meliflua que parecía extenderse en la sombra mística de las mantillas sujetas al peinado con grandes alfilerones de azabache. Yo murmuré:

—¿Van ustedes a misa?

—No, que venimos.

—¿Qué se cuenta por Estella?

—¡Qué quiere que se cuente!...

Las dos voces sonaban acordadas como en una letanía, y la media luz de la alcoba parecía aumentar su dejo monjil. Yo me decidí a interrogar sin rebozo:

—¿Saben cómo sigue el Conde de Volfani?

Se miraron y creo que el rubor tiñó sus rostros marchitos. Hubo una laguna de silencio, y la hija salió de mi alcoba obediente a un gesto de la vieja, que desde hacía cuarenta años velaba por aquella pudibunda inocencia. En la puerta se volvió con esa sonrisa candorosa y rancia de las solteronas intactas:

—Me alegro de la mejoría, Señor Marqués.

Y con pulcro y recatado andar desapareció en la sombra del corredor. Yo, aparentando indiferencia, seguí la plática con la otra señora:

—Volfani es como un hermano para mí. El mismo día que salimos sufrió un accidente y no he vuelto a saber nada...

La señora suspiró:

—¡Sí!... Pues no ha recobrado el conocimiento. A mí quien me da mucha pena es la Condesita: Cinco días con cinco noches pasó a la cabecera de su marido cuando le trajeron... ¡Y ahora dicen que le cuida y le sirve como una Santa Isabel!

Confieso que me llenó de asombro y de tristeza el amor casi póstumo que mostraba por su marido María Antonieta. ¡Cuántas veces en aquellos días contemplando mi brazo cercenado y dándome a soñar, había creído que la sangre de mi herida y el llanto de sus ojos caían sobre nuestro amor de pecado y lo purificaban! Yo había sentido el ideal consuelo de que su amor de mujer se trasmudaba en un amor franciscano, exaltado y místico. Con celoso palpitar, murmuré:

—¿Y no ha mejorado el Conde?

—Mejorado sí, pero quedóse como un niño: Le visten, le sientan en un sillón y allí se pasa el día: Dicen que no conoce a nadie.

La señora, al tiempo de hablar, despojábase de la mantilla, y la doblaba cuidadosamente para clavar luego en ella los alfilerones: Viéndome silencioso juzgó que debía despedirse:

—Hasta luego, Señor Marqués: Si desea alguna cosa no tiene más que llamar.

Al salir se detuvo en la puerta, prestando atención a un rumor de pasos que se acercaba. Miró hacia afuera, y enterada me habló:

—Le dejo en buena compañía. Aquí tiene a Fray Ambrosio.

Sorprendido me incorporé en las almohadas. El exclaustrado entró barboteando:

—No debía volver a pisar esta casa, después de la manera como fui afrentado por el ilustre prócer... Pero cuando se trata de un amigo todo lo perdona este indigno Fray Ambrosio.

Yo le alargué la mano:

—No hablemos de ello. Ya conozco la conversión de nuestra Condesa Volfani.

—¿Y qué dice ahora? ¿Comprende que este pobre fraile no merecía ayer sus arrogancias marquesiles?... Yo sólo era un emisario, un humildísimo emisario.

 

Fray Ambrosio me oprimía la mano hasta hacerme crujir los huesos. Yo volví a repetir:

—No hablemos de ello.

—Sí que hemos de hablar. ¿Dudará todavía que tiene en mí un amigo?

El momento era solemne y lo aproveché para libertar mi mano y llevarla al corazón:

—¡Jamás!

El fraile se irguió:

—He visto a la Condesa.

—¿Y qué dice nuestra Santa?

—Dice que está dispuesta a verle una sola vez para decirle adiós.

En vez de alegría sentí como si una sombra de tristeza cubriese mi alma, al conocer la resolución de María Antonieta. ¿Era acaso el dolor de presentarme ante sus bellos ojos despoetizado, con un brazo de menos?

**

Apoyado en el brazo del fraile dejé mi hospedaje para ir a la Casa del Rey. Un sol pálido abría jirones en las nubes plomizas, y comenzaba a derretir la nieve que desde algunos días marcaba su blanca estela al abrigo de los paredones sombríos. Yo caminaba silencioso: Con romántica tristeza evocaba la historia de mis amores, y gustaba el perfume mortuorio de aquel adiós que iba a darme María Antonieta. El fraile me había dicho que por un escrúpulo de santa no quería verme en su casa, y que esperaba encontrarme en la Casa del Rey. Yo, por otro escrúpulo, había declarado suspirando que si acudía adonde ella estaba, no era por verla sino por presentar mis respetos a la Señora. Al entrar en la saleta temí que a los ojos me acudiese el llanto: Recordaba aquel día, cuando al besar la mano alba y real de azules venas, sentí con ansias de paladín el deseo de consagrar mi vida a la Señora. Por primera vez gusté ante mi fea manquedad, un orgulloso y altivo consuelo: El consuelo de haber vertido mi sangre por aquella princesa pálida y santa como una princesa de leyenda, que rodeada de sus damas bordaba escapularios para los soldados de la Causa. Al entrar yo, algunas damas se pusieron en pie, cual solían cuando entraban los eclesiásticos de respeto. La Señora me dijo:

—He tenido noticia de tu desgracia, y no sabes cuánto he rezado por ti. ¡Dios ha querido que salvases la vida!...

Me incliné profundamente:

—Dios no ha querido concederme el morir por vos.

Las damas se limpiaron los ojos, emocionadas de oírme: Yo sonreí tristemente, considerando que aquella era la actitud que a lo adelante debía adoptar con las mujeres para hacer poética mi manquedad. La Reina me dijo con noble entereza:

—Los hombres como tú no necesitan de los brazos, les basta con el corazón.

—¡Gracias, Señora!

Hubo breves momentos de silencio, y un señor obispo que estaba presente, murmuró en voz baja:

—Dios Nuestro Señor ha permitido que conservase la mano derecha, que es la de la pluma y la de la espada.

Las palabras del prelado, movieron un murmullo de admiración entre las damas. Me volví, y mis ojos tropezaron con los ojos de María Antonieta. Un vapor de lágrimas los abrillantaba. La saludé con leve sonrisa, y ella permaneció seria, mirándome fijamente. El prelado se acercó pastoral y benévolo:

—¿Habrá sufrido mucho nuestro querido Marqués?

Respondí con un gesto, y Su Ilustrísima entornó los párpados con grave pesadumbre:

—¡Válgame Dios!

Las damas suspiraron: Sólo permaneció muda y serena Doña Margarita: Su corazón de princesa le decía que para mi altivez era lo mismo compadecerme que humillarme. El prelado continuó:

—Ahora que forzosamente ha de tener algún descanso, debía escribir un libro de su vida.

La Reina me dijo sonriendo:

—Bradomín, serían muy interesantes tus memorias.

Y gruñó la Marquesa de Tor:

—Lo más interesante no lo diría.

Yo repuse inclinándome:

—Diría sólo mis pecados.

La Marquesa de Tor, mi tía y señora, volvió a gruñir, pero no entendí sus palabras. Y continuó el prelado en tono de sermón:

—¡Se cuentan cosas verdaderamente extraordinarias de nuestro ilustre Marqués! Las confesiones cuando son sinceras, encierran siempre una gran enseñanza: Recordemos las de San Agustín. Cierto que muchas veces nos ciega el orgullo y hacemos en esos libros ostentación de nuestros pecados y de nuestros vicios: Recordemos las del impío filósofo de Ginebra. En tales casos la clara enseñanza que suele gustarse en las confesiones, el limpio manantial de su doctrina, se enturbia.

Las damas, distraídas del sermón, se hablaban en voz baja. María Antonieta, un poco alejada, mostrábase absorta en su labor y guardaba silencio. La plática del prelado sólo a mí parecía edificar, y como no soy egoísta, supe sacrificarme por las damas, y humildemente interrumpirla:

—Yo no aspiro a enseñar, sino a divertir. Toda mi doctrina está en una sola frase: ¡Viva la bagatela! Para mí haber aprendido a sonreír, es la mayor conquista de la Humanidad.

Hubo un murmullo regocijado y burlesco, poniendo en duda que por largos siglos hubiesen sido todos los hombres absolutamente serios, y que hay épocas enteras durante las cuales ni una sonrisa célebre recuerda la Historia.

Su ilustrísima alzó los brazos al cielo:

—Es probable, casi seguro, que los antiguos no hayan dicho viva la bagatela, como nuestro afrancesado Marqués. Señor Marqués de Bradomín, procure no condenarse por bagatela. En el Infierno debió haberse sonreído siempre.

Yo iba a replicar, pero me miraron severos los ojos de la Reina. El prelado recogióse los hábitos con empaque doctoral, y en ese tono agresivo y sonriente, que suelen adoptar los teólogos en las controversias de los seminarios, comenzó un largo sermón.

**

La marquesa de Tor, con el gesto familiar y desabrido que solían adoptar para hablarme todas mis viejas y devotas tías, me llamó al hueco de un balcón: Me acerqué reacio porque nada halagüeño presagiaba. Sus primeras palabras confirmaron mis temores:

—No esperaba verte aquí... Ya te estás marchando.

Yo murmuré sentimental:

—Quisiera obedecerte, pero el corazón me lo impide.

—No soy yo quien te lo manda, sino esa pobre criatura.

Y con la mirada me mostró a María Antonieta. Yo suspiré cubriéndome los ojos con la mano:

—¿Y esa pobre criatura puede negarse a decirme adiós, cuando es por toda la vida?

Mi noble tía dudó: Bajo sus arrugas y su gesto adusto conservaba el candor sentimental de todas las viejas que fueron damiselas en el año treinta:

—¡Xavier, no intentes separarla de su marido!... ¡Xavier, tú mejor que nadie debes comprender su sacrificio! ¡Ella quiere ser fiel a esa sombra detenida por un milagro delante de la muerte!...

La anciana señora me decía esto emocionada y dramática, con mi mano entre las suyas amojamadas. Yo repuse en voz baja, temeroso de que la emoción me anudase la garganta:

—¿Qué mal puede haber en que nos digamos adiós? ¡Si ha sido ella quien lo quiso!...

—Porque tú lo exigiste, y la pobre no tuvo valor para negártelo. María Antonieta desea vivir siempre en tu corazón: Quiere renunciar a ti, pero no a tu cariño. Yo como tengo muchos años conozco el mundo, y sé que pretende una locura. Xavier, si no eres capaz de respetar su sacrificio, no intentes hacerlo más cruel.

La Marquesa de Tor se enjugó una lágrima. Yo murmuré con melancólico resentimiento:

—¡Temes que no sepa respetar su sacrificio! Eres injusta conmigo, bien que en eso no haces más que seguir las tradiciones de la familia. ¡Cómo me apena esa idea que todos tenéis de mí! ¡Dios que lee en los corazones!...

Mi tía y señora recobró el tono autoritario:

—¡Calla!... Eres el más admirable de los Don Juanes: Feo, católico y sentimental.

Era tan vieja la buena señora, que había olvidado las veleidades del corazón femenino, y que cuando se tiene un brazo de menos y la cabeza llena de canas, es preciso renunciar al donjuanismo. ¡Ay, yo sabía que los ojos aterciopelados y tristes que se habían abierto para mí como dos florecillas franciscanas en una luz de amanecer, serían los últimos que me mirasen con amor! Ya sólo me estaba bien enfrente de las mujeres la actitud de un ídolo roto, indiferente y frío. Presintiéndolo por primera vez, con una sonrisa triste le mostré a la anciana señora la manga vacía de mi uniforme: De pronto, emocionado por el recuerdo de la niña recluida en el viejo caserón aldeano, tuve que mentir un poco, hablando de María Antonieta:

—María Antonieta es la única mujer que todavía me quiere: Solamente su amor me queda en el mundo: Resignado a no verla y lleno de desengaños, estaba pensando en hacerme fraile, cuando supe que deseaba decirme adiós por última vez...

—¿Y si yo te suplicase ahora que te fueses?

—¿Tú?

—En nombre de María Antonieta.

—¡Creía merecer que ella me lo dijese!

—¿Y ella, pobre mujer, no merece que le evites ese nuevo dolor?

—Si hoy atendiese su ruego, acaso mañana me llamase. ¿Crees que esa piedad cristiana que ahora la arrastra hacia su marido, durará siempre?

Antes que la anciana señora pudiese responder, una voz que las lágrimas enronquecían y velaban, gimió a mi espalda:

—¡Siempre, Xavier!

Me volví y halléme enfrente de María Antonieta: Inmóvil y encendidos los ojos me miraba. Yo le mostré mi brazo cercenado, y ella con un gesto de horror cerró los párpados. Había en su persona tal mudanza que aparentaba haber envejecido muchos años. María Antonieta era muy alta, llena de altiva majestad en la figura, y con el pelo siempre fosco, ya mezclado de grandes mechones blancos. Tenía la boca de estatua y las mejillas como flores marchitas, mejillas penitentes, descarnadas y altivas, que parecían vivir huérfanas de besos y de caricias. Los ojos eran negros y calenturientos, la voz grave, de un metal ardiente. Había en ella algo extraño de mujer que percibe el aleteo de las almas que se van, y comunica con ellas a la media noche. Después de un silencio doloroso y largo, volvió a repetir:

—¡Siempre, Xavier!

Yo la miré intensamente:

—¿Más que mi amor?

—Tanto como tu amor.

La Marquesa de Tor, que tendía por la sala su mirada cegata, nos advirtió en voz queda y aconsejadora:

—Si habéis de hablar, al menos que no sea aquí.

María Antonieta asintió con los ojos, y severa y muda se alejó cuando algunas damas ya comenzaban a mirarnos curiosas. Casi al mismo tiempo hacían irrupción en la sala los dos perros del Rey. Don Carlos entró momentos después: Al verme adelantóse y sin pronunciar una sola palabra me abrazó largamente: Luego comenzó a hablarme en el tono que solía, de amable broma, como si nada hubiese cambiado en mí. Confieso que ninguna muestra de su aprecio pudiera conmoverme tanto como me conmovió aquella generosa delicadeza de su ánimo real.

**

Mi señora tía la Marquesa de Tor me hace seña de que la siga, y me conduce a su cámara, donde llorosa y sola espera María Antonieta: Al verme entrar se ha puesto en pie clavándome los ojos enrojecidos y brillantes: Respira ansiosa, y con la voz violenta y ronca me habla:

—Xavier, es preciso que nos digamos adiós. ¡Tú no sabes cuánto he sufrido desde aquella noche en que nos separamos!

Yo interrumpo con una vaga sonrisa sentimental:

—¿Recuerdas que fue con la promesa de querernos siempre?

Ella a su vez me interrumpe:

—¡Tú vienes a exigirme que abandone a un pobre ser enfermo, y eso jamás, jamás, jamás! Sería en mí una infamia.

—Son las infamias que impone el amor, pero desgraciadamente ya soy viejo para que ninguna mujer las cometa por mí.

—Xavier, es preciso que me sacrifique.

—Hay sacrificios tardíos, María Antonieta.

—¡Eres cruel!

—¡Cruel!

—Tú quieres decirme que el sacrificio debió ser para no faltar a mis deberes.

—Acaso hubiera sido mejor, pero al culparte a ti me culpo a mí también. Ninguno de los dos supo sacrificarse, porque esa ciencia sólo se aprende con los años, cuando se hiela el corazón.

—¡Xavier, es la última vez que nos vemos, y qué recuerdo tan amargo me dejarán tus palabras!

—¿Tú crees que es la última vez? Yo creo que no. Si accediese a tu ruego volverías a llamarme, mi pobre María Antonieta.

—¡Por qué me lo dices! Y si yo fuese tan cobarde que volviera a llamarte, tú no vendrías. Este amor nuestro es imposible ya.

—Yo vendría siempre.

María Antonieta levanta al cielo sus ojos, que las lágrimas hacen más bellos, y murmura como si rezase:

 

—¡Dios mío, y acaso llegará un día en que mi voluntad desfallezca, en que mi cruz me canse!

Yo me acerco hasta beber su aliento, y le cojo las manos:

—Ya llegó.

—¡Nunca! ¡Nunca!...

Intenta libertar sus manos pero no lo consigue. Yo murmuré casi a su oído:

—¿Qué dudas? Ya llegó.

—¡Vete, Xavier! ¡Déjame!

—¡Cuánto me haces sufrir con tus escrúpulos, mi pobre María Antonieta!

—¡Vete! ¡Vete!... No me digas nada... No quiero oírte.

Yo le beso las manos:

—¡Divinos escrúpulos de santa!

—¡Calla!

Con los ojos espantados se aleja de mí. Hay un largo silencio. María Antonieta se pasa las manos por la frente y respira con ansia. Poco a poco se tranquiliza: En sus ojos hay una resolución desesperada cuando me dice:

—Xavier, voy a causarte una gran pena. Yo ambicioné que tú me quisieras como a esas novias de los quince años. ¡Pobre loca! Y te oculté mi vida.

—Sigue ocultándomela.

—¡He tenido amantes!

—¡La vida es así!

—¡No me desprecias!

—No puedo.

—¡Pero te sonríes!...

Yo le respondo cuerdamente:

—¡Mi pobre María Antonieta, me sonrío porque no hallo motivo para ser severo! Hay quien prefiere ser el primer amor: Yo he preferido siempre ser el último. ¿Pero acaso lo seré?

—¡Qué crueles son tus palabras!

—¡Qué cruel es la vida cuando no caminamos por ella como niños ciegos!

—¡Cuánto me desprecias!... Es mi penitencia.

—Despreciarte, no. Tú fuiste como todas las mujeres, ni mejor ni peor. Ahora acabas en santa. ¡Adiós, mi pobre María Antonieta!

María Antonieta solloza, y desgarra con los dientes el pañolito de encajes: Se ha dejado caer en el sofá: Yo, en pie, permanezco ante ella. Hay un silencio lleno de suspiros. María Antonieta se enjuga los ojos, me mira y sonríe tristemente:

—Xavier, si todas las mujeres son como tú me juzgas, yo tal vez no haya sido como ellas ¡Compadéceme, no me guardes rencor!

—No es rencor lo que siento, es la melancolía del desengaño: Una melancolía como si la nieve del invierno cayese sobre mi alma, y mi alma, semejante a un campo yermo, se amortajase con ella.

—Tú tendrás el amor de otras mujeres.

—Temo que reparen demasiado en mis cabellos blancos y en mi brazo cercenado.

—¡Qué importa tu brazo de menos! ¡Qué importan tus cabellos blancos!... Yo los buscaría para quererlos más. ¡Xavier, adiós por toda la vida!...

—¿Quién sabe lo que guarda la vida? ¡Adiós, mi pobre María Antonieta!

Estas palabras fueron las últimas. Después ella me alarga su mano en silencio, yo se la beso y nos separamos. Al trasponer la puerta sentí la tentación de volver la cabeza y la vencí. Si la guerra no me había dado ocasión para mostrarme heroico, me la daba el amor al despedirse de mí, acaso para siempre.