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100 Clásicos de la Literatura

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Joseph entró en el hotel dirigiéndose a su dormitorio seguido de Kirsch, que llevaba un candelabro, y todos quedamos confiados en que la atractiva dama desearía permanecer una temporadita en nuestra ciudad.

Capítulo LXIII

Donde nos encontramos con un antiguo conocido

La cortesía exquisita de lord Tapeworm produjo en el ánimo de Joseph tan favorable impresión, que a la mañana siguiente, durante el almuerzo, expresó nuestro amigo su opinión con respecto a la ciudad de Pumpernickel, diciendo que era la población más linda y agradable de cuantas habían visitado durante su excursión. Dobbin, que penetró los motivos fundamentales de la opinión de su amigo, rio bajo su capote como taimado hipocritón que era, pero nada dijo. Cuando el diplomático, exacto cumplidor de su promesa, se presentó en el hotel, recibióle Joseph con agasajo y honores como nunca tal vez habían sido dispensados al modesto representante de Su Majestad Británica. Una seña de Joseph bastó para que Kirsch, previamente instruido, saliera corriendo y reapareciese momentos más tarde con sendas bandejas de plata llenas de variados y delicados fiambres con los cuales Joseph obsequió al visitante.

Contento aceptó Tapeworm un obsequio que le daba pretexto para poder admirar los luminosos ojos de la viuda de Osborne; hizo a Joseph dos o tres preguntas sobre la India, habló a Amelia del hermoso niño que la acompañaba, la felicitó por la sensación prodigiosa que su belleza había producido en la ciudad, e intentó fascinar a Dobbin recordando hechos de armas de la última guerra y ponderando el comportamiento del contingente que envió Pumpernickel a las órdenes del príncipe heredero, duque de Pumpernickel actualmente.

Había heredado lord Tapeworm una buena parte de la galantería de su familia y era su firme creencia que toda mujer favorecida con una mirada de sus irresistibles ojos quedaba locamente enamorada de su persona. Como no podía ni debía suponer que Amelia fuera excepción de la regla, se despidió llevando consigo el convencimiento de que la dejaba muertecita por sus pedazos, y no bien llegó a su casa, redactó un billetito amoroso de los más elocuentes.

Hemos de hacer constar que Amelia no quedó fascinada ni mucho menos, aunque sí asombrada. La mitad de las lisonjas que Tapeworm le dirigió se perdieron lastimosamente, pues fueron para Amelia logogrifos incomprensibles. No es de admirar: nuestra dulce amiga había frecuentado poco el mundo y nunca había tropezado con un galanteador profesional. Quien quedó encantado fue Joseph.

—No he visto caballero más afable —decía—. ¡Con qué amabilidad se ha ofrecido a enviarme su médico! Mira, Kirsch: vas a llevar inmediatamente nuestras tarjetas al conde de Schlüsselback; el coronel y yo tendremos la alta honra de ofrecer nuestros respetos a la corte tan pronto como nos sea posible… Saca mi uniforme, Kirsch… los uniformes de los dos. Los caballeros ingleses de verdadera distinción deben visitar a los soberanos de las naciones que recorren con tanta puntualidad como a los representantes de la suya.

Sin dificultad convenció el doctor von Glauber, médico de Tapeworm, a nuestro amigo Joseph, de que las aguas minerales de Pumpernickel y el tratamiento especial suyo devolverían infaliblemente al joven de Bengala toda la esbeltez y frescura de los años de su adolescencia.

—El año pasado vino el general inglés Bulkeley —dijo—, cuya corpulencia era doble que la de usted, señor. Pues bien: al cabo de tres meses de tratamiento, le envié a su país delgado, joven y ágil. A los dos meses, ya bailaba con la baronesa de Glauber.

Joseph se resolvió: las aguas minerales, el doctor von Glauber, la corte y el Chargé d’Affaires llevaron a su ánimo el convencimiento, y decidió pasar todo el otoño en aquella encantadora ciudad.

El Chargé d’Affaires, espejo de puntualidad, hizo que, al siguiente día, Joseph y el coronel Dobbin fuesen presentados a Aurelio XVII, encargándose de introducirlos cerca del soberano el conde de Schlüsselback, mariscal de la corte.

Seguidamente fueron invitados a comer en palacio, y como se hiciera pública su intención de permanecer durante algún tiempo en la ciudad, Amelia recibió las visitas de todas las damas de distinción, entre las cuales, si bien es cierto que las había pobres, la más humilde ostentaba el título de baronesa. Joseph, encantado como nunca, escribió a todas sus relaciones ponderando los agasajos de que le hacían objeto en Alemania, diciendo que estaba enseñando a su amigo el ilustre conde de Schlüsselback a asar un lechón a la usanza india, y añadiendo que sus augustos amigos el duque y la duquesa le trataban con predilección especial.

También fue presentada Amelia a la augusta familia, y como el luto es contrario a la etiqueta de la corte, vistió para la ceremonia de la presentación un hermoso vestido color rosa adornado con ricos encajes, y se prendió un soberbio broche de brillantes. Llevóla a palacio su hermano, y estaba tan encantadora, que el duque y la duquesa no se cansaban de admirarla. No hablemos de Dobbin, quien, como rara vez había visto a Amelia en traje de baile, juraba que nadie la echaría más de veinticinco años.

Amelia bailó una polonesa con Dobbin en el baile que en su honor se dio en palacio, y Joseph tuvo el placer de bailar con la condesa de Schlüsselback, dama muy vieja en cuya cabeza no quedaba más que un mechoncito de cabellos, pero dueña de dieciséis cuarteles de nobleza y emparentada con la mitad de las casas reinantes de Alemania.

Álzase la ciudad de Pumpernickel en el centro de un valle encantador, cruzado por el riachuelo Pump, que fertiliza sus tierras y va a desaparecer en el Rin, en un sitio que me es imposible precisar, porque no tengo a mano un mapa bien hecho. Lleva el Pump caudal bastante para que pueda flotar una barca en algunos trechos, y en otros, para mover un molino. En Pumpernickel, el grande y famoso Víctor Aurelio XIV hizo construir un puente soberbio, en cuya cabecera se alza su estatua rodeada de ninfas y emblemas de victoria, de paz y de abundancia. Apoya la estatua un pie sobre el cuello de un turco, recuerdo histórico del jenízaro a quien mató, después de reñir con él fiera y espeluznante batalla, cuando Sobieski voló en auxilio de Viena. Indiferente a la agonía del jenízaro, el príncipe sonríe con dulzura y apunta con su montante a la Aurelius Platz, donde principió a erigir un nuevo palacio, que habría sido una de las maravillas del mundo, si el magnánimo príncipe hubiese tenido fondos bastantes para traducir en realidades sus proyectos. Por desgracia, la falta de dinero impidió la continuación de las obras de Monplaisir, que tal nombre dan al palacio comenzado, y su parque y sus jardines se encuentran en la condición más deplorable que quepa imaginar.

Los jardines, que quieren ser copia de los de Versalles, tienen terrazas y grutas, así como también fuentes monumentales que corren durante las grandes solemnidades, asustando con sus desbordamientos acuáticos a los que las contemplan. Admírase en ellos la Gruta de Trofonio, cuyos tritones, merced a algún artificio ingenioso, no contentos con lanzar por sus fauces chorros de agua, dejan oír espantosos gemidos. También se ven en los jardines el Baño de las Ninfas y la Catarata del Niágara, objetos de la admiración de los habitantes de los pueblos circunvecinos cuando se congregan en la capital con motivo de la apertura de las Cámaras.

Cuando se celebra el natalicio de los príncipes soberanos, todas las ciudades del ducado, cuya extensión territorial es casi de diez leguas, pues comienza en Bolkum, ciudad situada en sus fronteras occidentales, y que mira con ceño a Prusia, y termina en Grogwitz, donde el príncipe tiene una quinta, cuyos muros besa el Pump, y todos los pueblos, y todas las granjas y todas, las casas de labor, envían ejércitos de gentes, ávidas de disfrutar de las fiestas celebradas en la Residenz. La entrada en los teatros es gratuita, corren las fuentes de Monplaisir, y el pueblo puede recorrer todas las habitaciones del palacio de sus soberanos, y admirar su bruñido pavimento, y sus ricas colgaduras y sus suntuosos muebles. Hay en Monplaisir un pabellón, construido y decorado por Aurelio Víctor XV, gran príncipe, pero excesivamente aficionado a los placeres, que dicen es un portento de licenciosa elegancia. Escenas de la historia de Baco y de Ariadna llenan sus muros, y la mesa se sirve automáticamente, sin necesidad de criados. Por desgracia, el pabellón fue cerrado por Barbara, viuda de Aurelio XV, princesa rígida y devota de la casa de Bolkum y regente del ducado durante la gloriosa minoría de su hijo.

Famoso es el teatro de Pumpernickel en toda Alemania, aunque desmereció algún tanto durante el reinado del duque actual, el cual, en sus años juveniles, se empeñó en que se representasen óperas suyas, que parece no fueron del agrado del público. En una ocasión, hallándose en la orquesta, como tenía por costumbre, acometido de un acceso de furia, porque le pareció que el maestro dirigía mal, rompió en su cabeza un contrabajo, poniendo fin a la representación. También la princesa Sofía escribía por entonces comedias capaces de matar de aburrimiento a los desdichados condenados a oírlas, pero, por fortuna, hoy el príncipe se limita a ejecutar sus composiciones musicales en el interior de sus salones, y la princesa reserva sus producciones para los extranjeros de distinción que visitan su corte.

El sistema de gobierno del ducado es, o era, un despotismo moderado, templado por una Cámara que podía ser elegida y podía no serlo. Puedo afirmar que, mientras estuve en Pumpernickel, la Cámara no celebró una sola sesión. Forman el ejército permanente una banda magnífica y numerosa, que es la que toca también en el teatro, un cuadro de generales, jefes y oficiales numerosísimo también y lujosamente equipados, y un par de docenas de soldados de infantería, amén de dos parejas de húsares, encargados de la guardia de las habitaciones del palacio, y a los cuales, dicho sea de paso, jamás vi a caballo. Pero bien mirado, ¿qué necesidad hay de caballería en tiempo de paz?

 

Que en la ciudad de Pumpernickel existían divisiones, odios y rencillas, no puede negarse: la política no perdona a nadie. Se combatían con saña la facción Strumpff y el partido Lederlung, apoyada la primera por nuestro ministro y el segundo por el Chargé d’Affaires francés, monsieur Macabau. Bastaba que nuestro ministro se declarase por madame Strumpff, que cantaba incomparablemente mejor y subía tres notas más que madame Lederlung, para que en el acto sustentara opinión contraria el ministro francés.

Todo el mundo sin excepción estaba afiliado a una de las dos facciones mencionadas. A decir verdad, la Lederlung era una criatura deliciosa, dotada de una voz como suponemos deben de tenerla los ángeles, al paso que la Strumpff había ya rebasado los límites de la primera juventud y pecaba en exceso de carne. Había que verla, por ejemplo, en el último acto de La sonámbula, en camisón de dormir y llevando una lámpara en la mano, cuando ha de salir por la ventana y… Pero demos tregua a las murmuraciones, y terminemos diciendo que estas dos mujeres eran las banderas de los partidos francés e inglés de Pumpernickel, y que todos los habitantes de la capital pertenecían a uno de los dos grupos.

Figuraban en el partido inglés el ministro del Interior, el director de las caballerizas, el secretario particular del soberano y el tutor del príncipe, al paso que formaban en las filas de la facción francesa el ministro del Exterior, la señora del general en jefe, que vestía con arreglo a los últimos figurines de París, y el Hofmariscal y su esposa, cuyos sombreros le llegaban de la capital de Francia por conducto de los correos del señor de Macabau. El secretario de la cancillería francesa era un tal Grignac, hombrecillo más malicioso que Satán, quien llenaba todos los álbumes de la capital con caricaturas del señor Tapeworm.

Vivía el elemento oficial francés en el Pariser Hof, que era el otro hotel de la ciudad; la facción inglesa se hospedaba en el hotel donde hemos visto a Amelia y compañeros de excursión. Entrambas facciones se trataban con hermosa cordialidad en público, bien que sin dejar de obsequiarse mutuamente con epigramas cortantes como navajas barberas. Ni Tapeworm ni Macabau dirigían a sus gobiernos respectivos un solo despacho que no fuera una serie de terribles dentelladas contra su rival. El primero de los caballeros citados decía, por ejemplo, en sus comunicaciones oficiales: «El actual representante de Francia pone en gran peligro los intereses de la Gran Bretaña en este ducado y en toda la confederación germánica. Es hombre de condición perversa, que no retrocede ante las falsedades más indignas ni vacila en cometer crímenes horrendos a trueque de conseguir sus fines. Envenena el ánimo de la corte en contra del ministro inglés, presenta bajo un aspecto odioso y repugnante la conducta de la Gran Bretaña, y en sus campañas infames le apoya por desgracia un ministro, cuya ignorancia es tan notoria como fatal su influencia». En cambio, Macabau decía: «El señor de Tapeworm persiste en su sistema de arrogancia insular estúpida y vulgar contra la nación más grande del mundo. Ayer se permitió hablar con criminal ligereza sobre Su Alteza Real la señora duquesa de Berri; en otra ocasión insultó al heroico duque de Angulema, y hasta osó insinuar que Su Alteza Real el duque de Orleáns conspiraba contra el augusto trono flordelisado. Cuando se convence de que sus estúpidas amenazas no producen efecto alguno, derrocha el oro para dar fuerza a aquéllas. Poniendo a contribución uno y otras, ha conseguido ganarse algunas personalidades de la corte… En una palabra: ni Pumpernickel disfrutará de tranquilidad, ni Alemania de paz, ni Europa de alegría, ni Francia será respetada, mientras no aplastemos la cabeza de esa víbora venenosa que lo emponzoña todo».

Apenas comenzada la temporada de invierno, Amelia escogió día para sus recepciones y se distinguió por la gracia y modestia con que hacía los honores de la casa. El profesor francés que tomó la felicitó por la pureza de su acento y la facilidad con que aprendía, facilidad que se explica perfectamente porque, tiempo antes, había recordado lo que aprendió en el colegio con objeto de poder dar lecciones a su George. La señora Strumpff le dio lecciones de canto con tanto aprovechamiento por parte de la discípula, que las ventanas de Dobbin, que daban frente a las habitaciones de la cantante, estaban abiertas siempre, porque aquél no quería perder nota de la lección. Que nos perdone el lector si recordamos detalles triviales: hemos conocido a Amelia triste y desgraciada, y justo es que nos extendamos sobre sus días de dicha, como antes nos extendimos sobre sus años de infortunio. Dobbin se hizo maestro de George, a quien le leía César y le explicaba matemáticas. El profesor de alemán les daba lección a los dos, y entrambos salían a caballo, escoltando el coche de Amelia, y siendo causa de no pocos sustos de ésta cada vez que los animales se desmandaban.

Joseph trataba cada día con mayor afecto a la Gráfinn Fanny de Butterbrod, joven de tierno corazón y carácter humilde, canonesa y condesa por derecho propio, pero sin bienes ni rentas, la cual decía a todas horas que su mayor delicia sería poder llamarse hermana de Amelia. Joseph comenzaba a pensar que no sentaría mal colocar el escudo y la corona de conde junto a las armas de su familia pintadas en la portezuela de su carruaje, cuando… cuando se celebraron en Pumpernickel las famosas fiestas a que dio lugar el matrimonio del príncipe heredero con la encantadora princesa Amelia de Humbourg-Schlippenschloppen.

La magnificencia desplegada en aquellas fiestas recordó las del reinado del pródigo Víctor XIV. A ellas asistieron todos los príncipes, princesas y grandes de los Estados vecinos. Las camas se cotizaron en Pumpernickel a libra esterlina por noche y en el ejército no se encontraban ya hombres para dar guardias de honor a tantas altezas, serenísimos y excelencias como en la capital se congregaron. Concediéronse infinidad de grandes cruces y de encomiendas que el joyero de la corte vendió, para comprarlas de nuevo días después, por la décima parte de lo que costaron; diéronse placas de la Orden de Saint Michael de Pumpernickel a todos los nobles de la corte, y bandas, y cordones y cruces de la Rueda de Santa Catalina a los personajes de menor cuantía. El ministro francés fue de los más favorecidos, pero Tapeworm decía riendo que guardase sus condecoraciones, que la diplomacia inglesa sabría guardar por su parte el placer del triunfo, pues Francia había querido casar al príncipe con una princesa de la casa de Potztausend-Donnerwetter, proyecto que no podía menos de combatir Inglaterra.

Los extranjeros llegaban en tropel a las fiestas, no siendo los ingleses los más reacios. Hubo bailes en la corte, bailes en la casa Ayuntamiento, bailes en los salones del trente-et-quarante, bailes en los de la ruleta, y bailes en todos los lugares públicos. Los no aficionados a bailar podían jugar a cualquiera de los dos juegos mencionados, sobre todo si eran extranjeros y disponían de dinero y sentían deseos de perderlo.

George, cuyos bolsillos estaban siempre bien repletos, aprovechando la circunstancia de que sus tíos asistían a las solemnidades de la corte, se presentó en la Stadthaus en compañía del caballerizo de su tío Joseph, señor Kirsch. Hasta entonces, únicamente había pasado por un salón de juego en Baden-Baden, pero sin que su acompañante, que era Dobbin, le permitiese jugar; de aquí que le produjera infinita satisfacción acercarse sin trabas a la mesa de juego, y alternar con los puntos y los croupiers, y ver cómo se movían sin cesar las raquetas fatales. Jugaban también las damas, muchas de las cuales iban disfrazadas, licencia permitida durante las fiestas y diversiones.

Una mujer de cabellos de un rubio claro, vestido un tanto ajado y cubierta la cara con un antifaz negro que dejaba ver el brillo extraño de sus ojos, hallábase sentada en la mesa de la ruleta provista de una tarjeta y un alfiler, y teniendo delante un capital de dos florines. Cada vez que el croupier cantaba el número y el color, la dama lo apuntaba cuidadosamente en la tarjeta, y sólo se permitía hacer posturas cuando una serie de negros o de rojos le hacía esperar la ganancia. Su aspecto producía singular sensación.

Pero era el caso que, no obstante su cuidado, la suerte la trataba con especial dureza, tanto, que sus dos últimos florines desaparecieron arrastrados por la raqueta. Exhaló un suspiró al perder la última moneda, alzó los hombros con un gesto que los dejó aún más descubiertos de lo que estaban, picó la tarjeta con el alfiler, y, al alzar la vista, distinguió a George, que contemplaba embelesado la escena.

Sus ojos brillaron con nuevos fulgores mientras preguntaba al niño:

—Monsieur n’est pas joueur?

—Non, madame —respondió el interpelado.

Como su acento revelase su origen británico, la dama repuso, con pronunciación extranjera:

—¿No ha jugado usted nunca? En ese caso, voy a pedirle un pequeño favor.

—¿Qué desea usted de mí, señora? —preguntó George ruborizándose.

—Juegue esta moneda por mí… póngala al número que le plazca.

Uniendo la acción a la palabra, sacó del seno un bolsillo y de éste una moneda de oro, la única que el bolsillo contenía.

George tomó riendo la moneda y la jugó a un número, que salió ganando. Hay sin duda una fuerza misteriosa que torna favorable el azar para los jugadores incipientes.

—¡Gracias… gracias! —dijo la dama, tomando su ganancia—. ¿Cómo se llama usted, amiguito?

—Osborne —respondió George, quien ya había metido mano a su bolsillo resuelto a jugar por su cuenta.

Afortunadamente entraron en aquel punto Dobbin y Joseph, que venían del baile dado en palacio. El primero de estos dos señores vio inmediatamente al muchacho y le separó de la mesa de juego. A continuación se aproximó a Kirsch, y le preguntó cómo se había atrevido a llevar a George a sitio semejante.

—Laissez-moi tranquille —dijo Kirsch vivamente excitado—. Il faut s’amuser, parbleu. Je ne suis pas au service de monsieur.

Dobbin, que advirtió el estado de ánimo de Kirsch, no quiso emprender una disputa desagradable, y se conformó con llevarse a George. Joseph, mientras, se hallaba junto a la dama de la mascarilla negra, que jugaba y ganaba invariablemente, muy interesado, al parecer, en el juego.

—¿Vámonos, Joseph? —preguntó Dobbin.

—Me quedo para llevarme al tunante de Kirsch —contestó Joseph.

Dobbin no creyó conveniente insistir cerca de Joseph a fin de no hablar en presencia del niño, y se fue con éste al hotel.

—¿Has jugado? —preguntó Dobbin a George.

—No —contestó el niño.

—Necesito que me des tu palabra de honor de que no jugarás nunca.

—¿Por qué razón? Me parece el juego un entretenimiento muy agradable.

Dobbin procuró convencer a George de lo pernicioso que es el juego, bien que sin ofrecerle como ejemplo a su propio padre.

Mientras tanto, Joseph continuaba junto a la mesa de juego. Sin ser jugador, gustaba de las emociones que pudiera proporcionarle aquel género de distracción. En el fondo de uno de los bolsillos del soberbio chaleco que acaba de exhibir en el baile dormían algunas monedas de oro: sacó una, pasó el brazo por encima de los hombros de la dama del antifaz negro, la arrojó al tapete, y ganó. Inmediatamente la dama hizo sitio a Joseph, a la par que le decía:

—Siéntese usted a mi lado; usted me traerá la suerte.

Sentóse Joseph un poquito turbado, murmurando:

—No puedo quejarme de sus favores… Soy bastante afortunado, y creo que voy a darle la buena sombra.

—¿Juega usted fuerte? —preguntó la dama.

—No… Arriesgaré un par de monedas de oro —respondió Joseph, arrojando su postura sobre la mesa.

—Para usted un par de monedas de oro no tienen importancia —repuso la dama—. Usted no juega por ganar, como tampoco yo —continuó, observando cierta expresión de alarma en el rostro de Joseph—. Yo juego para olvidar, pero no lo consigo; me es imposible borrar de mi mente recuerdos añejos, caballero. Su sobrinito es la imagen viva de su padre, y usted… usted no ha variado poco ni… Digo mal: usted ha variado… todo cambia… ¡Todo el mundo olvida… los hombres carecen de la víscera que llamamos corazón!

—¡Santo Dios!… —exclamó Joseph—. ¿Con quién estoy hablando?

 

—¿No adivina usted, Joseph Sedley? —preguntó la dama quitándose el antifaz y mirando con fijeza a su interlocutor—. Lo comprendo… Me ha olvidado usted.

—¡Cielos!… ¡Si es Rebecca!

—Rebecca, sí —contestó la dama, asiendo la mano de Joseph—. Me hospedo en El Elefante… Venga usted a verme, preguntando por madame de Rawdon. Hoy he visto a mi querida Amelia… ¡Qué linda la encontré, y qué feliz! Usted también respira dicha… ¡Todos… todos, menos yo! Yo soy muy desgraciada, Joseph Sedley.

Puso su dinero al negro, vino el rojo, y perdió.

—Venga usted conmigo, Joseph… Fuimos antiguos amigos… ¿Por qué no hemos de serlo ahora?

Salieron los dos de la casa de juego, seguidos por Kirsch, que se había quedado ya sin una moneda.

Capítulo LXIV

Paréntesis viajero

No se nos lleve a mal si tendemos un velo sobre cierta parte de la biografía de Rebecca de Crawley, rindiendo culto a la delicadeza y discreción exigidas por el mundo moral, el cual, si es cierto que no se asusta del vicio, no lo es menos que siente aversión insuperable a oírle llamar por su nombre. Hacemos y conocemos en la feria de las vanidades muchas cosas de las que por nada del mundo queremos hablar, cosa muy natural, pues pueblos ha habido y hay que adoran al demonio y se dejarían arcabucear antes que mentarlo, de la misma manera que una señora inglesa o americana que en algo estime la decencia no consentirá que lastime sus castos oídos la palabra calzoncillos, por ejemplo, aunque conoce perfectamente su uso. No importa que las señoras vean a todas horas al demonio, no importa que convivan con la prenda de vestir antes mencionada; son sus nombres los que no pueden escuchar sin grave ofensa de su pudor; y como el escritor de esta historia quiere someterse a la moda, si alguna vez habla de la maldad o del vicio cuida de hacerlo en forma agradable que no ofenda los sentimientos de nadie. Becky, por ejemplo, no está precisamente exenta de vicios, pero, esto no obstante, reto a mis lectores a que me prueben que no la he presentado al público de una manera fina e inofensiva. Cuando he descrito a esta sirena, que canta y sonríe, tienta y seduce, ¿he olvidado por ventura las leyes de la decencia? En mis narraciones, ¿he dejado que mostrase algunas veces la repugnante cola? No. Los que lo deseen, pueden zambullirse bajo las aguas, que son bastante transparentes, y verán cómo esa cola se te tuerce y enrosca, cómo se agita repelente entre osarios y cadáveres, pero aunque esto ocurra en el seno de las aguas, queremos que la Becky visible resulte una Becky agradable, una Becky decorosa, una Becky que no pueda escandalizar al más hipócrita de los moralistas de la feria de las vanidades.

Si hubiésemos de dar cuenta exacta de su vida durante los dos años siguientes a la catástrofe de la calle Curzon, con derecho y razón podrían acusarnos nuestros lectores de que no rendimos culto a las conveniencias, podrían echarnos en cara que escribimos un libro inmoral, porque inconvenientes e inmorales son los actos de las personas faltas de fe y de corazón, de las personas que han hecho de los placeres el objetivo único de su existencia, de las mujeres infieles, insensibles al amor, pero habituadas a prodigarlo, aunque parezca imposible que nadie pueda prodigar lo que no conoce ni tiene. Yo me inclino a creer que tuvo Becky un período durante el cual, ya que no al remordimiento, porque el remordimiento no cabía en su alma, se entregó a la desesperación, pues no se comprende de otra suerte que descuidase su persona y no cuidase poco ni mucho de su reputación.

Claro está que aquel abattement, aquella degradación, no fueron fulminantes: vinieron poco a poco, por grados, a raíz de su calamidad y seguramente después de recias y porfiadas luchas. Es lo que hace el náufrago que pudo asirse a una tabla: se aferra a ella con todas sus fuerzas mientras le queda un átomo de esperanza; pero cuando, perdida ésta, la suelta, cuando se convence de que sus luchas son estériles, se sumerge y llega al fondo del abismo con celeridad vertiginosa.

Becky permaneció en Londres mientras su marido hacía los preparativos para posesionarse del cargo que acababan de conferirle. Aseguran que hizo más de una tentativa para ver a su cuñado sir Pitt, con la esperanza, sin duda, de tornar a éste completamente en su favor, alentando sentimientos que no le habían sido contrarios. Se sabe que un día, al dirigirse sir Pitt a la Cámara de los Comunes en compañía del señor Wenham, éste descubrió a Becky que, oculta la cara bajo espeso velo negro, acechaba por las inmediaciones de dicho edificio público. Becky, al verse descubierta por el amigo de sir Pitt, desapareció con maña, y sus proyectos fracasaron por entonces.

Es posible que fuera lady Jane quien desbarató definitivamente los planes de su cuñada, pues me han contado que opuso un veto tan enérgico y decidido a Becky, que llenó de asombro a sir Pitt, habituado a verla siempre sumisa y obediente. Espontáneamente y sin consultar a su marido hizo que Rawdon fuese a vivir a su casa de la calle Gaunt hasta que embarcase para Coventry Island, segura de que mientras en su casa viviese Rawdon no traspasaría Becky sus umbrales. Las cartas que llegaban para su marido pasaban por sus manos a fin de impedir que Becky se pusiera en comunicación escrita con sir Pitt.

Claro está que si sir Pitt hubiese querido recibir cartas de Becky o entrevistarse con ésta, lo hubiese hecho, pese a las precauciones adoptadas por lady Jane, pero es el caso que nuestro barón estaba indignado contra su cuñada. Parece que después del accidente sufrido por lord Steyne, Wenham celebró una conferencia con sir Pitt, y que hizo a éste una biografía de Becky tan exacta como documentada. Nada calló Wenham: puso a sir Pitt en antecedentes sobre la persona y los hábitos del padre de su cuñada, le dijo que su madre fue bailarina, le explicó la historia de soltera de nuestra interesante amiguita, le reveló su conducta de casada… y como creo piadosamente que la historia en cuestión era falsa, dictada por la malevolencia, me abstengo de copiarla aquí. Eso sí: falsa o cierta, le enajenó toda la estimación de su cuñado, tan predispuesto hasta entonces en su favor.

No son muy considerables las rentas anejas al cargo de gobernador de la Coventry Island. Separadas por Su Excelencia las cantidades necesarias para amortizar deudas pendientes y las que exigían los gastos de representación, bastante elevados por cierto, Rawdon vio que no podía señalar a su mujer más que una pensión de trescientas libras esterlinas al año, suma que resolvió pagar a Becky, a condición de que ésta no le molestase jamás. En caso contrario, desafiaría el escándalo y entablaría el correspondiente expediente de divorcio. Becky debería salir de Inglaterra: le convenía a ella en primer término, convenía al señor Wenham, convenía a lord Steyne, convenía a Rawdon, convenía a todo el mundo.

El arreglo de sus asuntos la embargó en tales términos, que ni tiempo le dejó para acordarse de su hijo, a quien no se le ocurrió ir a ver. Este caballerito quedó confiado a la solicitud de sus tíos. Su madre, ya que no le vio, favorecióle con una carta fechada en Boulogne, en la cual le decía que iba a hacer un viaje por el Continente y que tendría el placer de escribirle otra vez. No cumplió su promesa hasta algunos años después, cuando la muerte, arrebatando al hijo único de sir Pitt, hizo heredero forzoso de Crawley de la Reina al hijo de Becky. Éste, al recibir la carta, miró a su tía, y le dijo: