Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

De este modo transcurrieron tres años, y nuestras relaciones siguieron siendo las mismas, como inmovilizadas, fijadas, y como si no pudieran mejorar ni empeorar. En el curso de estos tres años, dos importantes acontecimientos habían sobrevivido en el seno de nuestra familia, pero ni el uno ni el otro habían producido cambio alguno en nuestra existencia. Estos acontecimientos fueron el nacimiento de mi primer hijo, y la muerte de Tatiana Semenovna. En un principio, el sentimiento maternal me invadió con tal fuerza, y se apoderó de mí un transporte tan inesperado, que llegué a figurarme que empezaba para mí una nueva vida; pero a los dos meses, este sentimiento, en progresiva decadencia, acabó no siendo más que el simple y frío cumplimiento de un deber. Mi marido, en cambio, desde el nacimiento del primer hijo había vuelto a ser el hombre de antes, dulce, pacífico, apegado al hogar, y había dado a su hijo toda su antigua ternura y toda su alegría.

A menudo, cuando, antes de salir, yo entraba en traje de noche en la habitación del niño para darle la bendición nocturna, encontraba a Sergio Mikailovitch junto a la camita y creía leer une mirada de reproche, una mirada severa y atenta que parecía reconvenirme y me sentía avergonzada. Me aterraba mi indiferencia por mi propio hijo, y me preguntaba: «¿Seré peor que las otras mujeres? Más, ¿qué debo hacer? —pensaba—. Amo a mi hijo, ciertamente, pero, sin embargo, no puedo permanecer sentada a su lado días y días; esto me aburriría, y en cuanto a fingir, no lo quisiera por nada del mundo».

La muerte de su madre causó profunda pena a Sergio Mikailovitch. Le resultaría muy doloroso, afirmaba, vivir sin ella en Nikolski.

Aun cuando yo lo sentí mucho y participé en la pena de mi marido, me habría sido más agradable y mucho más descansado vivir en el campo. Habíamos pasado en la capital la mayor parte de estos tres años. Sólo en una ocasión pasé dos meses seguidos en el campo; y el tercer año nos fuimos al extranjero.

Pasamos el verano en un balneario. Tenía yo entonces veintiún años. Nuestra fortuna, pensaba, hallábase en estado floreciente; de la vida de familia no esperaba nada más de lo que ya me había dado; parecíame ser querida por cuantos me conocían; mi salud era excelente; mis vestidos, los más elegantes; sabía que era linda; el tiempo era soberbio; me envolvía no sé qué atmósfera de belleza y de elegancia, y todo me parecía alegre en extremo. No obstante, no me sentía contenta como llegué a estarlo en Nikolski, cuando hallaba mi felicidad en mí misma, cuando era feliz porque merecía serlo; cuando mi dicha era grande, pero susceptible de aumentar aún. Ahora no era lo mismo, aunque aquel verano no resultaba menos bueno. No tenía nada que desear, nada que esperar, nada que temer: mi vida, al parecer, hallábase en toda su plenitud, y figurábame también que mi conciencia estaba tranquila.

Entre los jóvenes que brillaban en aquella estación balnearia, no había un solo hombre que pudiera distinguirse en cualquier cosa de los demás, ni el viejo príncipe K…, nuestro embajador, que me hacía la corte con alguna insistencia. El uno era muy joven; el otro demasiado viejo; el uno, un inglés de cabello rubio; otro un francés barbudo; todos me resultaban perfectamente indiferentes, pero, al propio tiempo, me eran indispensables. Con sus rostros insignificantes, pertenecían a aquella atmósfera elegante de la vida en que me hallaba sumergida. Había, empero, entre ellos, el marqués italiano D…, que me llamó la atención más que los otros por la forma atrevida con que exteriorizó el entusiasmo que yo le inspirara. No dejó perder ninguna ocasión de hallarse conmigo, de bailar, de montar juntos a caballo, y de ir al casino, y me decía continuamente que yo era hermosa. A veces, desde la ventana, le veía rondar nuestra casa, y a menudo la desagradable asiduidad de las miradas que me lanzaban sus ojos centelleantes, me había hecho ruborizar y volver la cara, avergonzada.

Era joven, de buena presencia, elegante, y lo más notable es que en su sonrisa, y en cierta expresión de su frente, se parecía a mi marido.

Me impresionó tal semejanza, por más que se diferenciaban en el conjunto, en la boca, en la mirada, en la forma alargada de su mentón, y que en lugar del encanto que comunicaba a mi marido la expresión de una bondad y calma ideales, aquél tenía algo de grosero y casi de bestial. Me figuré que me amaba apasionadamente; a veces pensaba en él con orgullosa compasión. Intenté calmarlo, llevarlo a los límites de Una posible confianza medio amistosa. Pero él rehusó mis tentativas en la forma más decisiva y persistió, muy a pesar mío, en turbarme con las manifestaciones de una pasión, muda aún, pero que amenazaba hacer explosión a cada instante. Aunque no me lo confesaba, temía a aquel hombre y, en cierta manera contra mi propia voluntad, pensaba a menudo en él. Mi marido le había conocido, e incluso llegó a intimar más con él que con las otras relaciones que teníamos, ante las cuales, se limitaba simplemente a ser el esposo de su mujer, mostrándose frío y altivo por añadidura. Hacia fines de la temporada de baños, estuve algo indispuesta, y durante dos semanas no salí de casa.

Cuando, después de la enfermedad, salí una tarde por primera vez para ir al concierto, me enteré de que durante mi reclusión, había llegado lady C…, a quien se esperaba desde hacía tiempo, y que tenía mucha fama por su belleza. Alrededor mío se formó un círculo de personas que me tributaron una alegre acogida; pero un círculo más numeroso aún se agrupó en torno de la recién llegada belleza, A mi lado no se hablaba sino de ella y de su hermosura. Me la mostraron; era, en efecto, muy seductora, pero me impresionó desfavorablemente la suficiencia que revelaban sus rasgos, y así lo manifesté. Aquel día, todo lo que hasta entonces me había parecido tan alegre me llenó de aburrimiento. Al día siguiente, lady C… organizó una excursión al castillo, a la cual renuncié. Nadie permaneció a mi lado, y decididamente todo cambió de aspecto ante mis ojos. En aquel momento me pareció todo estúpido y fastidioso, cosas y hombres; sentía ganas de llorar, de terminar cuanto antes la cura y regresar a Rusia. En el fondo de mi alma habíase deslizado un sentimiento malsano, que yo no osaba confesarme; salía muy raramente, sola y de mañana, a beber las aguas o a dar un paseo por los alrededores con L. M., una de mis compatriotas. Mi marido no estaba entonces conmigo, habíase marchado unos días antes a Heidelberg, donde esperaba la terminación de mi cura para regresar en seguida a Rusia, y no venía a verme más que de tarde en tarde.

Un día, lady C… invitó a toda la sociedad a una excursión, y por nuestra parte, L. M… y yo fuimos después de comer al castillo. Mientras seguíamos al paso de nuestro coche el tortuoso camino que serpenteaba entre hileras de castaños seculares, a través de los cuales veíanse a lo lejos los deliciosos y elegantes contornos de Badén, bajo los postreros rayos del sol poniente, nos pusimos a hablar seriamente de lo que en la vida nos había ocurrido. L. M…, a quien conocía de antiguo, se me apareció por primera vez bajo el aspecto de una mujer hermosa y espiritual, con quien se podía hablar de todo y lo que la sociedad ofrecía de atractivo. La conversación recayó sobre la familia, los hijos, la vida tan vacua que se llevaba en el lugar donde nos hallábamos, nuestro deseo de volver a encontramos en Rusia, en el campo, y de pronto, no sé qué impresión dulce y triste se apoderó de nosotras. Fue bajo la influencia de estos sentimientos graves que llegamos al castillo. Detrás de los muros reinaban la sombra y la frescura; en la cima de las ruinas se quebraban aún los rayos del sol, y el más ligero ruido de los pasos y de las voces resonaba bajo las bóvedas. A través de la puerta se abría, como en un marco, el cuadro natural del paisaje de Badén, encantador y, no obstante, frío para nuestros ojos rusos.

Estábamos sentadas descantando, y contemplábamos en silencio la puesta del sol. Se oyeron unas voces con cierta distinción, y me pareció comprender que alguien pronunciaba mi nombre de familia. Presté oído atento, e involuntariamente percibí con claridad algunas frases. Las voces me eran conocidas: la del marqués D…, y la del francés, su amigo, a quien también conocía. Hablaban de mí y de lady C… El francés nos comparaba a las dos y analizaba la belleza de cada uno de nosotras. No decía nada ofensivo, mas a pesar de ello, la sangre se me agolpó en el corazón cuando oí sus palabras. Explicaba detalladamente lo que hallaba de bueno, ya en mí ya en lady C… De mí, que ya tenía un hijo, de lady C…, que tenía diecinueve años ¡las trenzas de mis cabellos eran muy bellas, pero en cambio las de lady C… eran más graciosas. Lady C… era más gran señora, «mientras que la otra» decía hablando de mí, «es una de aquellas princesitas rusas que tan a menudo hacen su aparición por aquí». Acabó diciendo que yo hacía muy bien en no tratar de luchar contra lady C…… pues de lo contrario hallaría definitivamente en Badén mi propia tumba.

—Me sabría mal.

—A menos que no quiera consolarse con nosotros —añadió irónicamente el francés con una risa guasona y cruel.

—Si se marchara, la seguiría —dijo groseramente la voz de acento italiano.

—Feliz mortal! ¡Aún puede amar! —repuso su interlocutor en tono de burla.

—¿Amar? —prosiguió el italiano, y se detuvo un momento—. No puedo vivir sin amar; Sin amor no hay vida. Convertir la vida en una novela: sólo esto vale la pena. Y mi novela no se corta nunca por el centro; ésta, como las otras, ha de llegar a su fin.

—Buena suerte, amigo mío —repuso el francés.

No oí nada más, porque pasaron detrás de un ángulo del muro, y pronto sus pasos se perdieron hacia otro lado. Bajaron la escalera, y a los pocos minutos salieron por una puerta lateral, y quedaron muy sorprendidos de vernos. Me ruboricé cuando el marqués D… se me acercó, y me espanté cuando al salir del castillo me ofreció el brazo. No pude negarme a aceptarlo, y andando tras de L. M. que iba con el amigo del marqués, nos dirigimos al coche. Yo estaba ofendida por lo que el francés había dicho de mí, si bien en secreto reconocía que había dado nombre a lo que yo misma sentía; pero las palabras del marqués me habían confundido y sublevado por su grosería. Torturábame la idea de haber oído aquellas palabras, y al propio tiempo ya no tenía miedo de él. Me disgustaba sentirle tan cerca de mí; sin mirarle, sin responderle, y esforzándome en no oír sus palabras, caminaba precipitadamente detrás de L. M… y del francés.

 

El elegante marqués me decía no sé qué acerca de la belleza de la vida, acerca de la inesperada felicidad de haberme encontrado y no sé cuántas cosas más; pero yo no le escuchaba. Pensaba en mi marido, en mi hijo, en Rusia; me oprimían la vergüenza, la piedad, el deseo de apresurar aún más mi regreso a casa y de hallarme en mi solitaria habitación del hotel de Badén, a fin de reflexionar en libertad acerca de lo que desde hacía un momento se agitaba en mi alma. Pero L. M… andaba despacio; había un buen trecho aún hasta la carretera, se me antojó que mi pareja acortaba el paso obstinadamente, como si trataba de quedarse a solas conmigo. «Esto no puede ser», me dije, y decidí andar a paso más vivo. Pero el marqués me contuvo de una manera que no dejaba lugar a dudas, y me oprimió el brazo. En este momento L. M… dio la vuelta a un recodo del camino, y quedamos completamente solos. Me sobrecogió intenso temor.

—Dispérseme —le dije con mucha frialdad, y quise retirar mi brazo; pero el encaje de la manga se enganchó en uno de sus botones. Entonces, inclinándose hacia mí, se puso a desengancharla, y sus dedos, sin guantes, tocaron mi brazo. Un sentimiento nuevo, que no era de terror ni de gozo, hizo que un escalofrío recorriera mi espalda. Le miré al propio tiempo, para que mi fría mirada expresase todo el menosprecio que me inspiraba; pero esta mirada, al parecer, no expresó este sentimiento, sino el de terror y de agitación. Sus ojos ardientes y húmedos, clavados en mí, me miraban con pasión; sus manos cogían las mías por la muñeca; sus labios dijeron que me amaba, que yo le era todo para él, y sus manos me oprimieron con más fuerza. Sentí como fuego en mis venas; los ojos se me nublaron, temblé, y las palabras con que habría querido detenerle se anudaron en mi garganta. De pronto sentí un beso en la mejilla, y entonces, trémula y helada, permanecí inmóvil y le miré. Sin fuerzas para hablar ni para obrar, dominada por un profundo terror, esperaba y deseaba Dios sabe qué.

Esto duró sólo un instante. Pero este instante fue terrible. En aquel momento lo vi tal como era; analicé su semblante de una sola mirada: la frente estrecha y baja, la nariz derecha y correcta, con las ventanas dilatadas, el bigote y la barba finos y brillantes; las mejillas cuidadosamente afeitadas, y el cuello impecable. ¡Le aborrecía y le temía; era un extraño pera mí y, no obstante, en aquellos momentos, con qué fuerza resonaban en mí la turbación y la pasión de aquel hombre aborrecible, de aquel extraño!

—¡La amo! —murmuró con aquella voz tan semejante a la de mi marido.

En el acto mismo recordé a éste y a mi hijo; se me aparecieron como seres queridísimos que hubiesen existido en otro tiempo, y para los cuales todo hubiera terminado. De pronto, desde detrás de un recodo del camino, se oyó la voz de L. M… que me llamaba. Recobré mi ánimo; arranqué mi mano de las suyas sin mirarle, y escapé como quien dice a reunirme con L. M… Subimos al coche, y sólo entonces le lancé una mirada. El marqués se quitó el sombrero y me dijo algo, sonriendo. No sospechó la inexpresable tortura que me afligía en aquel momento.

¡Qué desgraciada me parecía la vida, qué sombrío el porvenir! L. M… me habló, pero no comprendía nada de lo que me decía. Figuróseme que me hablaba sólo por compasión, para disimular el menosprecio que le inspiraba. En cada una de sus palabras, en cada una de sus miradas, creía percibir este menosprecio y esta compasión ultrajantes.

El beso abrasaba aún mis mejillas con escocedora vergüenza, y el recuerdo de mi marido y de mi hijo me resultaba insoportable. Una vez sola en mi estancia, esperaba poder meditar acerca de mi situación; pero me pareció aterradora la idea de quedarme sola. No tomé el té que me trajeron, y sin saber yo misma por qué, con gran apresuramiento decidí marcharme aquella misma tarde en el tren de Heidelberg, para reunirme con mi marido. Cuando estuve instalada con mi doncella en el desierto vagón, cuando la máquina se puso en movimiento, y mientras respiraba el aire fresco por las ventanillas abiertas, empecé a recobrarme y a representarme con mayor clarín dad mi pasado y mi porvenir. Toda mi vida de matrimonio, desde el día en que nos marchamos a San Petersburgo, se me apareció de pronto bajo una nueva luz y llenó de reproches mi conciencia.

Por primera vez recordé vivamente los comienzos de nuestra existencia en el campo; mis planes, y por primera vez esta pregunta se formuló en mi espíritu. ¿Qué has hecho por su felicidad?, y me sentí culpable hacia él. Pero me dije también, ¿por qué no me ha retenido a tiempo; por qué disimular ante mí; por qué evitar toda explicación; por qué ofenderme? ¿Por qué no usaba conmigo el poder de su amor? ¿Acaso ya no me amaba? Pero fuese él culpable o no, el beso de aquel extraño no quedaría por ello menos grabado en mi mejilla, y me parecía aún sentirlo. Cuanto más me aproximaba a Heidelberg, más clara se me ofrecía la imagen de mi marido, y más terrible la inminente espera de volverle a ver. Se lo diría todo, todo; inundaría mis ojos con las lágrimas del arrepentimiento, pensaba, y me perdonaría. Pero yo misma no sabía lo que era aquel «todo» que había de decirle, y no estaba muy convencida de que me perdonase. Así, pues, desde que entré en la habitación de mi marido y vi su rostro tan sereno, aunque sorprendido, no me sentí ya en condiciones de decirle nada, de confesarle nada, ni de suplicarle el perdón. Un indecible pesar y un profundo arrepentimiento gravitaban sobre mí.

—¿Qué idea te ha dado? —dijo—. Yo pensaba ir a reunirme contigo mañana. —Pero al examinarme de más cerca se mostró casi asustado—. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —prosiguió.

—Nada —respondí, conteniendo mis lágrimas con gran dificultad—. He venido sin más ni más. Marchémonos a Rusia, si puede ser mañana.

Sergio quedó un buen rato en silencio, observándome con atención.

—Vamos, cuéntame, ¿qué te ha ocurrido? —dijo por fin.

Me ruboricé involuntariamente, y bajé los ojos. En los suyos brillaba no sé qué presentimiento de ultraje y de ira. Tuve miedo de las ideas que podían asaltarlo, y con un poderoso esfuerzo de disimulo, del que yo misma no me habría creído capaz, me apresuré a contestar con naturalidad:

—No me ha ocurrido nada; sólo que me han vencido el aburrimiento y la tristeza. Estaba sola, y he pensado mucho en ti y en nuestro género de vida. ¡Cuánto tiempo hace que soy culpable contigo! Después de esto, puedes llevarme adonde quieras. Sí, hace mucho tiempo que soy culpable contigo —repetía, y de nuevo las lágrimas se escapaban de mis ojos—. ¡Volvamos al campo! —exclamé—. ¡Y para siempre!

—¡Ah, querida! Ahórrate estas escenas sentimentales —dijo Sergio fríamente—. Que te vayas al campo está muy bien, porque nos encontramos un poco justos de dinero: pero que sea para siempre, esto es una quimera. Sé muy bien que no puedes permanecer mucho tiempo en el campo. Vamos; toma una taza de té; te sentará bien —concluyó, levantándose para llamar a la criada.

Me imaginé lo que sin duda pensaba de mí, y me sentí ofendida de las ideas que creía leer en la mirada llena de desconfianza y de vergüenza que me dirigió. ¡No, no quiere ni puede comprenderme! Le dije que iba a ver al niño, y le dejé. Ansiaba estar sola y poder llorar, llorar, llorar…

CAPÍTULO IX

Nuestra casa de Nikolski, tanto tiempo desierta y fría, volvió a revivir, mas lo que no revivió fue lo que allí había existido: la madre de Sergio ya no estaba; quedábamos solos, uno frente al otro y, ahora, no solamente la soledad no era ya lo que nos hubiera convenido, sino que significaba un tormento para nosotros. El invierno transcurrió muy malo para mí, puesto que estuve enferma y no me restablecí hasta después de nacer mi segundo hijo.

Las relaciones con mi marido seguían siendo las de una fría amistad, como desde los tiempos de nuestra estancia en San Petersburgo; pero en el campo, el sol, las paredes, los muebles, me recordaban lo que él había sido para mí, y lo que yo perdiera. Entre nosotros había como una ofensa no perdonada: habríase dicho que quería castigarme por alguna cosa, y que simulaba no darse cuenta de ello. ¿Cómo pedir perdón sin saber de qué culpa? Me castigaba únicamente no entregándose a mí por completo, no ofreciéndome su alma, como en tiempos pasados; pero a nadie ni en ninguna circunstancia no entregaba esta alma suya, cual si careciera de ella. A veces, se me ocurría la idea de que fingía ser de aquella manera sólo para atormentarme, y que en él seguía viviendo el mismo sentimiento de antes; entonces me esforzaba en provocarlo para que lo manifestara, pero él eludía siempre toda franca explicación. Habríase dicho que me sospechaba capaz de disimular, y que rehuía como una ridiculez toda manifestación de sensibilidad. Sus miradas y su aire parecían decir: «Lo sé todo; no has de explicarme nada; todo lo que tú quieras confesarme, lo sé; sé que hablas de una manera y obras de otra». Al principio me ofendía el temor que manifestaba a ser franco conmigo; después me acostumbré a la idea de que en él no era un defecto de franqueza, sino la ausencia de una necesidad de franqueza.

A mi vez, la lengua ya no habría sido capaz de decirle espontáneamente que le amaba, o de pedirle que leyera conmigo las oraciones, o de llamarle cuando yo interpretaba alguna pieza de música Sentíase incluso entre nosotros, algo como una tácita fijación de ciertas reglas de conveniencia. Vivíamos cada uno por nuestro lado: él, con sus ocupaciones en las cuales yo no tenía necesidad ni deseo de tomar parte; yo, con mi ociosidad, que no le lastimaba ni le afligía como en otros tiempos. En cuanto a los hijos, eran aún demasiado pequeños para que pudiesen servir de lazo entre nosotros.

Y así llegó la primavera. Macha y Sonia vinieron a pasar el verano en el campo; se iniciaron reparaciones en nuestra casa de Nikolski, y fuimos a establecemos en Pokrovski. Aquélla seguía siendo nuestra vieja morada, con su terraza, su salita de fiestas, y su piano en el fondo del luminoso salón; mi antiguo dormitorio, con sus blancos cortinajes y mis ilusiones de muchacha, que parecían haber quedado olvidadas allí. En aquella habitación había dos camas: una que fue mía, y en la cual por las noches iba a bendecir al mofletudo Kokocha que jugaba con sus piececitos; y otra cama donde se entreveía la carita de Vasika entre sus pañales. Después de haberlos bendecido, me quedaba a menudo en aquella habitación tan apacible; y de pronto, de todos los rincones de las paredes, del fondo de los cortinajes, alzábanse olvidadas visiones de mi juventud, y empezaban a repetirse los estribillos de canciones infantiles. ¿Qué había sido de aquellas visiones? ¿Qué había sido de aquellas graciosas y dulces canciones?; todo cuanto apenas me había atrevido a esperar, habíase cumplido. Mis más confusas y complicadas quimeras habían llegado a ser realidad, y era aquella misma realidad la que hacía mi vida tan pesada, tan difícil, tan desprovista de alegrías. Y, no obstante, ¿no seguían siendo las cosas iguales a mí alrededor? ¿Acaso no es éste el jardín que yo veía desde la ventana, esta mi terraza, estos mismos senderos, estos mismos bancos? Allá sobre el barranco, los cantos de los ruiseñores parecían seguir surgiendo de las aguas del estanque, y sin embargo, ¡todo era tan terriblemente cambiado para mí, cambiado más allá de lo posible!

Como en los viejos tiempos, seguíamos hablando pacíficamente Macha y yo, sentadas en el salón, y hablábamos de él. Pero Macha frunce las cejas; su rostro se pone amarillo; sus ojos no brillan de contento y de esperanza; expresan una tristeza afín y casi compasiva. Ya no nos extasiamos hablando de él: ahora lo juzgamos; ya no nos admiramos de la dicha que nos embarga, ni sentimos la necesidad de explicar a todo el mundo, como antes, todo lo que pensamos: como unos conspiradores, nos hablamos una a otra en voz baja; por centésima vez nos preguntamos mutuamente por qué todo es tan triste y ha cambiado tanto. Sergio es el mismo de siempre; sólo el surco que dividía su frente se ha hecho más hondo; su cabeza tiene las sienes más grises; y su mirada atenta, profunda, continuamente rehuyendo la mía, hállase empañada por una nube. Yo también sigo siendo la misma; pero en mí no hay ni amor ni deseo de amar. Ni más necesidad de trabajo, ni más satisfacción de mí misma. ¡Qué lejanos e imposibles me parecen hoy mis transportes religiosos de otros tiempos, mi antiguo amor por él, y aquella plenitud de vida que experimentara al propio tiempo! Ahora ya no comprendía lo que entonces hallaba tan luminoso y verdadero: la dicha de vivir para los demás. ¿Por qué para los demás, si no quería vivir ni para mí misma?…

 

Durante la estancia en San Petersburgo abandoné completamente la música, pero ahora, el viejo piano, las viejas partituras, habíanme reavivado de nuevo el gusto por la música.

Un día que me encontraba indispuesta, quedeme sola en casa; Macha y Sonia se habían ido con Sergio a Nikolski para inspeccionar las obras. La mesa del té estaba puesta; yo me había levantado y, esperándolos, me senté al piano. Abrí la sonata Quasi una fantasía, y me puse a tocar. No se veía ni oía alma viviente; las ventanas estaban abiertas sobre el jardín; los acentos tan conocidos, de una solemnidad triste y penetrante, resonaban en la sala. Acabé la primera parte, y de una manera inconsciente, obedeciendo a una antigua costumbre, miré al rincón donde él solía sentarse a escucharme. Pero no estaba: una silla que desde hacía mucho tiempo no había sido movida ocupaba sola su rincón predilecto; sobre el alféizar de una ventana se veía una mata de lilas destacándose sobre una puesta luminosa, y el frescor de la tarde entraba por las ventanas abiertas. Me apoyé en el piano; me cubrí el rostro con las dos manos, y empecé a soñar. Permanecí así durante largo rato, acordándome, con dolor, del tiempo huido, irreparablemente desvanecido, y escudriñando tímidamente los tiempos venideros. Pero de ahora en adelante, parecíame que nada existía ya, que no esperaba ni deseaba nada más, «¿es posible que haya sobrevivido a todo esto?», pensaba, moviendo la cabeza con horror; y con el fin de olvidar y de no seguir pensando me puse a tocar, siempre el mismo andante. «¡Dios mío!», decía, «perdóname si soy culpable, o devuélveme todo lo que hermoseaba mi alma, o enséñame qué debo hacer. ¿Cómo he de vivir?».

Sobre el césped que se extendía delante de la escalinata oyóse ruido de ruedas; después, oí en la terraza pasos discretos que me eran familiares, y luego el ruido cesó. Pero ya no era el sentimiento que otras veces despertaba en mí el ruido de aquellos pasos familiares. Cuando hube acabado la pieza, los pasos reanudaron su marcha detrás de mí, y una mano se apoyó sobre mi hombro.

—¡Qué buena idea has tenido de tocar esta sonata! —exclamó.

No respondí.

—¿No tomas el té?

Moví la cabeza negativamente, sin volverme hacia él para no dejarle ver las huellas de la agitación que dominaba aún mi semblante.

—Macha y Sonia llegarán en seguida; el caballo se ha espantado, y regresan a pie, por la carretera —añadió.

—Las esperaremos —dije y pasé a la terraza, aguardando que llegaran para unirme a ellas; pero Sergio preguntó por los niños y se fue a verlos. Una vez más, su presencia, el sonido de su voz, tan buena, tan simple, me convencieron de que no estaba todo perdido para mí. «¿Qué más desear?», pensaba: «Es bueno y dulce; es un marido excelente; padre excelente, y yo misma no sé lo que me falta».

Salí al balcón y me senté bajo el toldo de la terraza, en el mismo banco en que me hallaba sentada el día de nuestra explicación decisiva.

El sol se acercaba a su ocaso; empezaba a oscurecer: una nube de primavera empañaba el cielo en donde se encendía ya el fuego de una pequeña estrella. Había amainado el viento, y no se movía ni una hoja ni una hierba; era tan fuerte el olor de las lilas y cerezos, que habríase dicho que todo el aire florecía y se esparcía a ráfagas por el jardín y la terraza, debilitándose y reforzándose alternativamente, y produciendo deseos de cerrar los ojos, de no ver ni escuchar nada, y de limitarse como única sensación a respirar aquel dulce perfume. Las dalias y las matas de rosales, sin hojas todavía, alineadas inmóviles en la tierra negra, con sus cuadros removidos, parecían levantar lentamente sus cabezas por encima de sus pulidos puntales. Por su parte, los ruiseñores se transmitían a lo lejos sus intermitentes cadencias, y se les oía volar inquietos de un sitio a otro.

En vano intentaba tranquilizarme; parecía que esperara y que deseara alguna cosa.

Sergio bajó de la habitación, y se sentó a mi lado.

—Me parece que lloverá —dijo—. Y que Macha y Sonia se mojarán.

—Sí —repuse.

Los dos quedamos silenciosos durante largo rato.

Entre tanto, habiendo cesado el viento, la nube había seguido descendiendo poco a poco sobre nuestras cabezas; la naturaleza, más perfumada, más inmóvil, adquiría por momentos mayor calma: de pronto cayó una gota de agua, resonando en el toldo de la terraza, y otra se aplastó sobre los guijarros del sendero; finalmente, con un ruido de granizo que se precipita furiosamente, sobrevino un chaparrón de gruesos goterones, que todo lo refrescaba, adquiriendo mayor violencia por momentos. Con esto, los ruiseñores y las ranas suspendieron su concierto; sólo se oía el rumor de la torrentera, aunque amortiguado por el ruido de la lluvia; no obstante, aún se distinguía la nube en el aire, y había no sé qué pájaro, oculto sin duda bajo una rama de hojas secas, que no lejos de la terraza, lanzaba sus gorjeos con un ritmo siempre igual, basado en dos notas monótonas. Sergio se levantó, como con intención de marcharse.

—¿Adónde vas? —le pregunté deteniéndole—. ¡Se está tan bien aquí!

—Conviene mandarles paraguas y chanclos.

—No es necesario; esto pasará en seguida.

Sergio accedió, y nos quedamos juntos cerca de la baranda del balcón. Apoyé la mano sobre el antepecho húmedo y escurridizo, y asomé la cabeza al exterior. Una lluvia fresca me roció los cabellos y el cuello con salpicaduras irregulares. La nube, luminosa ya y cada vez más clara, se deshizo en agua encima de nosotros; al rumor regular de la lluvia sucedió muy pronto el de las gotas que caían del cielo y de las hojas, más y más espaciado. De nuevo las ranas reanudaron su canto; de nuevo los ruiseñores sacudieron sus alas y volvieron a responderse tras las matas húmedas, a un lado y a otro. Todo se serenó ante nuestros ojos.

—¡Qué bueno es vivir! —exclamó Sergio, apoyándose en la baranda, y pasando suavemente la mano sobre mis cabellos húmedos.

Esta simple caricia obró sobre mí como un reproche, y me asaltaron deseos de llorar.

—¿Qué más le falta a un hombre? —prosiguió—. En este momento estoy tan contento que no echo nada de menos, y soy completamente feliz.

«No me hablaste así cuando esto habría constituido mi dicha», pensé. «Por muy grande que fuese la tuya, decías entonces que querías más y más aún, y no obstante te sientes tranquilo y contento, cuando mi alma está llena de un arrepentimiento en cierto modo inexplicable, y de lágrimas no derramadas».

—Para mí la vida también es buena —dije—; pero estoy triste precisamente porque la vida es tan buena para mí. Siento tal desasosiego, me siento tan incompleta; siempre tengo ganas de alguna otra cosa, incluso cuando todo es aquí tan bueno, tan tranquilo. ¿Es posible no lamentar que no se mezcle alguna pena a los goces que la naturaleza te ha concedido como si, por ejemplo, echaras de menos algo del pasado?