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100 Clásicos de la Literatura

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Cómo me sentí aliviada cuando hube comprendido todo esto. Aquellas agitaciones sin motivo, aquella necesidad de movimiento, que en cierta manera me oprimían, desaparecieron por completo. Parecióme desde entonces que de frente, de perfil, de pie o sentada, con el cabello liso o rizado, Sergio Mikáilovitch me miraba siempre con satisfacción; que me conocía ahora por completo, y me figuraba que estaba tan contento de mí como yo misma. Creo verdaderamente que si contra su costumbre, me hubiese dicho de pronto, como los demás, que yo era linda, me habría sentido tal vez algo molestada. Pero, en compensación, ¡qué alegría, qué serenidad! experimentaba yo en el fondo de mi alma cuando, por haber acertado a decir alguna reflexión, él me miraba con atención y me decía en tono emocionado, que pretendía hacer placentero:

—Sí, sí, hay algo en usted; es usted una buena muchacha y debo confesarlo.

¿Por qué recibí yo esas recompensas que llenaban de alegría y orgullo mi corazón? Unas veces por haber dicho que me era simpático el cariño que demostraba el anciano Gregorio a su nietecito, otras, porque me conmovía hasta derramar lágrimas leyendo unas poesías o una novela, o porque había preferido Mozart a Schulofí. Constituía para mí causa de extrañeza la intuición inopinada que me hacía adivinar lo que estaba bien y lo que debía amarse, cuando no sabía aún positivamente lo que era bueno ni lo que merecía amor. La mayor parte de mis costumbres y mis gustos ulteriores le desagradaban, y bastaba un imperceptible movimiento de sus cejas, una mirada, para hacerme comprender que desaprobaba alguna acción mía, y cierto aire de compasión un poco desdeñosa que le era peculiar, para que yo creyese no amar ya lo que antes amara.

Si se le ocurría darme algún consejo acerca de cualquier cosa, sabía ya de antemano lo que iba a decirme. Me interrogaba con una mirada, y la sola mirada me arrancaba el pensamiento que quería el conocer. Todas mis ideas, todos mis sentimientos de aquella época ya no eran propios; sus pensamientos, sus sentimientos, se hacían súbitamente míos, penetraban en mi vida, y, en cierta manera, la iluminaban. De un modo completamente insensible, comencé a mirar las cosas con otros ojos: lo mismo a Macha, que a Sonia, que a mí misma y mis propias ocupaciones. Los libros que leyera en otro tiempo, con la única finalidad de combatir el hastío, me carecieron de súbito como uno de los mayores encantos de la vida; y sólo por la mera razón de que hablábamos de libros con Sergio Mikailovitch, que los leíamos juntos, y que él me los traía.

Antes de esto, las lecciones que yo daba a Sonia las consideraba como una penosa obligación, que me esforzaba en cumplir sólo por sentimiento del deber; pero ahora que asistía él a algunas lecciones, los progresos de Sonia constituían una de mis alegrías. Siempre me había parecido imposible aprender una obra entera de música, y al presente, sabiendo que él la escucharía y que tal vez la aplaudiría, no vacilaba en tocar ni que fuera cuarenta veces el mismo pasaje, tanto, que la pobre Macha terminó por taparse los oídos con algodón en rama, mientras que yo, en cambio, no encontraba en ello ningún fastidio. Aquellas melódicas sonatas se parafraseaban entonces bajo mis dedos en forma muy distinta y bien superior a la de antes. La misma Macha, a quien conocía tanto y amaba como a mí misma, había cambiado mucho a mis ojos. Sólo entonces comprendí que nada ni nadie la había obligado a ser lo que fue para nosotros: una madre, una amiga, una esclava de nuestros caprichos. Comprendí toda la abnegación, toda la generosidad de aquella criatura tan cariñosa; comprendí la grandeza de mis obligaciones hacia ella, y la quise por ello tanto más.

Sergio Mikailovitch me enseñó además a considerar a nuestros servidores y a nuestros campesinos bajo un aspecto completamente distinto de cómo los juzgara hasta entonces. Será todo lo cómico que se quiera; pero a los diez y siete años, vivía entre ellos como una extraña, lo mismo que si se tratara de personas a quienes jamás hubiese visto, y sin ocurrírseme ni por asomo que pudiesen ser seres susceptibles también de amor, de deseos y de pesares, como yo misma. Nuestro jardín, nuestros bosques, nuestros campos, que conocía desde mi tierna infancia, se convirtieron de pronto para mí en objetos nuevos, cuya belleza empezaba a admirar. No sin razón decía Sergio a menudo, que en la ida había sólo una felicidad cierta: la de vivir para los demás. Esto me parecía extraño y no lo comprendía; mas tal convicción, a pesar de mis ideas, iba penetrando poco a poco en el fondo de mi alma. En una palabra, Sergio Mikailovitch abrió ante mí una nueva vida, llena de goces en lo presente, sin cambiar nada en mi antigua existencia y sin añadirle nada tampoco, pero incrementando el desarrollo de todas mis sensaciones. Todo, desde mi infancia, había quedado envuelto a mí alrededor en una especie de silencio, y esperaba únicamente su presencia para levantar la voz, hablar a mi alma y llenarla de felicidad.

Muy a menudo, en el transcurso de aquel verano, subía yo a mi cuarto y me tendía en la cama, y allí, en lugar de las pasadas angustias de la primavera, pletóricas de deseos y de esperanzas en lo por venir, oprimíame otra turbación: la de la felicidad presente. No podía dormirme; me incorporaba; me sentaba en la cama de Macha, y contaba a ésta que me sentía perfectamente feliz, lo cual, al recordarlo hoy, veo que era innecesario, pues lo veía ella bien sin necesidad de explicaciones. Me respondía que ella tampoco tenía nada que desear, que se sentía muy dichosa, y me besaba. La creía porque juzgaba necesario y justo que todos fuesen felices.

Pero Macha había de ceder a las exigencias del sueño, y haciéndose la enfadada me conminaba a que me retirara de su cama y la dejara dormir, mientras que yo, al contrario, permanecía largo rato despierta, contrapesando una y otra vez todos mis motivos de felicidad. En algunas ocasiones, me levantaba y empezaba por segunda vez mis rezos, pues en la exuberancia de mi corazón, oraba para mejor dar gracias a Dios por la felicidad que me concedía.

En mi habitación todo era apacible, sólo se oía el tranquilo respirar de Macha durante su sueño, y el tic-tac de su reloj colgado de la cabecera; yo daba vueltas, pronunciando algunas palabras, me persignaba o besaba la cruz que llevaba colgada del cuello. Las puertas estaban cerradas; los postigos ocultaban las ventanas; hasta mí llegaba el zumbido de alguna mosca, que se agitaba en un rincón. Hubiera deseado no abandonar ya más aquella estancia; me hubiera gustado que la mañana no viniera a disipar aquella atmósfera impregnada de mi alma, por la cual me sentía envuelta.

Parecíame talmente que mis sueños, mis pensamientos, mis oraciones, eran otras tantas esencias animadas, que, en aquellas tinieblas, vivían conmigo, revoloteaban alrededor de mi lecho, y flotaban por encima de mi cabeza. Y cada pensamiento era su pensamiento, y cada sentimiento su sentimiento. Ignoraba yo aún lo que es el amor; me figuraba que podía ser siempre así, y que semejante sentimiento se daba generalmente sin exigir reciprocidad.

CAPÍTULO III

Un día, en la época de 1«recolección del trigo, bajamos al jardín después de comer, Macha, Sonia y yo, y nos sentamos en nuestro banco favorito, a la sombra de los tilos de un terraplén, desde el cual se divisaban los campos y los bosques. Hacía ya tres días que Sergio Mikailovitch no había venido a vernos, y le esperábamos, tanto más cuanto que aquel día, justamente había prometido a nuestro administrador ir a inspeccionar la recolección.

Hacia las dos, en efecto, le vimos cruzar una altura en medio de un campo de centeno. Macha, mirándome con una sonrisa, ordenó traer melocotones y cerezas, frutas que a él le gustaban mucho; luego se recostó en el banco y quedóse adormilada. Arranqué una rama de tilo, cuyas hojas y corteza rezumaban savia, y alejando con ella las moscas a Macha, proseguí mi lectura, no sin volverme a cada instante, hacia el camino del campo por el cual él debía llegar. En cuanto a Sonia, sentada sobre una vieja raíz de tilo, entreteníase tejiendo una cuna para su muñeca.

El día era caluroso, sin viento; nos sentíamos como en un horno; las nubes, formando un vasto círculo en el horizonte, se habían ensombrecido desde por la mañana, amenazando tormenta, lo que, como de costumbre en tales casos, me había excitado fuertemente. Mas después de mediodía, aquellas nubes empezaron dispersarse, el sol apareció en el seno de un cielo purificado, los truenos retumbaban ya sólo en un punto lejano, arrastrando su estrépito por las profundidades de una pesada nube que, en el mismo límite del cielo y la tierra, se confundía con el polvo de los campos, y era surcada de cuando en cuando por el pálido zig-zag de un relampagueo distante. Resultaba evidente que, al menos donde nos encontrábamos, no era de temer la tempestad por aquel día. Al propio tiempo, por la parte del camino que se descubría detrás del jardín, no dejaban de oírse los lentos y prolongados ruidos de un carro lleno de gavillas, o los rápidos vaivenes de las carretas que se cruzaban vacías, y los pasos apresurados de los conductores, cuyas camisas ahuecaba el viento. El espeso polvo no se elevaba ni caía; quedaba suspendido por encima de los setos, entre el follaje transparente de los árboles del jardín. Más allá, se alzaba el rumor de otras voces, o, hacia la parte de la granja, el chirrido de otras ruedas, y los dorados haces, transportados lentamente y amontonados al pie del careado, volteaban por el aire e iban apilándose; muy pronto, mis ojos distinguieron las hacinas, de forma cónica, rematadas en agudas techumbres, y las siluetas de los campesinos que hormigueaban alrededor. Además, en medio de aquello» campos polvorientos, circulaban otras carretas, desfilaban otros haces amarillentos, y en la lejanía, el eco de ruedas, de voces y de cantos llegaba también hasta mí.

 

El polvo y el calor lo invadían, todo, excepto nuestro rincón favorito del jardín. De todas partes, sin embargo, en el seno de aquel calor y de aquel polvo, bajo el fuego de aquel sol ardiente, un pueblo de trabajadores charlaba, bromeaba, y se movía. Yo contemplaba a Macha, que dormía dulcemente sobre nuestro banco tan fresco, resguardada bajo su pañuelo de batista; las cerezas negras y jugosas del plato; nuestros vestidos ligeros y resplandecientes de limpios, y la jarra de cristalina agua, en donde se quebraban, irisándose, los rayos del sol. Y experimentaba en ello un singular bienestar. «¿Qué hacer? —pensaba—; ¿acaso soy culpable de sentirme tan dichosa? ¿Mas cómo esparcir esta dicha en torno mío? ¿A quién consagrarse por completo, una misma y toda su ventura?».

El sol había desaparecido ya tras las copas de los grandes árboles del paseó; el polvo se había posado sobre el suelo; descubríase más recortadas y luminosas, bajo la acción de los oblicuos rayos solares, las lejanías del paisaje; las nubes se habían disipado por completo. Al otro lado de los árboles, cerca de la granja, veía alzarse tres nuevas filas de haces, y los campesinos que bajaban de las mismas; y, en fin, por última vez en aquel día, las carretas pasaban rápidamente haciendo resonar el aire con el ruidoso concierto de su marcha estrepitosa.

Las mujeres, mezclando sus cantos en la algazara general, regresaban a la casa, con el rastrillo al hombro y las sogas en la cintura, pero Sergio Mikailovitch no llegaba aún, a pesar de que mucho rato antes había vuelto a verle al pie de la montaña. De pronto apareció a un extremo del paseo, en un sitio por donde no le esperaba, pues había rodeado el terraplén. Al aparecer, mostrando su rostro alegre y verdaderamente radiante, dirigióse hacia mí. Cuando vio a Macha, dormida aún, se mordió los labios, guiñó los ojos y avanzó de puntillas; noté en seguida que en aquel momento se hallaba en una de esas especiales disposiciones de júbilo sin causa determinada, que tanto me agradaban en él, y que llamábamos entre nosotros el «transporte salvaje». Entonces parecía realmente un escolar escapado de clase; todo su ser, de pies a cabeza, respiraba contento y felicidad.

—Buenas tardes, joven violeta. ¿Cómo vamos? ¡Bueno! —dijo en voz baja, aproximándose y estrechándome la mano—. Yo perfectamente también —respondió, a una pregunta semejante de mi parte—. Hoy no tengo en realidad más que trece años, y me vienen ganas de jugar a los caballitos y de encararme a los árboles.

—¡El transporte salvaje! —repliqué, mirando sus ojos sonrientes y sintiendo que aquel «transporte salvaje» iba ganándome también a mí.

—Sí —murmuró él, y al propio tiempo me hizo un guiño con el ojo, esforzándose por no reír—. Pero, ¿por qué tiene usted tan mala voluntad a esa pobre Macha Karlovna?

No me había fijado, efectivamente, que, al seguir agitando, distraída, la rama de tilo, rozaba con las hojas el pañuelo de batista y el rostro de Macha. Me eché a reír.

—Y luego dirá que no ha dormido —observé en voz baja, como si tratara así de no despertar a Macha; pero no lo hacía por esto, en realidad, sino porque me resultaba agradable hablarle en cuchicheos.

Por su parte, Sergio Mikailovitch contraía los labios escarneciéndome, como si me dijera también alguna cosa que no debiera ser oída de nadie. Después, al ver de pronto el plato de cerezas, fingió que se lo apropiaba a hurtadillas, corrió hacia Sonia y fue a sentarse debajo del tilo, en el lugar de la muñeca. Sonia estuvo a punto de enfadarse, mas pronto hicieron las paces, organizando un juego en el que entre ambos iban comiéndose las cerezas, a porfía.

—¿Quiere usted que mande traer más —dije—, o prefiere que vayamos nosotros mismos a buscarlas?

Sergio Mikailovitch cogió el plato, puso las muñecas encima y los tres nos fuimos al cerezal. Sonia, riéndose, corría detrás de él, y le tiraba del gabán para que le devolviera las muñecas. Sergio Mikailovitch se las devolvió, y encarándose muy seriamente conmigo me dijo, en voz baja aún, si bien no había ya nadie allí a quien se temiera despertar:

—Vamos, ¿cómo no convenir en que es usted una violeta? Desde que me acerqué a usted, después de haber arrostrado tanto polvo, calor y fatiga, creí percibir el perfume de esta flor; no, ciertamente, el de la violeta hecha ya, de croma fuerte y penetrante, sino el de la primera que aparece, modesta aún, que respira a la vez las nieves postreras y las hierbas primaverales…

—Mas dígame, ¿marcha bien la recolección? —le atajé para ocultar la alegre confusión que sus palabras me producían.

—¡A maravilla! Esta gente es en todas partes excelente, y cuanto más se la conoce, más se la quiere.

—¡Oh, sí!, ahora mismo, antes de su llegada, he estado siguiendo el trabajo con la vista desde el sitio en que me hallaba, y he tenido plena conciencia de sus esfuerzos, mientras que yo me hallaba entregada a una ociosidad…

—No juegue con estos sentimientos, Katia —interrumpió con aire serio, dirigiéndome al propio tiempo una mirada cariñosa—, el trabajo es una obra santa. ¡Dios la libre de hacer ostentación de semejantes ideas!

—Por eso mismo, sólo las confío a usted.

—Ya lo sé. ¿Y las cerezas?

El cerezal estaba cercado y la verja cerrada, y no había un solo hortelano (Sergio los había mandado todos al campo). Sonia corrió a buscar la llave, pero él, sin esperar a que regresara, se encaramó por uno de los ángulos, agarrándose a las plantas trepadoras, y saltó al otro lado.

—¿Quiere darme el plato? —dijo desde allí.

—No, me gustaría cogerlas yo misma; iré a buscar la llave, pues sin duda, Sonia no la encuentra.

Pero, al mismo tiempo sentí el antojo de sorprender qué hacía él allí, qué miraba, en una palabra; cómo era cuando se figuraba no ser visto de nadie. O tal vez, más simplemente, no tenía deseos, en aquel momento, de perderle de vista ni un solo minuto. Andando de puntillas a través de las ortigas, di la vuelta al cercado del cerezal y llegué al extremo opuesto, donde la valla era más baja. Entonces me subí sobre un barril vacío, de forma que el muro me llegaba sólo al pecho, y me asomé al recinto. Recorrí con la mirada todo lo que éste contenía, los viejos árboles encorvados con sus grandes hojas dentadas, de los que pendían verticalmente los racimos de frutas negruzcas y jugosas, y metiendo la cabeza entre el follaje, contemplé a Sergio Mikailovitch a través de las retorcidas ramas de un viejo cerezo. No dudaba ciertamente de que yo me hubiese marchado, y estaba seguro de que nadie podía verle.

Hallábase sentado sobre los restos de un árbol caído, con la cabeza descubierta y los ojos cerrados, y daba vueltas negligentemente entre sus dedos a un fragmento de goma de cerezo.

De pronto, abrió los ojos y murmuró algo sonriendo. Aquella palabra y aquella sonrisa tenían tan poco de común con todo lo —que yo conocía de él, que me sentía avergonzado de espiarlo. Parecióme, en efecto, que aquella palabra era: «¡Katia!».

«Esto no puede ser» —pensé.

«¡Oh, mi querida Katia!», repitió más suavemente con mayor ternura. Y esta vez entendí las dos palabras con toda claridad. El corazón me latió tan fuertemente, me sentí penetrada de una animación tan jovial, me sentí sobrecogida de tal manera, que hube de agarrarme al muro para no caer y descubrir mi presencia. Sergio Mikailovitch percibió mi movimiento, y miró asustado a su alrededor; después, bajando súbitamente los ojos, enrojeció como un niño. Quiso decirme algo, mas no pudo, y su rostro encendióse más y más. Sin embargo, sonrió al mirarme. Yo también le sonreí. Toda su fisonomía respiraba felicidad; ya no era, no, ya no era el tutor que prodigaba mimos y enseñanzas; tenía ante mí a un hombre que estaba a mi propio nivel; que me amaba y me temía; a un hombre, que yo misma temía y amaba. No nos dijimos nada, limitándonos a miramos uno a otro, Pero, súbitamente, frunció el entrecejo; la sonrisa y el fulgor de sus ojos desvaneciéronse a Una, y recobró para conmigo su actitud fría y paternal, como si hubiésemos hecho algo malo, se dominara y me aconsejara hacer lo mismo.

—Baje de ahí; se puede hacer daño —dijo— Y arréglese los cabellos. ¡Si viera lo que parece! ¿Por qué disimula así? ¿Por qué quiere hacerme sufrir?”, pensé yo con despecho. Y en aquel momento asaltóme deseo irresistible de turbarlo aún mis, y de ver hasta dónde llegaba mi influencia sobre él.

—No; quiero coger yo misma las cerezas —contesté; y afianzándome con las dos manos en una rama próxima, salté por encima del muro. Antes de que Sergio Mikailovitch tuviera tiempo de acudir, me hallaba ya dentro del recinto, entre los cerezos.

—¿Qué locura está usted haciendo? —exclamó, ruborizándose de nuevo, y esforzándose por ocultar su turbación bajo una apariencia de despecho… Podía haberse hecho daño. ¿Y cómo saldría ahora de aquí?

Se hallaba más azorado aún que antes; pero, ahora aquel azoramiento ya no me gustaba, sino que por el contrario me espantaba. La misma turbación hizo presa en mí; enrojecí, y me separé de él, no sabiendo ya qué decirle, y empecé a coger fruta que no tenía dónde poner. Me hacía reproches a mí misma; me arrepentía; tenía miedo, y parecíame que con aquella acción me había perdido para siempre ante sus ojos. Permanecimos así los dos, sin hablar, y a ambos nos pesaba este silencio. Sonja, al llegar corriendo con la llave, nos sacó de aquella embarazosa situación. Persistimos, sin embargo, en no hablarnos, y nos dirigíamos de preferencia, uno y otro, a Sonia.

Cuando llegamos al lado de Macha, quien juró no haber dormido y haberlo oído todo, me tranquilicé, y él intentó reanudar de nuevo su tono de paternal protección. Pero este intento no le salió bien, y no consiguió cambiar mi impresión; tenía aún muy presente el recuerdo de cierta conversación sostenida dos días antes.

Macha, había emitido la opinión de que el hombre ama con más facilidad que la mujer, y sabe también expresar más fácilmente su amor. La había resumido así:

—El hombre puede decir que ama, y la mujer, no.

—Pues a mí, me parece que el hombre no debe ni puede decir si ama —había replicado Sergio Mikailovitch.

Y al preguntarle yo por qué, prosiguió:

—Porque esto será siempre una mentira. ¿Qué significa este descubrimiento de que un hombre ama? Como si no tuviera que hacer sino pronunciar esta palabra, y surgiera ya algo extraordinario. Creo sinceramente que las personas que dicen solemnemente: «te amo», se engañan a sí mismas, o lo que es peor aún, engañan a los demás.

—Así, pues, según usted, una mujer conocerá que la aman por más que no se lo digan —observó Macha.

—Eso es lo que no sé. Cada hombre tiene su manera de expresarse; pero hay sentimientos que saben hacerse comprender. Cuando leo alguna novela, procuro siempre representarme el semblante turbado y el desconcierto del protagonista al decir: «Leonor, ¡te amo!», figurándose que de pronto va a producirse algo extraordinario, cuando en realidad no se produce nada en absoluto, ni en ella, ni en él: el semblante, la mirada, y todo lo demás, siguen siendo los mismos de antes.

Tras esa chanza creí deducir que se ocultaba un sentido serio que bien podía referirse a mí; pero Macha no con sentía hacer mucho hincapié en los héroes de novela.

—¡Siempre con paradojas! —había exclamado—. Vamos, sea usted franco, ¿no ha dicho usted nunca a ninguna mujer que la amaba?

—Jamás lo he dicho; jamás he doblado la rodilla ante ninguna —había respondido sonriendo—, y jamás lo haré.

«Efectivamente, no tiene para qué decirme que me ama —pensaba yo al acordarme de aquella conversación—. Me ama, y yo lo sé. Y todos sus esfuerzos para parecer indiferente no lograrán convencerme de lo contrario».

Durante toda aquella velada, me habló muy poco; mas en cada una de sus palabras, en cada uno de sus movimientos y de sus miradas, percibía yo el amor, sin caberme la menor duda del mismo. Lo único que me causaba algún despecho y pena, era ver que juzgase aún necesario Ocultarlo y fingir frialdad, cuando ya todo era tan claro, y cuando tan fácil y simplemente habríamos podido ser felices, incluso más allá de lo posible. Mas, por otra parte, me atormentaba yo con severos reproches por haber saltado al recinto del cerezal, y me parecía que por ello iba a dejar de estimarme y abrigaría algún resentimiento en contra de mí.

Después del té, me acerqué al piano y él me siguió.

—Toque algo, Katia; hace ya mucho que no la he oído tocar —dijo alcanzándome en el salón.

 

—Quisiera… Sergio Mikailovitch… —y súbitamente le miré a los ojos— ¿No está usted enfadado conmigo?

—¿Y, por qué?

—Por no haberle obedecido esta tarde —respondí ruborizándome.

Sergio Mikailovitch me comprendió; meneó la cabeza, y se sonrió. Y aquella sonrisa pregonaba bien a las claras que me habría regañado un poco, pero que ya no se sentía con ánimo de hacerlo.

—Todo ha pasado, ¿verdad? ¿Volvemos a ser buenos amigos? —dije, sentándome al piano.

—Así lo creo.

En aquella espaciosa sala, muy alta de techo, no había más que dos bujías sobre el piano, y el resto de la estancia quedaba sumido en la penumbra. Por las ventanas abiertas descubríanse los luminosos aspectos de una noche de verano. En todas partes reinaba la calma más perfecta, interrumpida sólo de cuando en cuando por el crujido de los pasos de Macha en el salón, sin alumbrar, y por el caballo de Sergio Mikailovitch, que apersogado al pie de una de las ventanas, piafaba y relinchaba impacientemente. Sergio Mikailovitch sentose detrás de mí, de modo que no me resultaba posible verle; mas en el seno de la incompleta oscuridad de aquella estancia, en los sonidos que la llenaban, en el fondo de mí misma, percibía yo su presencia. Cada una de sus miradas, cada uno de sus movimientos, que yo no podía distinguir, penetraban y resonaban en mi corazón. Interpreté la sonata fantasía de Mozart, me él me regalará, y que yo aprendí delante de él y para él. No pensaba ni mucho menos en lo que estaba tocando, mas por lo visto lo hacía bien, y parecióme que le gustaba. Compartí el placer que él experimentaba, y, sin verle, comprendí que desde su sitio, tenía fijos los ojos en mí.

Por un impulso involuntario mientras mil dedos seguían recorriendo las teclas sin conciencia de lo que hacía, le miré también; su cabeza se destacaba sobre el fondo luminoso de la noche. Estaba sentado, con la frente apoyada en la mano, y Ése contemplaba atentamente con sus refulgentes ojos. Al sorprender esta mirada, sonreí y cesé de tocar. Él también sonrió e inclinó la cabeza sobre la partitura con aire de reproche, como si me pidiera que continuase. Cuando hube terminado, la luna, en el punto más alto de su carrera, lanzaba vivos resplandores, y al lado de la tenue luz de las bujías, vertía en la estancia, por las ventanas, torrentes de otra claridad, argentina, que inundaba con sus reflejos el pavimento. Macha dijo que lo que yo interpretaba no se parecía a nada, que me había interrumpido en el pasaje más bello, y que, además, había tocado mal. Sergio Mikailovitch protestó, afirmando, por el contrario, que jamás había tocado tan bien como aquel día; luego se puso a pasear de la sala al talón, que estaba a oscuras, y cada vez que te acercaba a mí, me miraba y me sonreía. Yo me sonreía así mismo, aunque sin causa alguna. Sentía grandes deseos de reír, de tan feliz que me consideraba por lo ocurrido aquella tarde y en aquel mismo instante. Aprovechando un momento en que la puerta le ocultaba, me arrojé al cuello de Macha, y empecé a besarla en mi lugar favorito, su cuello macizo, y por debajo del mentón; luego, así que él volvió a acercarse, recobré mi serenidad, y retuve la risa con gran esfuerzo.

—¿Qué le ocurre hoy a esta criatura? —le preguntó Macha.

Más Sergio Mikailovitch no respondió, y empezó a bromear por su cuenta. No ignoraba lo que me ocurría.

—¡Miren que noche tan hermosa! —exclamó desde el salón en donde permanecía de pie, delante del balcón que daba al jardín.

Fuimos a reunimos con él, y, efectivamente, hacía una noche como jamás he vuelto a ver otra. La luna llena brillaba detrás de nosotros, por encima del edificio, con un resplandor que jamás he vuelto a observar; la mitad de las sombras proyectadas por los techos, los pilares y el toldo de la terraza, se recortaban al sesgo y como en escorzo sobre la arenosa avenida y sobre el gran óvalo de césped. Todo lo demás fulguraba de luz, y se hallaba cubierto de un rocío plateado por la claridad de la luna. En el espacio y en la bruma, perdíase un ancho camino bordeado de flores, que cortaban de través, sobre uno de sus márgenes, las sombras de las dalias y de sus puntales, verdadera vía fresca y luminosa, en la que relucían agudos guijarros. Veíanse brillar detrás de los árboles los tejados del invernadero, y desde el fondo de la torrentera se elevaba una niebla que iba espesándose por momentos. Las ramas de lilas, algo deshojadas ya, hallábanse iluminadas hasta el pie de sus tallos. Refrescadas por el rocío, las flores podían ahora distinguirse unas de otras. En los paseos, la sombra y la luz se confundían de tal manera que no parecían ya árboles y senderos, sino edificios transparentes, agitados por suaves vibraciones. A la derecha, en la obscuridad de la casa, todo era negro, indistinto, casi imponente. Pero más allá, resaltaba más resplandeciente aún sobre esta zona oscura, la copa fantástica de un álamo, que, por no sé qué extraño efecto, recortábase cercana y por encima de la casa en una aureola de clara luz, en vez de sumirse en las profundas lontananzas de aquel cielo azul sombrío.

—Vamos a pasear —dije.

Macha consintió, pero añadió que debía ponerme los chanclos.

—No es necesario —repliqué—; Sergio Mikailovitch me dará el brazo.

¡Como si eso hubiese podido impedir que me mojara los pies! Pero, en aquel momento, para cada uno de nosotros tres, tal absurdo era admisible y no tenía nada de extraño. Nunca me había dado el brazo, mas ahora lo tomé por mí misma, sin que le causara sorpresa. Bajamos los tres a la terraza. Todo aquel universo, aquel cielo, aquel jardín, aquel aire que respirábamos, no me parecían ya los que siempre había conocido.

Cuando miré ante mí, por la avenida en que entrábamos, figuróseme que no se podía avanzar más, que allí acababa el mundo posible, y que todo debía permanecer allí para siempre jamás, fijado en su belleza presente.

Sin embargo, a medida que avanzábamos, aquella muralla encantada, construida de pura belleza, apartábase de nosotros, dejándonos paso libre, y entonces, me encontraba de nuevo en medio de objetos familiares: jardín, árboles, senderos, hojas secas. Y era por aquellos senderos por los que paseábamos, y atravesábamos los luminosos círculos alternados con otras esferas de tinieblas; eran aquellas hojas secas las que crujían bajo nuestros pies, aquellas tiernas ramas las que azotaban mi rostro. Sí, era ciertamente él, quien iba a mi lado, andando con pasos lentos e iguales, dejando con reserva y circunspección que mi brazo descansara sobre el suyo. Era ciertamente la luna, desde lo alto de los cielos, la que nos iluminaba a través de las ramas inmóviles.

Miré un momento a Sergio Mikailovitch. No había un solo tilo que se elevara en la parte de la avenida que atravesábamos, y su rostro se me aparecía completamente iluminado. Era tan hermoso, y ofrecía un aspecto tan feliz…

Me decía: «¿No tiene usted miedo?».

Y yo oíale decirme: «¡Te amo, querida niña; te amo; te amo!». Su mirada lo repetía, y su brazo también; y la luz y la sombra, y el aire y todas las cosas le repetían también.

Recorrimos así todo el jardín. Macha andaba cerca de nosotros, dando pasito: cortos y respirando penosamente porque se había fatigado. Dijo que ya era hora de regresar, y me daba pena, mucha pena, la pobre mujer: «¿Por qué no siente lo mismo que nosotros?», pensé yo. «¿Por qué, todo el mundo no es siempre joven y dichoso? ¡Cómo respira esta noche juventud y dicha, y nosotros con ella!».