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100 Clásicos de la Literatura

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Katia

Por

León Tolstói

CAPÍTULO I

Estábamos de luto por la muerte de nuestra madre, ocurrida el otoño anterior, y pasamos todo el invierno en él campo, las tres solas: Macha, Sonia y yo.

Macha era una antigua amiga de la casa; había sido nuestra aya, y nos había educado a todas. Mis recuerdos, así como mi afecto por ella, remontábanse tan lejos como los recuerdos de mí misma.

Sonia era mi hermana menor.

El invierno transcurrió para nosotras sombrío y triste, en nuestra vieja morada de Poltrovski. El tiempo fue tan frío y ventoso, que la nieve llegó a amontonarse a mayor altura que las ventanas, las cuales estaban casi continuamente cubiertas de hielo y empañadas; por otra parte, apenas pudimos salir a pasear durante casi toda la temporada.

Era muy raro que viniera alguien a vernos, y quienes nos visitaban no traían alegría ni jovialidad a nuestra casa. Todo ofrecían: un rostro apenado, hablaban en voz baja, como si tuviesen miedo de despertar a alguien; procuraban no reír; suspiraban y, a menudo, lloraban al mirarme, sobre todo a la vista de mi pobre Sonia, vestida con su trajecito negro. En la casa todo revelaba, de una u otra manera, la muerte cercana; la aflicción y el horror de la pérdida flotaban en el aire. El cuarto de mamá seguía cerrado, y yo sentía un malestar cruel, a la par que un deseo irresistible de dirigir una furtiva mirada al interior de aquel frío y desierto aposento, cuando pasaba cerca del mismo al irme a acostar.

Contaba yo diez y siete años en aquella época, y el mismo año de su muerte, mamá había tenido la intención de instalarse en la capital para presentarme en sociedad. La pérdida de mi madre fue para mí causa de profundo dolor; mas debo confesar que, aparte esta pena, al sentirme joven y hermosa, como me hacían creer a todas horas, experimentaba cierto desconsuelo de verme condenada a vegetar otro invierno en el campo, entre tan árida soledad. Ya antes de terminar aquel invierno, el sentimiento melancólico de la soledad, el del aislamiento, y por decirlo más claramente, el del fastidio, crecieron en mí hasta tal punto que no salía jamás de mi cuarto, y me pasaba las horas sin abrir el piano ni hojear un solo libro. Cuando Macha me instaba a ocuparme en una u otra cosa, le respondía: «No quiero, ni puedo»; y en el fondo de mi alma una voz me preguntaba: «Después de todo, ¿para qué? ¿Para qué hacer esto o lo otro, si lo mejor de mi vida se consume inútilmente? ¿Para qué?». Y a este para qué no había en mí otra respuesta que las lágrimas.

Decíanme durante todo este tiempo, que enflaquecía y me afeaba; mas ello no me preocupaba lo más mínimo. ¿Por qué, y para quién habría de interesarme? Parecíame que toda mi vida debía deslizarse en aquel desierto, en el seno de aquella angustia sin nombre, efe dónde, entregada a mis propios y únicos recursos, no me sentía con fuerzas ni abrigaba siquiera deseos de arrancarme.

Al terminar el invierno, Macha empezó a cobijar ciertas inquietudes acerca de mi estado y tomó la resolución de llevarme al extranjero, por miedo de que ocurriera algo peor. Más para esto hacía falta dinero, y apenas si sabíamos lo que había de tocarnos de la herencia de nuestra madre. Todos los días esperábamos la llegada de nuestro tutor, quien debía venir a examinar el estado de nuestros asuntos.

Por fin llegó, durante el mes de marzo.

Era un día que yo vagaba como un alma en pena por todos los rincones, ociosa, sin un solo pensamiento en la cabeza, ni un solo deseo en el corazón.

—¡Por fin Sergio Mikailovitch está al llegar! Ha anunciado que vendría «cenar. Es necesario que te espabiles querida Katia —me dijo Macha—, si no, ¿qué pensaría de ti? ¡Os quiere tanto a las dos!

Sergio Mikailovitch era nuestro vecino más próximo, y había sido amigo de nuestro difunto padre, si bien era mucho más joven. Aparté del cambio favorable que su llegada había de provocar en nuestra manera de vivir, al facilitarnos el medio de abandonar el campo, yo estaba demasiado acostumbrada, desde la infancia, a quererlo y respetarlo, para que Macha, al aconsejar que me espabilara, no hubiese adivinado que debía operarse en mí otro cambio aún, y que entre todos mis conocidos, era justamente delante de él, ante quien me habría sido más doloroso presentarme bajo un aspecto desagradable. No sólo profesaba un antiguo afecto a Sergio Mikailovitch, como todo» en casa, desde Macha y Sonia, ahijada suya, hasta el último cochero, sino que en mí, aquel cariño revestía un carácter especial a consecuencia de ciertas palabras que mamá pronunciara en mi presencia tiempo atrás. Había dicho que deseaba para mí un marido como él. En aquel momento, tal idea me pareció algo extraordinaria y hasta desagradable. El héroe soñado por mí era completamente distinto de aquél: mi héroe debía seri joven, delgado, esbelto, pálido y melancólico. Sergio Mikailovitch, por el contrario, ya no era joven: era de elevada estatura, corpulento, y a juzgar por lo que yo podía apreciar, tenía un carácter muy jovial. A pesar de todo, las palabras de mi madre quedaron grabadas en mi imaginación. Hacía ya seis años de aquello, o sea que yo contaba sólo once cuando ocurrió, y él me trataba de tú, jugaba conmigo, me llamaba pequeña violeta, y desde entonces habíame yo preguntado muchas veces, siempre con mayor temor, qué baria ti de pronto le diera la idea de catarse conmigo.

Un poco antes de la cena, a la cual Macha mandó añadir un plato de espinacas y otro de entremeses dulces, se presentó Sergio Mikailovitch. Yo me asomé a la ventana en el momento de acercarse él en su pequeño trineo, y cuando llegó a la puerta, me apresuré a pasar al salón, queriendo evitar a toda costa que pudieran figurarse que lo había estado esperando. Pero, al oír primero movimiento en la antesala, y, seguidamente, su voz sonora y los pasos de Macha, me abandonó la paciencia, y salí a su encuentro. Tenía entre las suyas la mano de Macha, y hablaba en voz alta y sonriendo. En cuanto me observó, interrumpióse nos segundos, mirándome sin saludar, lo cual me azoró, y sentí que mis mejillas enrojecían.

—¡Ah!, ¿pero es posible que sea usted, Katia? —me dijo con acento sencillo y decidido, desasiendo su mano y acercándose a mí—. ¿Se puede cambiar de tal modo? ¡Cómo ha crecido usted! ¡Ayer diminuta violeta, hoy rosa en todo su esplendor!

Con su gran mano estrechó la mía tan fuerte y efusivamente, que casi me hizo daño. Creí que iba a besármela y me incliné delante de él, mas tomándome la mano por segunda vez, fijó en mis ojos su mirada franca y decidida.

Hacía seis años que no lo había visto. Lo hallé muy cambiado, envejecido, más moreno, y llevaba patillas que no le sentaban muy bien; pero conservaba los mismos modales, el mismo rostro franco y abierto, de rasgos pronunciados, los mismos ojos chispeantes de ingenio, y aquella sonrisa tan llena de gracia que habríase atribuido a un niño.

A los cinco minutos abandonó la actitud de simple visitante, y tomó la de un huésped íntimo tratado con cariño y confianza por todos nosotros, y hasta por aquellas otras personas que con su apresuramiento para servirle y complacerle, demostraban la alegría que su llegada les produjera.

No parecía en modo alguno el vecino que viene a la casa después de la muerte de una madre, creyendo necesario presentarse con rostro compungido. Al contrario, se mostró alegre, hablador y no dijo ni una sola palabra de mamá, de forma que yo ya empezaba a encontrar algo extraña e incluso inconveniente tal indiferencia de parte de un hombre que nos trataba con tanta intimidad. Mas pronto comprendí que no había asomo de indiferencia por parte suya, y que en el fondo de su pensamiento latía un propósito por el que debía yo estar reconocida.

Por la noche, Macha nos sirvió el té en el salón, en el mismo sitio donde lo tomábamos en vida de mamá. Sonia y yo nos sentamos al lado de Macha; el viejo Gregorio ofreció a Sergio Mikailovitch una antigua pipa de mi padre que había encontrado, y aquél, lo mismo que en otros tiempos, empezó a pasear de un extremo a otro del salón.

—¡Qué cambios tan grandes ha habido en esta casa! ¡Cuando pienso en ello!… —exclamó súbitamente, deteniéndose.

—Sí —repuso Macha con un suspiro; y, colocando la tapa del samovar encima del mismo, quedóse contemplando a Sergio Mikailovitch, a punto de prorrumpir en llanto.

—Sin duda, se acuerda usted algo de su padre —me preguntó.

—Un poco.

—¡Qué ventaja no sería para usted tenerlo aún hoy! —dijo con lentitud, y mirando muy pensativo y vagamente por encima de mi cabeza.

Luego añadió con más lentitud aún:

—He querido mucho a su padre.

Me pareció notar en el mismo instan te que sus ojos brillaban de un modo inopinado.

—¡Y Dios se llevó también a nuestra madre! —exclamó Macha.

Y luego, echando la servilleta sobre la tetera, sacó el pañuelo y empezó a llorar.

—Sí, han ocurrido cambios terribles en esta casa. —Y al decir esto Sergio se volvió, y un momento después agregó, alzando la voz—: Katia Alevandrovna, siéntese al piano y toque cualquier cosa.

Me satisfizo mucho que hiciera la petición en términos tan sencillos, y al propio tiempo, tan amistosamente imperativos. Me levanté y me acerqué a él.

—Tome, toque esto —dijo, abriendo un cuaderno de Beethoven por el adagio de la sonata Quasi una fantasía—. Vamos a ver cómo lo interpreta usted —repuso, y fue a tomar su taza de té a un rincón de la sala.

No sé por qué, mas comprendí que me habría sido imposible negarme o atreverme a hacer dengues con pretexto de que no tocaba bien. Por el contrario, me senté con mucha sumisión ante el piano, y empecé a tocar como pude, a pesar de temer algo su crítica, pues sabía lo entendido que era en música y el buen gusto que tenía. En el tono de ese adagio reinaba un sentimiento que, por una especie de reminiscencia me llevaba hacia las conversaciones sostenidas antes del té, y dominada por esta impresión, lo interpreté pasablemente al parecer, mas él no permitió que siguiera con el scherzo.

 

—No, no lo tocaría usted bien —dijo aproximándose—; no pase de este primer trozo, que no ha salido del todo mal. Veo que comprende usted la música.

Este elogio, indudablemente muy moderado, me halagó tanto, que me sentí enrojecer. ¡Era una cosa tan nueva y tan agradable para mí, que el amigo, el igual de mi padre me hablase a mí sola, en serio, y no como a una niña como solía hacer antaño!

Recordó a mi padre, contándome cuanto se habían apreciado, y de qué manera habían vivido juntos muy agradablemente en la época en que yo me ocupaba sólo de muñecas y libros de estudio; y en estos relatos, mi padre se me apareció por primera vez como un hombre sencillo y bueno, a quien no había conocido hasta entonces. Me hizo preguntas acerca de lo que me gustaba, de lo que leía, de lo que pensaba hacer, y me dio algunos consejos. Ya no tenía a mi lado, al hombre frívolo y parlanchín a quien gustara la charla insustancial, sino a alguien dotado carácter, serio, franco y amistoso que me inspiraba involuntario respeto, a la par que una gran simpatía. Esta impresión me resultaba dulce, agradable, y al hablarle sentía en mí cierta inconsciente tensión. Cada palabra que pronunciaba me dejaba temerosa, ¡y habría deseado tanto conquistar por mis propios méritos aquella estimación que hasta entonces sólo se me concedía por ser hija de quien era!

Después de haber acostado a Sonia, Macha se reunió con nosotros y se quejó a Sergio Mikailovitch de mi apatía, de la que resultaba que yo no tenía jamás nada que decir.

—Entonces Katia no me ha contado lo más importante —repuso Sergio Mikailovitch sonriendo, meneando la cabeza y mirándome con aire de reproche.

—¿Y qué iba a contar? —repliqué—. ¿Que me aburría mucho? Pero eso ya pasará. —Y efectivamente, entonces pensaba que no sólo desaparecería mi aburrimiento, sino que era ya cosa hecha y que no volvería más.

—No está bien esto de no saber soportar la soledad. ¿Es posible que sea usted efectivamente una señorita?

—Pues claro que sí —respondí, echándome a reír.

—No, no; a lo sumo una maligna señorita que no vive sitio para ser admirada, y que en cuanto se siente aislada, se relaja y ya no encuentra nada bien; todo para él, nada para ella.

—¡Pues sí que se ha formado usted bonita opinión de mí! —aduje, por decir algo.

—No —repuso Sergio Mikailovitch, pasado un momento de silencio—, porque no en vano se parece usted a su padre; ¡hay algo en usted…!

Y su buena y atenta mirada ejerció de nuevo su encanto sobre mí, causándome singular turbación.

Me di cuenta sólo en aquel momento, de que a través de aquel rostro que a primera vista parecía alegre, tras aquella mirada que no pertenecía sino a él, y donde sólo se creía leer la serenidad, traslucíase más y más vivamente, un fondo de gran reflexión y cierta tristeza.

—No debe ni puede aburrirse —dijo poco después—; tiene usted la música, que sabe comprender, los libros, el estudio. Tiene, además, toda una vida por delante, y ahora es el momento más propio para prepararse con objeto de no tener luego de qué lamentarse. Dentro de un año, será ya demasiado tarde para reaccionar.

Me hablaba como un padre o un tío, y comprendí que hacía un esfuerzo continuo para mantenerse siempre a mi nivel. Me ofendió un poco que me creyera inferior, y por otra parte, me resultaba agradable que, para mí, se creyera obligado a tal esfuerzo.

El resto de la velada se consagró a una conversación de negocios entre Macha y él.

—Y ahora, buenas noches, querida Katia —dijo levantándose, aproximándose a mí y cogiéndome la mano.

—¿Cuándo nos volveremos a ver? —preguntó Macha.

—En la primavera —contestó Sergio Mikailovitch sin soltarme la mano—; ahora voy a Danilovka (otra hacienda nuestra), veré un poco lo que pasa por allí, y arreglaré lo que pueda; luego, iré a Moscú para solventar asuntos míos, y antes del verano podremos vemos.

—¿Y por qué marcharse por tanto tiempo? —pregunté tristemente. En efecto, esperaba ya verlo todos los días, y súbitamente asaltóte una terrible opresión en el pecho al pensar que tendría que volver a habérmelas con mi hastió. Probablemente, esto se traslució en mis ojos y en el sonido de mi voz.

—Vamos, distráigase y trabaje algo más; destierre la melancolía —recomendóme con acento que me pareció demasiado plácido e irlo—. En la primavera la examinaré —añadió, soltándome la mano, y sin mirarme.

En la antecámara, donde le acompañamos, se apresuró a ponerse la pelliza, y de nuevo su mirada pareció esquivarme.

«¡Se toma un trabajo bien inútil! —me dije—. ¿Será posible que se figure causarme tanto placer al mirarme? Es un hombre excelente, muy bueno… mas eso es todo».

Sin embargo, aquella noche, Macha y yo tardamos mocho en quedar dormidas, y hablamos, no de él, sino de cómo emplearíamos el próximo verano, de dónde pasaríamos el invierno, y de qué modo. Grave cuestión; ¿y por qué? A mí parecíame tan simple como evidente que la vida consistía en ser feliz, y en el porvenir no me resultaba posible figurarme otra cosa que la felicidad, como al de pronto nuestra vieja y sombría mansión de Pokrovski se inundara de luz y vida…

CAPÍTULO II

Entretanto, la primavera había llegado. El fastidio de antaño se había desvanecido y le sucedió aquella tristeza soñadora y primaveral, tejida de esperanzas desconocidas y deseos insatisfechos.

Con todo, mi vida ya no era la que llevé al principio del invierno; me ocupaba de Sonia, de música, de estudios, y muy a menudo iba a vagar por el jardín durante largos ratos, muy largos por cierto, sola a través de los paseos, o bien me sentaba en algún banco. ¡Sabe Dios lo que soñaba, lo que deseaba, lo que esperaba! A veces pasaba noches enteras asomada a la ventana, sobre todo, en noches de luna, y permanecía así hasta el amanecer. Otras veces, sin saberlo Macha, y en simple camisón, bajaba al jardín y huía hacia el estanque por los céspedes cubiertos de rocío, y en cierta ocasión llegué incluso hasta el campo, y otras, pasaba la noche recorriendo sola los linderos del parque.

Ahora me resulta difícil acordarme de los ensueños que en aquella época llenaban mi imaginación, y más difícil aún, comprenderlos. Si alguna vez consigo evocarlos me cuesta gran trabajo llegar a creer que tales ensueños fueron efectivamente míos, pues, tan extraños y alejados de la vida real eran.

A últimos de mayo Sergio Mikailovitch, tal como había prometido, regresó de su viaje.

La primera vez que vino a vernos fue una tarde en la que no lo esperábamos en absoluto. Estábamos sentadas en la terraza, y nos disponíamos a tomar el té, El jardín verdeaba ya, y en Pokrovski los ruiseñores habían instalado su domicilio entre los macizos llenos de vegetación. Aquí y allá, frondosas lilas elevaban sus cabezas como esmaltadas con tintes blancos o violáceos, y sus flores se preparaban para abrirse. Las hojas, en los paseos arbolados, parecían transparentes a los rayos del sol poniente. Sobre la terraza se extendía una sombra refrescante, mientras el abundante rocío del anochecer inundaba los céspedes. En el patio, detrás del jardín, oíanse los últimos ruidos del día y los balidos de los rebaños que volvían al establo. El pobre loco Nikon pasó por el sendero, al pie de la terraza, con un tonel, y muy pronto torrentes de agua fría de las regueras vertiéronse sobre la tierra recién removida, trazando círculos negruzcos al pie de las dalias y de todas las demás flores.

Delante de nosotras, en la terraza, sobre un blanquísimo mantel, brillaba hervía un samovar de superficie resplandeciente, rodeado de un pastel de nata, confituras y pastas. Macha, como mujer hacendosa, lavaba las tazas con sus manos regordetas. Por mi parte, sin aguardar el té, pues acababa de tomar un baño que me había despertado el apetito, entreteníame en comer pan untado de nata fresca y espesa. Llevaba una blusa de lienzo con mangas entreabiertas, y tenis la cabeza envuelta en un gran pañuelo para resguardar mis cabellos húmedos.

Macha fue la primera en verle a través de la ventana.

—¡Ah, Sergio Mikailovitch! —exclamó—; precisamente estibamos hablando de usted.

Yo me levanté con el propósito de ir a cambiar mi tocado, pero él me alcanzó en el momento preciso de llegar yo a la puerta.

—Vamos, Katia; nada de ceremonias en el campo —dijo contemplando mi cabeza y mi pañuelo, y sonriendo—; no muestra usted tantos escrúpulos delante de Gregorio, y yo quiero ser un Gregorio para usted.

Más al mismo tiempo me pareció que no me miraba como lo habría hecho Gregorio, y esto me desconcertó un poco.

—Vuelvo en seguida —repliqué, alejándome.

—Pero ¿por qué quiere marcharse? —preguntó, siguiéndome los pasos—. Al verla, cualquiera la tomaría por una joven aldeana.

De qué modo más extraño me ha mirado, me dije mientras subía la escalera, presurosa para ir a mudarme. ¡En fin, gracias a Dios ya ha llegado, y vamos a estar más alegres!

Después de echar una ojeada al espejo, volví a bajar muy gozosa, y, sin dejar de apresurarme, llegué, jadeante a la terraza. Sergio Mikailovitch estaba sentado junto a la mesa, y hablaba con Macha de nuestros asuntos. Al verme, sonrió y continuó hablando. A juzgar por lo que decía, nuestra hacienda se hallaba en un estado sumamente satisfactorio. No teníamos más que esperar a que terminara el verano, el cual pasaríamos en el campo, y en seguida podríamos irnos a San Petersburgo para la educación de Sonia, o bien al extranjero.

—Todo esto estaría muy bien, si usted viniera con nosotras al extranjero —observó Macha—, pero, solas, nos parecería estar como extraviadas.

—¡Ah!, ¡pluguiera a Dios que pudiese dar la vuelta al mundo con ustedes! —replicó él, medio en broma medio en serio.

—Bueno, pues —dije yo entonces—, vamos a dar la vuelta al mundo.

Sergio Mikailovitch sonrió y movió la cabeza.

—¿Y mi madre? ¿Y mis negocios? Vamos, dejemos esto, y cuénteme de qué manera ha pasado el tiempo. ¿Será posible que se haya aburrido aún?

Cuando le hube contado que había sabido ocuparme y desterrar el aburrimiento sin su compañía, lo cual Macha me confirmó, me elogió mucho, y me dirigió miradas y palabras de aliento, lo mismo que si yo fuese una niña y él tuviese realmente el derecho de hacerlo. Estimé conveniente contarle al detalle, sobre todo con mucha sinceridad, todo cuanto había hecho de bueno, y revelarle, como en una confesión, todo lo malo que, por el contrario, pudiera merecer su censura. La noche era tan hermosa, que después de servido el té, seguimos mucho tiempo en la terraza, y me interesó tanto la conversación, que no me di cuenta de cómo, poco a poco, habían ido apagándose de una manera insensible todos los ruidos de la casa. De todas partes desprendíanse los perfumes penetrantes de las flores; el más abundante rocío cubría los céspedes; los ruiseñores lanzaban sus trinos al aire, muy cerca de nosotros, al abrigo de los macizos de lilas, y se interrumpían a veces al oír el sonido de nuestras voces. El cielo estrellado parecía descender sobre rustras cabezas.

Lo que me hizo notar que se acercaba la noche, fue oír de pronto, bajo el toldo que cubría la terraza, el rumor de un murciélago que daba vueltas, espantado, alrededor de mí vestido blanco. Me arrimé a la pared, y estuve a punto de lanzar un grito; mas el murciélago, tan silenciosamente como había entrado, se escapó de debajo del toldo, y se perdió prestamente entre las sombras del jardín.

—¡Cómo me gusta vuestro Pokrovski! —exclamó Sergio Mikailovitch cortando la conversación—. ¡Uno daría cualquier cosa para poder detenerse toda la vida en esta terraza!

—Pues deténgase —sugirió Macha.

—¡Ah, sí, detenerse; pero la vida no se detiene nunca!

—¿Por qué no se casa? —continuó Macha—. Sería usted un marido excelente.

—¿Por qué? —replicó él sonriendo—. Hace ya mucho tiempo que han dejado de considerarme como candidato al matrimonio.

—¡Cómo! —exclamó Macha—. ¿A los treinta y seis años pretende usted ya estar cansado de la vida?

—Sí, por cierto, y tan cansado, que no pienso sino en el reposo. Para casarse, precisa tener alguna otra cosa que ofrecer. Pregunte a Katia —añadió, señalándome con la cabeza—; a ella sí que conviene casarla. A nosotros nos toca gozar de su felicidad.

 

En la entonación de su voz, adivinábase una secreta melancolía y cierta tensión que no se me escaparon. Durante un momento quedóse silencioso; ni Macha ni yo dijimos nada.

—Figúrese —empezó finalmente, acercándose a la mesa— que de pronto, por cualquier deplorable accidente, me casara con una muchacha de diez y siete años como Katia Alexandrovna. Ahí tiene usted un buen ejemplo, y me alegro que pueda aplicarse tan bien a las circunstancias… no podría haber otro mejor.

Yo me eché a reír, mas no podía comprender en absoluto por qué se alegraba tanto, ni en qué veía la oportunidad del ejemplo.

—Pues bien —continuó, volviéndose hacia mí con aire de broma—; dígame la verdad, con la mano en el corazón. ¿Acaso no sería una gran desgracia para usted unir su vida a la de un hombre viejo ya, que lleva recorrido tanto camino, y que no pretende otra cosa que permanecer donde se halla, cuando usted, en cambio, sabe Dios a dónde quisiera ir, llevada en alas de su fantasía?

Me sentía algo turbada y permanecí silenciosa, no sabiendo qué responder.

—No vengo a pedir su mano —dijo echándose a reír—; pero, en verdad, ¿es un marido así el que usted sueña cuando se pasea por el jardín, y no sería esto una gran desgracia?

—No tan gran desgracia… —empecé.

—Ni tampoco tan gran bien —terminó él.

—Sí, pero puedo equivocarme…

Volvió a interrumpirme.

—Ya lo ve, tiene toda la razón; le agradezco su franqueza, y estoy satisfecho de haber tenido esta conversación. Añadiré que eso habría sido para mí la mayor desgracia.

—¡Qué hombre tan original es usted!, no ha cambiado en absoluto —dijo Macha, y salió de la terraza para ordenar que sirvieran la cena.

Quedamos silenciosos al marcharse Macha, y todo cuanto nos rodeaba permanecía también mudo. Un ruiseñor inició un trino, no aquel canto cortado, indeciso del atardecer, sino aquel otro prolongado, lento y tranquilo de la noche, que llenaba el jardín, mientras desde el fondo de una torrentera le respondía otro ruiseñor que cantaba por primera vez. El más próximo callaba entonces como si escuchara por un momento, y luego volvía a lanzar al aire sus trinos más agudos y penetrantes, y sus voces resonaban con suprema calma en el seno de aquel mundo de la noche, que es de ellos y al cual permanecemos completamente extraños. El jardinero se retiraba al invernáculo para acostarse; sus pasos resonaron sobre él sendero, alejándose paulatinamente.

Alguien produjo dos agudos silbidos hacia la montaña, y de nuevo se sumergió todo en el silencio. Apenas si se oía moverse una hoja; sin embargo, el toldo de la terraza se hinchó de pronto, impulsado por un soplo de aire, y a nuestro alrededor se esparció un perfume más penetrante. Aquel silencio me embarazaba, pero no sabía qué decir. Miré a Sergio Mikailovitch. Sus ojos, brillando en la sombra, estaban fijos en mí.

—¡Qué bueno es vivir en este mundo! —murmuró.

No sé por qué, al oír esas palabras, lancé un suspiro.

—¿Y pues? —dijo él.

—Sí, es muy bueno vivir en este mundo —repetí yo.

Y volvimos a quedamos en silencio, y nuevamente me sentí violenta. Me dominaba de continuo la idea de haberle causado pena al convenir con él en que era viejo; hubiera querido consolarle y no sabía cómo.

—Bueno, adiós —me dijo poniéndose de pie—; mi madre me espera para la cena. Apenas si la he visto hoy.

—¡Y yo que habría querido tocarle una nueva sonata!

—Otra vez será —me contestó con frialdad, o al menos así me lo figuré; y luego, adelantando un paso, dijo con gesto simple:

—¡Adiós!

Entonces me pareció más que nunca que le había causado pena, y me quedé muy triste. Macha y yo le acompañamos hasta la escalinata, y permanecimos en el patio mirando hacia el lado del camino por donde había desaparecido. Cuando ya no se oyó el golpeteo de las pisadas de su caballo, me paseé alrededor de la terraza, luego, me quedé contemplando el jardín, y, a través de la húmeda bruma en cuyo seno palpitaban todos los rumores de la noche, permanecí un largo rato viendo y oyendo cuanto mi fantasía me hacía ver y oír.

Sergio Mikailovitch volvió una y otra vez, y el malestar que me causara la extraña conversación de aquella noche, no tardó mucho en desvanecerse, sin volver a reaparecer jamás.

Durante el verano, vino a vernos dos o tres veces por semana; me acostumbré tanto a él, que, cuando pasaba algún tiempo sin aparecer por casa, me resultaba muy penoso vivir tan sola. Me enfadaba con él interiormente, y consideraba que obraba mal al dejarme tan abandonada. Fue transformándose para conmigo en una especie de compañero amistoso que me hacía preguntas a las cuales respondía yo con entera franqueza y gran sinceridad; me daba consejos, además; me alentaba, y hasta me regañaba a veces, reprimiéndome cuando en necesario.

Mas a pesar de todos sus esfuerzos para mantenerse siempre a mi nivel, percibía yo que al lado de todo lo que conocía de él, existía un mundo entero que le era propio, al cual yo permanecía extraña, y al que él no juzgaba necesario admitirme. Esto más que nada, sostenía la deferencia que me inspiraba, y al mismo tiempo me atraía hacia él. Sabía yo por Macha y por los vecinos que, aparte de los cuidados por su anciana madre, con quien vivía, la administración de sus fincas, y nuestra tutela, tenía también a su cargo varios asuntos concernientes a la nobleza, que le causaban muchos disgustos; pero jamás conseguí averiguar cómo afrontaba aquella situación, ni cuáles eran sus pensamientos, sus planes y sus esperanzas respecto de la misma. Cuando intentaba dirigir la conversación hacia sus negocios, su frente se arrugaba de cierto modo, como si quisiera decir: «Dejemos esto, por favor. Después de todo, ¿qué le importa a usted?», y desviaba el tema de la conversación. Al principio, me sentía ofendida por ello; luego, me acostumbré tanto, que no hablábamos sino de lo que se refería a mí, y acabé por encontrarlo así muy natural.

Aunque de momento me desagradó bastante, más tarde, por el contrario, encontré cierto placer en advertir la perfecta indiferencia, o casi mejor, menosprecio, que demostraba por mi aspecto exterior. Jamás, ni con sus miradas, ni con sus palabras, me daba a entender si le parecía linda; lejos de esto, fruncía el entrecejo y se echaba a reír cuando alguien decía en su presencia que yo no estaba del todo mal. Incluso, se complacía hallando defectos en mi rostro y burlándose de ellos. Los vestidos de moda, los tocados con que Macha solía engalanarme los días de fiesta, no hacían más que provocar sus chanzas, lo cual apenaba grandemente a la buena Macha, y al principio, me desconcertaba a mí también, no sin cierta razón.

Macha creía que yo agradaba a Sergio Mikailovitch, y no acertaba a comprender cómo no prefería que la mujer de su gusto se presentase en la forma que más la favorecía. Más pronto me di cuenta de cómo había de comportarme con él. Quería creer que yo no era coqueta. Y cuando lo hube comprendido bien, no quedó en mí ni sombra de coquetería en materia de indumentaria, de tocado o de porte; la reemplacé mediante leve artimaña, casi inconsciente, con otra coquetería, la de la simplicidad, aun cuando yo mismo no conseguía ser sencilla. Veía que me amaba: no sé si como niña o como mujer; no me lo había preguntado hasta entonces. Su cariño me era muy caro, y comprendiendo que me consideraba la mejor muchacha del mundo, no podía dejar de desear que aquel fraude continuara cegándole. Y, en efecto, le engañaba casi involuntariamente, mas, engañándole, volvíame, de hecho, mucho mejor. Comprendí que sería preferible y más digno, mostrarle las buenas cualidades de mi alma que las de mi persona. Mis cabellos, mis manos, mi rostro, mis modales, fuesen los que fuesen, buenos o malos, habíalos ya apreciado él de una mirada, y no ignoraba que, aun cuando hubiese querido engañarle, no habría podido añadir nada a mi exterior. En cambio, él no conocía mi alma: porque le amaba; porque precisamente entonces, mi alma se hallaba en pleno período de crecimiento y desarrollo. En este punto podía hacerse ilusiones, y se las hizo.