Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

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—Bradomín, tú y Volfani vendréis acompañándome. Vamos a Estella, pero es preciso que nadie se entere.

Yo, reprimiendo una sonrisa, interrogué:

—Señor, ¿queréis que avise a Volfani?

—Volfani está avisado. Él ha sido quien preparó la fiesta.

Me incliné, murmurando un elogio de mi amigo:

—¡Señor, admiro cómo hacéis justicia a los grandes talentos del Conde!

El Rey guardó silencio, como si quisiese mostrar disgusto de mis palabras: Luego abrió la vidriera, y dijo extendiendo la mano:

—No llueve.

En el cielo anubarrado comenzaba a esbozarse la luna. A poco llegó Volfani:

—Señor, todo está dispuesto.

El Rey, murmuró brevemente:

—Esperemos a que cierre la noche.

En el fondo oscuro de la cocina resonaban dos voces: Don Antonio Lizárraga y Don Antonio Dorregaray, discurrían sobre arte militar: Recordaban las batallas ganadas, y forjaban esperanzas de nuevos triunfos: Dorregaray hablando de los soldados se enternecía: Ponderaba el valor sereno de los castellanos y el coraje de los catalanes, y la acometida de los navarros. De pronto una voz autoritaria interrumpe:

—¡Esos, los mejores soldados del mundo!

Y al otro lado del fuego, se alza lentamente la encorvada figura del viejo general Aguirre. El resplandor rojizo de las llamas temblaba en su rostro arrugado, y los ojos brillaban con fuego juvenil bajo la fosca nieve de las cejas. Con la voz temblona, emocionado como un niño, continuó:

—¡Navarra es la verdadera España! Aquí la lealtad, la fe y el heroísmo se mantienen como en aquellos tiempos en que fuimos tan grandes.

En su voz había lágrimas. Aquel viejo soldado era también un hombre de otros tiempos. Yo confieso que admiro a esas almas ingenuas, que aún esperan de las rancias y severas virtudes la ventura de los pueblos: Las admiro y las compadezco, porque ciegas a toda luz no sabrán nunca que los pueblos, como los mortales, sólo son felices cuando olvidan eso que llaman conciencia histórica, por el instinto ciego del futuro que está cimero del bien y del mal, triunfante de la muerte. Un día llegará, sin embargo, donde surja en la conciencia de los vivos, la ardua sentencia que condena a los no nacidos. ¡Qué pueblo de pecadores trascendentales el que acierte a poner el gorro de cascabeles en la amarilla calavera que llenaba de meditaciones sombrías el alma de los viejos ermitaños! ¡Qué pueblo de cínicos elegantes el que rompiendo la ley de todas las cosas, la ley suprema que une a las hormigas con los astros, renuncie a dar la vida, y en un alegre balneario se disponga a la muerte! ¿Acaso no sería ese el más divertido fin del mundo, con la coronación de Safo y Ganimedes?... Y a todo esto la noche había cerrado por completo, y el claro de la luna iluminaba el alféizar. Por la ventana abierta entraba un aire frío y húmedo que tan pronto abatía como alzaba flameantes las llamas del hogar. Don Carlos nos indicó con un gesto que le siguiésemos: Salimos, y caminamos a pie durante algún tiempo, hasta llegar al abrigo de los peñascales donde un soldado nos esperaba con los caballos del diestro. El Rey montó, arrancando al galope, y nosotros le imitamos. Al pasar ante los guardias, una voz se alzaba en la noche:

—¿Quién vive?

Y el soldado respondía con un grito:

—¡Carlos VII!

—¿Qué gente?

—¡Borbón!

Y nos dejaban paso. Los peñascales que flanquean la carretera parecían llenos de amenazas, y de los montes cercanos llegaba en el silencio de la noche el rumor de las hinchadas torrenteras. En las puertas de la ciudad hubimos de confiar los caballos al soldado, y recatándonos caminamos a pie.

**

Nos detuvimos ante un caserón con rejas: Era el caserón de mi bella bailarina elevada a Duquesa de Uclés. Llamamos con recato, y la puerta se abrió... El gran farol de hierro estaba encendido, y un hombre marchó delante de nosotros franqueando otras puertas, que francas se quedaban mucho después de pasar. Más de una vez aquel hombre me miró curioso. Yo también le miraba queriendo reconocerle: Tenía una pierna de palo, era alto, seco, avellanado, con ojos de cañí, y la calva y el perfil de César. De pronto sentí esclarecerse mi memoria ante el solemne ademán con que de tiempo en tiempo se acariciaba los tufos. El César de la pata de palo era un famoso picador de toros, hombre de mucha majeza, amigo de las juergas clásicas con cantadores y aristócratas: En otro tiempo se murmuró que me había sustituido en el corazón de la gentil bailarina: Yo nunca quise averiguarlo porque siempre tuve como un deber de andante caballería, respetar esos pequeños secretos de los corazones femeninos. ¡Con profunda melancolía recordé aquel buen tiempo pasado! Parecía despertarse al golpe seco de la pierna de palo, mientras cruzábamos el vasto corredor, sobre cuyos muros se desenvolvía en viejas estampas la historia amorosa de Doña Marina y Hernán Cortés. Mi corazón aún palpitó cuando en el fondo de una puerta surgió la Duquesa. Don Carlos la interrogó:

—¿Ha venido?

—Ya no tardará, Señor.

La Duquesa quiso apartarse cediendo el paso, pero muy galán lo rehusó el Rey:

—Las damas primero.

El salón, apenas alumbrado por los candelabros de las consolas, era grande y frío, con encerada tarima. Ante el sofá del estrado brillaba un brasero de cobre sostenido por garras de león. Don Carlos murmuró, al tiempo que extendía sus manos sobre el rescoldo:

—Las mujeres sólo saben hacerse esperar... ¡Es su gran talento!

Calló, y nosotros respetamos su silencio. La Duquesa me enviaba una sonrisa. Yo, al verla con tocas de viuda, recordé a la dama del negro velo que había salido de la iglesia en el cortejo de Doña Margarita. En el corredor volvía a resonar el golpe de la pata de palo, y un murmullo de voces. A poco entran dos mujeres muy rebozadas y anhelantes, con un vaho de humedad en los mantos. Al vernos, una de ellas retrocede hasta la puerta mostrando disgusto. Don Carlos se acerca, y después de algunas palabras en voz baja, sale acompañándola. La otra, una dueña que andaba sin ruido, sale detrás, pero a los pocos momentos vuelve, y con la mano asomando apenas bajo el manto, hace una seña a Volfani: Volfani se levanta y la sigue. Al vernos solos, murmura y ríe la Duquesa:

—¡Se tapan de usted!

—¿Acaso las conozco?

—No sé... No me pregunte usted nada.

Callé, sin sentir la menor curiosidad, y quise besar las manos ducales de mi amiga, pero ella las retiró sonriendo:

—Ten formalidad. Mira que somos dos viejos.

—¡Tú eres eternamente joven, Carmen!

Me miró un momento, y replicó maliciosa y cruel:

—Pues a ti no te sucede lo mismo.

Y como era muy piadosa, queriendo restañar la herida me echó al cuello su boa de marta, ofreciéndome los labios como un fruto. ¡Divinos labios que desvanecían en un perfume de rezos el perfume de los olés flamencos! Se apartó vivamente porque el golpe de la pierna de palo volvía a sonar despertando los ecos del caserón. Yo le dije sonriendo:

—¿Qué temes?

Y ella frunciendo el arco de su lindo ceño, respondió:

—¡Nada! ¿También tú crees esa calumnia?

Y besando la cruz de sus dedos, con tanta devoción como gitanería, murmuró:

—¡Te lo juro!... Jamás he tenido nada con ese... Somos paisanos y le guardo ley, y por eso cuando un toro le dejó sin poderse ganar el pan, le recogí de caridad. ¡Tú harías lo mismo!

—¡Lo mismo!

Aun cuando no estuviese muy seguro, lo afirmé solemnemente. La Duquesa, como queriendo borrar por completo aquel recuerdo, me dijo con amoroso reproche:

—¡Ni siquiera me has preguntado por nuestra hija!

Quedé un momento turbado, porque apenas hacía memoria. Luego mi corazón puso la disculpa en mis labios.

—No me atreví.

—¿Por qué?

—No quería nombrarla viniendo en aventura con el Rey.

Una nube de tristeza pasó por los ojos de la madre:

—No la tengo aquí... Está en un convento.

Yo sentí de pronto el amor de aquella hija lejana y casi quimérica:

—¿Se parece a ti?

—No... Es feúcha.

Temiendo una burla, me reí:

—¿Pero de veras es mi hija?

La Duquesa de Uclés volvió a jurar besando la cruz de sus dedos, y tal vez haya sido mi emoción, pero entonces su juramento me pareció limpio de toda gitanería. Fijándome sus grandes ojos morunos, dijo con un profundo encanto sentimental, el encanto sentimental que hay en algunas coplas gitanas:

—Esa criatura es tan hija tuya como mía. Nunca lo oculté, ni siquiera a mi marido. ¡Y cómo la quería el pobrecito!

Se enjugó una lágrima. Era viuda desde el comienzo de la guerra, donde había muerto oscuramente el pacífico Duque de Uclés. La antigua bailarina, fiel a la tradición como una gran dama, se estaba arruinando por la Causa: Ella sola había costeado las armas y monturas de cien jinetes: Cien lanzas que se llamaron de Don Jaime. Al hablar del heredero se enternecía como si también fuese su hijo.

—¿De manera que has visto a mi precioso príncipe?

—Sí.

—¿Y a cuál de las Infantas?

—A Doña Blanca.

—¿Qué salada, verdad? ¡Va a ser más barbiana!

Y aún quedaba en el aire el aleteo gracioso de aquella profecía, cuando allá, en el fondo del caserón, resonó la voz del Rey. La Duquesa se puso de pie:

—¿Qué pasará?

Don Carlos entró. Estaba un poco pálido. Nosotros le interrogamos con los ojos. Él dijo:

—A Volfani acaba de darle un accidente. Ya se habían ido esas damas y estaba hablándole, cuando de pronto veo que cae poco a poco, doblándose sobre un brazo del sillón. Yo tuve que sostenerle...

 

Dicho esto salió, y nosotros, obedeciendo el mandato que no llegó a formular, salimos tras él. Volfani estaba en un sillón, deshecho, encogido, doblado y con la cabeza colgante. Don Carlos se acercó, y levantándole en sus brazos robustos, le asentó mejor:

—¿Cómo estás, Volfani?

Volfani hizo visibles esfuerzos para contestar, pero no pudo. De su boca inerte, caída, hilábanse las babas. La Duquesa acudió a limpiarlas, caritativa y excelsa como la Verónica. Volfani posó sobre nosotros sus tristes ojos mortales. La Duquesa, con el ánimo que las mujeres tienen para tales trances, le habló:

—Esto no es nada, Señor Conde. A mi marido, como estaba un poco grueso...

Volfani agitó un brazo que le colgaba, y los labios exhalaron un ronquido donde se adivinaba el esbozo de algunas palabras. Nosotros nos miramos creyendo verle morir. El ronquido, manchado por una espuma de saliva, volvió a pasar entre los labios de Volfani: De los ojos nublados se desprendieron dos lágrimas que corrieron escuetas por las mejillas de cera. Don Carlos le habló como a un niño, levantando la voz con cariñosa autoridad:

—Vas a ser trasladado a tu casa. ¿Quieres que te acompañe Bradomín?

Volfani siguió mudo. El Rey nos llamó aparte, y hablamos los tres en secreto. Lo primero, como cumplía a corazones cristianos y magnánimos, fue lamentar el disgusto de la pobre María Antonieta: Después fue augurarle la muerte del pobre Volfani: Lo último fue acordar de qué suerte había que trasladársele para evitar todo comento. La Duquesa advirtió que no podían llevarle criados de su casa, convínose en ello y al cabo de algunas dudas se acordó confiar el caso a Rafael el Rondeño. El César de la pata de palo, luego de enterarse, se acarició los tufos y dijo ceceando:

—¿Pero estamos seguros de que no es vino lo que tiene?

La Duquesa, poseída de justa indignación, le impuso silencio. El César, impasible, continuó acariciándose los tufos hasta que al fin se encaró con nosotros dando por resuelto el caso. Cargarían con el cuerpo del Conde Volfani dos sargentos que estaban alojados en los desvanes. Eran hombres de confianza, veteranos del Quinto de Navarra, y le llevarían a su casa como si viniesen de camino. Y terminó su discurso con una palabra que, como una caña de manzanilla, daba todo el aroma de su antigua vida de torero y jácaro:

¿Hace?

**

Nos volvimos adonde habíamos dejado los caballos. El Rey no ocultaba su disgusto: Frecuentemente repetía, condolido y obstinado:

—¡Pobre Volfani! Era un corazón leal.

Durante algún tiempo sólo se escuchó el paso de las cabalgaduras. La luna, una luna clara de invierno, iluminaba la aridez nevada del Monte-Jurra. El viento avendavalado y frío, nos batía de frente. Don Carlos habló, y una ráfaga llevóse deshechas sus palabras. Apenas pude entender:

—¿Crees que morirá?...

Yo haciendo tornavoz con la mano grité:

—¡Lo temo, Señor!...

Y un eco repitió mis palabras, borrosas, informes. Don Carlos guardó silencio, y durante el camino no habló más. Descabalgamos al abrigo de los peñascales que había inmediatos a la casería, y entregando las riendas al soldado que nos acompañaba, caminamos a pie. En la puerta nos detuvimos un instante contemplando las nubes negras que el viento hacía desfilar sobre la luna. Don Carlos aun murmuró:

—¡Maldito tiempo! ¡Era un corazón leal!

Dirigió una última mirada al cielo torvo, que amenazaba ventisca, y entró. Traspuesto el umbral, percibimos rumor de voces que disputaban. Yo tranquilicé al Rey:

—No es nada, Señor: Están jugándose las futuras soldadas.

Don Carlos tuvo una sonrisa indulgente.

—¿Conoces quiénes son?

—Lo adivino, Señor. Todo el Cuartel Real.

Habíamos entrado en la sala donde estaba dispuesto el aposento del Rey. Un velón alumbraba sobre la mesa, la cama aparecía cubierta por rica piel de topo, y el brasero, colocado entre dos sillas de campaña, ardía con encenizados fulgores. Don Carlos, sentándose a descansar, me dijo con amable ironía:

—Bradomín, sabes que esta noche me han hablado con horror de ti... Dicen que tu amistad trae la desgracia... Me han suplicado que te aleje de mi persona.

Yo murmuré sonriendo:

—¿Ha sido una dama, Señor?

—Una dama que no te conoce... Pero cuenta que su abuela siempre te maldijo como al peor de los hombres.

Sentí una vaga aprensión:

—¿Quién era su abuela, Señor?

—Una princesa romañola.

Callé sobrecogido. Acababa de levantarse en mi alma, penetrándola con un frío mortal, el recuerdo más triste de mi vida. Salí de la estancia con el alma cubierta de luto. Aquel odio que una anciana transmitía a sus nietas, me recordaba el primero, el más grande amor de mi vida perdido para siempre en la fatalidad de mi destino. ¡Con cuánta tristeza recordé mis años juveniles en la tierra italiana, el tiempo en que servía en la Guardia Noble de Su Santidad! Fue entonces cuando en un amanecer de primavera donde temblaba la voz de las campanas y se sentía el perfume de las rosas recién abiertas, llegué a la vieja ciudad pontificia, y al palacio de una noble princesa que me recibió rodeada de sus hijas, como en Corte de Amor. Aquel recuerdo llenaba mi alma. Todo el pasado, tumultuoso y estéril, echaba sobre mí ahogándome, sus aguas amargas.

Buscando estar a solas salíme al huerto, y durante mucho tiempo paseé en la noche callada mi soledad y mis tristezas, bajo la luna, otras veces testigo de mis amores y de mis glorias. Oyendo el rumor de las hinchadas torrenteras que se despeñaban inundando los caminos, yo las comparaba con mi vida, unas veces rugiente de pasiones y otras cauce seco y abrasado. Como la luna no disipase mis negros pensamientos, comprendí que era forzoso buscar el olvido en otra parte, y suspirando resignado me junté con mis mundanos amigos del Cuartel Real. ¡Ay, triste es confesarlo, pero para las almas doloridas ofrece la blanca luna menos consuelos que un albur! Con el canto del gallo tocaron diana las cornetas, y hube de guardar mi ganancia volviendo a sumirme en cavilaciones sentimentales. A poco un ayudante vino a decirme que me llamaba el Rey. Le hallé en su cámara apurando a sorbos una taza de café, ya calzadas las espuelas y ceñido el sable:

—Bradomín, ahora soy contigo.

—A vuestras órdenes, Señor.

El Rey apuró el último sorbo, y dejando la taza me llevó al hueco de la ventana:

—¡Conque nos ha salido otro cura faccioso!... Hombre leal y valiente, según me dicen, pero fanático... El cura de Orio.

Yo interrogué:

—¿Un émulo de Santa Cruz?

—No... Un pobre viejo para quien no han pasado los años, y que hace la guerra como en tiempos de mi abuelo... Creo que intenta quemar por herejes a dos viajeros rusos, dos locos sin duda... Yo quiero que tú te avistes con él, para hacerle entender que son otros los tiempos: Aconséjale que vuelva a su iglesia y que entregue los prisioneros. Ya sabes que no quiero disgustar a Rusia.

—¿Y qué debo hacer si tiene la cabeza demasiado dura?

Don Carlos sonrió con majestad:

—Rompérsela.

Y se apartó para recibir un correo que llegaba.

Yo quedé en el mismo sitio, esperando una última palabra. Don Carlos alzó un momento los ojos del parte que leía y tuvo para mí una de sus miradas afables, nobles, serenas, tristes. Una mirada de gran Rey.

**

Salí, y un momento después cabalgaba llevando por escolta diez lanzas, escogidas, de Borbón. No hicimos parada hasta San Pelayo de Ariza. Allí supe que una facción alfonsina había cortado el puente de Omellín: Pregunté si era hacedero pasar el río, y me dijeron que no: El vado con las crecidas estaba imposible, y la barca había sido quemada. Hacíase forzoso volver atrás y seguir el camino de los montes para cruzar el río por el puente de Arnáiz. Yo quería, ante todo, dar cumplimiento a la misión que llevaba, y no vacilé, aun cuando suponía llena de riesgos aquella ruta, cosa que con los mayores extremos confirmó el guía, un viejo aldeano con tres hijos mozos en los Ejércitos del Señor Rey Don Carlos.

Antes de emprender la jornada bajamos con los caballos a que bebiesen en el río, y al mirar tan cerca la otra orilla, sentí la tentación de arriesgarme. Consulté con mis hombres, y como unos se mostrasen resueltos mientras otros dudaban, puse fin a tales pláticas entrándome río adentro con mi caballo: El animal tembloroso sacudía las orejas: Ya nadaba con el agua a la cincha, cuando en la otra ribera asomó una vieja cargada de leña, y comenzó a gritarnos. Al pronto supuse que nos advertía lo peligroso del paso. A mitad de la corriente, entendí mejor sus voces.

—¡Tenéos, mis hijos! No paséis por el amor de Dios. Todo el camino está cubierto de negros alfonsistas...

Y echando al suelo el haz de leña, bajó hasta meterse con los zuecos en el agua, los brazos en alto como una sibila aldeana, clamorosa, desesperada y adusta:

—¡Dios Nuestro Señor quiere probarnos y saber ansí la fe que cada uno tiene en la su ánima, y la firme conciencia de los procederes!... ¡Cuentan y no acaban que han ganado una gran batalla! Abuín, Tafal, Endrás, Otáiz, todo es de los negros, mis hijos...

Me volví a mirar el talante que mostraba mi gente y halléme que retrocedía acobardada. En el mismo instante sonaron algunos tiros, y pude ver en el agua el círculo de las balas que caían cerca de mí. Apresuréme para ganar la otra orilla, y cuando ya mi caballo se erguía asentando los cascos en la arena, sentí en el brazo izquierdo el golpe de una bala y correr la sangre caliente por la mano adormecida. Mis jinetes, doblados sobre el arzón, ya trepaban al galope por una cuesta entre húmedos jarales. Con los caballos cubiertos de sudor entramos en la aldea. Hice llamar a un curandero que me puso el brazo entre cuatro cañas, y sin más descanso ni otra prevención, tomé con mis diez lanzas el camino de los montes. El guía, que caminaba a pie al diestro de mi caballo, no cesaba de augurar nuevos riesgos.

Los dolores que mi brazo herido me causaban eran tan grandes, que los soldados de la escolta viendo mis ojos encendidos por la fiebre, y mi rostro de cera, y mis barbas sombrías, que en pocas horas simulaban haber crecido como en algunos cadáveres, guardaban un silencio lleno de respeto. El dolor casi me nublaba los ojos, y como mi caballo corría abandonada sobre el borrén la rienda, al cruzar una aldea faltó poco para que atropellase a dos mujeres que caminaban juntas, enterrándose en los lodazales. Gritaron al apartarse, fijándome los ojos asustados: Una de aquellas mujeres me reconoció:

—¡Marqués!

Me volví con un gesto de dolorida indiferencia:

—¿Qué quiere usted, señora?

—¿No se acuerda usted de mí?

Y se acercó, descubriéndose un poco la cabeza que se tocaba con una mantilla de aldeana navarra. Yo vi un rostro arrugado y unos ojos negros, de mujer enérgica y buena. Quise recordar:

—¿Es usted?...

Y me detuve indeciso. Ella acudió en mi ayuda:

—¡Sor Simona, Marqués!... ¿Parece mentira que no se acuerde?

Yo repetí desvanecida la memoria:

—Sor Simona...

—¡Si me ha visto cien veces cuando estábamos en la frontera con el Rey! ¿Pero qué tiene? ¿Está herido?

Por toda respuesta le mostré mi mano lívida, con las uñas azulencas y frías. Ella la examinó un momento, y acabó exclamando con bondadoso ímpetu:

—Usted no puede seguir así, Marqués.

Yo murmuré:

—Es preciso que cumpla una orden del Rey.

—Aunque haya de cumplir cien órdenes. Tengo visto en esta guerra muchos heridos, y le digo que ese brazo no espera... Por lo tanto que espere el Rey.

Y tomó el diestro de mi caballo para hacerle torcer de camino. En aquella cara arrugada y morena, los ojos negros y ardientes de monja fundadora, estaban llenos de lágrimas: Volviéndose a los soldados, les dijo:

—Venid detrás, muchachos.

Hablaba con ese tono autoritario y enternecido, que yo había escuchado tantas veces a las viejas abuelas mayorazgas. Aun cuando el dolor me robaba toda energía, llevado de mis hábitos galantes hice un esfuerzo por apearme. Sor Simona se opuso con palabras que a la vez eran bruscas y amables. Obedecí, falto de toda voluntad, y entramos por una calle de huertos y casuchas bajas que humeaban en la paz del crepúsculo, esparciendo en el aire el olor de la pinocha quemada. Yo percibía como en un sueño las voces de algunos niños que jugaban, y los gritos furibundos de las madres. Las ramas de un sauce que vertía su copa fuera de la tapia, me dieron en la cara. Inclinándome en la silla pasé bajo su sombra adversa.

 

**

Nos detuvimos ante una de esas hidalgas casonas aldeanas, con piedra de armas sobre la puerta y ancho zaguán donde se percibe el aroma del mosto, que parece pregonar la generosa voluntad. Estaba en una plaza donde crecía la yerba: En el ámbito desierto resonaba el martillo del herrador y el canto de una mujeruca que remendaba su refajo. Sor Simona me dijo, mientras me ayudaba a descabalgar:

—Aquí tenemos nuestro retiro, desde que los republicanos quemaron el convento de Abarzuza... ¡La furia que les entró cuando la muerte de su general!

Yo interrogué vagamente:

—¿Qué general?

—¡Don Manuel de la Concha!

Entonces recordé haber oído, no sabía cuándo ni dónde, que la nueva de aquel suceso, una monja con disfraz de aldeana, hubo de llevarla a Estella. La monja, por ganar tiempo, había caminado toda la noche a pie, en medio de una tormenta, y al llegar fue tomada por visionaria. Era Sor Simona. Al darse a conocer aun me lo recordó sonriendo:

—¡Ay, Marqués, creí que aquella noche me fusilaban!

Yo subía, apoyado en su hombro, la ancha escalera de piedra, y delante de nosotros subía la compañera de Sor Simona. Era casi una niña, con los ojos aterciopelados, muy amorosos y dulces. Se adelantó para llamar, y nos abrió la hermana portera:

—¡Deo gracias!

—¡A Dios sean dadas!

Sor Simona me dijo:

—Aquí tenemos nuestro hospital de sangre.

Yo distinguí en el fondo crepuscular de una sala blanca entarimada de nogal, un grupo de mujeres con tocas, sentadas en sillas bajas de enea, haciendo hilas y rasgando vendajes. Sor Simona ordenó:

—Dispongan una cama en la celda donde estuvo Don Antonio Dorregaray.

Dos monjas se levantaron y salieron: Una de ellas llevaba a la cintura un gran manojo de llaves. Sor Simona, ayudada por la niña que viniera acompañándola, comenzó a desatar el vendaje de mi brazo:

—Vamos a ver cómo está. ¿Quién le puso estas cañas?

—Un curandero de San Pelayo de Ariza.

—¡Válgame Dios! ¿Le dolerá mucho?

—¡Mucho!

Libre de las ligaduras que me oprimían el brazo, sentí un alivio, y me enderecé con súbita energía:

—Háganme una cura ligera, para que pueda continuar mi camino.

Sor Simona murmuró con gran reposo:

—¡Siéntese!... No hable locuras. Ya me dirá cuál es esa orden del Rey... Si fuese preciso, la llevaré yo misma.

Me senté, cediendo al tono de la monja:

—¿Qué pueblo es éste?

—Villareal de Navarra.

—¿Cuánto dista de Amelzu?

—Seis leguas.

Yo murmuré reprimiendo una queja:

—Las órdenes que llevo son para el Cura de Orio.

—¿Qué órdenes son?

—Que me entregue unos prisioneros. Es preciso que hoy mismo me aviste con él.

Sor Simona movió la cabeza:

—Ya le digo que no piense en tales locuras. Yo me encargo de arreglar eso. ¿Qué prisioneros son los que ha de entregarle?

—Dos extranjeros a quienes ha ofrecido quemar por herejes.

La monja rio celebrándolo:

—¡Qué cosas tiene ese bendito!

Yo, reprimiendo una queja, también me reí. Un momento mis ojos encontraron los ojos de la niña, que asustados y compasivos, se alzaban de mi brazo amarillento donde se veía el cárdeno agujero de la bala. Sor Simona le advirtió en voz baja:

—Maximina, que pongas sábanas de hilo en la cama del Señor Marqués.

Salió presurosa: Sor Simona me dijo:

—Estaba viendo que rompía a llorar. ¡Es una criatura buena como los ángeles!

Yo sentí el alma llena de ternura por aquella niña de los ojos aterciopelados, compasivos y tristes. La memoria acalenturada, comenzó a repetir unas palabras con terca insistencia:

—¡Es feucha! ¡Es feucha! ¡Es feucha!...

Me acosté con ayuda de un soldado y una vieja criada de las monjas. Sor Simona llegó a poco, y, sentándose a mi cabecera, comenzó:

—He mandado un aviso al alcalde, para que aloje a la gente que usted trae. El médico viene ahora, está terminando la visita en la sala de Santiago.

Yo asentí con apagada sonrisa. Poco después, oíamos en el corredor una voz cascada y familiar, hablando con las monjas que respondían melifluas. Sor Simona murmuró:

—Ya está ahí.

Todavía pasó algún tiempo hasta que el médico asomó en la puerta, tatareando un zorcico: Era un viejo jovial, de mejillas bermejas y ojos habladores, de una malicia ingenua: Deteniéndose en el umbral, exclamó:

—¿Qué hago? ¿Me quito la boina?

Yo murmuré débilmente:

—No, señor.

—Pues no me la quito. Aun cuando quien debiera autorizarlo era la Madre Superiora... Veamos qué tiene el valiente caporal.

Sor Simona murmuró con severa cortesía de señora antigua:

—Este caporal es el Marqués de Bradomín.

Los ojos alegres del viejo, me miraron con atención:

—De oídas le conocía mucho.

Calló inclinándose para examinarme la mano, y comenzando a desatar el vendaje, se volvió un momento:

—¿Sor Simona, quiere hacerme el favor de aproximar la luz?

La monja acudió. El médico me descubrió el brazo hasta el hombro, y deslizó sus dedos oprimiéndolo: Sorprendido levantó la cabeza:

—¿No duele?

Yo respondí con voz apagada:

—¡Algo!

—¡Pues grite! Precisamente hago el reconocimiento para saber dónde duele.

Volvió a empezar deteniéndose mucho, y mirándome a la cara: Bordeando el agujero de la bala me hincó más fuerte los dedos:

—¿Duele aquí?

—Mucho.

Oprimió más, y sintióse un crujido de huesos. Por la cara del médico pasó como una sombra y murmuró dirigiéndose a la monja, que alumbraba inmóvil:

—Están fracturados el cúbito y el radio, y con fractura conminuta.

Sor Simona, asintió con los ojos. El médico bajó la manga cuidadosamente, y mirándome cara a cara, me dijo:

—Ya he visto que es usted un hombre valiente.

Sonreí con tristeza, y hubo un momento de silencio. Sor Simona dejó la luz sobre la mesa y tornó al borde de la cama. Yo veía en la sombra las dos figuras atentas y graves. Comprendiendo la razón de aquel silencio, les hablé:

—¿Será preciso amputar el brazo?

El médico y la monja se miraron. Leí en sus ojos la sentencia, y sólo pensé en la actitud que a lo adelante debía adoptar con las mujeres para hacer poética mi manquedad. ¡Quién la hubiera alcanzado en la más alta ocasión que vieron los siglos! Yo confieso que entonces más envidiaba aquella gloria al divino soldado, que la gloria de haber escrito el Quijote. Mientras cavilaba estas locuras volvió el médico a descubrirme el brazo y acabó declarando que la gangrena no consentía esperas. Sor Simona le llamó con un gesto, y apartados en un extremo de la estancia vi conferenciar en secreto. Después la monja volvió a mi cabecera:

—Hay que tener ánimo, Marqués.

Yo murmuré:

—Lo tengo, Sor Simona.

Y volvió a repetir la buena Madre:

—¡Mucho ánimo!

La miré fijamente, y le dije:

—¡Pobre Sor Simona, no sabe cómo anunciármelo!

La monja guardó silencio y la vaga esperanza que yo había conservado hasta entonces, huyó como un pájaro que vuela en el crepúsculo: Yo sentí que era mi alma como viejo nido abandonado. La monja susurró:

—Es preciso tener conformidad con las desgracias que nos manda Dios.

Alejóse con leve andar, y vino el médico a mi cabecera: Un poco receloso le dije:

—¿Ha cortado usted muchos brazos, Doctor?

Sonrió, afirmando con la cabeza:

—Algunos, algunos.

Entraban dos monjas, y se apartó para ayudarlas a disponer sobre una mesa hilas y vendajes. Yo seguía con los ojos aquellos preparativos, y experimentaba un goce amargo y cruel, dominando el femenil sentimiento de compasión que nacía en mí ante la propia desgracia. El orgullo, mi gran virtud, me sostenía. No exhalé una queja ni cuando me rajaron la carne, ni cuando serraron el hueso, ni cuando cosieron el muñón. Puesto el último vendaje, Sor Simona murmuró con un fuego simpático en los ojos:

—¡No he visto nunca tanto ánimo!

Y los acólitos que habían asistido al sacrificio, prorrumpieron también en exclamaciones: