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100 Clásicos de la Literatura

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¿Será posible que ya no haya de esperarle; que no salga a su encuentro, que no hable más de él por la noche con Macha? ¿No me sentaré ya más al piano cerca de él en nuestro salón de Pokrovski? ¿No le acompañaré ya más, temblando de miedo, en la noche oscura?



Sin embargo, recordaba cómo la víspera me dijo que aquella noche era la última en que venía a verme, y, por otra parte, que. Macha me había instado a probarme el vestido de boda. De manera que tan pronto creía como volvía a dudar de la realidad. ¿Era realmente cierto que aquel mismo día iba a empezar a vivir con una mamá política, sin Nadina, sin el viejo Gregorio, sin Macha? ¿Era cierto que por la noche no besaría a mi doncella, y no le oiría decirme, al persignarme, siguiendo la vieja costumbre de mi infancia: «Buenas noches, señorita»? ¿No daría ya más lecciones a Sonia ni jugaría más con ella? ¿No llamaría a través del tabique y oiría su risa sonora al despertar? ¿Era posible que fuese aquel día el que habría de convertirme, por así decirlo, en una extraña para mí misma, y en el que una nueva vida de realización de mis esperanzas y deseos se abriría ante mí? ¿Era posible que aquella nueva vida empezara para siempre? Esperaba a Sergio Mikailovitch con impaciencia, pues me resultaba difícil quedarme a solas con mis pensamientos. Llegó temprano, y sólo cuando estuvo allí me convencí plenamente de que aquel mismo día iba a ser su esposa, y aquella idea ya no me atemorizó.



Antes de comer, fuimos a nuestra iglesia para oír los responsos y las oraciones que debían rezarse en memoria de mi padre.



«¿Por qué no estará aún en este mundo?», pensaba cuando regresamos a casa, apoyada silenciosamente en el brazo del hombre que había sido el mejor amigo de aquél en quien pensaba. Mientras se recitaron las oraciones, yo, con la cabeza apoyada sobre las frías losas de la capilla, me había representado a mi padre tan a lo vivo, que en verdad, creí que su alma me comprendía y bendecía mi elección, e incluso llegué a figurarme que en aquel preciso momento, su alma se cernía sobre nuestra cabeza, y que su bendición se dejaba sentir sobre mí. Y estos recuerdos, estas esperanzas, la dicha y la tristeza, se confundían en un solo sentimiento, solemne y dulce a la vez, con el cual rimaban aquel aire vivo e inmóvil, aquella tranquilidad, aquella desnudez de los campos, aquel cielo pálido, cuyos rayos brillantes pero amortiguados intentaban en vano caldear mis mejillas. Me convencí que quien me acompañaba comprendía mis sentimientos y participaba de ellos. Sergio Mikailovitch andaba a paso lento y en silencio, y sobre su rostro, que yo contemplaba de vez en vez, traslucíase aquel estado intenso del alma que no es ni tristeza ni alegría, y que armonizaba con la naturaleza y con mi corazón.



Súbitamente, se volvió hacia mí, y vi que tenía algo por decirme. ¿Y si no fuera a hablarme de lo que ocupaba mi pensamiento? Pero precisamente me habló de mi padre, y, sin nombrarlo, añadió:



—Un día llegó a decirme, bromeando: «Estoy seguro de que un día te casarás con mi pequeña Katia».



—¡Qué dichoso habría sido hoy! —comenté, apretándome más contra su brazo que sostenía el mío.



—Sí, usted era aún una niña —prosiguió, clavando su mirada hasta el fondo de mis ojos—; entonces besaba yo esos ojos, y los quería únicamente porque eran semejantes a los suyos, y estaba muy lejos de pensar que un día me serían tan queridos por sí mismos.



Seguimos andando muy despacio por el camino rural, trillado apenas, a través de las matas pisoteadas y tumbadas, y no oíamos otro ruido que el de nuestros pasos y de nuestra voz. El sol esparcía torrentes de luz desprovista de calor. Cuando hablábamos, nuestras voces resonaban, y permanecían como suspendidas por encima de nuestras cabezas en el seno de aquella atmósfera inmóvil: hubiérase dicho que nos hallábamos solos en el mundo entero, bajo aquella azulada bóveda en la que fulguraban las radiantes vibraciones de un sol sin ardor.



Cuando entramos en la casa, su madre había llegado ya, así como las persones a quienes no habíamos podido dejar de invitar, y no volví a hallarme a solas con él hasta el momento en que, al salir de la iglesia, subimos al coche para trasladamos a Nikolski.



La iglesia estaba casi vacía, y con una sola ojeada percibí a su madre, de pie sobre una alfombra, cerca del coro; a Macha, con su cofia adornada de cintas de seda lila y con las mejillas cubiertas de lágrimas, y a dos o tres siervos que me contemplaban con curiosidad. Escuché los rezos, los repetí, pero no resonaron en mi alma. No podía rezar, y miraba estúpidamente las imágenes, los cirios, la cruz bordada de la casulla que vestía el sacerdote, las ventanas de la iglesia, y no comprendía nada de todo aquello. Sólo sentía que se efectuaba algo extraordinario con relación a mí.



Cuando el sacerdote se volvió hacia nosotros con la cruz, nos felicitó y dijo que me había bautizado y que Dios le había permitido casarme, también; cuando Macha y la madre de Sergio nos hubieron besado; cuando oí la voz de Gregorio que ordenaba acercarse el coche, me asombré y me asusté de pensar que todo había concluido, sin que nada de extraordinario ni correspondiente al sacramento que acababa de celebrarse se abriera camino a través de mi alma. Nos besamos los dos, y aquel beso me pareció tan raro, tan extraño a nuestros sentimientos íntimos, que no pude por menos de pensar: «¿No es más que esto?». Volvimos al atrio; el ruido de las ruedas resonó fuertemente bajo la bóveda de la iglesia; un airecillo fresco embalsamó mi rostro, mientras Sergio, con el sombrero debajo del brazo, me ayudaba a sentarme en el coche. Por las ventanillas, vi a la luna resplandeciente en su órbita de las noches glaciales. Sergio se sentó a mi lado, y cerró la portezuela. No sé qué punzó en aquel momento mi corazón, como si me hubiese lastimado la seguridad con que efectuaba aquel acto. Las ruedas tropezaron con una piedra; luego entraron por un camino más suave, y partimos.



Acurrucada en un rincón del carruaje, contemplaba a lo lejos, por la portezuela, los campos inundados de luz y la carretera que parecía huir; y sin mirar a Sergio, sentía que estaba muy cerca de mí. «Esto es, pues, lo que trae consigo este primer minuto del que esperaba tantas cosas», pensé, experimentando una humillación y una ofensa a la vez, de hallarme sentada así, a solas, tan cerca de él. Volvíme hacia Sergio con la intención de decirle algo; pero ni una palabra surgió de mis labios. Habríase dicho que no quedaba en mí ni rastro de mi antigua ternura, y que aquella impresión de ofensa y de temor la había reemplazado por completo.



—Hasta este momento no me atrevía a creer que esto pudiera ser cierto —repuso Sergio dulcemente a mi mirada.



—Y yo tengo miedo, sin saber por qué.



—¿Miedo de mí, Katia? —preguntó, cogiéndome la mano e inclinando su cabeza sobre la misma.



Mi mano descansaba sin vida sobre la suya, y mi corazón, helado, cesaba dolorosamente de latir.



—Sí —murmuré.



Pero en este mismo instante mi corazón empezó de pronto a latir con más fuerza; mi mano tembló y asió la suya; recobré otra vez el calor; mis miradas, en la penumbra, buscaron las suyas, y súbitamente sentí que ya no tenía miedo de él; que aquel miedo no había sido más que amor, un amor nuevo, más tierno y poderoso que antes. Sentí que era completamente suya, y me consideré dichosa de hallarme en su poder.





CAPÍTULO VI





Los días, las semanas, los meses enteros de vida solitaria en el campo pasaron inadvertidos casi; mas habrían bastado las sensaciones, las emociones y la dicha de aquellos dos meses para Henar toda una vida. Mis ensueños y los suyos acerca la manera de organizar nuestra existencia no se realizaron exactamente tal como los habíamos previsto. Más, sin embargo, la realidad no estaba por debajo de nuestros sueños. No fue aquella vida de trabajo estricto, llena de deberes, de abnegación y de sacrificios que me había imaginado cuando estaba prometida; era el contrario el sentimiento absorbente y egoísta del amor, las alegrías sin motivo y sin fin, y el olvido de todas las cosas del mundo. Cierto que algunas veces, Sergio Mikailovitch iba a su gabinete a ocuparse de uno u otro asunto; se iba algunas veces a la ciudad para sus negocios, y dirigía las labores agrícolas; pero yo veía el esfuerzo que le costaba arrancarse de mi lado.



Y él confesaba que dondequiera que yo no estuviese, todo le parecía tan completamente desprovisto de interés en este mundo, que le asombraba haber podido ocuparse de ello. Exactamente lo mismo me ocurría a mí. Leía, trabajaba, me ocupaba de la música, de mamá, de las escuelas; mas todo esto, no lo hacía sino porque cada una de estas ocupaciones se relacionaba con él y merecía su aprobación, y desde que su pensamiento no se hallaba asociado de una u otra manera a cualquier asunto, fuera el que fuese, los brazos se me caían inertes. Sólo él existía para mí en el universo, y le tenía por el ser más bello y más puro que pudiese existir; no sabía vivir sino para él, y para seguir siendo aquello que él amaba en mí. Porque también Sergio me consideraba la primera y la más seductora mujer del mundo, dotada de todas las posibles perfecciones; y yo me esforzaba en ser para él esta primera e inmejorable criatura.



Nuestra casa era una de aquellas antiguas mansiones campestres, donde, apreciándose y amándose los unos a los otros, habíanse sucedido numerosas generaciones de antepasados. Todo respiraba allí buenos y puros recuerdos de familia, los cuales, desde que hube puesto el pie en la casa, se convirtieron rápidamente en propios recuerdos míos. La disposición y el orden de la vivienda hallábanse dispuestos según la moda antigua por Tatíana Semenovna. No puede decirse que todo fuera hermoso y elegante; pero, desde la vajilla hasta el mobiliario y los manjares, en todo había gran abundancia, todo era limpio, sólido, regular e inspiraba una especie de respeto. En el salón, los muebles se hallaban dispuestos simétricamente; las paredes estaban cubiertas de retratos, y el pavimento, de antiguas alfombras de familia y de algunos hules con pinturas de paisajes. En un saloncito, había un viejo piano de cola, dos chineros de forma distinta, un diván y unos cuadros con incrustaciones de cobre. Mi gabinete, decorado bajo la inspiración de Tatiana Semenovna, encerraba hermosísimos muebles de épocas y modas diversas, y entre ellos, un gran espejo con copete que Ocupaba todo el hueco de una puerta, y que al principio, contemplaba yo con tímida mirada, aunque después llega a ser como un antiguo amigo. Jamás se oía la voz de Tatiana Semenovna, pero en la casa todo marchaba con la regularidad de un reloj, aunque albergara más gente de la necesaria para el servicio. Pero todos estos domésticos, con calzado de suela blanda y sin tacón (porque Tatiana Semenovna sostenía que el crujir de las suelas y el ruido de los tacones era una de las cosas más desagradables del mundo), parecían orgullosos de su condición, temblaban ante la vieja señora; nos testimoniaban, a mi marido y a mí una benevolencia protectora, y parecían cumplir su deber con particular satisfacción. Todos los sábados, regularmente, se fregaban los pisos y se sacudían las alfombras; todos los días primeros de mes se cantaba un Te Deum, rociándose con agua bendita; los días de los santos de Tatiana Semenovna y de su hijo (y del mío, que se celebró aquel año por primera vez), se daba un banquete a todo el vecindario. Y esto se realizaba invariablemente como en los tiempos más remotos de que conservaba recuerdo Tatiana Semenovna.

 



Mi marido no se mezclaba para nada en el gobierno de la casa, y se limitaba a ocuparse de la dirección de los trabajos agrícolas y de los campesinos, a los que atendía mucho. Se levantaba muy temprano, incluso en invierno, de manera que muchas veces, al despertarme, ya no lo veía. Regresaba generalmente a la hora de terminar las molestias y preocupaciones que le producía la dirección de los cultivos, se sumía en aquel estado de ánimo especial, particularmente alegre, que habíamos denominado «transporte salvaje». A menudo la preguntaba qué había hecho por la mañana, y me explicaba entonces tales locuras que nos desternillábamos de risa. A veces le pedía que hablara en serio, y lo hacía, reprimiendo una sonrisa.



Por mi parte, contemplaba sus ojos, el movimiento de sus labios, y no comprendía nada: no hacía más que divertirme viéndole y oyendo su voz.



—Vamos, ¿qué estaba diciendo? —me preguntaba—, repítemelo.



Mas yo no podía repetirle nada.



Tatiana Semenovna no aparecía hasta la comida, pues tomaba sola el té, y sólo por medio de embajadores nos enviaba los buenos días. Costábame mucha violencia no echarme a reír, cuando la doncella venía, con las manos cruzadas una encima de otra, y en tono muy mesurado nos exponía que Tatiana Semenovna le había ordenado informarse de cómo habíamos pasado la noche, o cómo habíamos hallado las pastas servidas con el té. Raramente permanecíamos juntos hasta la hora de comer. Yo tocaba el piano o leía sola; él escribía o volvía a salir; más a la hora de comer, a las cuatro, bajábamos todos al salón. Mamá salía de sus habitaciones, y entonces se presentaban los pobres hidalgüelos y peregrinos, de los que había siempre tres o cuatro hospedados en casa. Generalmente, todos los días, mi marido, siguiendo la antigua costumbre, ofrecía el brazo a su madre para encaminarse al comedor, pero aquélla exigió que yo me apoyara en el otro brazo. Mamá presidía la comida, y la conversación tomaba un giro serio y reflexivo, no exento de cierta solemnidad. Sólo las sencillas palabras cambiadas con mi marido daban un sesgo más alegre al aire ceremonioso de nuestras sesiones a la mesa.



Inmediatamente después de comer, mamá se sentaba en una gran butaca del salón; cortaba las hojas de los libros recién llegados, mientras nosotros leíamos en voz alta o pasábamos al saloncito para tocar el piano. Hicimos muchas lecturas juntos durante aquel período, pues la música era aún nuestra diversión favorita y más preciada, que hacía vibrar nuevas cuerdas de nuestros corazones, revelándonos el uno al otro bajo un aspecto siempre nuevo.



Cuando yo interpretaba sus piezas predilectas, Sergio se sentaba en un diván alejado, donde apenas podía verle, y allí, por una especie de pudor del sentimiento, esforzábase en ocultar las impresiones que la música le causaba. Mas, a menudo, cuando menos se lo esperaba, abandonaba yo el piano, corría hacia él, y trataba de descubrir en su rostro las huellas de su emoción, el resplandor casi sobrenatural de las miradas cargadas de humedad que trataba en vano de disimular.



Por la noche era yo la que servía el té, y de nuevo toda la familia se encontraba reunida alrededor de la mesa. Esta sesión solemne cerca del samovar, cual si estuviéramos delante de una especie de tribunal, y la distribución de los vasos y tazas, me impresionó durante mucho tiempo. Parecíame que yo no era digna aún de tales honores, que era demasiado joven, demasiado atolondrada para abrir la espita de un samovar tan grande, para poner un vaso en la bandeja de Nikita y ordenar: «Para Pedro Ivanovitch; para María Minicina», y preguntarles: «¿Hay bastante azúcar?», dejando luego unos terrones para la vieja doncella y los otros antiguos servidores. «Perfectamente —decía a menudo mi marido—, lo mismo que una gran señora», y esto no hacía sino intimidarme más aún.



Después del té, mamá mandaba traer una mesilla y se hacía echar las cartas por María Minicina; luego nos besaba a los dos, nos bendecía, y nos retirábamos a nuestras habitaciones. Sin embargo, la mayor parte de los días, prolongábamos nuestra velada a solas, hasta pasada medianoche, y éstas eran las mejores y más agradables horas del día. Me contaba él su pasado; trazábamos planes, filosofábamos a veces, y procurábamos hacerlo en voz baja para que nadie nos oyera. Mi marido y yo vivíamos casi como extraños en aquella grande y vetusta morada, donde pesaba sobre todos nosotros el espíritu severo del tiempo antiguo y de Tatiana Semenovna. No sólo ella misma, sino también los criados, las viejas sirvientas, los muebles, y los cuadros, me inspiraban respeto, cierto temor, y al mismo tiempo la conciencia de que mi marido y yo no nos hallábamos allí propiamente en nuestro lugar, y que debíamos vivir con demasiada circunspección. Conforme hoy lo recuerdo, aquel orden severo y aquella prodigiosa cantidad de gente ociosa y curiosa que poblaba nuestra casa, nos resultaba difícil de soportar; mas aquella especie de opresión no hacía sino vivificar nuestro amor mutuo. No sólo yo, sino también Sergio, nos guardábamos mucho de dejar entrever que hubiese allí algo que nos desagradaba. En ocasiones aquella calma… aquella indulgencia y aquella especie de indiferencia por todas las cosas me irritaban, y, sin advertir que yo flaqueaba por el mismo lado, juzgaba a mi marido débil de carácter.



—¡Ah!, querida Katia —me respondió Sergio una vez en que le manifesté mi enojo—. ¿Acaso puede sentirse descontento de nada quien es al mismo tiempo tan feliz como yo? Es mucho más sencillo ceder ante los otros que hacerlos doblegar a nuestros caprichos, y de esto me he convencido desde hace mucho tiempo, y también de que no existe situación alguna en que se pueda ser absolutamente feliz. ¡Todo va tan bien para nosotros! Ya no sé enfadarme; para mí, hoy en día, no existe nada que sea malo: sólo hay cosas tristes y extrañas. Pero, por encima de todo, lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Creerás que cuando oigo la campanilla, cuando recibo una carta o, simplemente, cuando me despierto, me sobrecoge el miedo, el miedo de esta obligación de vivir, el miedo de que algo venga a cambiar, pues nada podría valer más que el momento presente?



Yo le creía, pero no le comprendía. Me sentía a gusto, y parecíame que todo era como debía ser, no pudiendo ser de otro modo, y que así era para todos, pero creía en otras partes debía de haber otras dichas, no precisamente mayores, pero sí distintas.



Fue de este modo como transcurrieron dos meses, que llegó el invierno con tus fríos y sus borrascas, y por más que Sergio se hallaba a mi lado, empecé a sentirme muy sola. Empecé a sentir que la vida, en cierta manera, no hacía sino repetirse; que no ofrecía nada de nuevo, ni para mí ni para él, y que, al contrario, parecía que volvíamos sin cesar sobre nuestros propios pasos. Sergio empezó a ocuparse con mayor asiduidad de sus asuntos, apartándose más de mí que antes, y se me figuró de nuevo que había en él, en el fondo de su alma, como un mundo reservado al que no quería admitirme. Su inalterable serenidad me irritaba. No le amaba menos que antes; no me sentía menos dichosa de su amor; pero mi amor permanecía estacionario y ya no se desarrollaba más, y, aparte del amor, cierto sentimiento nuevo, lleno de zozobra, deslizábase en mi corazón. Significaba muy poco para mí seguir amando después de haber experimentado la gran dicha de amarle por primera vez; faltábame la agitación, el peligro, el sacrificio de mí misma en el orden de los sentimientos. Había en mí una exuberancia de fuerzas que no hallaban empleo en nuestra tranquila existencia; arranques de tristeza que intentaba ocultarle como si se tratara de algo malo, y arranques de ternura furiosa y de alegría, que no conseguían sino asustarle.



Él seguía observando las disposiciones de mi espíritu como lo hiciera antaño, y un día me propuso partir para la ciudad; pero yo le pedí que no fuéramos y que no cambiáramos nada en el género de nuestra vida; que no comprometiéramos nuestra felicidad. Y, efectivamente, yo era dichosa; pero me atormentaba ver que aquella dicha no me costaba ningún trabajo, ningún sacrificio, cuando sentía languidecer en mí todas las fuerzas del Sacrificio y del trabajo. Le amaba; veía que todo en mí era para él; pero hubiera querido que todos supiesen nuestro amor; que hubiesen intentado impedirme amarle, y amarle a pesar de todo. Mi espíritu, incluso mis sentimientos, hallaban su campo de acción, mas había uno, sin embargo, el sentimiento de la juventud, cierta necesidad de movimiento, que no hallaba suficiente satisfacción en nuestra vida apacible. ¿Por qué me decía que podíamos irnos a la ciudad cuando se me antojase? Si no me lo hubiese dicho, quizá hubiera comprendido que aquel sentimiento que me oprimía era una quimera perniciosa, Una falta de la que me hacía culpable… Sin embargo, la idea de que podría vencer el fastidio sólo con marcharme a la capital, me atravesaba involuntariamente el cerebro; por otra parte, esto significaba arrancarle de todo cuanto amaba. Me sentía avergonzada y me apenaba que hubiera de hacerlo por mí.



El tiempo seguía su curso; la nieve se acumulaba más y más contra los muros de la casa, y nosotros continuábamos solos, solos aún, y siempre el uno enfrente del otro; mientras que allá, lejos, no sé dónde, en medio del bullicio, se agitaba la muchedumbre, sufría o se divertía, sin pensar en nosotros o en nuestra existencia ignorada. Lo peor de todo, para mí, era sentir que todos los días la cadena de las habitudes embutía nuestra vida en un molde preciso; que nuestro mismo sentimiento iba a entrar en esa servidumbre, y a someterse a la ley monótona e impasible del tiempo.



«Estar alegres por la mañana, respetuosos a la hora de la comida, cariñosos por la noche. ¡Hacer el bien! —me decía yo—, es maravilloso hacer el bien y vivir honradamente como él dice; para esto nos queda tiempo suficiente; pero hay otras cesas por las cuales sólo hoy me siento con fuerzas». Esto no es lo que me convenía; me habría convenido la lucha; que el sentimiento nos sirviera de guía en la vida, y no que la vida guiara nuestros sentimientos. Hubiera deseado aproximarme con él al abismo y decirle. «Un paso más y me hundo; otro movimiento, y estoy perdida», y que él, palideciendo al borde de aquel abismo, me hubiera cogido con su manó poderosa y me hubiera suspendido por encima del vacío, de tal forma que mi corazón se hubiera sentido helado, y en seguida se me hubiera llevado él donde hubiera querido.



Esta disposición de mi espíritu influía incluso sobre mi salud, y mis nervios empezaban a resentirse. Una mañana, me encontré peor que de costumbre; Sergio regresó de bastante mal humor, cosa que le sucedía muy raramente; lo noté en seguida y le pregunté qué le pasaba, pero él no quiso decírmelo, pretextando que no valía la pena. Según averigüé más tarde, el ispravnik había citado a varios de nuestros campesinos, les había exigido algo ilegal, por mala voluntad hacia mi marido, y le había dirigido varias amenazas. Mi marido no había podido digerir aún tal proceder, y como en el fondo todo aquello era ridículo y lamentable, no quiso contármelo; pero a mí se me figuró que si no me decía nada, era porque me consideraba una niña, incapaz de comprender lo que le afectaba. Me alejé en silencio, sin pronunciar una palabra. Sergio se marchó malhumorado a su gabinete, y cerró la puerta.

 



Yo me senté en el diván y me vinieron ganas de llorar. «¿Por qué —decíame yo— persiste en humillarme con su solemne calma, en tener siempre razón delante de mí? ¿Acaso no tengo razón yo también, cuando me aburro, cuando siento el vacío en todas partes, cuando quiero vivir, moverme, no permanecer siempre en el mismo lugar, y no sentir que el tiempo pasa por encima de mí?»



Yo quiero ir adelante, todos los días, todas las horas; él quiere seguir estacionado y guardarme a su lado. Y sin embargo, ¡qué fácil le sería contentarme! Para ello no tendría necesidad de llevarme a la capital; bastaría que fuese como yo; que no tratara de dominarse, de oprimirse a sí mismo, y que viviera simplemente. Esto me lo aconseja a mí, y es él quien no lo hace.



Las lágrimas pugnaban por salir de mis ojos, y mi irritación contra él iba en aumento. Tuve miedo de este sentimiento, y fui a su encuentro. Sergio se hallaba sentado en su gabinete y escribía. Al oír mis pasos, volvióse un instante para mirarme con aire tranquilo e indiferente, y siguió escribiendo. Aquella mirada no me gustó, y en lugar de acercarme a él, permanecí junto a la mesa en que escribía, y abriendo un libro empecé a hojearlo. Sergio se volvió entonces por segunda vez, y me miró de nuevo.



—Katia, hoy no estás en tu centro —me dijo.



Repliquéle sólo con una fría mirada que significaba: «¡Vaya observación! ¿A qué viene tanta amabilidad?». Meneó la cabeza, y tímidamente, cariñosamente, me sonrió; mas, por primera vez, mi sonrisa no respondió a la suya.



—¿Qué te ocurría esta mañana? —le pregunté—. ¿Por qué no me has dicho nada?



—Una futilidad; un pequeño contratiempo —contestó—. Sin embargo, ahora ya te lo puedo contar. Dos campesinos han sido citados…



Pero yo no le dejé terminar.



—¿Por qué no me lo has contado cuando te lo he pedido?



—Te habría dicho alguna tontería: entonces estaba enfadado.



—Es justamente en aquel momento cuando debías hacerlo.



—¿Y por qué razón?



—¿Crees acaso que nunca puedo ayudarte en nada?



—¿Lo que yo creo? —dijo, dejando su pluma—. Creo que sin ti no podría vivir. En todas las cosas, en todas absolutamente, no sólo eres una ayuda para mí, sino que es por ti por quien todo se hace. La verdad, que has sido oportuna —prosiguió, riendo—, sólo vivo en ti; me parece que todo está bien sólo porque tú estás ahí, porque has de…



—Sí, ya lo sé; soy una niña encantadora a la que conviene tranquilizar —atajé en un tono tal, que le hizo mirarme sorprendido—. Pero no quiero esta tranquilidad; ¡tengo ya bastante!



—Entonces, escúchame, y verás pronto de qué se trata —empezó precipitadamente, interrumpiéndome, como si temiera darme tiempo de decirlo todo—; me dirás lo que tú opinas de ello.



—Ahora ya no lo quiero —respondí. Aunque me habría gustado oírlo en aquel momento, me resultaba más agradable perturbar su tranquilidad.



—No quiero jugar con las cosas de la vida; lo que quiero es vivir —añadí—; lo mismo que tú.



Sus rasgos, donde todas las impresiones se dibujaban tan rápida y tan viva mente, expresaron un sufrimiento y una atención poderosamente excitados.



—Quiero vivir contigo en perfecta igualdad…



Más no pude terminar, porque observé el dolor profundo que se reflejaba en su rostro. Sergio se calló un momento.



—¿Y en qué no vives en perfecta igualdad conmigo? —dijo—, es a mí, no a ti, a quien concierne el asunto del ispravnik y de los campesinos embriagados…



—Sí, pero no se trata sólo de este caso —repliqué yo.



—¡Por amor de Dios, procura comprenderme, amiga mía! —continuó— ya sé que las preocupaciones son siempre dolorosas para nosotros; he vivido mucho, y lo sé. Te amo, y, por consiguiente, quisiera poder ahorrarte toda clase de preocupaciones. En esto consiste mi vida por ti; por lo tanto, no me impidas vivir.



—Tú siempre tienes ra