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100 Clásicos de la Literatura

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—Mi querido niño… Es el retrato de…

La emoción anudó su garganta, impidiéndole terminar la frase.

Durante la comida, George no dejó de prestar atención a la conversación sostenida por las personas mayores. A los postres, aprovechando la salida momentánea de su madre, dijo George:

—Hace rato que siento deseos de decir una cosa.

—Dila, hijo mío, dila —respondió Becky, riendo.

—Usted es la señora del antifaz negro que vi en el Rojo y Negro.

—¡Calla, por favor, hijo mío! —exclamó Becky, besando con apasionamiento la mano del muchacho—. También estaba allí tu tío Joseph, pero no debe saberlo tu mamá.

—¡Oh, no! Me guardaré muy bien de decírselo.

—Ya ves cuan pronto hemos simpatizado tu hijo y yo —dijo Becky a Amelia cuando, momentos después, reaparecía la última en el comedor.

Vivamente indignado, aunque no sospechaba siquiera la traición que sobre su cabeza se cernía amenazadora, William Dobbin recorrió con paso agitado las calles de la ciudad, hasta que fue a dar con su cuerpo en la legación inglesa, donde el señor Tapeworm le invitó a comer. Durante la comida, Dobbin preguntó a Tapeworm si sabía algo sobre cierta señora de Crawley, la cual, si no andaba trascordado, dio no poco que hablar en Londres. Tapeworm, hombre que siempre estuvo al tanto de todas las murmuraciones de Londres, y que era, por añadidura, pariente de la señora de Gaunt, narró al atónito coronel la historia detallada de Becky y de su marido, complementándola con pruebas que no dejaban lugar a la duda. El autor de esta obra ocupaba a la sazón un asiento en la mesa, y tuvo el placer de escuchar la narración. El diplomático lo sabía todo y lo contó todo, conocía detalles íntimos de las relaciones sostenidas con Becky por Tufto, por Steyne y por muchos otros. Sus revelaciones dejaron atónito al sencillo Dobbin. Cuando éste contó que Amelia había llevado a Becky a su casa, el diplomático, entre atronadoras carcajadas que llevaron hasta el último límite la confusión de Dobbin, dijo que habrían hecho mejor encerrándola en la cárcel, y llevando a su casa, para que fuesen tutores del pequeño George, a cualquiera de los caballeros de cabeza afeitada y uniforme amarillo que barrían las calles de la ciudad de Pumpernickel.

Los informes del diplomático llenaron de horror a Dobbin, quien se vistió de uniforme y se apresuró a ir a Palacio, donde aquella noche se celebraba un baile al que Amelia, antes del desagradable altercado de la mañana, había dicho que asistiría. Esperaba Dobbin tener ocasión de comunicarle los informes recibidos de labios del diplomático, pero por desgracia, Amelia no apareció por el baile. Dobbin hubo de recogerse en su cuarto, sin ver a Amelia, y encerrándose con el horrible secreto que probablemente no le dejó dormir en toda la noche.

A la mañana siguiente, muy temprano, mandó a su criado con un billetito para Amelia, en el cual le manifestaba sus deseos de tener con ella una conferencia reservada. Le contestaron que Amelia se sentía indispuesta y que no podía recibirle.

Tampoco había podido ella conciliar el sueño, que se encargó de disipar un pensamiento que cien veces turbara antes su sosiego. Con frecuencia sintió impulsos de ceder a las ansias de Dobbin, pero siempre halló que el sacrificio era superior a sus fuerzas. Tanto amor, tanta constancia, tanta abnegación, tanto respeto, no bastaban a triunfar de un sentimiento secreto que la impulsaba hacia la resistencia, y la resistencia abierta hubiese venido antes de no impedirla un sentimiento de gratitud. Pero se presentaba un pretexto, y Amelia estaba resuelta a aprovecharlo para quedar libre de una vez y para siempre.

Cuando por la tarde logró Dobbin ser recibido por Amelia, en vez de la acogida cordial y cariñosa a que estaba acostumbrado, no encontró más que un saludo frío y ceremonioso. Amelia le presentó su mano enguantada, que retiró apenas tocada por el coronel.

Becky, que se encontraba en la misma habitación, avanzó hacia Dobbin con la mano extendida y la sonrisa en los labios. Dobbin retiró la suya, enrojeció intensamente, y dijo:

—Usted me dispensará, señora, si, cumpliendo un deber, le digo que no he venido aquí como amigo suyo.

—¡Déjate de tonterías, hombre de Dios! —exclamó Joseph, queriendo evitar una escena desagradable.

—No sé que el señor coronel Dobbin pueda decir con derecho nada en contra de mi buena amiga Becky —dijo Amelia con voz clara como el cristal, pero ligeramente conmovida.

—Ni yo he de consentirlo —terció Joseph—. Repito que no toleraré que en mi casa se ofenda a una amiga de mi hermana, así que, señor Dobbin, tendrá usted la bondad de medir sus palabras, aunque mejor fuera que no pronunciase ninguna.

Pronunciado su pequeño discurso, Joseph miró azorado en derredor, se puso colorado y se dirigió hacia la puerta.

—Mi querido amigo —dijo Becky con angelical dulzura—; yo le suplico que escuche cuanto el señor coronel Dobbin tenga que decir en contra mía.

—¡Repito que no quiero oírlo, y no lo oiré! —gritó el hermano de Amelia con voz chillona, encerrándose en su cuarto.

—Puede usted hablar, caballero —dijo Amelia—; somos dos mujeres solas.

—Me trata usted, Amelia, con desconsideración que no creo merecer —replicó Dobbin—. No pertenezco al número de los hombres que acostumbran maltratar mujeres, y menos todavía si estas mujeres no cuentan con un caballero que las defienda. Una obligación que juzgo de conciencia me trae aquí para cumplir un deber harto penoso.

—Pues despache usted cuanto antes, señor coronel —contestó Amelia con altivez.

Dobbin no era el hombre tímido de antes: hablaba con acento imperioso.

—He venido para decir… Lamento tener que decirlo en presencia suya, señora de Crawley, pero me obligan a ello… para decir que considero que no debe usted formar parte de la familia de mis amigos. Una mujer separada de su marido, una mujer que viaja bajo nombre supuesto, una mujer que frecuenta garitos…

—¡Fui al baile, no a un garito! —gritó Becky—. Si en los salones se jugaba, no es mía…

—… no es, no puede ser compañera digna de la señora viuda de Osborne y de su hijo —prosiguió Dobbin—. Añadiré que hay aquí personas que la conocen a usted demasiado y que me han dado informes que no me atreveré a repetir en presencia de la señora viuda de Osborne.

—Se sirve usted de una manera de calumniar a las personas, señor coronel —contestó Becky—, rica en modestia y en maliciosa reserva. Con habilidad que no quiero calificar hace gravitar sobre mí el peso de una acusación misteriosa que no se atreve a formular claramente. ¿Qué es ello? ¿Pretende usted hacer alusión a infidelidades cometidas por mí contra mi marido? Desprecio la calumnia, y le desafío a que lo diga con claridad, como desafío a todo el mundo a que lo pruebe. Nadie, ni mis enemigos más encarnizados, osaron atacar mi honra inmaculada. ¿Es porque soy pobre, porque me veo sola, despreciada, abandonada, por lo que usted me acusa? ¡Sí! ¡Culpable soy de todos estos crímenes, que purgo bien cruelmente todos los días! ¡Adiós, Amelia! Me voy. Me haré cuenta de que no te he encontrado, y no será más mísera mi condición de hoy de lo que fue la de ayer. Me haré cuenta de que pasó la noche, y, con la llegada del nuevo día, el triste vagabundo ha de proseguir su camino. ¿Recuerdas el canto que canté hace muchos, muchos años? Desde entonces camino errante por el mundo… pobre proscripta, despreciada por todos, porque no soy rica, e insultada, porque no tengo quien me defienda. Me voy: parece que mi estancia a tu lado trastorna los planes de este caballero.

—Efectivamente, los trastorna, señora —contestó Dobbin—. Si yo tuviese aquí alguna autoridad…

—¡Autoridad no tiene usted ninguna! —gritó Amelia—. ¡Becky! ¡No te vas! Yo no te desprecio porque eres pobre, ni te insulto porque no tienes quien te defienda… y mucho menos porque el señor coronel Dobbin pretenda que te desprecie e insulte. ¡Ven conmigo!

Las dos mujeres echaron a andar hacia la puerta.

Dobbin la abrió; mas en el momento de salir aquéllas, tomó la mano de Amelia y dijo:

—¿Quiere usted concederme unos minutos? Tengo precisión absoluta de hablar con usted.

—Desea hablarte contra mí en mi ausencia, cuando yo no pueda defenderme —dijo Rebeca con acento de resignación.

—Juro por mi honor que no es de usted de quien deseo hablar —dijo Dobbin—. Quédese usted, Amelia: se lo ruego.

Accedió Amelia a su deseo. Dobbin se inclinó ante Becky y cerró la puerta luego que salió esta última.

—Una ofuscación de momento me hizo decir ha poco lo que nunca debí decir: la palabra «autoridad» no debieron pronunciarla mis labios.

—Es verdad: no debieron pronunciarla.

—Pero ya que no autoridad, que no he tenido nunca, me parece que tengo algún derecho a ser escuchado.

—Es una manera hábil de recordarme las obligaciones que tengo para con usted: agradezco su generosidad.

—Los derechos a que me refiero son los que me confirió el padre de George —replicó Dobbin.

—Lo que no le ha impedido ultrajar su memoria. Ayer la ultrajó… lo sabe usted muy bien. ¡No se lo perdonaré nunca… nunca!

—No es posible que me trate usted con tanta severidad, Amelia… no puedo creerlo —dijo Dobbin con acento que destilaba tristeza—. No puedo creer que una frase desdichada, lanzada en un arrebato de cólera, llegue a destruir, a borrar toda una vida de abnegación. Además, mis palabras no ultrajaron la memoria de George, para mí, su mejor amigo, sagrada. Si vamos a hacer un cúmulo de acusaciones, ninguna creo merecer de su viuda ni de su hijo. Reflexione usted con calma, Amelia, medite usted con frialdad de criterio, y estoy seguro que ha de absolverme. No son mis palabras de ayer las que encendieron su cólera contra mí, no; son el pretexto que usted ha aprovechado; lo sé. Si no conociese a usted a fondo, ¿de qué me serviría haberla amado con toda mi alma por espacio de quince años? En este lapso he aprendido a penetrar sus sentimientos, a leer en su pensamiento. Puedo precisar hasta dónde es capaz de llegar su corazón, y sé que, si puede adherirse sólidamente a un recuerdo, si puede levantar un culto a un sueño, no cabe en él un sentimiento como merecen los míos, un sentimiento como probablemente lo hubiera yo despertado en el alma de una mujer más generosa que usted. No; usted, Amelia, no es digna del amor que yo le he consagrado; tiempo ha que me consta que el objeto al que he dedicado mi vida entera no vale el esfuerzo que en conquistarlo he puesto, que he sido un necio, que he puesto todo mi ardor en una mujer que no conservaba más que débiles restos de potencia de amar. Desisto ya; renuncio a la lucha… me retiro, sin guardar animosidad contra usted. Reconozco que es usted buena, que ha hecho cuanto ha podido, pero era pedirle demasiado que correspondiera a un amor como el mío, a un amor que un alma más elevada que la suya acaso hubiese compartido con orgullo. Adiós, Amelia. He seguido todas las vicisitudes de los combates que en su alma se libraban… Pongámosles fin… a los suyos y a los míos… que los dos necesitamos descanso.

 

Amelia escuchaba consternada y silenciosa el discurso de William, y veía con pesar que éste rompía de improviso la cadena que hasta entonces le tuvo sujeto y afirmaba su independencia y superioridad. Tan acostumbrada estaba a verle rendido a sus pies, que ni cuenta se había dado de que le hollaba implacable. Pero es el caso que si es cierto que no quería casarse con él, tampoco se resignaba a perderle: deseaba conservarle, deseaba tener un esclavo que a ella se lo diese todo sin recibir nada en cambio. En los juegos de amor ocurre esto con bastante frecuencia.

—¿Significan sus palabras que… que se va… para siempre… que me abandona, William? —preguntó Amelia, completamente vencida.

—Me fui en otra ocasión —respondió Dobbin, sonriendo con amarga tristeza—, y volví al cabo de doce años… Entonces éramos jóvenes, Amelia… Adiós… He malgastado ya en este juego demasiados años de mi vida.

Mientras conferenciaban nuestros dos amigos, la puerta había sido ligeramente entreabierta y Becky oyó toda la conversación.

«El corazón de ese hombre es un prodigio de nobleza —pensaba aquélla—, y Amelia comete un crimen jugando con él. No le guardo rencor, aunque ha tomado partida contra mí… Le admiro, pues no se ocultó, me hirió de frente, con lealtad… ¡Ah, si yo hubiese tenido un marido como él, un marido dotado de corazón y de inteligencia!»

Encerróse en su habitación y escribió a Dobbin un billetito, suplicándole que no se fuese y ofreciéndole trabajar su causa cerca de Amelia.

La despedida fue un hecho: William se dirigió por segunda vez a la puerta y salió, dejando a la autora de su desdicha sola y en libertad de saborear su triunfo.

A la hora de comer, George notó por segunda vez la ausencia de Dobbin. Se sentó la familia a la mesa y durante la comida reinó un silencio penoso. Joseph conservaba su apetito de costumbre, pero Amelia no probó bocado.

George, después de comer, se puso de rodillas sobre un canapé adosado a la ventana y miraba a la calle. No tardó en observar síntomas de movimiento, en la casa de enfrente, donde estaba hospedado Dobbin.

—¡Mamá! —llamó de pronto—. Sacan al patio el cochecito de Dobbin… Enganchan los caballos… ¿Se va alguien? ¿Piensa marcharse el coronel?

—Sí, hijo mío; se va de viaje.

—¡De viaje! ¿Y cuándo vuelve?

—No… no piensa volver.

—¡Que no piensa volver! —repitió George dando un salto y echando a correr hacia la puerta.

—¡Quieto aquí, George! —tronó Joseph.

—No salgas, George —dijo su madre con triste acento.

El niño obedeció, pero su rostro reflejaba intranquilidad, curiosidad y viva agitación interior.

De la habitación de Dobbin comenzaron a sacar baúles y maletas. Su criado Francis salió con la espada, el bastón y el paraguas de su señor, y los colocó sobre el asiento. Apareció luego el dueño del hotel, quien dio una ojeada al coche. Por fin salió William Dobbin. Casi lloraba el hotelero al despedirse de él. Le abrazó, y hasta pretendió besarle, costando ímprobo trabajo a nuestro amigo substraerse a tan señalada prueba de cariño.

—¡Pues es verdad que se marcha! —gritó George.

—Toma… dale esto —dijo Becky, al ver que el niño emprendía carrera hacia la puerta.

No le costó medio minuto llegar a la calle. Dobbin había tomado ya asiento después de huir de los besos del fondista. George saltó al coche y echó los brazos al cuello de su tutor, a quien comenzó a dirigir mil preguntas. A continuación puso en su mano un papel plegado, que Dobbin desdobló temblando. Lo leyó, la expresión de su rostro varió con notable brusquedad, y, partiendo el papel en dos, arrojó los pedazos al suelo. Besó a George en la frente, el muchacho saltó del coche, y se fue frotándose los ojos. El cochero hizo restallar el látigo; salieron al trote los caballos y Dobbin dobló la cabeza sobre el pecho. No alzó la cabeza al pasar el coche bajo la ventana de Amelia. George quedó en el centro de la calle, y rompió a llorar sin importarle la turba de curiosos que se había congregado.

El niño se pasó llorando toda la noche.

En cuanto a Amelia, había cumplido con su deber. Además, sobre la cabecera de su cama pendía el retrato de George para consolarla.

Capítulo LXVII

Nacimientos, matrimonios y defunciones

Si Becky había trazado algún plan encaminado a favorecer el triunfo de las ansias amorosas de William Dobbin, debió de creer conveniente envolverlo en el mayor misterio y secreto, pues no sabemos que hiciese nada después de haber escrito y enviado a su destino el billetito de que hicimos mérito en el capítulo anterior. Verdad es que ella sobrepuso siempre el interés personal a la conveniencia ajena, y aquél la inducía a prestar atención a infinidad de cosas que la afectaban directamente y en mayor medida que la felicidad de Dobbin.

A consecuencia de los incidentes narrados, se encontró de pronto, repentina e inesperadamente, hospedada en lujosas habitaciones, rodeada de amigos, de personas de corazón sencillo y afectuoso, de almas nobles como no había tenido la fortuna de encontrar en muchos años. Vagabunda por temperamento, aventurera por inclinación, había días en que anhelaba, en que suspiraba por la tranquilidad y el reposo, de la misma manera que el árabe más aficionado a cruzar el desierto a lomos de su dromedario, gusta a veces descansar bajo la sombra de las palmeras y al borde de las aguas, o bien penetrar en las ciudades, visitar el mercado, probar las delicias de los baños y rezar sus oraciones en las mezquitas, antes de entregarse de nuevo a la existencia errática y de merodeo. A nuestra ismaelita le agradaron las tiendas de Joseph, y en ellas hizo alto.

Contenta ella, puso todo su empeño, toda su habilidad, en conseguir que lo estuvieran los demás, y ya sabemos cuán competente era en el arte de hacerse agradable. La voluntad de Joseph se la había ganado ya en la buhardilla de la fonda del Elefante; no nos extrañe, pues, que, al cabo de una semana, nuestro amigo fuese su esclavo más rendido, su admirador más entusiasta. Ya no se dormía después de comer, como era su costumbre invariable si en la compañía de Amelia se encontraba; salía con Becky en coche descubierto, proponía a ésta mil distracciones y organizaba en su honor mil excursiones de placer.

Tapeworm, el que tantos horrores había dicho de Becky, fue un día a comer con Joseph, y luego fue de los que a diario acudían a ofrecer sus respetos a la señora de Crawley. La pobre Amelia, cuya conversación nunca fue muy animada y cuya melancolía y tristeza habían aumentado desde que se fue Dobbin, quedó relegada al olvido más completo desde que hizo su aparición Becky, cuyo talento e ingenio brillantes eclipsaban los mediocres suyos. De ella se apasionó el ministro francés con tanto entusiasmo como su colega y, enemigo el inglés, dándose el caso estupendo de que una vez en la vida coincidieran los sentimientos de aquellos graves personajes. Las damas alemanas, habituadas a no asustarse por una pizquita más o menos de moralidad, no se cansaban de ponderar el talento de la encantadora amiguita de la señora viuda de Osborne, y aunque Becky no mostró deseos de ser admitida en los salones de la corte, es lo cierto que los personajes más augustos y transparentísimos de aquélla anhelaban conocerla y tratarla. Cuando se hizo público que era noble, descendiente de una aristocrática y antiquísima familia inglesa y esposa de un señor coronel de la Guardia y gobernador excelentísimo de una isla, separada de él por diferencias que carecen de importancia en un país donde todavía leen a Werther y donde el Wahlverwandschaften de Goethe pasa por libro edificante y moral, a nadie se le ocurrió la idea de vedarle la entrada en los salones más encopetados del pequeño ducado. Las damas alemanas se mostraron incluso más dispuestas a tratarla de tú y a brindarle una amistad eterna, de lo que se había mostrado, para otorgar iguales pruebas de amistad, con Amelia. El amor y la libertad son interpretados por aquellos simples espíritus en una forma que no resulta muy comprensible para las honestas gentes de Yorkshire y Somersetshire. Una señora, en las civilizadas ciudades alemanas, puede conservar su posición en sociedad aunque esté divorciada varias veces. Joseph estaba en sus glorias, porque nunca su casa fue tan agradable como era desde que Becky la animó con su presencia. Ésta cantaba, jugaba, reía, hablaba dos o tres idiomas, atraía a lo mejor de la capital y… hacía creer a Joseph que no era ella, sino el talento excepcional de que él estaba dotado, el imán mágico que llevaba a su casa lo mejor de la sociedad de Pumpernickel.

Por lo que se refiere a Amelia, la cual halló muy en breve que únicamente era la señora de la casa cuando del pago de cuentas se trataba, Becky descubrió sin grandes esfuerzos de imaginación la manera de tenerla contenta. A todas horas le hablaba de William Dobbin, y no vacilaba en proclamar muy alto su admiración hacia aquel noble y excelente caballero, ni en repetir a su amiga que le había tratado con crueldad muy dura. Defendíase Amelia y se esforzaba por demostrar que su conducta la inspiraron los principios religiosos más puros, que la mujer que había tenido la fortuna de casarse con un ángel como el que a ella cupo en suerte, casada estaba para siempre etc., etc. Por lo demás, creía perfectamente justos los elogios que Becky prodigaba al coronel y hacía que girase la conversación sobre aquél veinte veces al día.

Con sencillez suma se ganó el favor de George y de los criados. La doncella de Amelia admiraba a Dobbin y le reverenciaba como a un santo: como es natural, cobró aversión a Becky en los primeros días, porque sabía que ésta había sido la causa ocasional de la marcha del coronel, pero se reconcilió con ella al verla convertida en la admiradora más ardiente y defensora más decidida del ausente. Durante los cónclaves que las dos damas celebraban después de las veladas, mientras arreglaba los rizos amarillentos de la una, y las trenzas castañas de la otra, siempre hallaba medio de pronunciar alguna frase en favor del santo caballero Dobbin, frase que no desagradaba a Amelia, como no la desagradaba la entusiasta admiración de Becky. Amelia hacía que su hijo George escribiese a Dobbin con mucha frecuencia, y le encargaba que no dejase de enviarle «recuerdos cariñosos de su mamá».

El heroico sacrificio de Amelia distaba mucho de haber asegurado su felicidad. Parecía distraída, nerviosa, descontenta, apenas hablaba y se irritaba con inusitada frecuencia. Su familia la encontraba triste y doliente; todos los días cantaba algunas romanzas de Weber, especialmente la Einsam bin ich nicht alleine, que siempre escuchó Dobbin con entusiasmo. A veces, se interrumpía a media romanza y entraba corriendo en su alcoba, indudablemente para pedir a la miniatura de su marido un valor que la abandonaba.

Habían quedado en la casa algunos libros propiedad de Dobbin, en cuyas portadas aparecía escrito el nombre del propietario. Amelia los retiró, guardándolos junto a sus libros de oraciones y a los retratos de los dos Georges. Dobbin, al marcharse, dejó olvidados sobre la mesa los guantes: pues bien; un día, George, que andaba registrando las gavetas de la mesa de su madre, encontró los mencionados guantes en una de las gavetas más secretas, cuidadosamente plegados y envueltos.

 

Como las reuniones no tenían el menor atractivo para Amelia, ésta acostumbraba dar largos paseos con su hijo, dejando a Becky con Joseph, y durante los paseos hablaba tanto sobre Dobbin, que hasta el inocente niño sonreía. Decíale que Dobbin era el mejor y el más santo de los hombres, el más dulce, el más bravo y el más humilde; repetía un día y otro día que los dos eran deudores de cuanto en el mundo poseían a aquel amigo generoso y desinteresado; que fue Dobbin el único que les prestó todo su apoyo durante su época de miseria e infortunio, el único que les favoreció cuando todos les despreciaban; añadía que su valor sin igual le conquistó la admiración de todo el ejército, aunque él jamás habló de sus heroicas hazañas; que George padre le quería con delirio, con el mismo delirio con que le idolatraba a él el buen William.

—Me decía tu padre —repitió mil veces Amelia a su hijo— que de niños William le defendió contra el tirano del colegio donde ambos estudiaban, y que su amistad continuó sin enfriarse hasta el día que tu santo padre cayó con gloria en el campo del honor.

—¿Y no mató Dobbin al hombre que mató a papá? —preguntaba George—. Sí, le mató, estoy seguro… y si no le mató, sería porque le fue imposible, ¿verdad, mamá? Yo querría matar a todos los franceses.

A estos coloquios consagraban la mayor parte de las horas del día madre e hijo. Amelia, ingenua como siempre, había hecho del muchacho su confidente. Acertada fue la elección, pues George adoraba a Dobbin con tanto ardor como todos los que le conocían a fondo.

Digamos de paso que Becky, no queriendo ceder a nadie en ternura, colgó una miniatura en su habitación, con sorpresa de todo el mundo y encanto del original, que no era otro que nuestro buen amigo Joseph. Cuando entró por primera vez en la casa de los Sedley, Becky, avergonzada sin duda de la pobreza de su equipaje, habló con gran respeto, conforme recordará el lector, del que había dejado en Leipzig, y dijo que no tardaría en recibirlo… ¡Desconfía, hijo mío, del viajero que habla perpetuamente del espléndido equipaje que… no lleva consigo! Desconfía, porque hay noventa y nueve probabilidades contra una de que el tal viajero sea un impostor.

Ni Joseph ni Amelia conocían esta máxima importantísima. Dieron por cierto que Becky guardaba abundante colección de ricos vestidos en sus invisibles baúles, mas como los que por el momento tenía a mano eran excesivamente pobres, Amelia la acompañó a las tiendas de confecciones más lujosas de la ciudad y la proveyó de un equipo más que respetable. La nueva existencia de Becky trajo consigo cambios radicales en sus costumbres; ya no apeló al colorete ni se entregó, como no fuera ocultamente, a otros hábitos reñidos con la templanza, aunque no imitara su saludable ejemplo el tunante de Kirsch, incapaz de substraerse al atractivo de la diosa botella. La franqueza e imparcialidad que nos hemos impuesto nos obligan a decir, sin embargo, que más de una vez no supo Kirsch cómo explicarse las reducciones extraordinarias de volumen que sufría el coñac de Joseph, reducciones independientes de las causadas por su sed y la del dueño del licor. Pero no ahondemos este tema: Kirsch hacía responsable de aquéllas a Becky. ¿La calumniaba? ¡Quién sabe! Lo que sí afirmamos es que, si bebía, hacíalo menos desordenadamente que antes de entrar a formar parte de aquella decorosa familia.

Llegaron al fin de Leipzig las tan cacareadas maletas y baúles de Becky, tres en número y ni tan suntuosas ni tan grandes como su propietaria había anunciado. De un baúl que contenía gran cantidad de documentos, sacó un cuadro, que se apresuró a colgar en su habitación, corriendo acto seguido a llamar a Joseph. Era el cuadro un retrato a lápiz de un caballero montado sobre un elefante. A lo lejos se veían algunos árboles exóticos y una pagoda, es decir, un paisaje de Oriente.

—¡Cielo santo! ¡Si es mi retrato! —exclamó Joseph. Lo era en efecto: un retrato de Joseph, hecho el año de 1804, el mismo que en tiempos remotos adornó los muros de la casa de la plaza Russell.

—Lo compré —explicó Becky, con voz que la emoción hacía temblorosa—. No me he separado nunca de él… ni me separaré.

—¿De veras? —preguntó Joseph, radiante de satisfacción—. ¿Le concedes algún valor porque es mi retrato?

—Sabes de sobra que sí… ¿A qué repetirlo?

La conversación de aquella velada embriagó a Joseph. Amelia regresó del paseo para meterse seguidamente en cama; no se sentía bien. Joseph y Becky tuvieron un tête-à-tête delicioso. Desde su dormitorio, contiguo al salón, Amelia, que no podía dormir, escuchó cómo Becky cantaba a Joseph las viejas baladas de 1815; éste, no debemos extrañarnos mucho por ello, no durmió aquella noche mejor que su hermana.

Era el mes de junio, el mes en que la temporada llegaba en Londres a su apogeo. Joseph solía favorecer a las señoras con la lectura del Galignani, el mejor amigo del inglés exiliado de su país. Todas las semanas publicaba el periódico en cuestión una nota detallada de todos los movimientos militares, que no podían menos de interesar extraordinariamente al lector, quien si no había sido militar, desempeñó altas funciones militares en la gloriosa batalla de Waterloo. Un día leyó Joseph la noticia siguiente:

REPATRIACIÓN DEL REGIMIENTO NÚMERO… —Gravesend, 20 de junio—. Ha fondeado esta mañana en nuestro muelle el Ramchunder, de la Compañía de las Indias Orientales, a bordo del cual vienen 14 oficiales y 132 soldados del valiente regimiento mencionado. Catorce años ha durado su ausencia del suelo patrio. Embarcó el regimiento el año siguiente al de la batalla de Waterloo, en cuyo glorioso hecho de armas tomó parte activa. Su veterano coronel, sir Michael O’Dowd, a quien acompañan sus distinguidas esposa y hermana, desembarcaron ayer, juntamente con los capitanes Posky, Stubble, Macray y Malony; los tenientes Smith, Jones, Thompson, y los alféreces Hichs y Grady. Una banda de música tocó el himno nacional mientras desembarcaban e infinidad de gentes siguieron a los repatriados hasta el hotel Wayte, donde esperaba un banquete suntuoso a los defensores de la vieja Inglaterra. Tanta era la animación en la calle, tan ruidosos y entusiastas los vítores y aclamaciones durante el banquete, que la señora O’Dowd y el coronel se vieron precisados a salir al balcón y a beber una copa de champaña a la salud de sus compatriotas.

En otra ocasión leyó Joseph que William Dobbin se había incorporado a su regimiento en Chatam, y que servía a las órdenes del general O’Dowd, ascendido por su soberano con la expresa condición de que había de seguir mandando el mismo regimiento que durante tantos años había obedecido sus órdenes.

Amelia estaba al tanto de casi todos los pasos de Dobbin, gracias a la correspondencia de George con su tutor, que no se había interrumpido un momento. A Amelia le había escrito dos veces Dobbin, pero sus cartas eran ceremoniosas y frías, tanto, que la pobre mujer hubo de comprender que había perdido toda la influencia que sobre él tuvo, y que, tal como aquél le había dicho, recobraba su libertad e independencia. El alejamiento de su antiguo amigo la hacía desgraciada; la memoria de sus innumerables favores, el recuerdo de sus pruebas de cariño sin límites, presentábanse ahora a su mente en forma de vivos reproches; veía, aunque tarde, la pureza, la inmensidad del amor que había pisoteado y se acusaba a sí misma por haber despreciado tesoro tan rico.

Sus desprecios habían asesinado la perseverancia de Dobbin; éste no la amaba ya ni el amor que la tuvo podría renacer jamás: así lo pensaba la triste Amelia. El amor que tan profundas raíces echara en su noble alma había muerto asfixiado por sus desdenes, sin dejar el menor rastro. William Dobbin, por su parte, se decía muchas veces: «Fui yo quien cometí la necedad de dejarme mecer por ilusiones, quien me adormecí acariciándolas, quien me engañé sin deber engañarme, porque si ella hubiese sido digna del amor que yo le ofrecía, hace mucho tiempo que me hubiera correspondido. Pero el engaño me era grato, el ensueño me causaba placer… ¡Naturalmente! ¡Si la vida es un sueño continuado! En medio de todo, ¡quién sabe! ¡Es posible que el desencanto hubiese venido al día siguiente de casarme con ella! ¿Debo gemir? ¿Debo avergonzarme de mi derrota?».