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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Qué valor!



—¡Cuánta entereza!



—¡Y nos pasmábamos del General!



Yo sospeché que me felicitaban, y les dije con voz débil:



—¡Gracias, hijos míos!



Y el médico que se lavaba la sangre de las manos, les advirtió jovial:



—Dejadle que descanse...



Cerré los ojos para ocultar dos lágrimas que acudían a ellos, y sin abrirlos advertí que la estancia quedaba a oscuras. Después unos pasos tenues vagaron en torno mío, y no sé si mi pensamiento se desvaneció en un sueño o en un desmayo.



**



Era todo silencio en torno mío, y al borde de mi cama una sombra estaba en vela. Abrí los párpados en la vaga oscuridad, y la sombra se acercó solícita: Unos ojos aterciopelados, compasivos y tristes, me interrogaron:



—¿Sufre mucho, señor?



Eran los ojos de la niña, y al reconocerlos sentí como si las aguas de un consuelo me refrescasen la aridez abrasada del alma. Mi pensamiento voló como una alondra rompiendo las nieblas de la modorra donde persistía la conciencia de las cosas reales, angustiada, dolorida y confusa. Alcé con fatiga el único brazo que me quedaba, y acaricié aquella cabeza que parecía tener un nimbo de tristeza infantil y divina. Se inclinó besándome la mano, y al incorporarse tenía el terciopelo de los ojos brillante de lágrimas. Yo le dije:



—No tengas pena, hija mía.



Hizo un esfuerzo para serenarse, y murmuró conmovida:



—¡Es usted muy valiente!



Yo sonreí un poco orgulloso de aquella ingenua admiración:



—Ese brazo no servía de nada.



La niña me miró, con los labios trémulos, abiertos sobre mí sus grandes ojos como dos florecillas franciscanas de un aroma humilde y cordial. Yo le dije deseoso de gustar otra vez el consuelo de sus palabras tímidas:



—Tú no sabes que si tenemos dos brazos es como un recuerdo de las edades salvajes, para trepar a los árboles, para combatir con las fieras... Pero en nuestra vida de hoy, basta y sobra con uno, hija mía... Además, espero que esa rama cercenada servirá para alargarme la vida, porque ya soy como un tronco viejo.



La niña sollozó:



—¡No hable usted así, por Dios! ¡Me da mucha pena!



La voz un poco aniñada se ungía con el mismo encanto que los ojos, mientras en la penumbra de la alcoba quedaba indeciso el rostro menudo, pálido, con ojeras. Yo murmuré débilmente, enterrada la cabeza en las almohadas:



—Háblame, hija mía.



Ella repuso ingenua y casi riente, como si pasase por sus palabras una ráfaga de alegría infantil:



—¿Por qué quiere usted que le hable?



—Porque el oírte me hace bien. Tienes la voz balsámica.



La niña quedóse un momento pensativa y luego repitió, como si buscase en mis palabras un sentido oculto:



—¡La voz balsámica!



Y recogida en su silla de enea, a la cabecera de mi lecho, permaneció silenciosa, pasando lentamente las cuentas del rosario. Yo la veía al través de los párpados flojos, hundido en el socavón de las almohadas que parecían contagiarme la fiebre, caldeadas, quemantes. Poco a poco volvieron a cercarme las nieblas del sueño, un sueño ingrávido y flotante, lleno de agujeros, de una geometría diabólica. Abrí los ojos de pronto, y la niña me dijo:



—Ahora se fue la Madre Superiora. Me ha reñido, porque dice que le fatigo a usted con mi charla, de manera que va usted a estarse muy callado.



Hablaba sonriendo, y en su cara triste y ojerosa, era la sonrisa como el reflejo del sol en las flores humildes, cubiertas de rocío. Recogida en su silla de enea, me fijaba los ojos llenos de sueños tristes. Yo al verla sentía penetrada el alma de una suave ternura, ingenua como amor de abuelo que quiere dar calor a sus viejos días consolando las penas de una niña y oyendo sus cuentos. Por oír su voz, le dije:



—¿Cómo te llamas?



—Maximina.



—Es un nombre muy bonito.



Me miró poniéndose encendida, y repuso risueña y sincera:



—¡Será lo único bonito que tenga!



—Tienes también muy bonitos los ojos.



—Los ojos podrá ser... ¡Pero soy toda yo tan poca cosa!...



—¡Ay!... Adivino que vales mucho.



Me interrumpió muy apurada:



—No, señor, ni siquiera soy buena.



Tendí hacia ella mi única mano:



—La niña más buena que he conocido.



—¡Niña!... Una mujer enana, Señor Marqués. ¿Cuántos años cree usted que tengo?



Y puesta en pie, cruzaba los brazos ante mí, burlándose ella misma de ser tan pequeña. Yo le dije con amable zumba:



—¡Acaso tengas veinte años!



Me miró muy alegre:



—¡Cómo se burla usted de mí!... Aún no tengo quince años, Señor Marqués... ¡Si creí que iba usted a decir doce!... ¡Ay, que le estoy haciendo hablar y no me prohibió otra cosa la Madre Superiora!



Sentóse muy apurada y se llevó un dedo a los labios al tiempo que sus ojos demandaban perdón. Yo insistí en hacerla hablar:



—¿Hace mucho que eres novicia?



Ella, sonriente, volvió a indicar el silencio: Después murmuró:



—No soy novicia: Soy educanda.



Y sentada en la silla de enea quedó abstraída. Yo callaba, sintiendo sobre mí el encanto de aquellos ojos poblados por los sueños. ¡Ojos de niña, sueños de mujer! ¡Luces de alma en pena en mi noche de viejo!



**



Las tropas leales cruzaban la calle batiendo marcha. Se oía el bramido fanático del pueblo que acudía a verlas. Unos gritaban:



—¡Viva Dios!



Otros gritaban arrojando al aire las boinas:



—¡Viva el Rey! ¡Viva Carlos VII!



Recordé de pronto las órdenes que llevaba y quise incorporarme, pero el dolor del brazo amputado me lo impidió: Era un dolor sordo que me fingía tenerlo aún, pesándome como si fuese de plomo. Volviendo los ojos a la novicia le dije con tristeza y burla:



—Hermana Maximina, ¿quieres llamar en mi ayuda a la Madre Superiora?



—No está la Madre Superiora... ¡Si yo puedo servirle!



La contemplé sonriendo:



—¿Y te atreverías a correr por mí un gran peligro?



La novicia bajó los ojos, mientras en las mejillas pálidas florecían dos rosas:



—Yo sí.



—¡Tú mi pobre pequeña!



Callé, porque la emoción embargaba mi voz, una emoción triste y grata al mismo tiempo: Yo adivinaba que aquellos ojos aterciopelados y tristes serían ya los últimos que me mirasen con amor. Era mi emoción como la del moribundo que contempla los encendidos oros de la tarde y sabe que aquella tarde tan bella es la última. La novicia levantando hacia mí sus ojos, murmuró:



—No se fije en que soy tan pequeña, Señor Marqués.



Yo le dije sonriendo:



—¡A mí me pareces muy grande, hija mía!... Me imagino que tus ojos se abren allá en el cielo.



Ella me miró risueña, al mismo tiempo que con una graciosa seriedad de abuela repetía:



—¡Qué cosas!... ¡Qué cosas dice este señor!



Yo callé contemplando aquella cabeza llena de un encanto infantil y triste. Ella, después de un momento me interrogó con la adorable timidez que hacía florecer las rosas en sus mejillas:



—¿Por qué me ha dicho si me atrevería a correr un peligro?...



Yo sonreí:



—No fue eso lo que te dije, hija mía. Te dije si te atreverías a correrlo por mí.



La novicia calló, y vi temblar sus labios que se tornaron blancos. Al cabo de un momento murmuró sin atreverse a mirarme, inmóvil en su silla de enea, con las manos en cruz:



—¿No es usted mi prójimo?



Yo suspiré:



—Calla, por favor, hija mía.



Y me cubrí los ojos con la mano, en una actitud trágica. Así permanecí mucho tiempo esperando que la niña me interrogase, pero como la niña permanecía muda, me decidí a ser el primero en romper aquel largo silencio:



—Qué daño me han hecho tus palabras: Son crueles como el deber.



La niña murmuró:



—El deber es dulce.



—El deber que nace del corazón, pero no el que nace de una doctrina.



Los ojos aterciopelados y tristes me miraron serios:



—No entiendo sus palabras, señor.



Y después de un momento, levantándose para mullir mis almohadas, murmuró apenada de ver mi ceño adusto:



—¿Qué peligro era ese, Señor Marqués?



Yo la miré todavía severo:



—Era un vago hablar, Hermana Maximina.



—¿Y por qué deseaba ver a la Madre Superiora?



—Para recordarle un ofrecimiento que me hizo y del cual se ha olvidado.



Los ojos de la niña me miraron risueños:



—Yo sé cuál es: Que se viese con el Cura de Orio. ¿Pero quién le ha dicho que se ha olvidado? Entró aquí para despedirse de usted, y como dormía no quiso despertarle.



La novicia calló para correr a la ventana. De nuevo volvían a resonar en la calle los gritos con que el pueblo saludaba a las tropas leales:



—¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!



La novicia tomó asiento en uno de los poyos que flanqueaban la ventana, aquella ventana angosta, de vidrios pequeños y verdeantes, única que tenía la estancia. Yo le dije:



—¿Por qué te vas tan lejos, hija mía?



—Desde aquí también le oigo.



Y me enviaba la piadosa tristeza de sus ojos sentada al borde de la ventana desde donde se atalayaba un camino entre álamos secos, y un fondo de montes sombríos, manchados de nieve. Como en los siglos medievales y religiosos llegaban desde la calle las voces del pueblo: ¡Viva Dios!



¡Viva el Rey!



**



Exaltaba la fiebre mis pensamientos. Dormía breves instantes, y despertábame con sobresalto, sintiendo aferrada y dolorida en un término remoto, la mano del brazo cercenado. Fue para mí todo el día de un afán angustioso. Sor Simona entró al anochecer, saludándome con aquella voz grave y entera que tenía como levadura de las rancias virtudes castellanas:

 



—¿Qué tal van esos ánimos, Marqués?



—Decaídos, Sor Simona.



La monja sacudió bravamente el agua que mojaba su mantilla de aldeana:



—¡Vaya que me ha costado trabajo convencer a ese bendito Cura de Orio!...



Yo murmuré débilmente:



—¿Le ha visto?



—De allá vengo... Cinco horas de camino, y una hora de sermón hasta que me cansé y le hablé fuerte... Tentaciones tuve de arañarle la cara y hacer de Infanta Carlota. ¡Dios me lo perdone!... No sé ni lo que hablo. El pobre hombre no había pensado nunca en quemar a los prisioneros, pero quería retenerlos para ver si los convertía. En fin, ya están aquí.



Yo me incorporé en las almohadas:



—Sor Simona, ¿quiere usted autorizarles a entrar?



La Madre Superiora se asomó a la puerta y gritó:



—Sor Jimena, que pasen esos señores.



Luego volviendo a mi cabecera, murmuró:



—Se conoce que son personas de calidad. Uno de ellos parece un gigante. El otro es muy joven, con cara de niña, y sin duda era estudiante allá en su tierra, porque habla el latín mejor que el Cura de Orio.



La Madre Superiora calló poniendo atención a unos pasos lentos y cansados que se acercaban corredor adelante, y quedó esperando vueltos los ojos a la puerta, donde no tardó en asomar una monja llena de arrugas, con tocas muy almidonadas y un delantal azul: En la frente y en las manos tenía la blancura de las hostias:



—Madrecica, esos caballeros venían tan cansados y arrecidos que les he llevado a la cocina para que se calienten unas migajicas. ¡Viera cómo se quedan comiendo unas sopicas de ajo con que les he regalado! Si parece que no habían catado en tres días cosa de sustancia. ¿La Madrecica ha reparado cómo se les conoce en las manos pulidas ser personas de mucha calidad?



Sor Simona repuso con una sonrisa condescendiente:



—Algo de eso he reparado.



—El uno es tenebroso como un alcalde mayor, pero el otro es un bien rebonico zagal para sacarlo en un paso de procesión, con el tontillo de seda y las alicas de pluma, en la guisa que sale el Arcángel San Rafael.



La Madre Superiora sonreía oyendo a la monja, cuyos ojos azules y límpidos conservaban un candor infantil entre los párpados llenos de arrugas. Con jovial entereza le dijo:



—Sor Jimena, con las sopas de ajo le sentará mejor que las alicas de pluma, un trago de vino rancio.



—¡Y tiene razón, Madrecica! Ahora voy a encandilarles con él.



Sor Jimena salió arrastrando los pies, encorvada y presurosa. Los ojos de la Madre Superiora la miraron salir llenos de indulgente compasión:



—¡Pobre Sor Jimena, ha vuelto a ser niña!



Después tomó asiento a mi cabecera y cruzó las manos. Anochecía y los vidrios llorosos de la ventana dejaban ver sobre el perfil incierto de los montes, la mancha de la nieve argentada por la luna. Se oía lejano el toque de una corneta. Sor Simona me dijo:



—Los soldados que vinieron con usted han hecho verdaderos horrores. El pueblo está indignado con ellos y con los muchachos de una partida que llegó ayer. Al escribano Arteta le han dado cien palos por negarse a desfondar una pipa y convidarlos a beber, y a Doña Rosa Pedrayes la han querido emplumar porque su marido, que murió hace veinte años, fue amigo de Espartero. Cuentan que han subido los caballos al piso alto, y que en las consolas han puesto la cebada para que comiesen. ¡Horrores!



Seguíase oyendo el toque vibrante y luminoso de la corneta que parecía dar sus notas al aire como un despliegue de bélicas banderas. Yo sentí alzarse dentro de mí el ánimo guerrero, despótico, feudal, este noble ánimo atávico, que haciéndome un hombre de otros tiempos, hizo en éstos mi desgracia. ¡Soberbio Duque de Alba! ¡Glorioso Duque de Sesa, de Terranova y Santangelo! ¡Magnífico Hernán Cortés!: Yo hubiera sido alférez de vuestras banderas en vuestro siglo. Yo siento, también, que el horror es bello, y amo la púrpura gloriosa de la sangre, y el saqueo de los pueblos, y a los viejos soldados crueles, y a los que violan doncellas, y a los que incendian mieses, y a cuantos hacen desafueros al amparo del fuero militar. Alzándome en las almohadas se lo dije a la monja:



—Señora, mis soldados guardan la tradición de las lanzas castellanas, y la tradición es bella como un romance y sagrada como un rito. Si a mí vienen con sus quejas, así se lo diré a esos honrados vecinos de Villarreal de Navarra.



Yo vi en la oscuridad que la monja se enjugaba una lágrima: Con la voz emocionada, me habló:



—Marqués, yo también se lo dije así... No con esas palabras, que no sé hablar con tanta elocuencia, pero sí en el castellano claro de mi tierra. ¡Los soldados deben ser soldados, y la guerra debe ser guerra!



En esto la otra monja llena de arrugas, risueña bajo sus tocas blancas y almidonadas, abrió la puerta tímidamente y asomó con una luz, pidiendo permiso para que entrasen los prisioneros. A pesar de los años reconocí al gigante: Era aquel príncipe ruso que provocara un día mi despecho, cuando allá en los países del sol quiso seducirle la Niña Chole. Viendo juntos a los dos prisioneros, lamenté más que nunca no poder gustar del bello pecado, regalo de los dioses y tentación de los poetas. En aquella ocasión hubiera sido mi botín de guerra y una hermosa venganza, porque era el compañero del gigante el más admirable de los efebos. Considerando la triste aridez de mi destino, suspiré resignado. El efebo me habló en latín, y en sus labios el divino idioma evocaba el tiempo feliz en que otros efebos sus hermanos, eran ungidos y coronados de rosas por los emperadores:



—Señor, mi padre os da las gracias.



Con aquella palabra padre, alta y sonora, era también cómo sus hermanos nombraban a los emperadores. Y le dije enternecido:



—¡Que los dioses te libren de todo mal, hijo mío!



Los dos prisioneros se inclinaron. Creo que el gigante me reconoció, porque advertí en sus ojos una expresión huidiza y cobarde.



Incapaz para la venganza, al verlos partir recordé a la niña de los ojos aterciopelados y tristes, y lamenté con un suspiro, que no tuviese las formas gráciles de aquel efebo.



**



Toda la noche hubo sobresalto y lejano tiroteo de fusilería. Al amanecer comenzaron a llegar heridos, y supimos que la facción alfonsina ocupaba el Santuario de San Cernín. Los soldados cubiertos de lodo exhalaban un vaho húmedo, de los ponchos: Bajaban sin formación por los caminos del monte: Desanimados y recelosos murmuraban que habían sido vendidos.



Yo había obtenido permiso para levantarme, y con la frente apoyada en los cristales de la ventana contemplaba los montes envueltos en la cortina cenicienta de la lluvia. Me sentía muy débil, y al verme en pie con mi brazo cercenado, confieso que era grande mi tristeza. Exaltábase mi orgullo, y sufría presintiendo el goce de algunas viejas amigas de quien no hablaré jamás en mis Memorias. Pasé todo el día en sombrío abatimiento, sentado en uno de los poyos que guarnecían la ventana. La niña de los ojos aterciopelados y tristes, me hizo compañía largos ratos. Una vez le dije:



—Hermana Maximina, ¿qué bálsamo me traes?



Ella, sonriendo llena de timidez, vino a sentarse en el otro poyo de la ventana. Yo cogí su mano y comencé a explicarle:



—Hermana Maximina, tú eres dueña de tres bálsamos: Uno lo dan tus palabras, otro tus sonrisas, otro tus ojos de terciopelo...



Con la voz apagada y un poco triste, le hablaba de esta suerte, como a una niña a quien quisiera distraer con un cuento de hadas. Ella me respondía:



—No le creo a usted, pero me gusta mucho oírle... ¡Sabe usted decir todas las cosas, como nadie sabe!...



Y toda roja enmudecía. Después limpiaba los cristales empañados, y mirando al huerto quedábase abstraída. El huerto era triste: Bajo los árboles crecía la yerba espontánea y humilde de los cementerios, y la lluvia goteaba del ramaje sin hojas, negro, adusto. En el brocal del pozo saltaban esos pájaros gentiles que llaman de las nieves, al pie de la tapia balaba una oveja tirando de la jareta que la sujetaba, y por el fondo nublado del cielo iba una bandada de cuervos. Yo repetía en voz baja:



—¡Hermana Maximina!



Volvióse lentamente, como una niña enferma a quien ya no alegran los juegos:



—¿Qué mandaba usted, Señor Marqués?



En sus ojos de terciopelo parecía haber quedado toda la tristeza del paisaje. Yo le dije:



—Hermana Maximina, se abren las heridas de mi alma, y necesito alguno de tus bálsamos. ¿Cuál quieres darme?



—El que usted quiera.



—Quiero el de tus ojos.



Y se los besé paternalmente. Ella batió muchas veces los párpados y quedó seria, contemplando sus manos delicadas y frágiles de mártir infantil. Yo sentía que una profunda ternura me llenaba el alma con voluptuosidad nunca gustada. Era como si un perfume de lágrimas se vertiese en el curso de las horas felices. Volví a murmurar:



—Hermana Maximina...



Y ella, sin alzar la cabeza respondió con la voz vaga y dolorosa:



—Diga, Señor Marqués.



—Digo que eres avara de tus tesoros. ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no me hablas? ¿Por qué no me sonríes, Hermana Maximina?



Levantó los ojos tristes y lánguidos como suspiros:



—Estaba pensando que llevaba usted muchas horas de pie. ¿No le hará a usted daño?



Yo tomé sus dos manos y la atraje hacia mí:



—No me hará daño si me haces el don de tus bálsamos.



Por primera vez la besé en los labios: Estaban helados. Olvidé el tono sentimental y con el fuego de los años juveniles le dije:



—¿Serías capaz de quererme?



Ella se estremeció sin responderme. Yo volví a repetir:



—¿Serías capaz de quererme, con tu alma de niña?



—Sí... ¡Le quiero! ¡Le quiero!



Y se arrancó de mis brazos demudada. Huyó y no volví a verla en todo aquel día. Sentado en el poyo de la ventana permanecí mucho tiempo. La luna se levantaba sobre los montes en un cielo anubarrado y fantástico: El huerto estaba oscuro: La casa en santa paz. Sentí que a mis párpados acudía el llanto: Era la emoción del amor, que da una profunda tristeza a las vidas que se apagan. Como la mayor ventura soñé que aquellas lágrimas fuesen enjugadas por la niña de los ojos aterciopelados y tristes. El murmullo del rosario que rezaban las monjas en comunidad, llegaba hasta mí como un eco de aquellas almas humildes y felices que cuidaban a los enfermos cual a los rosales de su huerto, y amaban a Dios Nuestro Señor. Por la sombra del cielo iba la luna sola, lejana y blanca como una novicia escapada de su celda. ¡Era la Hermana Maximina!



**



Después de una noche en lucha con el pecado y el insomnio, nada purifica el alma como bañarse en la oración y oír una misa al rayar el día. La oración entonces es también un rocío matinal y la calentura del Infierno se apaga con él. Yo como he sido un gran pecador, aprendí esto en los albores de mi vida, y en aquella ocasión no podía olvidarlo. Me levanté al oír el esquilón de las monjas, y arrodillado en el presbiterio, tiritando bajo mi tabardo de soldado, atendí la misa que celebró el capellán. Algunos mocetones flacos, envueltos en mantas y con las frentes vendadas, se perfilaban en la sombra de uno y de otro muro, arrodillados sobre las tarimas. En el ámbito oscuro resonaban las toses cavadas y tísicas, apagando el murmullo del latín litúrgico. Terminada la misa, salí al patio que mostraba su enlosado luciente por la lluvia. Los soldados convalecientes paseaban: La fiebre les había descarnado las mejillas y hundido los ojos: A la luz del amanecer parecían espectros: Casi todos eran mozos aldeanos enfermos de fatiga y de nostalgia. Herido en batalla sólo había uno: Yo me acerqué a conversar con él: Viéndome llegar se cuadró militarmente. Le interrogué:



—¿Qué hay, muchacho?



—Aquí, esperando que me echen a la calle.



—¿Dónde te han herido?



—En la cabeza.



—Te pregunto en qué acción.



—Un encuentro que tuvimos cerca de Otáiz.



—¿Qué tropas?



—Nosotros solos contra dos compañías de Ciudad Rodrigo.



—¿Y quiénes sois vosotros?



—Los muchachos del fraile. Yo era la primera vez que entraba en fuego.



—¿Y quién es el Fraile?



—Uno que estaba en Estella.



—¿Fray Ambrosio?



—Creo que ése.



—¿Pues tú no le conoces?



—No, señor. Quien nos mandaba era Miquelcho. El Fraile decían que estaba herido.

 



—¿Tú no eras de la partida?



—No, señor. A mí, junto con otros tres, me habían cogido al pasar por Omellín.



—¿Y os obligaron a seguirlos?



—Sí, señor. Hacían leva.



—¿Y cómo se ha batido la gente del Fraile?



—A mi parecer bien. Les hemos tumbado siete a los del pantalón encarnado. Los esperamos ocultos en un ribazo del camino: Venían muy descuidados cantando...



El muchacho se interrumpió. Oíase lejano clamoreo de femeniles voces asustadas. Las voces corrían la casa clamando:



—¡Qué desgracia!



—¡Virgen Santísima!



—¡Divino Jesús!



El clamoreo se apagó de pronto: La casa volvió a quedar en santa paz. Los soldados hicieron comentarios y el suceso obtuvo distintas versiones. Yo me paseaba bajo los arcos y sin poner atención oía frases desgranadas que apenas bastaban a enterarme: Hablaban en este corro de una monja muy vieja y encamada que había prendido fuego a las cortinas de su lecho, y en aquel otro de una novicia muerta en su celda al pie del brasero. Fatigado del paseo bajo los arcos donde el viento metía la lluvia, me dirigí hacia mi estancia. En uno de los corredores hallé a Sor Jimena:



—¿Hermana, puede saberse qué ha ocurrido para esos lloros?



La monja vaciló un momento, y luego repuso sonriendo candorosa:



—¿Cuáles lloros?... ¡Ay, nada sabía!... Ocupadica en repartir un rancho a los chicarros. ¡Virgen del Carmelo, da pena ver cómo vienen los pobreticos!



No quise insistir y fui a encerrarme en mi celda. Era una tristeza depravada y sutil la que llenaba mi alma. Lujuria larvada de místico y de poeta. El sol matinal, un sol pálido de invierno, temblaba en los cristales de aquella ventana angosta que dejaba ver un camino entre álamos secos y un fondo de montes sombríos manchados de nieve. Los soldados seguían llegando diseminados. Las monjas reunidas en el huerto los recibían con amorosa solicitud y les curaban, después de lavarles las heridas con aguas milagrosas. Yo percibía el sordo murmullo de las voces dolientes y airadas. Todos murmuraban que habían sido vendidos. Presentí entonces el fin de la guerra, y contemplando aquellas cumbres adustas de donde bajaban las águilas y las traiciones, recordé las palabras de la Señora: ¡Bradomín, que no se diga de los caballeros españoles, que habéis ido a lejanas tierras en busca de una princesa, para vestirla de luto!



**



Pulsaron con los artejos. Volví la cabeza, y en el umbral de la puerta descubrí a Sor Simona. No había reconocido la voz, tal era su mudanza. La monja, clavándome los ojos autoritarios, me dijo:



—Señor Marqués, vengo a comunicarle una grata noticia.



Hizo una pausa, con ánimo de dar más importancia a sus palabras, y sin adelantar un paso, inmóvil en la puerta, prosiguió:



—El médico le ha dado de alta, y puede usted ponerse en camino sin peligro alguno.



Sorprendido miré a la monja queriendo adivinar sus pensamientos, pero aquel rostro permaneció impenetrable, envuelto en la sombra de las tocas. Lentamente, superando el tono altanero con que la monja me había hablado, le dije:



—¿Cuándo debo partir, Reverenda Madre?



—Cuando usted quiera.



Sor Simona mostró intención de alejarse y con un gesto la detuve:



—Escuche usted, Señora Reverenda.



—¿Qué se le ofrece?



—Deseo decirle adiós a la niña que me acompañó en estos días tan tristes.



—Esa niña está enferma.



—¿Y no puedo verla?



—No: Las celdas son clausura.



Ya había traspuesto el umbral, cuando volviendo resuelta sobre sus pasos entró de nuevo en la estancia y cerró la puerta. Con la voz vibrante de cólera y embargada de pena, me dijo:



—Ha cometido usted la mayor de sus infamias enamorando a esa niña.



Confieso que aquella acusación sólo despertó en mi alma un remordimiento dulce y sentimental:



—¡Sor Simona, imagina usted que con los cabellos blancos y un brazo de menos aún se puede enamorar!



La monja me clavó los ojos, que bajo los párpados llenos de arrugas fulguraban apasionados y violentos:



—A una niña que es un ángel, sí. Comprendiendo que por su buen talle ya no puede hacer conquistas, ¡finge usted una melancolía varonil que mueve a lástima el corazón! ¡Pobre hija, me lo ha confesado todo!



Yo repetí, inclinando la cabeza:



—¡Pobre hija!



Sor Simona retrocedió dando un grito:



—¡Lo sabía usted!



Sentí estupor y zozobra. Una nube pesada y negra envolvió mi alma, y una voz sin eco y sin acento, la voz desconocida del presagio, habló dentro sonámbula. Sentí terror de mis pecados como si estuviese próximo a morir. Los años pasados me parecieron llenos de sombras, como cisternas de aguas muertas. La voz de la corazonada repetía implacable dentro de mí aquellas palabras ya otra vez recordadas con terca insistencia. La monja juntando las manos clamó con horror:



—¡Lo sabía usted!



Y su voz embargada por el espanto de mi culpa me estremeció. Parecíame estar muerto y escucharla dentro del sepulcro, como una acusación del mundo. El misterio de los dulces ojos aterciopelados y tristes eran el misterio de mis melancolías en aquellos tiempos, cuando fui galán y poeta. ¡Ojos queridos! Yo los había amado porque encontraba en ellos los suspiros románticos de mi juventud, las ansias sentimentales que al malograrse me dieron el escepticismo de todas las cosas, la perversión melancólica y donjuanesca que hace las víctimas y llora con ellas. Las palabras de la monja, repetidas incesantemente, parecían caer sobre mí como gotas de un metal ardiente:



—¡Lo sabía usted!



Yo guardaba un silencio sombrío. Hacía mentalmente examen de conciencia, queriendo castigar mi alma con el cilicio del remordimiento, y este consuelo de los pecadores arrepentidos también huyó de mí. Pensé que no podía compararse mi culpa con la culpa de nuestro origen, y aun lamenté con Jacobo Casanova, que los padres no pudiesen hacer en todos los tiempos la felicidad de sus hijos. La monja, con las manos juntas y el acento de horror y de duda, repetía sin cesar:



—¡Lo sabía usted! ¡Lo sabía usted!



Y de pronto clavándome los ojos ardientes y fanáticos, hizo la señal de la cruz y estalló en maldiciones. Yo, como si fuere el diablo, salí de la estancia. Bajé al patio donde estaban algunos soldados de mi escolta conversando con los heridos, y di orden de tocar botasillas. Poco después el clarín alzaba su canto animoso y dominador como el de un gallo. Las diez lanzas de mi escolta se juntaron en la plaza: Regidos por sus jinetes piafaban los caballos ante el blasonado portón. Al montar eché mi brazo tan de menos que sentí un profundo desconsuelo, y buscando el bálsamo de aquellos ojos aterciopelados miré a las ventanas, pero las angostas ventanas de montante donde temblaba el sol de la mañana, permanecieron cerradas. Requerí las riendas, y sumido en desengañados pensamientos cabalgué al frente de mis lanzas. Al remontar un cerro me volví enviando el último suspiro al viejo caserón donde había encontrado el más bello amor de mi vida. En los cristales de una ventana vi temblar el reflejo de muchas luces, y el presentimiento de aquella desgracia que las monjas habían querido ocultar, cruzó por mi alma con un vuelo sombrío de murciélago. Abandoné las riendas sobre el borren, y me cubrí los ojos con la mano, para que mis soldados no me viesen llorar. En aquel sombrío estado de dolor, de abatimiento y de incertidumbre, a la memoria acalenturada volvían con terca insistencia unas palabras pueriles: ¡Es feúcha! ¡Es feúcha! ¡Es feúcha!



**



Fue aquella la más triste jornada de mi vida. Mis dolores y mis pensamientos no me daban un instante de paz. La fiebre tan pronto me abrasaba como me estremecía, haciéndome chocar diente con diente. Algunas veces un confuso delirio me embargaba, y las ideas quiméricas, funambulescas, ingrávidas, se trasmudaban con angustioso devaneo de pesadilla. Cuando al anochecer entramos por las calles de