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100 Clásicos de la Literatura

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—Ya están celosos de que hable contigo, Bradomín. Sin duda no eres persona grata al Obispo de Urgel.



—¿Por qué lo decís, Señor?



—Por las miradas que te dirige: Ve a besarle el anillo.



Ya me retiraba para obedecer aquella orden, cuando el Rey, en alta voz de suerte que todos le oyesen, me advirtió:



—Bradomín, no olvides que comes conmigo.



Yo me incliné profundamente:



—Gracias, Señor.



Y llegué al grupo donde estaba el Obispo. Al acercarme habíase hecho el silencio. Su Ilustrísima me recibió con fría amabilidad:



—Bien venido, Señor Marqués.



Yo repuse con señoril condescendencia, como si fuese un capellán de mi casa el Obispo de la Seo de Urgel:



—¡Bien hallado, Ilustrísimo Señor!



Y con una reverencia más cortesana que piadosa, besé la pastoral amatista. Su Ilustrísima, que tenía el ánimo altivo de aquellos obispos feudales que llevaban ceñidas las armas bajo el capisayo, frunció el ceño, y quiso castigarme con una homilía:



—Señor Marqués de Bradomín, acabo de saber una burda fábula urdida esta mañana, para mofarse de dos pobres clérigos llenos de inocente credulidad, escarneciendo al mismo tiempo el sayal penitente, no respetando la santidad del lugar, pues fue en San Juan.



Yo interrumpí:



—En la sacristía, Señor Obispo.



Su Ilustrísima, que estaba ya escaso de aliento, hizo una pausa, y respiró:



—Me habían dicho que en la iglesia... Pero aun cuando haya sido en la sacristía, esa historia es como una burla de la vida de ciertos santos, Señor Marqués. Si, como supongo, el hábito no era un disfraz carnavalesco, en llevarlo no había profanación. ¡Pero la historia contada a los clérigos, es una burla digna del impío Voltaire!



El prelado iba, sin duda, a discurrir sobre los hombres de la Enciclopedia. Yo, viéndole en aquel paso, temblé arrepentido:



—Reconozco mi culpa, y estoy dispuesto a cumplir la penitencia que se digne imponerme su Ilustrísima.



Viendo el triunfo de su elocuencia, el santo varón ya sonrió benévolo:



—La penitencia la haremos juntos.



Yo le miré sin comprender. El prelado, apoyando en mi hombro una mano blanca, llena de hoyos, se dignó esclarecer su ironía:



—Los dos comemos en la mesa del Rey, y en ella el ayuno es forzoso. Don Carlos tiene la sobriedad de un soldado.



Yo respondí:



—El Bearnés, su abuelo, soñaba con que cada uno de sus súbditos pudiese sacrificar una gallina. Don Carlos, comprendiendo que es una quimera de poeta, prefiere ayunar con todos sus vasallos.



El Obispo me interrumpió:



—Marqués, no comencemos las burlas. ¡El Rey también es sagrado!



Yo me llevé la diestra al corazón, indicando que aun cuando quisiera olvidarlo no podría, pues estaba allí su altar. Y me despedí, porque tenía que presentar mis respetos a Doña Margarita.



**



Al entrar en la saleta, donde la Señora y sus damas bordaban escapularios para los soldados, sentí en el alma una emoción a la vez religiosa y galante. Comprendí entonces todo el ingenuo sentimiento que hay en los libros de caballerías, y aquel culto por la belleza y las lágrimas femeniles que hacía palpitar bajo la cota, el corazón de Tirante el Blanco. Me sentí más que nunca, caballero de la Causa: Como una gracia deseé morir por aquella dama que tenía las manos como lirios, y el aroma de una leyenda en su nombre de princesa pálida, santa, lejana. Era una lealtad de otros siglos la que inspiraba Doña Margarita. Me recibió con una sonrisa de noble y melancólico encanto:



—No te ofendas si continúo bordando este escapulario, Bradomín. A ti te recibo como a un amigo.



Y dejando un momento la aguja clavada en el bordado, me alargó su mano que besé con profundo respeto. La Reina continuó:



—Me han dicho que estuviste enfermo. Te hallo un poco más pálido. Tú me parece que eres de los que no se cuidan, y eso no está bien. Ya que no por ti, hazlo por el Rey que tanto necesita servidores leales como tú. Estamos rodeados de traidores, Bradomín.



Doña Margarita calló un momento. Al pronunciar las últimas palabras, habíase empañado su voz de plata, y creí que iba a romperse en un sollozo. Acaso haya sido ilusión mía, pero me pareció que sus ojos de madona, bellos y castos, estaban arrasados de lágrimas: La Señora, en aquel momento inclinaba su cabeza sobre el escapulario que bordaba, y no puedo asegurarlo. Pasó algún tiempo. La Reina suspiró alzando la frente que parecía de una blancura lunar bajo las dos crenchas en que partía sus cabellos:



—Bradomín, es preciso que vosotros los leales salvéis al Rey.



Yo repuse conmovido:



—Señora, dispuesto estoy a dar toda mi sangre, porque pueda ceñirse la corona.



La Reina me miró con una noble emoción:



—¡Mal has entendido mis palabras! No es su corona lo que yo te pido que defiendas, sino su vida... ¡Que no se diga de los caballeros españoles, que habéis ido a lejanas tierras en busca de una princesa para vestirla de luto! Bradomín, vuelvo a decírtelo, estamos rodeados de traidores.



La Reina calló. Se oía el rumor de la lluvia en los cristales, y el toque lejano de las cornetas. Las damas que hacían corte a la Señora, eran tres: Doña Juana Pacheco, Doña Manuela Ozores y María Antonieta Volfani: Yo sentía sobre mí, como amoroso imán, los ojos de la Volfani, desde que había entrado en la saleta: Aprovechando el silencio se levantó, y vino con una interrogación al lado de Doña Margarita:



—¿La Señora quiere que vaya en busca de los Príncipes?



La Reina a su vez interrogó:



—¿Ya habrán terminado sus lecciones?



—Es la hora.



—Pues entonces ve por ellos. Así los conocerá Bradomín.



Me incliné ante la Señora, y aprovechando la ocasión hice también mis saludos a María Antonieta: Ella muy dueña de sí, respondióme con palabras insignificantes que ya no recuerdo, pero la mirada de sus ojos negros y ardientes fue tal, que hizo latir mi corazón como a los veinte años. Salió y dijo la Señora:



—Me tiene preocupada María Antonieta. Desde hace algún tiempo la encuentro triste y temo que tenga la enfermedad de sus hermanas: Las dos murieron tísicas... ¡Luego la pobre es tan poco feliz con su marido!



La Reina clavó la aguja en el acerico de damasco rojo que había en su costurero de plata, y sonriendo me mostró el escapulario:



—¡Ya está! Es un regalo que te hago, Bradomín.



Yo me acerqué para recibirlo de sus manos reales. La Señora, me lo entregó diciendo:



—¡Que aleje siempre de ti las balas enemigas!



Doña Juana Pacheco y Doña Manuela Ozores, rancias damas que acordaban la guerra de los siete años, murmuraron:



—¡Amén!



Hubo otro silencio. De pronto los ojos de la Reina se iluminaron con amorosa alegría: Era que entraban sus dos hijos mayores, conducidos por María Antonieta. Desde la puerta corrieron hacia ella, colgándosele del cuello y besándola. Doña Margarita les dijo con una graciosa severidad:



—¿Quién ha sabido mejor sus lecciones?



La Infanta calló poniéndose encendida, mientras Don Jaime, más denodado, respondía:



—Las hemos sabido todos lo mismo.



—Es decir, que ninguno las ha sabido.



Y Doña Margarita los besó, para ocultar que se reía: Después les dijo, tendida hacia mí su mano delicada y alba:



—Este caballero es el Marqués de Bradomín.



La Infanta murmuró en voz baja, inclinada la cabeza sobre el hombro de su madre:



—¿El que hizo la guerra en México?



La Reina acarició los cabellos de su hija:



—¿Quién te lo ha dicho?



—¿No lo contó una vez María Antonieta?



—¡Cómo te acuerdas!



La niña, llenos de timidez y de curiosidad los ojos, se acercó a mí:



—¿Marqués, llevabas ese uniforme en México?



Y Don Jaime, desde el lado de su madre, alzó su voz autoritaria de niño primogénito:



—¡Qué tonta eres! Nunca conoces los uniformes. Ese uniforme es de zuavo pontificio, como el del tío Alfonso.



Con familiar gentileza, el Príncipe vino también hacia mí:



—¿Marqués, es verdad que en México los caballos resisten todo el día al galope?



—Es verdad, Alteza.



La Infanta interrogó a su vez.



—¿Y es verdad que hay unas serpientes que se llaman de cristal?



—También es verdad, Alteza.



Los niños quedaron un momento reflexionando: Su madre les habló:



—Decidle a Bradomín lo que estudiáis.



Oyendo esto, el Príncipe se irguió ante mí, con infantil alarde:



—Marqués, pregúntame por donde quieras la Historia de España.



Yo sonreí:



—¿Qué reyes hubo de vuestro nombre, Alteza?



—Uno solo: Don Jaime el Conquistador.



—¿Y de dónde era Rey?



—De España.



La Infanta murmuró poniéndose encendida:



—De la Corona de Aragón: ¿Verdad, Marqués?



—Verdad, Alteza.



El Príncipe la miró despreciador:



—¿Y eso no es España?



La Infanta buscó ánimo en mis ojos, y repuso con tímida gravedad:



—Pero eso no es toda España.



Y volvió a ponerse roja. Era una niña encantadora, con ojos llenos de vida y cabellera de luengos rizos que besaban el terciopelo de las mejillas. Animándose volvió a preguntarme sobre mis viajes:



—Marqués, ¿es verdad que también has estado en Tierra Santa?



—También estuve allí, Alteza.



—¿Y habrás visto el sepulcro de Nuestro Señor? Cuéntame cómo es.



Y se dispuso a oír, sentada en un taburete, con los codos en las rodillas y el rostro entre las manos que casi desaparecían bajo la suelta cabellera. Doña Manuela Ozores y Doña Juana Pacheco, que traían una conversación en voz baja, callaron, también dispuestas a escuchar el relato... Y en estas andanzas llega la hora de hacer penitencia, que fue ante los regios manteles según profecía de Su Ilustrísima.

 



**



Tuve el honor de asistir a la tertulia de la Señora. Durante ella, en vano fue buscar una ocasión propicia para hablar a solas con María Antonieta. Salí con el vago temor de haberla visto huir toda la noche. Al darme en rostro el frío de la calle advertí que una sombra alta, casi gigantesca, venía hacia mí. Era Fray Ambrosio:



—Bien le han tratado los soberanos. ¡Vaya, que no puede quejarse el Señor Marqués de Bradomín!



Yo murmuré con desabrido talante:



—El Rey sabe que no tiene otro servidor tan leal.



Y el fraile murmuró también desabrido, pero en tono menor:



—Algún otro tendrá...



Sentí crecer mi altivez:



—¡Ninguno!



Caminamos en silencio hasta doblar una esquina donde había un farol. Allí el exclaustrado se detuvo:



—¿Pero adónde vamos?... La dama consabida, dice que la vea esta misma noche, si puede ser.



Yo sentí latir mi corazón:



—¿Dónde?



—En su casa... Pero será preciso entrar con gran sigilo. Yo le guiaré.



Volvimos sobre nuestros pasos, recorriendo otra vez la calle encharcada y desierta. El fraile me habla en voz baja:



—La Señora Condesa también acaba de salir... Esta mañana me había mandado que la esperase. Sin duda quería darme ese aviso para el Señor Marqués... Temería no poder hablarle en la Casa del Rey.



El fraile calló suspirando: Después se rio, con un reír extraño, ruidoso, grotesco:



—¡Válete Dios!



—¿Qué le sucede, Fray Ambrosio?



—Nada, Señor Marqués. Es la alegría de verme desempeñando estos oficios, tan dignos de un viejo guerrillero. ¡Ay!... Cómo se ríen mis diez y siete cicatrices...



—¡Las tiene usted bien contadas!



—¡Mejor recibidas las tengo!



Calló, esperando sin duda una respuesta mía, y como no la obtuviese, continuó en el mismo tono de amarga burla:



—Eso sí, no hay prebenda que iguale a ser capellán de la Señora Condesa de Volfani. ¡Lástima que no pueda cumplir mejor sus promesas!... Ella dice que no es suya la culpa, sino de la Casa Real... Allí son enemigos de los curas facciosos, y no se les debe disgustar. ¡Oh, si dependiese de mi protectora!...



No le dejé proseguir. Me detuve y le hablé con firme resolución:



—Fray Ambrosio, se acabó mi paciencia. No tolero ni una palabra más.



Agachó la cabeza:



—¡Válete Dios! ¡Está bien!



Seguimos en silencio. De largo en largo hallábase un farol, y en torno danzaban las sombras. Al cruzar por delante de las casas donde había tropa alojada, percibíase rasgueo de guitarras y voces robustas y jóvenes cantando la jota. Después volvía el silencio, sólo turbado por la alerta de los centinelas y el ladrido de algún perro. Nos entramos bajo unos soportales y caminamos recatados en la sombra. Fray Ambrosio iba delante, mostrándome el camino: A su paso una puerta se abrió sigilosa: El exclaustrado volvióse llamándome con la mano, y desapareció en el zaguán. Yo le seguí y escuché su voz:



—¿Se puede encender candela?



Y otra voz, una voz de mujer, respondió en la sombra:



—Sí, señor.



La puerta había vuelto a cerrarse. Yo esperé, perdido en la oscuridad, mientras el fraile encendía un enroscado de cerilla, que ardió esparciendo olor de iglesia. La llama lívida temblaba en el ancho zaguán, y al incierto resplandor columbrábase la cabeza del fraile, también temblona. Una sombra se acercó: Era la doncella de María Antonieta: El fraile hízole entrega de la luz y me llevó a un rincón. Yo adivinaba, más que veía, el violento temblor de aquella cabeza tonsurada:



—Señor Marqués, ¡voy a dejar este oficio de tercería, indigno de mí!



Y su mano de esqueleto clavó los huesos en mi hombro:



—Ahora ha llegado el momento de obtener el fruto, Señor Marqués. Es preciso que me entregue cien onzas: Si no las lleva encima puede pedírselas a la Señora Condesa. ¡Al fin y al cabo, ella me las había ofrecido!



No me dejé dominar, aun cuando fue grande la sorpresa, y haciéndome atrás puse mano a la espada:



—Ha elegido usted el peor camino. A mí no se me pide con amenazas ni se me asusta con gestos fieros, Fray Ambrosio.



El exclaustrado rio, con su risa de mofa grotesca:



—No alce la voz, que pasa la ronda y podrían oírnos.



—¿Tiene usted miedo?



—Nunca lo he tenido... Pero acaso, si ahora, fuese el cortejo de una casada...



Yo comprendiendo la intención aviesa del fraile, le dije refrenada y ronca la voz:



—¡Es una vil tramoya!



—Es un ardid de guerra, Señor Marqués. ¡El león está en la trampa!



—Fraile ruin, tentaciones me vienen de pasarte con mi espada.



El exclaustrado abrió sus largos brazos de esqueleto descubriéndose el pecho, y alzó la temerosa voz:



—¡Hágalo! Mi cadáver hablará por mí.



—Basta.



—¿Me entrega esos dineros?



—Sí.



—¿Cuándo?



—Mañana.



Calló un momento, y luego insistió en un tono que a la vez era tímido y adusto:



—Es menester que sea ahora.



—¿No basta mi palabra?



Casi humilde murmuró:



—No dudo de su palabra, pero es menester que sea ahora. Mañana acaso no tuviese valor para arrostrar su presencia. Además quiero esta misma noche salir de Estella. Ese dinero no es para mí, yo no soy un ladrón. Lo necesito para echarme al campo. Le dejaré firmado un documento. Tengo desde hace tiempo comprometida a la gente, y era preciso decidirse. Fray Ambrosio no falta a su palabra.



Yo le dije con tristeza:



—¿Por qué ese dinero no me fue pedido con amistad?



El fraile suspiró:



—No me atreví. Yo no sé pedir: Me da vergüenza. Primero que de pedir, sería capaz de matar... No es por malos sentimientos, sino por vergüenza...



Calló, rota, anudada la voz, y echóse a la calle sin cuidarse de la lluvia que caía en chaparrón sobre las losas. La doncella, temblando de miedo, me guió adonde esperaba su señora.



**



María Antonieta acababa de llegar, y hallábase sentada al pie de un brasero, con las manos en cruz y el cabello despeinado por la humedad de la niebla. Cuando yo entré alzó los ojos tristes y sombríos, cercados de una sombra violácea:



—¿Por qué tal insistencia en venir esta misma noche?



Herido por el despego de sus palabras, me detuve en medio de la estancia:



—Siento decirte, que es una historia de tu capellán...



Ella insistió:



—Al entrar, le encontré acechándome por orden tuya.



Yo callé resignado a sus reproches, que contarle mi aventura, y el ardid de Fray Ambrosio para llevarme allí, hubiera sido poco galante. Ella me habló con los ojos secos, pero empañada la voz:



—¡Ahora tanto afán en verme, y ni una carta en la ausencia!... ¡Callas!... ¿Qué deseas?



Yo quise desagraviarla:



—Te deseo a ti, María Antonieta.



Sus bellos ojos místicos fulminaron desdenes:



—Te has propuesto comprometerme, que me arroje de su lado la Señora. ¡Eres mi verdugo!



Yo sonreí:



—Soy tu víctima.



Y la cogí las manos con intento de besarlas, pero ella las retiró fieramente. María Antonieta era una enferma de aquel mal que los antiguos llamaban mal sagrado, y como tenía alma de santa y sangre de cortesana, algunas veces en invierno, renegaba del amor: La pobre pertenecía a esa raza de mujeres admirables, que cuando llegan a viejas edifican con el recogimiento de su vida y con la vaga leyenda de los antiguos pecados. Entenebrecida y suspirante guardó silencio, con los ojos obstinados, perdidos en el vacío. Yo cogí de nuevo sus manos y las conservé entre las mías, sin intentar besarlas, temeroso de que volviese a huirlas. En voz amante supliqué:



—¡María Antonieta!



Ella permaneció muda: Yo repetí después de un momento:



—¡María Antonieta!



Se volvió, y retirando sus manos repuso fríamente:



—¿Qué quieres?



—Saber tus penas.



—¿Para qué?



—Para consolarlas.



Perdió de pronto su hieratismo, e inclinándose hacia mí con un arranque fiero, apasionado, clamó:



—Cuenta tus ingratitudes: ¡Porque esas son mis penas!



La llama del amor ardía en sus ojos con un fuego sombrío que parecía consumirla: ¡Eran los ojos místicos que algunas veces se adivinan bajo las tocas monjiles, en el locutorio de los conventos! Me habló con la voz empañada:



—Mi marido viene a servir como ayudante del Rey.



—¿Dónde estaba?



—Con el infante Don Alfonso.



Yo murmuré:



—Es una verdadera contrariedad.



—Es más que una contrariedad, porque tendremos que vivir la misma vida: La Reina me lo impone, y ante eso, prefiero volverme a Italia... ¿Tú no dices nada?



—Yo no puedo hacer otra cosa que acatar tu voluntad.



Me miró con reconcentrado sentimiento:



—¿Serías capaz de que me repartiese entre vosotros dos? ¡Dios mío, quisiera ser vieja, vieja caduca!...



Agradecido, besé las manos de mi adorada prenda. Aun cuando nunca tuve celos de los maridos, gustaba aquellos escrúpulos como un encanto más, acaso el mejor que podía ofrecerme María Antonieta. No se llega a viejo sin haber aprendido que las lágrimas, los remordimientos y la sangre, alargan el placer de los amores cuando vierten sobre ellos su esencia afrodita: Numen sagrado que exalta la lujuria madre de la divina tristeza y madre del mundo. ¡Cuántas veces, durante aquella noche, tuve yo en mis labios las lágrimas de María Antonieta! Aún recuerdo el dulce lamento con que habló en mi oído, temblorosos los párpados y estremecida la boca que me daba el aliento con sus palabras:



—No debía quererte... Debía ahogarte en mis brazos, así, así...



Yo suspiré:



—¡Tus brazos son un divino dogal!



Y ella oprimiéndome aún más gemía:



—¡Oh!... ¡Cuánto te quiero! ¿Por qué te querré tanto? ¿Qué bebedizo me habrás dado? ¡Eres mi locura!... ¡Di algo! ¡Di algo!



—Prefiero el escucharte.



—¡Pero yo quiero que me digas algo!



—Te diría lo que tú ya sabes... ¡Que me estoy muriendo por ti!



María Antonieta volvió a besarme, y sonriendo toda roja, murmuró en voz baja:



—Es muy larga la noche...



—Lo fue mucho más la ausencia.



—¡Cuánto me habrás engañado!



—Ya te demostraré lo contrario.



Ella, siempre roja y riente, respondió:



—Mira lo que dices.



—Ya lo verás.



—Mira que voy a ser muy exigente.



Confieso que al oírla, temblé. ¡Mis noches, ya no eran triunfantes, como aquellas noches tropicales perfumadas por la pasión de la Niña Chole! María Antonieta soltóse de mis brazos y entró en su tocador. Yo esperé algún tiempo, y después la seguí: Al rumor de mis pasos, la miré huir toda blanca, y ocultarse entre los cortinajes de su lecho: Un lecho antiguo de lustroso nogal, tálamo clásico donde los hidalgos matrimonios navarros dormían hasta llegar a viejos, castos, sencillos, cristianos, ignorantes de aquella ciencia voluptuosa que divertía el ingenio maligno y un poco teológico, de mi maestro el Aretino. María Antonieta fue exigente como una dogaresa, pero yo fui sabio como un viejo cardenal que hubiese aprendido las artes secretas del amor, en el confesionario y en una Corte del Renacimiento. Suspirando desfallecida, me dijo:



—¡Xavier, es la última vez!



Yo creí que hablaba de nuestra amorosa epopeya, y como me sentí capaz de nuevos alardes, suspiré inquietando con un beso apenas desflorado, una fresa del seno. Ella suspiró también, y cruzó los desnudos brazos apoyando las manos en los hombros, como esas santas arrepentidas, en los cuadros antiguos:



—¡Xavier, cuándo volveremos a vernos!



—Mañana.



—¡No!... Mañana empieza mi calvario...



Calló un momento, y echándome al cuello el amante nudo de sus brazos, murmuró en voz muy baja:



—La Señora tiene empeño en la reconciliación, pero yo te juro que jamás... Me defenderé diciendo que estoy enferma.



Era un mal sagrado el de María Antonieta. Aquella noche rugió en mis brazos como la faunesa antigua. Divina María Antonieta, era muy apasionada y a las mujeres apasionadas se las engaña siempre. Dios que todo lo sabe, sabe que no son éstas las temibles, sino aquellas lánguidas, suspirantes, más celosas de hacer sentir al amante, que de sentir ellas. María Antonieta era cándida y egoísta como una niña, y en todos sus tránsitos se olvidaba de mí: En tales momentos, con los senos palpitantes como dos palomas blancas, con los ojos nublados, con la boca entreabierta mostrando la fresca blancura de los dientes entre las rosas encendidas de los labios, era de una incomparable belleza sensual y fecunda. Muy saturada de literatura y de Academia Veneciana.

 



**



Cuando me separé de María Antonieta aún no rayaba el día, y los clarines ya tocaban diana. Sobre la ciudad nevada, el claro de la luna caía sepulcral y doliente. Yo, sin saber dónde a tal hora buscar alojamiento, vagué por las calles, y en aquel caminar sin rumbo llegué a la plaza donde vivía Fray Ambrosio. Me detuve bajo el balcón de madera para guarecerme de la llovizna, que comenzaba de nuevo, y a poco observé que la puerta hallábase entornada. El viento la batía duro y alocado. Tal era la inclemencia de la noche, que sin detenerme a meditarlo, resolví entrar, y gané a tientas la escalera, mientras el galgo preso en la cuadra se desataba en ladridos, haciendo sonar los hierros de la cadena. Fray Ambrosio asomó en lo alto, alumbrándose con un velón: Vestía el cuerpo flaco y largo con una sotana recortada, y cubría la temblona cabeza con negro gorro puntiagudo, que daba a toda la figura cierto aspecto de astrólogo grotesco. Entré con sombría resolución, sin pronunciar palabra, y el fraile me siguió alzando la luz para esclarecer el corredor: Allá dentro sentíanse apagados runrunes de voces y dineros: Reunidos en la sala jugaban algunos hombres, con los sombreros puestos y las capas terciadas, desprendiéndose de los hombros: Por sus barbas rasuradas mostraban bien claramente pertenecer a la clerecía: La baraja teníala un mozo aguileño y cetrino, que cabalmente a tiempo de entrar yo, echaba sobre la mesa los naipes para un albur:



—Hagan juego.



Una voz llena de fe religiosa, murmuró:



—¡Qué caballo más guapo!



Y otra voz secreteó como en el confesonario:



—¿Qué juego se da?



—Pues no lo ve... ¡Judías!... Van siete por el mismo camino.



El que tenía la baraja advirtió adusto.



—Hagan el favor de no cantar juego. Así no se puede seguir. ¡Todos se echan como lobos sobre la carta cantada!



Un viejo con espejuelos y sin dientes, dijo lleno de evangélica paz:



—No te incomodes, Miquelcho, que cada cual lleva su juego: A Don Nicolás le parece que son judías...



Don Nicolás afirmó:



—Siete van por el mismo camino.



El viejo de los espejuelos sonrió compadecido:



—Nueve si no lo toma a mal... Pero no son judías, sino bizcas y contrabizcas, que es el juego.



Otras voces murmuraron como en una letanía:



—Tira, Miquelcho.



—No hagas caso.



—Lo que sea se verá.



—¿No echas gallo?



Miquelcho repuso desabrido:



—No.



Y comenzó a tirar. Todos guardaron silencio. Algunos ojos se volvían desapacibles, fijándome una mirada rápida, y tornaban su atención a las cartas. Fray Ambrosio llamó con un gesto al seminarista que estaba peinando el naipe, y que lo soltó por acercarse. Habló el Fray:



—Señor Marqués, no me recuerde lo de esta noche... ¡No me lo recuerde por María Santísima! Para decidirme había estado bebiendo toda la tarde.



Aún barboteó algunas palabras confusas, y asentando su mano sarmentosa en el hombro del seminarista, que se nos había juntado y escuchaba, dijo con un suspiro:



—Este tiene toda la culpa... Le llevo como segundo de la partida.



Miquelcho me clavó los ojos audaces, al mismo tiempo que enrojecía como una doncella:



—El dinero hay que buscarlo donde lo hay: Fray Ambrosio me había dicho cuánta era la generosidad de su amigo y protector...



El exclaustrado abrió la negra boca, con tosco y adulador encomio:



—¡Muy grande! En eso y en todo, es el primer caballero de España.



Algunos jugadores nos miraban curiosos. Miquelcho se apartó, recogió los naipes y continuó peinándolos. Cuando terminaba, dijo al viejo de los espejuelos:



—Corte, Don Quintiliano.



Y Don Quintiliano, al mismo tiempo que alzaba la baraja con mano temblona, advertía risueño:



—Cuidado, que yo doy siempre vizcas.



Miquelcho echó un nuevo albur sobre la mesa, y se volvió hacia mí:



—No le digo que juegue porque es una miseria de dinero lo que se tercia.



Y el viejo de los espejuelos, siempre evangélico, añadió:



—Todos somos unos pobres.



Y otro murmuró a modo de sentencia:



—Aquí sólo pueden ganarse ochavos, pero pueden en cambio perderse millones.



Miquelcho, viéndome vacilar, se puso en pie brindándome con la baraja, y todos los clérigos me hicieron sitio en torno de la mesa. Yo me volví sonriendo al exclaustrado:



—Fray Ambrosio, me parece que aquí se quedan los dineros de la partida.



—¡No lo permita Dios! Ahora mismo se acaba el juego.



Y el fraile, de un soplo mató la luz. Por las ventanas se filtraba la claridad del amanecer y un son de clarines alzábase dominando el hueco trotar de los caballos sobre las losas de la plaza. Era una patrulla de Lanzas de Borbón.



**



Don Carlos, a pesar del temporal de viento y de nieve, resolvió salir a campaña. Me dijeron que desde tiempo atrás sólo se esperaba para ello a que llegase la caballería de Borbón. ¡Trescientas lanzas veteranas, que más tarde merecieron ser llamadas del Cid! El Conde de Volfani, que había venido con aquella tropa, formaba entre los ayudantes del Rey. Al vernos mostramos los dos mucho contento pues éramos grandes amigos, como puede presumirse, y cabalgamos emparejadas las monturas. Los clarines sonaban rompiendo marcha, el viento levantaba las crines de los caballos, y la gente se agrupaba en las calles para gritar entusiasmada:



—¡Viva Carlos VII!



En lo alto de las angostas ventanas guarecidas bajo los aleros negruzcos, asomaba de largo en largo, alguna vieja: Sus manos secas sostenían entornada la falleba al mismo tiempo que con voz casi colérica, gritaba:



—¡Viva el Rey de los buenos cristianos!



Y la voz robusta del pueblo contestaba:



—¡Viva!



En la carretera hicimos alto un instante. El viento de los montes nos azotó tempestuoso, helado, bravío, y nuestros ponchos volaron flameantes, y las boinas, descubriendo las tostadas frentes, tendiéronse hacia atrás con algo de furia trágica y hermosa. Algunos caballos relincharon encabritados, y fue un movimiento unánime el de afirmarse en las sillas. Después toda la columna se puso en marcha. La carretera se desenvolvía entre lomas coronadas de ermitas. Como viento y lluvia continuaron batiéndonos con grandes ráfagas, ordenóse el alto al cruzar el poblado de Zabalcín. El Cuartel Real aposentóse en una gran casería que se alzaba en la encrucijada de dos malos caminos, de ruedas uno y de herradura el otro. Apenas descabalgamos nos reunimos en la cocina al amor del fuego, y una mujeruca corrió por la casa para traer la silla de respaldo donde se sentaba el abuelo y ofrecérsela al Señor Rey Don Carlos. La lluvia no cesaba de batir los cristales con ruidoso azote, y la conversación fue toda para lamentar lo borrascoso del tiempo, que nos estorbaba castigar como quisiéramos a la facción alfonsina que ocupaba el camino de Oteiza. Por fortuna cerca del anochecer comenzó a calmar el temporal. Don Carlos me habló en secreto:



—¡Bradomín, qué haríamos para no aburrirnos!



Yo me permití responder:



—Señor, aquí todas las mujeres son viejas. ¿Queréis que recemos el rosario?



El Rey me miró al fondo de los ojos con expresión de burla.



—Oye, dinos el soneto que has compuesto a mi primo Alfonso: Súbete a esa silla.



Los cortesanos rieron: Yo quedé un momento mirándolos a todos, y luego h