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100 Clásicos de la Literatura

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El minuto fue empleado en esconder bajo las ropas de la cama un tarro de colorete, una botella de aguardiente y un plato con restos de comida, y en arreglar un poquito sus cabellos. Conseguido su propósito, dejó pasar a su visitante.



A guisa de vestido de mañana, llevaba Becky un dominó color rosa, bastante ajado y manchado, pero sus anchas mangas dejaban salir dos brazos de blancura deslumbrante, y estaba atado en la cintura de forma de realzar la gracia del lindo cuerpo que cubría.



—Entre usted —dijo, tomando a Joseph por la mano—, y hablaremos. Siéntese ahí… en esa silla.



Tomó Joseph asiento en la silla indicada, haciéndolo Becky sobre la cama.



—No dejan en usted rastro los años —continuó diciendo Becky—. Le hubiese conocido en cualquier parte… ¡Qué dulce consuelo proporciona el encuentro en suelo extraño de un amigo leal y antiguo! ¡Cómo no había de conocerle! Hay cosas que una mujer no puede olvidar jamás… Usted fue el primer hombre… hacia quien sentí interés…



—¡Es posible! —exclamó Joseph—. ¡Dios mío… no me lo diga usted, porque!…



—Cuando salí del colegio con su hermanita, era yo una niña… Y a propósito: ¿cómo está Amelia? ¡Ah! Su marido no era modelo de hombres buenos… Amelia tuvo celos de mí… ¡Como si yo me hubiese ocupado nunca de él!… Otro era el que… ¡pero olvidemos el pasado! —terminó, llevando el pañuelo a los ojos—. Le sorprenderá encontrarme aquí —continuó al cabo de breves segundos—, en un lugar tan distinto del que hasta poco ha disfruté… ¡Oh, si supiese usted cuánto he sufrido! La desgracia se ha ensañado en mí con tal feroz crueldad, amigo Joseph, que no sé cómo no me he vuelto loca. Me es imposible permanecer dos semanas en un mismo sitio, he de moverme, he de viajar constantemente, llevando conmigo el bagaje de mis desventuras. Todos mis amigos han sido falsos y desleales conmigo… todos sin excepción. En el mundo no hay un solo hombre leal. Fui la esposa más ejemplar que ha conocido hombre casado, aunque me casé por despecho, porque era otro el que… Pero dejemos ese punto. Yo fui esposa modelo, y mi marido me ultrajó, me pisoteó, y concluyó por abandonarme. Fui madre amantísima, la más tierna de las madres; no tuve más que un hijo, un hijo que era mi encanto, mi esperanza, mi delicia, mi vida, y… me lo arrebataron… lo arrancaron de mi lado…



Debajo de las ropas de la cama chocaron la botella de aguardiente con el plato de los restos de comida, conmovidos, sin duda, por las abundantes lágrimas que vertieron los ojos de Becky. Max y Fritz, que se habían acercado a la puerta, escuchaban asombrados los sollozos y suspiros de su vecinita. Joseph se afectó hondamente, y hasta se asustó. Becky contó acto seguido su historia, una historia limpia, sencilla, ingenua, sin artificios de lenguaje, historia que probó hasta la evidencia que si alguna vez ha bajado a la tierra un ángel del cielo, y se ha visto sujeto a las maquinaciones infernales de los espantosos demonios que pueblan el mundo, ese ángel inmaculado, esa mártir pura como un rayo de sol, se encontraba allí, frente a Joseph, sentada en la cama sobre la botella de aguardiente.



Sostuvieron una conversación larguísima, muy tierna y muy confidencial, conversación que reveló a Joseph, en forma que no pudiese herir su pudor natural, que su seductora persona fue para Becky la primera revelación de las dulzuras que puede proporcionar el amor; que era cierto que George Osborne le hizo injustificadamente la corte, excitando así los celos de Amelia, y dando motivo a algún disgustillo en el matrimonio; pero que nunca ella dio un átomo de esperanza al desgraciado oficial, sencillamente porque nunca dejó de pensar en Joseph, desde el día que tuvo la dicha de verle por primera vez. Gomo era natural, contuvo dentro de su pecho su amor, que no podía satisfacer sin faltar gravemente a sus deberes de esposa, que había cumplido siempre y continuaría cumpliendo hasta el momento venturoso para ella en que el clima pernicioso de Coventry Island la libertase de un yugo que los malos tratos habían hecho odioso e insoportable.



Fuese Joseph llevando consigo el convencimiento de que se separaba de la mujer más virtuosa, más perseguida y más encantadora del mundo, y revolviendo en su mente mil planes encaminados a favorecerla. En primer lugar, era preciso poner fin a las persecuciones de que la hacían víctima, y en segundo, reintegrarla al lugar que de derecho debía ocupar en sociedad, reparar las injusticias de la suerte. Cuenta suya sería hacer cuanto fuese preciso para conseguir su doble objetivo. Ante todo, la sacaría de la mísera vivienda donde se hallaba y le proporcionaría alojamiento más decente. Amelia iría a verla y a ofrecerle su amistad. Su diligencia primera sería consultar con Dobbin.



No bien hubo desaparecido Joseph en las profundidades de la escalera, Max y Fritz entraron a visitar a su vecina, la cual les entretuvo muy agradablemente.



Joseph, mientras tanto, se dirigía a la habitación de Dobbin, ante quien repitió, con aire grave y solemne, la conmovedora historia que acababa de oír, bien que guardándose de hacer alusión a su encuentro en el salón de juego. Al mismo tiempo que los dos amigos ideaban la manera de ser útiles a Becky, ésta continuaba con los dos estudiantes su interrumpido almuerzo a la fourchette.



¿Qué azares de la vida condujeron a Becky a aquella insignificante ciudad? ¿Cómo corría el mundo sola, sin un amigo? En la escuela enseñan a los niños que es muy fácil y suave el camino que conduce al Averno… Pero preferible será que apartemos los ojos de la historia de su descenso: no era peor de lo que fue durante el período de su prosperidad, bien que fuerza será confesar que la suerte le era más esquiva.



En cuanto a Amelia, ya sabemos que era mujer de condición blanda en exceso, y que bastaba que supiese que una persona era desgraciada para que su sensible corazón simpatizase con sus sufrimientos. Por otra parte, como quiera que jamás cometió culpas graves, no sentía ese aborrecimiento a la maldad que suele caracterizar a los moralistas. Si a fuerza de dulzura y de mimos echaba a perder a cuantos estaban en contacto con ella, si no mandaba la cosa más insignificante a un criado sin pedirle perdón por la molestia, si se excusaba con los dependientes de los comercios que le enseñaban una pieza de tela, ¿qué no haría cuando supiese que una amiga antigua, a la que quiso mucho, sufría los rigores del infortunio? Si el mundo hubiera de regirse por leyes dictadas por Amelia, bien seguro es que abundarían en él los desórdenes, que serían más los criminales que las personas honradas, pero, por fortuna, son pocas las mujeres que piensen como ella, y menos los legisladores. Tengo por cierto que Amelia hubiese derruido todas las cárceles, abolido todos los castigos, reducido a pasta todas las cadenas, arrojado a las llamas todos los látigos, proscrito la pobreza, desterrado las enfermedades y el hambre. Para terminar: mujer era, aunque parezca imposible, capaz de perdonar una injuria.



La historia de la aventura sentimental ocurrida a Joseph impresionó a Dobbin mucho menos que al funcionario de Bengala; mejor dicho, le impresionó, sí, pero no agradablemente ni mucho menos. Nunca fue Becky santo de su devoción; desde el día que aquélla posó en él sus ojos verdes, la miró con desconfianza instintiva, desconfianza que no tardó en convertirse en antipatía.



—Es un demonio que envenena cuanto toca —contestó Dobbin de mal talante—. ¿Quién sabe la vida que habrá hecho? ¿Qué asuntos la traen aquí? No me vengas con fábulas de enemistades, de persecuciones, de conjuras, que una mujer honrada siempre conserva algún amigo y no es desechada por toda su familia. ¿Por qué se separó de su marido? Es posible que éste haya sido malo… lo fue siempre. Recuerdo que era un condenado tahúr que robaba escandalosamente a George. ¿Hizo necesaria la separación algún escándalo? Me parece haber oído algo en este sentido.



Joseph intentó convencer a su amigo de que Becky era la más perseguida y la más virtuosa de las mujeres.



—No disputemos —replicó Dobbin, acreditándose de diplomático consumado—. Consultaremos a Amelia. Supongo que no me negarás que es buen juez, y que no se deja guiar por prevenciones en sus juicios.



—¿Amelia? ¡Valiente juez! —exclamó Joseph, cuya ceguera amorosa no era precisamente causada por su hermana.



—¿Valiente juez? ¡Por Dios vivo que es la dama más acabada que he conocido en los días de mi vida! —gritó Dobbin—. Repito que debemos ponerla en antecedentes, y preguntarle si esa mujer merece ser visitada o no. Por mi parte, me someto a su fallo.



El pícaro Dobbin creía en su fuero interno que la decisión de Amelia sería fiel reflejo de sus puntos de vista sobre el particular. Recordaba que, en otro tiempo, Amelia estuvo terriblemente celosa de Becky, y estaba persuadido de que una mujer celosa no perdona nunca.



Los dos amigos fueron a ver a Amelia, que en aquel momento daba la lección de canto con la señora de Strumpff. No bien se despidió de ésta, Joseph abordó la conversación con el tono solemne que le era habitual.



—Mi querida hermanita —dijo—; me ha ocurrido la más extraordinaria… sí, la más extraordinaria aventura que puedes imaginarte. Ha llegado a esta ciudad una antigua amiga tuya… quizá la que más quisiste en el mundo… y quisiera que le hicieras una visita.



—¡Una amiga! —exclamó Amelia—. ¿Y quién es?… Dobbin… hágame el favor de no romperme la tijera.



Dobbin había introducido la punta de la tijera entre los eslabones de la cadena de que pendía, y forcejeaba sin darse cuenta.



—Es una mujer a quien detesto —contestó Dobbin—, y que lejos de merecer el afecto de usted, sólo merece su desprecio.



—¡Becky! —gritó Amelia muy agitada—. ¡Becky es!… ¡No me cabe duda!



—Acierta usted como siempre —dijo Dobbin.

 



—¡No me digas que la visite! —contestó Amelia—. Me es imposible tolerar su presencia.



—¿No te lo decía yo? —exclamó Dobbin volviéndose hacia Joseph.



—¡Si supieras cuan desgraciada es! —instó Joseph—. Está en la miseria, no tiene un amigo, ha estado enferma, muy enferma, el villano de su marido la ha abandonado.



Amelia lanzó un suspiro.



—Ni un alma compasiva se acuerda de ella —prosiguió Joseph con habilidad impropia de un hombre como él—, me dijo que no le resta más que una esperanza, la última, y que esa esperanza eras tú… Su historia me ha afligido en extremo… ¡palabra de honor! Te juro que en el mundo no hay precedentes de una persecución tan enconada, sufrida por una víctima inocente con resignación tan heroica. Su familia ha sido con ella brutalmente cruel.



—¡Pobre mujer! —murmuró Amelia.



—Si un alma caritativa no le tiende una mano protectora, morirá: así me lo ha dicho, y lo creo —continuó Joseph con voz trémula—. ¿No te he dicho que intentó suicidarse? Lleva siempre consigo un frasco de láudano… tiene una botella llena de ese veneno en su habitación… ¡Si vieras qué habitación! Un zaquizamí pequeño, pobre, sucio y miserable, en una fonda de tercer orden… En la fonda del Elefante. Vive junto al tejado… No me lo ha contado nadie: he subido yo a su cuarto. Las desgracias la tienen medio loca, y con razón, pues son horribles las torturas que ha apurado esa pobre mujer. Tenía un hijo de la misma edad que George, un ángel que adoraba a su madre… Los rufianes le arrancaron de los amantes brazos de su madre, y no han permitido que le vea nunca más.



—Mi querido Joseph —gritó Amelia estremecida—, corramos inmediatamente a su lado.



Entró precipitada en su alcoba, se puso el sombrero a toda prisa, y suplicó a Dobbin que la acompañase.



—Es el cuarto número 92, piso último —dijo Joseph viendo salir a la pareja, pero poco dispuesto a seguirla, pues le asustaba subir de nuevo tanta escalera.



Por fortuna, Becky vio desde su sotabanco a los que iban a visitarla, y tuvo tiempo para despedir a los estudiantes, que continuaban riendo y bromeando en su cuarto, y para limpiarlo antes que el dueño de la fonda, que conocía a Amelia y sabía que era una gran dama, se presentase en su cuarto anunciando la visita de una milady y de un herr coronel.



—¿Quién es? —preguntó Becky, asomando a medias a la puerta.



Seguidamente lanzó un grito. Tenía delante a Amelia, toda temblorosa, y a Dobbin mudo, frío, apoyado sobre su bastón.



Amelia abrió los brazos a Becky. Acababa de perdonarla de todo corazón y la abrazó con toda la ternura de su alma… ¡Pobre criatura envilecida! ¿Desde cuándo no habías recibido caricias tan puras, besos tan santos?





Capítulo LXVI



Amantium irae





Una franqueza, una bondad de alma como la de Amelia, por necesidad habían de conmover el corazón de Becky, por muy pervertido que estuviese. No debe admirarnos, en consecuencia, que correspondiera a las caricias de su amiga de colegio con algo que de gratitud tenía la semejanza y sintiera una emoción que, si duró poco, al menos fue sincera. Hábil estuvo al hablar a Joseph del «hijo arrancado brutalmente a los brazos de la amantísima madre», porque la imagen de este espectáculo desgarrador fue la que excitó la compasión y le devolvió el afecto de su amiga, la cual, como es natural, inició su conversación con ese tema.



—¡Conque te robaron a tu hijo querido! —exclamó la cándida amiga de Becky—. ¡Ah! ¡Comprendo tus horribles sufrimientos! ¡Sé lo que es perder a un hijo, y, de consiguiente, compadezco a las tristes madres que se encuentran en ese caso! ¡Quiera Dios que te devuelvan el tuyo, de la misma manera que una providencia misericordiosa devolvió a mis brazos al mío!



—¿Mi hijo?… ¡Ah, sí!… Las agonías que su separación me cuesta son desgarradoras.



Así respondió Becky, sintiendo acaso cierto remordimiento de conciencia al verse obligada a corresponder con mentiras a la confianza e ingenuidad de su amiga. Resignóse, empero, pensando que quien comienza mintiendo, necesariamente ha de seguir por el mismo camino, si no quiere que sus mentiras primeras carezcan de base donde apoyarse, aunque claro está que cuantas más mentiras se ponen en circulación, mayor peligro se corre de quedar en descubierto, por culpa de cualquier olvido o torpeza.



—Mi desesperación fue imponderable el día que le arrancaron de mis brazos —continuó Becky—. Pensé morir, estaba resuelta a suicidarme, y ciertamente habría ejecutado mis designios de no impedírmelo un acceso agudo de fiebre cerebral, que me llevó a las puertas de la tumba. El médico me curó, por mi desdicha, y… aquí me tienes pobre, abandonada por todos, sin un amigo.



—¿Qué edad tiene? —preguntó Amelia.



—Once años.



—¡Once! ¡Pero si nació el mismo año que mi George, y éste cumplió!…



—¡Lo sé, lo sé! —respondió vivamente Becky, que había olvidado hasta la edad de su hijo—. El dolor ha trastornado mi cabeza, Amelia querida. No soy la que fui; hay momentos en que no me acuerdo de nada, en que estoy medio loca. Rawdon acababa de cumplir once años cuando me lo arrebataron… ¡Era hermoso como un querubín… y no le he visto más… ni le volveré a ver!



—¿Era rubio o moreno? —prosiguió, con su absurdo e ingenuo interrogatorio, la inocente Amelia—. Enséñame algún mechón de su pelo, que sin duda guardas como un tesoro.



Con dificultad pudo Becky contener una carcajada.



—Hoy no es posible… Otro día —contestó—. Otro día… cuando llegue mi equipaje de Leipzig, desde donde vine a esta ciudad. Conservo también un retrato suyo que hice en tiempos ¡ay!, más felices.



—¡Pobre Becky! ¡Cuán agradecida debo yo estar a Dios!



Los pensamientos de Amelia recayeron en su George, el más hermoso, el mejor y el más instruido de la creación.



—Debes conocer a mi hijo —agregó, pensando que era el mejor consuelo que podía ofrecerle.



Más de una hora se prolongó la conversación entre las dos amigas, espacio de tiempo que aprovechó Becky para hacer un relato circunstanciado de su vida, desde que dejaron de verse hasta el momento actual.



Le contó que su matrimonio con Rawdon Crawley concitó contra ella las animosidades más violentas de parte de la familia de su marido; dijo que su cuñada, mujer hipócrita y artificiosa, la malquistó con Rawdon; que éste contrajo relaciones culpables que mataron en su corazón el poco cariño que la tenía; que ella lo sufrió todo con resignación… la miseria, el desamor, los desdenes del hombre a quien siempre había amado, pensando en el bien de su hijo; y concluyó afirmando que, a consecuencia de un ultraje imperdonable, se vio en la dura necesidad de pedir la separación de un marido que exigía de ella que sacrificase su honra inmaculada entregándose a un hombre poderoso, pero canalla y criminal, el marqués de Steyne, quien, a cambio del sacrificio de su honra, proporcionaría a Rawdon un cargo elevado.



Esta parte dramática de su historia la narró Becky con acentos de pudor ultrajado y de virtuosa indignación. Obligada a huir del domicilio conyugal, vióse perseguida por Rawdon, quien, tan cobarde como villano, se vengó arrebatándole a su hijo. Debido a estas causas, Becky se veía en la miseria, errante, abandonada, sin apoyo, sin recursos.



Amelia aceptó sin la menor desconfianza la historia que Becky acababa de contarle acumulando toda clase de detalles y de hechos imaginarios. Rugía en su pecho la indignación al oír narrar lo referente a la conducta del miserable Rawdon y del infame Steyne, y de sus ojos brotaban rayos de simpatía y de admiración a cada nuevo detalle referente a las encarnizadas persecuciones de su aristocrática familia. No se ensañó Becky hablando de su marido; antes por el contrario, sus quejas, más que cólera, respiraban dolor. Le había amado con todas las fuerzas de su alma, y, además, era el padre de su idolatrado hijo. Mientras narraba con vivos dolores la escena del rapto de su hijo, Amelia sacó su pañuelo y, a escondidas, secaba las lágrimas de sus ojos. Nuestra trágica pudo saborear el efecto que en su oyente producía el drama que estaba inventando.



Mientras las dos amigas sostenían su conversación, el acompañante obligado de Amelia, Dobbin, cansado de esperar en el estrecho pasillo cuyo bajo techo amenazaba apabullar su sombrero, descendió a la planta baja de la casa y entró en la sala común de los hospedados en la fonda. Era un salón lleno de humo y regado de cerveza. Sobre una mesa sucia se veían tantas palmatorias como cuartos había en la casa, cuyas llaves pendían de escarpias. Tiroleses, vendedores ambulantes, buhoneros, estudiantes, sentados frente a las mesas, tomaban cerveza, juraban, entretenían el tiempo fumando, o bien jugaban al dominó o a los naipes. El mozo sirvió a Dobbin un jarro de cerveza, que aquél no había pedido, y nuestro amigo encendió un cigarro y esperó hasta que reapareciese Amelia.



No tardaron en bajar Max y Fritz, llevando sus gorritas de medio lado y fumando sendas pipas. Dejaron la llave de su cuarto en la escarpia número 90 y pidieron cerveza, sentándose seguidamente al lado de Dobbin y entablando una conversación que éste hubo de oír en gran parte. Hablaron de estudios, de teatros, de duelos y de borracheras, de sus aventuras galantes en la Universidad de Schopennhausen, desde la cual habían ido recientemente a Eilwagen, al parecer acompañando a Becky, con objeto de disfrutar de las fiestas de Pumpernickel.



—Nuestra inglesita está en vías de reunirse con su familia —dijo Max a su camarada—. Luego que se despidió su abuelo vino una compatriota suya, muy linda por cierto, con la cual está hablando en este instante.



—¿Quién toma los billetes para el concierto? —preguntó Fritz—. ¿Tienes dinero, Max?



—¡Bah! ¡No te preocupe, que el concierto en cuestión será un concierto in nubibus! Según Hans, anunció uno en Leipzig, los bobos acudieron a las taquillas y compraron no pocos billetes, pero ella se fue con el dinero y sin cantar. Ayer, en la diligencia, nos dijo ya que su pianista había quedado enfermo en Dresde. No cantará, sencillamente porque no puede cantar: su voz está tan cascada como la tuya o la mía, que es cuanto se puede decir.



—Es verdad: ayer la oí ensayar una balada inglesa, y ¡chico!, me obligó a salir corriendo.



—¡Claro!… ¡La borrachera y el bel canto hacen malas migas! No, no, amigo; no tomes ningún billete. Anoche ganó algún dinero al trente et quarante; lo vieron estos ojos. Hizo que jugase por ella un niño inglés. Gastaremos tu dinero aquí o en otra parte, la llevaremos a los jardines de Aurelio y la emborracharemos con vino francés o con coñac, pero comprar los billetes, ¡ni en broma!



Dobbin, que había visto que los estudiantes colgaban la llave de su cuarto en la escarpia número 90 y oído la conversación de los dos jóvenes, lumbreras, a no dudar, de la universidad, comprendió al punto, sin necesidad de aguzar mucho su ingenio, que aquéllos se referían a Becky.



«¡Por lo visto, el demonio no ha renunciado a sus malas artes!», pensó Dobbin sonriendo a pesar suyo. Recordaba perfectamente la época ya lejana en que Becky había puesto en juego ante sus ojos sus artes de seducción, haciendo víctima de las mismas a Joseph. Recordaba también el cómico final de la aventura. George y él habían reído de buena gana a costa del idilio, hasta que, unas semanas después de su matrimonio, su amigo quedó enredado también en las redes de aquella Circe, sosteniendo, al menos éstas eran las apariencias a juicio de Dobbin, un género de relaciones o de inteligencia que él prefirió siempre ignorar. La cosa había herido y avergonzado demasiado a Dobbin para que se atreviese a solicitar el esclarecimiento de la misteriosa intriga, pero en una ocasión, y evidentemente impulsado por el remordimiento, George había hecho algunas alusiones a la cuestión. Ello fue en la mañana del día de la batalla de Waterloo, mientras los dos amigos contemplaban los contingentes de soldados franceses que a cierta distancia coronaban algunas alturas.



—He estado metido en una aventura disparatada —confesó George—. Me alegro que hayamos tenido que salir de Bruselas. Si caigo confío en que Amelia no sabrá nunca una palabra de lo ocurrido. Ojalá no hubiera tenido ningún comienzo.



Producía satisfacción a Dobbin el recordar que George, en sus últimas horas, incluso después del combate de Quatre Bras, le había hablado con afecto de su padre y de su esposa.



Dobbin había suavizado la pena de ésta contándoselo, y también había insistido sobre estos extremos en sus conversaciones con el viejo Osborne, consiguiendo con ello ganar el perdón para la memoria de su hijo en el corazón del anciano, en los últimos días de su vida.

 



—Y ahora esa intrigante pretende continuar sus intrigas. ¿Por qué no se encontrará a mil millas de distancia? Esa mujer siembra desgracias por dondequiera que pasa…



Estaba monologando de esta suerte, apoyada la cabeza sobre las palmas de sus dos manos, cuando sintió que le tocaban el hombro con una sombrilla. Alzó la vista y se encontró frente a Amelia.



—¡Muy bien, señor mío! —exclamó Amelia, haciéndole una reverencia burlona—. ¿Cómo no me esperó para darme el brazo en la escalera?



—Me era imposible estar de pie en aquel pasillo —contestó Dobbin con acento lastimero.



Dejó inmediatamente el asiento y ante la hermosa perspectiva de dar su brazo a Amelia empezó a salir de aquel salón hediondo y lleno de humo sin acordarse siquiera de pagar al mozo, el cual salió corriendo tras él hasta alcanzarle en la puerta de la calle, donde Dobbin pagó la cerveza que ni había pedido ni probado. Amelia se echó a reír, llamó a Dobbin mal pagador, le acusó de pretender dar esquinazo a sus acreedores y le abrumó con mil bromas propias de las circunstancias. Pocas veces la había visto Dobbin tan animada y alegre. Cruzó con paso rápido la plaza del Mercado, porque dijo que necesitaba ver al punto a su hermano. Dobbin acogió con la risa en los labios aquel despertar súbito de ternura fraternal, pues a decir verdad, muy contadas veces había oído decir a su amiga que necesitaba ver a su hermano «al punto».



Encontraron a Joseph en el salón del primer piso del hotel, paseando agitado, mordiéndose las uñas y asomándose de continuo a la ventana, para ver si salía alguien de la Fonda del Elefante.



—¿Qué tenemos? —preguntó Joseph no bien divisó a su hermana.



—¡Cuánto ha sufrido la pobre! —respondió Amelia.



—¡Mucho, mucho! —dijo Joseph con acento fúnebre.



—¡Se le podrá dar la habitación de Payne, y a ésta la alojaremos en otra del piso superior! —repuso Amelia.



Payne era la doncella inglesa de Amelia.



—¡Cómo! —exclamó Dobbin escandalizado—. ¿Piensa usted dar albergue a esa mujer bajo su mismo techo?



—Claro que sí —contestó Amelia con el mayor candor del mundo—. No se enfurruñe usted, amigo Dobbin, porque estoy viendo que sus enfados los pagan los pobres muebles… Es muy natural que la traigamos a vivir con nosotros.



—¡Y tan natural! —asintió Joseph.



—¡Ha sufrido tanto la infeliz! —continuó Amelia—. Por si no eran bastante las infames persecuciones de que la ha hecho objeto su marido, y la familia de su marido, su banquero huyó con el escaso caudal que la desventurada había confiado a su honradez… ¡Y eso después que su marido…!, ¡canalla!, ¡la arrojó de su casa robándole antes a su hijo! (Amelia enarboló los dos puños y los agitó con ademán amenazador). ¡Pobrecilla!… ¡Abandonada por todos, y obligada a dar lecciones de canto para ganarse el mendrugo que llevaba a su boca!



—¡Páguele usted una o una docena de lecciones de canto, Amelia, pero no la traiga a su casa: se lo pido por lo que más quiera! —imploró Dobbin.



—¡No seas inhumano, Dobbin! —terció Joseph.



—Me maravilla… y me hace mucho daño, ver que usted, que siempre fue tan bueno, tan generoso, demuestre tanta dureza de corazón en la ocasión presente, señor coronel Dobbin —exclamó Amelia—. ¿No estoy en el deber de tenderle una mano hoy que la desventura se ceba en ella, hoy que la miseria la agobia? Es la amiga más antigua y más…



—No siempre se portó como amiga suya, Amelia —interrumpió Dobbin, cuya irritación había llegado a su punto culminante.



La alusión fue dura en extremo. Amelia, mirando con fiereza a su amigo, le dijo:



—¡La vergüenza debió sellar sus labios, señor coronel!



Con paso firme y majestuoso ademán salió de la habitación, y fue a encerrarse en la suya.



—¡Traerme a la memoria eso! —dijo luego que se vio sola—. ¡Es una crueldad que no esperaba de él! Ha abierto una herida que los años habían cicatrizado… ¡Nunca debió aludir a mis celos infundados… infundado