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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Oh, tía Jeannie! Mi madre es usted… no… ella.

Contestó, sin embargo, muy respetuosamente a Becky, que vivía a la sazón en Florencia… Pero no adelantemos los sucesos.

El primer vuelo de nuestra linda Becky no fue largo: fue a posarse, después de cruzado el canal, sobre la costa francesa, en Boulogne, refugio de tantas inocencias desterradas de Inglaterra. Allí vivió una existencia bastante agradable, haciéndose pasar por viuda, después de tomar una doncella y dos habitaciones en un hotel. Comía en la table d’hôte, donde conquistó reputación de señora muy agradable, y donde narraba a sus vecinos de mesa mil historias sobre su cuñado sir Pitt y sobre los encumbrados personajes que conocía y trataba en Londres. Tenía la palabra fácil y la dicción elegante, cualidades que suelen producir excelente efecto entre las personas de categoría social inferior, entre las cuales pasaba por dama de muchas campanillas. Daba reuniones en sus habitaciones y tomaba parte en todas las distracciones de la ciudad. La señora de Burjoice, esposa del impresor, que vivía con su familia en el mismo hotel que Becky, no se cansó de repetir que ésta era un verdadero prodigio, hasta que advirtió que el tunante de su marido le dedicaba atenciones excesivas. Celos infundados sin duda, pues lo único que de Becky podía decirse es que prodigaba dulzura, afabilidad y buen humor… particularmente con los hombres.

Vino la época del año que es para muchos ingleses la señal de abandonar su suelo patrio para diseminarse por la superficie del globo, y Becky tuvo mil ocasiones de apreciar, por la conducta de las personas que había tratado en Londres, la opinión que la «sociedad» tenía formada de ella. Un día tropezó en el muelle con lady Partlet e hijas, las cuales contemplaban los picachos de Albión, que se bosquejaban en el azul del cielo, más allá de la azulada superficie del mar. Lady Partlet giró majestuosa sobre sus talones, interpuso su sombrilla abierta entre ella y Becky, reunió a sus hijas y emprendió rápida retirada, no sin antes dirigir miradas furibundas a nuestra agradable viuda, que se encontró completamente sola.

Hasta los hombres habían cambiado en su manera de conducirse con ella. Grinstone se reía descaradamente en sus barbas, y la trataba con familiaridad que la desagradaba en extremo. Robertito Suckling, que tres meses antes hubiese sido capaz de recorrer a pie y en día de lluvia un par de leguas a trueque de verla en su carruaje, muchacho finísimo que jamás le había hablado sin tener el sombrero en la mano, hablaba un día en el paseo con el hijo de lord Heehaw cuando, habiendo acertado a verles Becky, se acercó a ellos. Robertito le hizo un frío saludo por encima del hombro, sin hacer ademán siquiera de llevar la mano al sombrero, y continuó hablando con su amigo. Tom Raikes fue a verla al hotel y entró en su salón con el cigarro en la boca.

—Sí él estuviese aquí —decía Becky despechada—, esos cobardes no se atreverían a insultarme.

Principiaba a acordarse con tristeza, acaso con nostalgia, de su marido, del hombre confiado y fiel en quien encontró siempre una sumisión absoluta, en el estúpido que siempre la trató con bondad, que siempre fue su esclavo obediente, que siempre le testimonió una abnegación sin límites. Aquel día debió de llorar, pues cuando bajó al comedor hubo de darse más colorete que de ordinario.

Desde esta época comenzó a hacer un uso acaso un tanto pródigo del colorete, y por esta época, también, dio en enviar a su doncella para que le comprara coñac, y en consumir éste en la table d’hôte.

Es posible que los insultos de que la hacían objeto los hombres le fuesen menos penosos que la simpatía que afectaban hacia ella ciertas mujeres. Las señoras de Crackenbury y de White, por ejemplo, pasaron por Boulogne con sus maridos e hijos: iban a Suiza. No sólo no esquivaron su trato sino que la abrazaron, la besaron, le dieron el pésame y no cesaron de brindarle protección hasta el momento de tomar el coche y continuar su viaje. No bien se despidieron, Becky oyó las carcajadas de los viajeros y supo adivinar la causa de aquella hilaridad.

A raíz del paso por el hotel de las familias mencionadas, Becky, que pagaba con puntualidad la cuenta de la casa, que se hacía agradable a todo el mundo, que sonreía a la hotelera y llamaba monsieur a los camareros, que pagaba espléndidamente con sonrisas a las camareras, Becky, repetimos, no obstante lo ejemplar de su conducta, recibió orden del dueño del establecimiento de abandonar sus habitaciones y la casa, porque le habían dicho que las damas decentes inglesas huían de su hotel por no tropezar con señoras de moralidad más que dudosa. Becky hubo de buscar hospedaje en una casa particular, donde la soledad y el aburrimiento fueron sus verdugos.

A pesar de todas estas demostraciones, a pesar de tantos desaires, procuró labrarse una reputación y poner coto a la maledicencia. A este efecto, frecuentó las iglesias, cantó más alto que nadie, abrazó la causa de las viudas de los pescadores muertos en el mar, hizo dibujos y dio limosnas a las Misiones de Queshyboo, se subscribió a una porción de obras de beneficencia y renunció por completo a los bailes. En una palabra: hizo todo lo que el mundo tiene por respetable, y éste es precisamente el motivo que nos mueve a detenernos por más tiempo sobre este período de su vida, porque los que le siguen, tienen muy poco de agradable que referir. Vio que las gentes le volvían desdeñosas la espalda, y, sin embargo, ella correspondía con angelicales sonrisas a sus desaires. Su rostro no dejaba traslucir las torturas y martirios que sin duda sufría interiormente.

En rigor, su vida era un misterio. Las personas que se tomaron la molestia de fiscalizar sus actos y de seguir sus pasos, la declararon unánimemente culpable, al paso que los no curiosos, los que no ven más que las apariencias, juraban que era inocente como un corderillo y que el criminal era su odioso marido. Hablando de su idolatrado hijo con los ojos llenos de lágrimas, consiguió ganarse las simpatías de muchos. Por este procedimiento se atrajo todo el cariño de la señora de Alderney, la reina de la colonia inglesa en Boulogne, la que daba más comidas y bailes que entre todas las demás señoras de la ciudad. Un hijo de la señora mencionada, que estudiaba en el colegio dirigido por el doctor Swishtail, fue a pasar el período de vacaciones con su madre. Becky, no bien le vio, rompió a llorar con desconsuelo, diciendo:

—Es de la misma edad que mi Rawdon… ¡y qué parecido!

Entre los dos muchachos mediaba una diferencia de edad de cinco años, y se parecían entre sí tanto como mi respetable lector y éste su humilde servidor.

Pasó breves días después Wenham en dirección a Kissingen, donde debía reunirse con lord Steyne, y rectificó el error de apreciación de Becky sobre el particular, asegurando a la señora de Alderney que podría hacer él mismo una descripción del hijo de Becky mil veces más perfecta que la que hacer pudiese su mamá, quien siempre dio pruebas de odiarle y no le había visto diez veces en su vida, añadiendo que Rawdon hijo había cumplido los trece años (el hijo de la señora de Alderney estaba para cumplir los ocho), y que era rubio y de ojos… en una palabra: que la buena señora de Alderney se arrepintió de su afición a Becky.

Cuantas veces Becky, a fuerza de trabajos increíbles y de perseverancia digna de mejor suerte, conseguía formarse un círculo reducido de amigos, la fatalidad enviaba una persona que de un golpe, con una palabra, los ahuyentaba a todos, obligándola a empezar de nuevo. Dura era su suerte, muy dura.

Pasaba Becky de una ciudad a otra; abandonó a Boulogne para probar fortuna en Dieppe; de Dieppe se fue a Caen, de Caen a Tours, esforzándose en todas partes por rodearse de respetabilidad; mas, ¡ay!, días antes, días después, era abandonada, puesta en entredicho, expulsada de la jaula por los verdaderos pavos reales.

En Dieppe se prendó de ella la señora de Águila, dama irreprochable y de carácter entero. Se conocieron primero en la playa y luego en la table d’hôte del hotel donde entrambas estaban hospedadas. Algo sabía la señora de Águila del asunto escandaloso Becky-lord Steyne; pero tal maña se dio Becky, que apenas tuvo con aquella señora una conversación detallada, consiguió que su nueva amiga repitiera en todas partes que la señora de Crawley era un ángel, su marido un rufián, lord Steyne un canalla, y Wenham un infame que había emprendido una campaña vil contra la honra inmaculada de Becky.

—Si fueses hombre —decía la dama a su marido—, el día que tropezases a Wenham en el casino le arrancarías las orejas.

El señor de Águila era un caballero de temperamento pacífico, enamorado de las ciencias geológicas y nada aficionado a arrancar orejas de nadie.

La señora de Águila protegió a Becky desde aquel instante, la llevó consigo a París a su propia casa, riñó con la embajadora de su nación porque se negó a recibir a su inocente protegée e hizo cuanto puede hacer una matrona para mantener a Becky en el camino de la virtud y de la reputación.

Al principio, observó Becky una conducta ordenada y estrictamente respetable, mas no pasó mucho tiempo sin que se le hiciese horriblemente tedioso rendir culto a las conveniencias. La vida rutinaria, las mismas distracciones, los mismos paseos por el Bois de Boulogne, las mismas tertulias, los mismos sermones todos los domingos, los mismos teatros produjeron en nuestra amiga un tedio mortal que era preciso hacer cesar. Por fortuna para ella, llegó de Cambridge un hijo de los señores de Águila, y como advirtiera su vigilante madre la impresión que en el joven produjo Becky, se apresuró a despedir a ésta.

Decidió entonces Becky poner casa con una amiga; mas no tardaron en regañar las asociadas y en cubrirse de deudas. Buscó a continuación una casa de huéspedes, y entró en la célebre de madame de Saint Amour, sita en la Rue Royale, de París, donde puso a prueba su potencia seductora sobre los ajados dandys y bellezas de moralidad más que equívoca que frecuentaban la casa. Becky disfrutó de cierto tiempo de felicidad.

 

—Las señoras que concurren a estos salones —decía a un antiguo amigo de Londres que la encontró allí— son tan divertidas como las del Mayfair, sólo que con trajes menos flamantes. Los caballeros usan guantes lavados y hasta diré que no son espejos de honradez, pero tampoco pueden blasonar de ella muchos de los que frecuentan los salones más aristocráticos de Londres. Un poquito vulgar es la señora de la casa, mas nunca tanto como la… (aquí pronunció Becky el nombre de una dama que no revelaré aunque me hagan picadillo).

Durante algún tiempo, fue Becky la reina de los salones de madame de Saint Amour; pero parece que sus antiguos acreedores de 1815 dieron con su guarida y la obligaron a salir de París, pues es lo cierto que huyó inopinadamente de la capital de Francia y se dirigió a Bruselas.

¡Cuán vivos recuerdos conservaba de la ciudad! Miró sonriendo el entresol que había ocupado con su marido y se acordó de los apuros de la familia Bareacres el día que ansiaban huir y no podían por carecer de caballos que tirasen de su coche. Fue a Waterloo y a Laeken, donde la sorprendió el monumento que en honor de George Osborne habían erigido.

—¡Pobre Cupido! —exclamó—. ¡Qué enamorado estaba de mí, y qué necio era! ¿Vivirá Amelia? Era una buena muchacha… ¿Por dónde andará el gordinflón de su hermano? Conservo el retrato de su humanidad… También era un buen muchacho, tan bobalicón como su hermana.

Había llevado Becky una carta de recomendación de madame Saint Amour para madame la condesa de Borodino, viuda de un general de Napoleón que se fue al otro mundo sin dejar a su cara mitad otra cosa que una table d’hôte y una table d’ecarte. Dandys de segunda categoría, viudas enredadas en mil pleitos y no pocos ingleses de los que presumen de distinguidos en «el Continente», dejaban su dinero en la table d’ecarte o comían en la table d’hôte de la condesa de Borodino. El elemento masculino obsequiaba con champaña al elemento del sexo contrario, le llevaba a paseo, pagaba coches de alquiler para emprender excursiones campestres, se entrampaba para tomar palcos, depositaba sus posturas sobre la table d’écarté pasándolas sobre los desnudos hombros de las bellas, sentadas en primer término, y escribía entusiastas cartas a sus padres, hablándoles de su venturosa introducción en lo mejor de la alta sociedad extranjera.

En Bruselas, como en París, fue Becky la reina de los salones de la condesa de Borodino. Jamás desairó a nadie que le brindase una copa de champaña, nunca desdeñó un ramo de flores, ni declinó el honor de hacer una excursión campestre, ni tuvo inconveniente en ocupar un proscenio en la Ópera en compañía de cualquiera de sus admiradores, pero a todas estas distracciones prefería el ecarte, juego al que se entregaba con loca audacia. Principiaba jugando con moderación, apostaba luego monedas de cinco francos, a éstas sucedían los luises, y a los luises los billetes de cien o de quinientos francos. Cuando no contaba con fondos para pagar su pensión mensual, los pedía a cualquiera de los caballeros jóvenes. En sus días de penuria, procuraba engatusar con zalamerías a la condesa de Borodino, pero cuando algún amigo la proveía de dinero, trataba a aquélla con la mayor insolencia.

Tres meses de pensión adeudaba Becky a la condesa de Borodino cuando se fue de Bruselas, irregularidad que la digna señora se apresura a contar a todo súbdito inglés que pasa por su casa. Y menos mal si con tan poco se conformara; lo peor del caso es que añade que nuestra amiga jugaba y hacía trampas, bebía y se emborrachaba, caía de rodillas a los pies del señor Muff, pastor de la Iglesia Reformada, no para solicitar sus oraciones, sino para arrebatarle con lágrimas y mimos el dinero, se encerraba en su aposento con el joven Noodle, hijo de sir Noodle y pupilo del señor Muff, y hacía mil otras picardías que probaban hasta la saciedad que Becky era una vipère.

En suma: nuestra linda vagabunda fue visitando todas las ciudades de Europa, incansable como Ulises o como Bampfylde Moore Carew. Su afición al desorden de vida y a la falta de moralidad se acentuó considerablemente, hasta convertirse en bohemia completa y frecuentar el trato de personas de reputación bastante mala para poner los pelos de punta a quien en algo estimase su buen nombre.

No hay en Europa ciudad libre de la presencia de una colonia más o menos numerosa de perdidos ingleses que figuran en los registros policíacos, de jóvenes que son padrón de ignominia de sus familias, muchas veces distinguidas, de individuos que roban en los salones de billar o hacen trampas en los de juegos de azar. Son sujetos que pueblan las prisiones reservadas a los tramposos, que insultan y pretenden cobrar el barato, que escapan sin pagar a nadie, que se baten en duelo con caballeros franceses y alemanes, que apelan a martingalas infalibles para hacerse con dinero y suelen salir de la mesa de juego sin un cuarto en sus bolsillos, que intentan negociar cheques falsos y no retroceden ante las estafas más vergonzosas. Las alternativas de esplendor y de miseria de estos individuos son curiosísimas. Becky… ¿por qué no decirlo?, Becky se entregó a este género de vida, y lo hizo sin repugnancia. En compañía de un ejército de bohemios recorrió sucesivamente casi todas las ciudades de Europa: en Alemania no había garito donde no conocieran a la señora de Crawley: en Florencia montó una casa en compañía de madame de Cruchecassée; aseguran que fue expulsada de Munich y, si no miente mi buen amigo Frederick Pigeon, fue en su casa de Lausanne donde el comandante Loder perdió ochocientas libras esterlinas que tenía. Somos historiadores y, como tales, obligación nuestra es hacer una biografía de Becky; sin embargo, comprendemos que, en lo referente a este período de su vida, cuanto menos digamos será mejor.

Aseguran que, en sus temporadas de mala suerte, daba conciertos en los teatros y lecciones de música a domicilio. Sabemos de una madame de Raudon que cantó en Wildbad, acompañada por Herr Spoff, primer pianista del Hospodar Valaquia. Nuestro buen amigo Oídos, que lo sabe todo y ha viajado por todo el mundo, declara que, hallándose en Estrasburgo el año de 1830, debutó con la ópera La Dame Blanche una madame Rebecque, que por cierto promovió en el teatro un escándalo monumental. Una tempestad de silbidos la arrojó del escenario, tempestad que atrajo sobre su cabeza no sólo su incompetencia, sino la desdichada simpatía que le testimoniaron personas mal aconsejadas. Pero no viene al caso; lo esencial es que, según testimonio del buen Oídos, la debutante no era otra que la señora Rebecca de Crawley.

En realidad, era una vagabunda. Cuando tenía dinero, jugaba; cuando no lo tenía se lo procuraba sabe Dios por qué medios. Dicen que la vieron en Saint Petersburgo, de donde la echó inmediatamente la policía, circunstancia que nos induce a creer que la calumniaron los que aseguraron que más tarde desempeñó en Toeplitz y Viena el hermoso papel de espía rusa. Me han informado de que en París encontró a su abuela materna, que no era precisamente una Montmorency, sino una modesta portera de un teatro de cuarto orden. No puedo dar detalles del encuentro, aunque es de suponer que fuese muy afectuoso.

Hallándose en Roma, pudo en una ocasión depositar en las cajas de un banquero principal la mitad de la pensión anual que le enviaba su marido, y como todo el que tenía un saldo a favor de más de quinientos scudi era invitado a los bailes que en invierno daba este rey de los mercachifles, Becky tuvo el honor de recibir una invitación y se presentó en una de las fiestas espléndidas dadas por los príncipes de Polonia. Descendía la princesa de la familia de Pompilio, cuyo tronco fue el segundo rey de Roma, y de una Egeria del Olimpo, al paso que el abuelo del príncipe, Alessandro de Polonia, vendía jabones, esencias, tabaco y pañuelos, ejecutaba las comisiones que le encomendaban los caballeros, y hasta prestaba pequeñas cantidades de dinero. Llenaban los salones príncipes, duques, embajadores, artistas, músicos, monsignori, pollos jóvenes y gallos con espolones, hombres de todas clases y condiciones. La casa era un prodigio de luz y de magnificencia: marcos dorados encerraban cuadros… de dudosa antigüedad, y la descomunal corona de oro, remate del escudo de armas del principesco dueño de aquélla, resplandecía en todos los techos, en todas las puertas, en todos los muebles, pero, sobre todo, en los varios baldaquinos de rico terciopelo preparados para recibir a los papas y emperadores.

Becky, que acababa de llegar de Florencia y se había hospedado en una fonda más que modesta, recibió su invitación para la fiesta del príncipe de Polonia y, luego que se vistió con mayor esmero que de ordinario, se presentó en los salones, asida al brazo del comandante Loder, con quien viajaba por aquel entonces (era el caballero que un año más tarde mató en duelo al príncipe Ravoli, y el que recibió una tanda de bastonazos, propinados por sir John Buckskin, quien le encontró cuatro reyes escondidos en el sombrero en ocasión que jugaban al ecarte). En los salones, encontró Becky caras que conoció años antes, cuando no era inocente, pero pasaba por tal; señoras francesas que trató recientemente, viudas más o menos auténticas, condesas italianas algún tanto dudosas, todas ellas separadas de sus maridos, porque eran unos tunantes desalmados que maltrataron a las pobrecitas. Todos estos personajes nos interesan poco.

Becky, pendiente del brazo del comandante Loder, recorrió infinidad de salones, bebió infinidad de copas de champaña en el buffet, lugar que era objeto de las preferencias generales, y, sobre todo, de las gentes de la calaña del comandante, y continuó avanzando hasta llegar a un saloncito íntimo, donde los señores de la casa obsequiaban con una cena a sus huéspedes más distinguidos. Uno de éstos era lord Steyne.

Becky le conoció al punto. Ostentaba todas sus encomiendas y grandes cruces y parecía el más señor de cuantos se sentaban a la mesa, no obstante haber entre aquéllos un gran duque reinante y un Alteza Real, juntamente con sus egregias consortes, y la hermosísima princesa de Belladona, esposa del conde Paolo della Belladona, célebre en el mundo entero por sus ricas colecciones entomológicas, y ausente a la sazón desempeñando una comisión delicadísima cerca del emperador de Marruecos.

Becky, al ver el rostro familiar e ilustre de lord Steyne, sintió súbita repugnancia hacia el del comandante Loder. Mil esperanzas, temores y recuerdos palpitaron a un tiempo en su pecho, y sus ojos lanzaron rayos en dirección del opulento señor. Éste la vio al fin, y quedó con la boca abierta, fijos en ella los ojos, cual debió quedar lady Macbeth cuando inesperadamente vio aparecer a Banquo.

El comandante Loder se llevó a Becky casi a viva fuerza, sin darle tiempo para cambiar una palabra con su antiguo amigo.

Al día siguiente, nuestra biografiada salió a pasear por el Pincio, probablemente llevada de la esperanza de tropezar con lord Steyne. No encontró a éste, pero sí a otro conocido antiguo, al señor Fiche, el hombre de confianza del lord, quien se acercó a ella con familiaridad, haciendo ademán de llevar la mano al ala del sombrero, pero sin llegar a tocar aquella prenda.

—Sabía que encontraría a usted aquí —dijo—. La vengo siguiendo desde el hotel donde se hospeda. Necesito dar a usted un consejo de amigo.

—¿De parte del marqués de Steyne? —preguntó Becky, fluctuando entre la esperanza y el temor.

—No; de parte mía. Roma es una ciudad extraordinariamente malsana.

—Pero no en esta época: hasta después de la Pascua…

—Para la señora lo es hoy. Hay personas tan propensas a la malaria, que la contraen en cualquier tiempo del año: las emanaciones de los pantanos matan a muchos, antes y después de Pascua… Señora de Crawley… usted ha sido siempre una buena muchacha, y yo la he querido y la quiero bien, parole d’honneur… Váyase de Roma inmediatamente, pues, de continuar aquí, yo le aseguro que enfermará y… morirá.

Becky soltó la carcajada, bien que fue una carcajada de rabia furiosa.

—¡Cómo! ¿Piensan asesinarme? —preguntó—. ¡Qué romántico! Mi señor lleva una escolta de bravi, armados de stilettii. ¡Bah! No pienso marcharme de Roma… Tengo personas que sabrán defenderme.

—¿Defenderla? —replicó el señor Fiche riendo a carcajadas—. ¿Quién? ¿El comandante? ¿Alguno de los tahúres que rodean a la señora? Por un centenar de luises, éstos y aquél son capaces de degollar a la señora. Además: conocemos la historia del señor comandante Loder… quien es tan comandante como yo obispo, historia bastante para enviarle a presidio o a la horca cuando nos venga en gana. Nosotros lo sabemos todo, porque tenemos amigos aquí y en todas partes. Conocemos al dedillo la historia de la señora mientras vivió en París, sabemos con qué clase de gentes alternó… Sí, lo sabemos todo, por mucho que le admire a la señora… La señora ha tenido la desgracia de ofender a un caballero que no sabe perdonar. Su furor se centuplicó anoche cuando la vio; llegó a su casa como un loco: por culpa de usted le armó un escándalo su buena amiga la princesa Belladona.

 

—¡Ah! ¿Con que se trata de la princesa Belladona? —preguntó Becky, un tanto repuesta del susto.

—La princesa Belladona nada tiene que ver con el furor del señor contra usted. Cometió usted una torpeza imperdonable dejándose ver de lord Steyne, y si no abandona pronto a Roma, yo le aseguro que se arrepentirá. No olvide mis palabras.

Ignoramos si lord Steyne abrigaba planes asesinos contra Becky, o si la comisión evacuada por el señor Fiche tuvo por objeto intimidar a la señora de Crawley; lo que sí es cierto es que la amenaza surtió su efecto, y que Becky huyó, sin pensar nunca más en aparecer por donde estuviera su antiguo amigo.

Por lo que respecta al marqués de Steyne, todo el mundo sabe cuál fue su melancólico fin. Murió en Nápoles dos meses después de la Revolución Francesa de 1830. Según los periódicos, el muy honorable George Gustavo, marqués de Steyne, conde de Gaunt y del Castillo de Gaunt, Par de Irlanda, vizconde de Hellborough, barón de Pitchley y de Grillsby, Caballero de la Orden de la Liga, del Toisón de Oro de España, de la Orden rusa de Saint Nicolás, de la Orden turca de la Media Luna, Primer Lord de Inglaterra, etc., etc., falleció a consecuencia del dolor que le produjo el triunfo de los revolucionarios franceses y la caída de la monarquía francesa.

Toda la prensa publicó artículos necrológicos que enumeraban con lenguaje elocuente sus virtudes, su magnificencia, sus talentos, sus buenas obras. Tal culto rindió a la ilustrísima casa de Borbón, con la cual decía estar emparentado, que no supo sobrevivir a los infortunios de sus augustos deudos. Su cadáver recibió sepultura en Nápoles, pero su corazón… aquel corazón magnánimo, fue encerrado en una urna de plata y llevado a su castillo de Gaunt.

«Con él —escribía el señor Wagg— han perdido las bellas artes un protector decidido, los pobres un tesoro de caridad, la sociedad una de sus glorias más preclaras, Inglaterra un patriota y un estadista meritísimo, etc., etc.»

Su testamento dio origen a no pocas luchas. Intentaron sus herederos recobrar el famoso brillante llamado «Ojo del judío» que el difunto llevó toda su vida en el dedo índice y del cual, según se decía, se había apoderado la princesa Belladona después de la muerte del prócer: pero su amigo de confianza, el señor Fiche, probó que el anillo en cuestión había sido regalado a la dama mencionada por el marqués de Steyne, dos días antes de su muerte, así como también todos los billetes de banco, alhajas y valores napolitanos y franceses que el prócer tenía en su secrétaire, y que indebidamente reclamaron los herederos a su legítima propietaria.

Capítulo LXV

Donde abundan los negocios y los placeres

El día que siguió al encuentro de Joseph con Becky junto al tapete verde, nuestro elegante amigo se vistió con lujo y minuciosidad extraordinarios y, sin decir palabra a los individuos de su familia ni a su amigo Dobbin respecto a los acontecimientos de la noche anterior, ni invitarles a que le acompañasen en su paseo, salió muy temprano de su domicilio y se encaminó en derechura al Hotel del Elefante. Con motivo de las fiestas, la afluencia de forasteros era extraordinaria; los veladores colocados en la acera estaban ya llenos de personas que fumaban y bebían cerveza; en el interior flotaba una nube espesa de humo que impedía ver nada, y Joseph, después de preguntar en idioma alemán, que hablaba bastante mal, por la persona que buscaba, subió al piso más alto de la casa. El piso primero lo ocupaban por entero los viajantes de comercio, que exhibían alhajas y brocados, el segundo estaba tomado por el état major de la empresa que explotaba los juegos de azar, el tercero albergaba a una famosa troupe de acróbatas, y sobre éste vivían los estudiantes, los comerciantes al por menor y los campesinos. Becky había encontrado allí refugio, pero tan mísero y pobre que no parece probable que hubiese alojado jamás a ninguna otra belleza.

No estaba allí a disgusto, antes por el contrario, gustaba de la compañía de la turba de bohemios, estudiantes, tahúres y saltimbanquis entre los cuales vivía. Sus padres, bohemios entrambos por gusto y por necesidad, le habían legado una naturaleza aventurera e inquieta que, a falta de la conversación con un lord, le hacía encontrar encantos en la de un cochero. El humo, las botellas, la charla de los mercaderes hebreos, los discursos solemnes de los vendedores de joyas, la conversación sournoise de los que llevaban la banca en los centros de juego, los cantos de los estudiantes y el movimiento y ruido ensordecedor de la casa sonaban a gloria en los oídos de nuestra amiguita, aun cuando su bolsillo estuviese tan fláccido que no contuviera ni lo necesario para pagar su hospedaje.

Llegó Joseph a lo alto de la escalera, resoplando como un ballenato, sin alientos y sin voz, y principió por pasarse el pañuelo por la cara antes de dedicarse a buscar el cuarto número 92, donde vivía la persona que buscaba. La puerta del cuarto frontero, señalado con el número 90, estaba abierta. Un estudiante, vestido y calzado, fumaba su pipa tendido sobre la cama, mientras otro estaba de rodillas pegado a la puerta del número 92, dirigiendo súplicas a la persona que había dentro por el ojo de la llave.

—Váyase —decía una voz muy conocida—. Espero visita… debe llegar de un momento a otro mi abuelo… y no quiero que le encuentre a usted ahí.

—¡Querubín Englanderinn! —replicaba el estudiante—. Tenga usted lástima de dos pobres estudiantes que necesitan pasar un rato con usted. Concédanos una cita… Acepte una comida con Fritz y conmigo en la posada del parque. Comeremos faisanes al horno, beberemos cerveza y vinos franceses… Si no nos da gusto nos moriremos de pena los dos.

Joseph oyó el coloquio, pero sin entender palabra, pues jamás se tomó la molestia de estudiar el idioma que empleaban los interlocutores.

—¿Me hace usted el favor de indicarme el cuarto número 92? —preguntó Joseph.

—¿Número 92? —repitió el estudiante, levantándose presuroso y metiéndose en su cuarto, cuya puerta cerró por dentro.

Segundos después llegaban hasta Joseph las carcajadas del estudiante que fumaba tendido sobre su cama, y del que suplicaba de rodillas pegado a la puerta del cuarto objeto de su excursión.

Hondamente desconcertado por el incidente el funcionario de Bengala no sabía qué hacer, cuando la puerta del 92 se abrió por sí sola, para dar paso a la carita picaresca de Becky, en cuyos labios jugueteaba una sonrisa burlona.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Es usted? ¡Con cuánta impaciencia le estaba esperando! ¡No… todavía no! Dentro de un minuto podrá entrar.