Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—¿Cuánto dinero habrá dejado al muchacho? Seguramente poco. De fijo habrá distribuido su fortuna en tres partes iguales…

¿Qué sería lo que el pobre moribundo quiso decir las dos o tres veces que se le vieron hacer esfuerzos tan violentos para hablar? Es probable que desease ver a Amelia, reconciliarse con ella antes de abandonar el mundo, llevarse el perdón y el cariño de la que fue esposa de su hijo y ahora era su viuda santa y fiel. Es más que probable, porque su testamento demostró que el odio que por espacio de tantos años rebosó en su corazón había desaparecido.

En el bolsillo del batín que llevaba cuando sufrió el ataque encontraron la carta que George le había escrito el día de la batalla de Waterloo, así como también la llave de la gaveta donde guardaba las cartas y documentos referentes a su hijo, prueba de que los había registrado y leído recientemente, acaso la víspera de su ataque.

Abierto el testamento, hallóse que legaba la mitad de su fortuna a George, y de la otra mitad hacía dos partes iguales, que heredaban sus dos hijas. Dejaba a la viuda de su hijo, «de mi amado hijo George», tales eran las palabras del viejo, una pensión anual de quinientas libras esterlinas, con cargo a la fortuna de su nieto, de cuya tutela se encargaría nuevamente la madre.

Nombró su ejecutor testamentario a William Dobbin, «el amigo íntimo de mi amado hijo, el hombre generoso que, apelando a su bolsillo particular, sacrificando sus intereses, sufragó las atenciones de mi nieto y de mi nuera, cuando carecían del apoyo de las personas que estaban en la obligación sagrada de proporcionárselo. Quiero darle aquí las gracias (continuaba el testador) por la bondad y generosidad con que ha atendido a los míos, y le suplico que acepte de mí la cantidad necesaria para comprar un despacho de teniente coronel, o para disponer de ella en la forma que estime conveniente».

Amelia se abandonó a todas las expansiones de la gratitud cuando tuvo noticia de las disposiciones testamentarias de su suegro, pero su alegría no tuvo límites al saber que George volvía a su lado. También averiguó entonces que el generoso auxilio del comandante la había sostenido en las duras pruebas de la miseria, que fue obra suya su matrimonio con George, obra suya el cambio de sentimientos del señor Osborne, y entonces… entonces cayó de rodillas, y pidió fervorosamente a Dios que llenase de bendiciones al hombre generoso, cuyas plantas hubiese besado de buena gana, al prodigio de afecto y abnegación ante quien se humillaba.

Agradecimiento, sólo agradecimiento podía devolver… Si alguna vez pensaba en otra recompensa, salía de la tumba la imagen de George y le decía:

«Eras mía, mía y de nadie más, ahora y siempre».

William leía todos sus pensamientos, que no en vano se había pasado la vida entera adivinándolos.

Es altamente edificante ver cómo creció el mérito de Amelia en la estimación de las personas que la conocían cuando se hizo público el testamento de su suegro. Los criados de Joseph, quienes jamás obedecieron sus órdenes sin discutirlas, sin replicar que consultarían al señor, no volvieron a pensar en apelaciones de este género. La cocinera dejó de burlarse de los trajes gastados de la hermana del «señor», y los criados de gruñir cuando Amelia tocaba la campanilla. Algunos amigos de Joseph, tanto damas como caballeros, que hasta entonces no se habían acordado de la existencia de Amelia, comenzaron a interesarse por ella y le enviaron cartas de pésame. Hasta el mismo Joseph, para quien Amelia era una pobre mujer inofensiva, a la cual debía él dar casa y comida, comenzó a tratarla con el mayor respeto, a acompañarla en la mesa, a preguntarle con interés cómo iba a pasar el día.

En su calidad de tutora de George, y con el consentimiento de Dobbin, ejecutor testamentario de su suegro, suplicó a Jeannie Osborne que continuara viviendo en la casa de la plaza Russell todo el tiempo que fuese de su agrado, pero Jeannie le dio las gracias, manifestando que nunca pensó vivir en aquella mansión solitaria, y partió poco después para Cheltenham, en compañía de dos de sus criadas más viejas. El resto de la servidumbre fue despedida, después de gratificada generosamente. Como Amelia no quiso ocupar la casa de la plaza Russell, el rico mobiliario fue embalado convenientemente, recogidas y guardadas las alfombras, y enviado todo a un guardamuebles, donde quedó depositado hasta que George fuera declarado mayor de edad. La plata pasó a los sótanos blindados del Banco de los señores Stumpy y Rowdy.

Un día, Amelia, vestida de riguroso luto, y llevando de la mano a su hijo, fue a visitar la desierta mansión en la que no había puesto los pies desde niña. Recorrió los salones, cuyos muros conservaban las señales de los cuadros y espejos que antes los decoraran, subieron a la habitación donde George dijo que había muerto su abuelo, y desde ésta pasaron a las que fueron de su marido. Desde uno de los balcones contempló Amelia la casa donde había nacido, la casa donde tantos días felices pasara durante su niñez. ¡Cuántas amarguras saboreó desde entonces! Todas éstas resurgieron en su memoria, juntamente con la imagen del hombre que fue su protector constante y desinteresado, su ángel bueno, su bienhechor, su amigo tierno y generoso.

—¡Mira, mamá, mira! —exclamó de pronto George—. Aquí, en este cristal, veo grabadas con un diamante las iniciales G. O. No las había visto nunca.

—Fue ésta la habitación de tu padre, hijo mío, antes de que tú nacieras —contestó la madre, sonrojándose y besando apasionadamente a George.

Apenas si habló palabra durante su regreso a Richmond, donde habían tomado casa, y donde como es natural tenía reservada una habitación Dobbin, el cual visitaba a diario a la viuda, obligado por la infinidad de asuntos relacionados con la tutela de George, que tenía necesidad de tratar.

George fue retirado del colegio del señor Veal, quien recibió encargo de preparar una inscripción que sería esculpida en la lápida de rico mármol que la viuda quería hacer colocar al pie del monumento erigido en la iglesia de Foundling en honor de su marido.

Mary Osborne, la tía de George, casada con Frederick Bullock, aunque había sido despojada por el niño de mucha parte de la suma que esperaba recibir de su padre, dio pruebas del espíritu de caridad que aleteaba en su alma reconciliándose con la madre y con el hijo. Como la distancia entre Rochampton y Richmond no es grande, un día colocó a sus raquíticos hijos en el carruaje blasonado y se hizo conducir al domicilio de Amelia. La familia Bullock hizo irrupción en el jardín, donde Amelia estaba leyendo un libro, Joseph entregado a la plácida ocupación de poner fresas en tarros llenos de vino, y Dobbin puesto en cuatro pies para que George saltase sobre su espalda.

«Está muy proporcionado de edad con Rosa», pensó la cariñosa madre, volviendo los ojos hacia la niña de este nombre, ejemplar raquítico y enteco de siete años de edad.

Al acercarse a George, dijo la mamá:

—Rosa, da un beso a tu querido primo… ¿No me conoces, George? Soy tu tía.

—Conozco a usted muy bien —respondió George—; pero no me gusta que me besen… —y al decir así se apartó, esquivando a su obediente primita.

—Llévame a donde está tu mamá —dijo la tía.

George cumplió el mandato, y las dos señoras se saludaron después de no haberse visto en quince años. Mientras Amelia fue pobre, no se acordó Mary de que tal persona habitase en el mundo, pero había variado su suerte, y, de consiguiente, nada más natural que visitarla.

Y no fue ella sola. Nuestra antigua amiga la señorita Swartz se apresuró a presentarse con su marido en la casa de Amelia. ¡Ah! Siempre la quiso, y creemos de buena fe que le hubiese dado mil pruebas de su cariño si hubiera sabido dónde vivía; pero, que voulez-vous? En una ciudad inmensa como Londres, no siempre se dispone de tiempo para buscar a los amigos.

No había transcurrido el período de luto, cuando ya Amelia se encontraba, sin buscarlo ni quererlo, en el centro de una sociedad tan numerosa como distinguida. Ni una sola de las damas que la cortejaban dejaba de tener un pariente que fuese Par del Reino, aunque su marido fuera un negociante de la City. Lejos de divertirse Amelia, sufría al encontrarse entre ellas, y sobre todo, las dos o tres veces que hubo de aceptar las insistentes invitaciones de la señora de Bullock. Parece que ésta se había empeñado en protegerla, en formarla: ella era la que buscaba las modistas para Amelia, ella la que pretendía dirigir su casa, ella la que le enseñaba la manera de conducirse. Todos los días se presentaba a visitarla. Joseph la escuchaba con gusto, pero Dobbin gruñía al verla y decía que su pretendida elegancia no valía dos peniques. Otra de las asiduas era la señora de Rowdy, esposa del banquero que tenía a su cargo la administración de una considerable parte de la fortuna dejada por el señor Osborne.

—Parece buena mujer, pero insípida —decía la señora Rowdy—. El comandante, si no me engaño mucho, está épris hasta la médula de los huesos.

—Le falta tono —contestaba la señora Hollyoc—. Es inútil que trabaje usted, pues no ha de conseguir formarla.

—A decir verdad, es una ignorante —terció la señora Glowry.

—Amigas mías… que es la viuda de mi hermano —replicaba Mary Osborne—. Nuestra obligación es instruirla, no criticarla. No creo que nadie pueda pensar que son propósitos interesados los que guían a los que nos tomamos tantos trabajos.

—Esa pobre mujer siempre piensa en lo mismo —decía más tarde la señora Rowdy—. Quiere que retiren los fondos de nuestra casa y los depositen en la de su marido, y para conseguirlo, adula a Amelia y mima al niño, en quien ya tiene puestos los ojos para marido de esa niña hética, de esa zangolotina de Rosita… ¡Qué ridiculez!

 

Tales eran las personas que invadían la casa de Amelia. Personas elegantes, personas distinguidas que, lejos de hacer feliz a Amelia, le proporcionaban frecuentes motivos de disgusto.

Capítulo LXII

En las márgenes del Rin

Han pasado algunas semanas desde que ocurrieron los sucesos narrados en el capítulo anterior. Una hermosa mañana, después de celebrada la sesión de clausura del Parlamento, cuando los calores del estío ponen en dispersión a toda la alta sociedad de Londres, el buque correo de Batavia abandonó majestuoso el desembarcadero del Támesis, llevando consigo una sociedad escogida de fugitivos ingleses. Niños sonrosados, bulliciosas niñeras y doncellas, señoras tocadas con lindos sombreritos de verano y ataviadas con vaporosos vestidos, caballeros cuyos bigotes comienzan a brotar y robustos veteranos de la vida que varias veces han sembrado el oro inglés por todo el Continente, llenan las toldillas, los puentes y los bancos de cubierta. Más numerosa que la congregación de personas, y cuenta que lo es mucho, es la de baúles, maletas y cajas. Hay entre los viajeros jóvenes recién salidos de Cambridge, a quienes acompañan sus tutores, y hacen un viaje de instrucción a Nonnenwerth o Königswinter; caballeros irlandeses, que lucen inconmensurables patillas y prodigiosa cantidad de joyas, que no saben hablar más que de caballos y tratan con exquisita galantería a las damas, a las que por cierto los jóvenes de Cambridge y su descolorido tutor huyen con timidez de pudorosas doncellas; paseantes del Pall Mall, que van a Eme o a Wiesbaden para que sus aguas arrastren hasta los últimos restos de los banquetes de la estación pasada, y a distraer las horas de aburrimiento viendo funcionar la ruleta o haciendo alguna posturita al treinta y cuarenta. Han tomado también pasaje en el buque el señor Matusalén, recién casado con una jovencita a la que obsequia y acompaña a todas horas el capitán Mariposón; el joven señor Mayo, en viaje de placer en compañía de su prometida, la señora Gélida, compañera de colegio de su abuela; sir John y su señora, con sus doce hijos y otras tantas niñeras; y, finalmente, la ilustrísima familia de Bareacres, la cual ha tomado asiento cerca de la rueda del timón, desde donde mira a todo el mundo y no habla con nadie.

Carruajes adornados con coronas y escudos heráldicos llenan uno de los puentes, obstruyendo el paso a los pobres viajeros de los camarotes de proa. Dichos viajeros son: unos caballeros de Hounsditch, que han embarcado con sus personas las provisiones de boca que consideraron necesarias para el viaje; unos individuos de traza pintoresca, provistos de magníficos bigotes y de enormes carpetas, que sin pérdida de tiempo se pusieron a dibujar cuando no llevaban ni media hora en el barco; dos femmes de chambre francesas, cuyos estómagos se declararon en rebeldía antes de dejar por popa a Greenwich, y un par de grooms, que rondaban como almas en pena en torno de las cajas que encerraban las monturas de los caballos.

Los criados, luego que dejaron a sus señores instalados en sus camarotes, se reunieron y empezaron a hablar y a fumar. Los caballeros hebreos no tardaron en reunírseles. Hablaban de los carruajes, entre los cuales llamaba la atención el de sir John, donde cabían holgadamente trece personas, el de lord Matusalén y el de lord Bareacres. Me pasma que este último dispusiera del dinero necesario para el viaje, pero a bien que, si preguntásemos a los caballeros hebreos, podrían decirnos éstos qué cantidad llevaba en el bolsillo en aquel instante, qué interés pagaba por ella, y quién se la había proporcionado. Pero haciendo caso omiso de este detalle, que no viene al caso, diremos que las conversaciones de las distinguidas personas reunidas cerca de los coches, luego que versaron sobre los ejemplares mencionados, giraron sobre un lindo cochecito de viaje, alineado con los demás.

—A qui cette voiture-là? —preguntó uno.

—C’est a Kirsch, je pense… je l’ai vu toute à l’heure… qui prenait des sandwiches dans la voiture —contestó el interpelado.

No tardó en presentarse Kirsch, vertiendo por su boca juramentos poliglotas contra el mar y los marineros, el cual dio cuenta de sí mismo y del coche objeto de los comentarios de sus hermanos de profesión. Dijo que el carruaje era propiedad de un nabab de Calcuta y Jamaica, enormemente rico, con quién él viajaba.

Hablando estaba Kirsch cuando un caballerito, que había escalado el muro de maletas y baúles, desde donde saltó sobre la techumbre del carruaje de lord Matusalén y pasado de coche en coche hasta llegar al suyo, salió por la portezuela de éste y se presentó en el corro de criados, con aplauso general de éstos.

—Nous allons avoir une belle traverseé, monsieur George —dijo Kirsch, llevando la mano al sombrero galoneado.

—¡Vete al diablo con tu francés! —gritó el caballerito—. ¿Por dónde andan las galletas?

Contestó Kirsch en inglés, idioma que hablaba con la misma incorrección que todos los demás.

El imperioso caballerito que buscaba las galletas era nuestro buen amigo George Osborne. Su tío Joseph y su mamá estaban en la cubierta superior, acompañados por un caballero, que solía visitarles con frecuencia, y que hacía con ellos su excursión veraniega.

Joseph había tomado asiento frente a la familia del conde de Bareacres. Éste y su señora embargaron al punto toda su atención, y con motivo, pues parecían mucho más jóvenes que cuando aquél les conoció en Bruselas el año 1815. El cabello de la condesa, castaño entonces, era ahora de un rubio purísimo, y las patillas del conde, rojas por aquella época, habían adquirido un tono negro ala de cuervo que no había más que pedir. Los movimientos del noble matrimonio absorbían toda la atención de Joseph, quien no acertaba a mirar a nadie más.

—Parece que te interesan mucho esos señores —le dijo Dobbin riendo.

También rio Amelia. Vestía traje de mañana y parecía muy contenta.

—¡Qué día tan encantador! —exclamó Amelia—. Yo creo que la travesía será tranquila.

—Poco te preocuparía el tiempo si hubieses hecho los viajes que he hecho yo —contestó Joseph con entonación burlona.

Bueno será decir que no obstante su costumbre de viajar por mar, Joseph se pasó la noche tendido en el fondo de su carruaje, donde hubo de depositarle su criado, mareado y presa de bascas y de vómitos.

A su debido tiempo desembarcaron los felices pasajeros en Rotterdam, donde otro vapor les tomó a bordo para dejarles en Colonia. La satisfacción de Joseph fue inmensa cuando leyó en la prensa de Colonia que «Herr Graf Lord von Sedley nebst Begleitung aus London». Había llevado consigo su uniforme de gala y obligó a Dobbin con su insistencia a llevar también el suyo. Anunció que era su intención ser presentado en algunas cortes extranjeras y ofrecer sus respetos a los soberanos de los países que honrase con su presencia.

En cuantas capitales hacían estación los viajeros, Joseph se apresuraba a dejar su tarjeta y la de Dobbin en la residencia de «nuestro ministro». Llevaba un diario en cuyas páginas hacía constar los defectos o las excelencias de las distintas fondas donde se hospedaba, y, sobre todo, la calidad de los vinos y platos que le eran servidos.

En cuanto a Amelia, disfrutaba de una felicidad pura y completa. Dobbin la seguía a todas partes, llevando su álbum y pinceles, y admiraba los dibujos de la artista como nadie los había admirado antes. Sentada en la cubierta de los barcos en que hacían sus excursiones por el Rin, dibujaba riscos y castillos, o visitaba las antiguas torres, nidos de caballeros bandidos, acompañada de sus dos ayudantes de campo, George y Dobbin. Muchas de sus excursiones habían de hacerlas sobre los lomos de borricos enanos, y si Amelia reía al ver que los pies de Dobbin rozaban el suelo durante la marcha, Dobbin reía con tanta gana como ella. Era Dobbin el intérprete de la familia, pues si no hablaba correctamente el alemán, lo entendía y chapurreaba a medias. En cuanto a George, hizo tales progresos en el idioma del país, que al cabo de un par de semanas hablaba el alemán con los postillones y los dueños de las fondas y los camareros de las mismas en forma tan graciosa, que era el encanto de su madre y la alegría de su tutor.

Rara vez formaba Joseph parte de las excursiones de tarde hechas por sus compañeros de viaje. Después de la comida, prefería dormir, insensible a los prodigiosos paisajes que ofrecen las cercanías del Rin. Verdad es que sus compañeros apenas si notaban su ausencia.

Con mucha frecuencia asistían por las noches a la Ópera, que proporcionó a Amelia ocasión de saborear placeres para ella desconocidos hasta entonces: por primera vez escuchó las maravillas musicales de Mozart y de Cimarosa. En cuanto a Dobbin, ya sabemos que poseía un gusto musical excelente, puesto que le hemos visto ejercitándose en la flauta más de una vez, pero más que la música en sí, le deleitaba el entusiasmo, el éxtasis con que Amelia la escuchaba. Ante los ojos de nuestra amiga se extendió un mundo nuevo de amor y de hermosura al oír composiciones tan divinas. No nos sorprende: ¿qué persona dotada de la sensibilidad exquisita de Amelia puede permanecer indiferente oyendo a Mozart? Las melodías más tiernas de Don Juan hacían brotar en su alma raptos tan deliciosos, que muchas veces se preguntaba si no sería pecaminoso escuchar con tanto deleite el Vedrai Carino o el Batti Batti. Por fortuna la tranquilizaba Dobbin, a quien consultaba sobre el particular, diciéndole que todo lo bello hace brotar en el alma del cristiano sentimientos de gratitud hacia el Creador.

Con placer especial nos detenemos en este período de la existencia de Amelia, porque fue para ella manantial de dicha no interrumpida y de pura alegría. La pobrecilla no estaba habituada al género de vida que entonces llevaba, no había tenido ocasión de refinar sus gustos y su inteligencia, vivió y creció entre capacidades vulgares, suerte común a muchas mujeres, y debido a estas causas la hemos conocido siempre humilde, poco comunicativa, enemiga de las reuniones brillantes donde era imposible que representase un buen papel. Y como en la cofradía del bello sexo, cada cofrade es rival de todos los demás cofrades, a los caritativos ojos de las mujeres la timidez de Amelia era tontería, su dulzura poquedad de espíritu, y su silencio… que muy bien podía ser protesta tácita contra el charlatanismo insubstancial de las demás, su silencio no halló nunca disculpa ni compasión en el seno de la inquisición femenina. Si esta noche, mi querido y refinado lector, hubiésemos de asistir tú y yo a una tertulia de tenderos al por menor, pongo por caso, ¿no te parece que nuestra conversación tendría muy poco de brillante? Y si, invirtiendo los términos, fuera un tendero el invitado a una de las soberbias fiestas que das en tu casa, y se encontrase rodeado de personas de educación exquisita, entretenidas en desollar a sus amigos en la forma más espiritual y deliciosa imaginable, ¿no crees que el tendero callaría como una ostra, no sentiría interés por una charla que no entendía, ni interesaría a los demás con su conversación?

Por otra parte, tampoco sabemos que Amelia hubiese tenido la suerte de frecuentar el trato de ningún caballero verdad, planta mucho más rara de lo que acaso supongamos. Conocemos centenares de personas que visten a la última moda, que hablan muy bien, que son prodigios de refinamiento y de educación; pero ¿merecen el nombre de caballeros? ¿Son hombres rectos, irreprochables, leales, hombres que nunca persiguieron objetivos que no fuesen generosos, hombres que miraron siempre con la misma simpatía a los grandes que a los pequeños? Tome el lector una hoja de papel, y consigne en ella los nombres de aquellos a quienes considere dignos del nombre de caballeros: yo tomaré una tirita muy estrecha, porque no necesito más espacio para escribir un nombre solo: el de William Dobbin.

Mi amigo el comandante Dobbin es, sin género de duda, caballero verdad. Sus piernas son descomunalmente largas, su cara amarillenta, es un poquito tartamudo, defecto que, al principio, me pareció ridículo; pero sus pensamientos fueron siempre elevados, su inteligencia sin ser extraordinaria es despejada, su conciencia recta, su vida honrada y pura, su corazón generoso y humilde. No puedo negar que era dueño de aquellas manazas de cavador y de aquellos pies anchos y nada artísticos que con tanta frecuencia pusieron en solfa los dos George, lo que acaso contribuyó no poco a que la misma Amelia formase un juicio algún tanto pobre acerca del mérito de su propietario, pero es posible que estos juicios no fuesen definitivos, es posible que con el tiempo sufriesen modificación. ¿Por ventura no nos hemos engañado todos al juzgar a nuestros héroes, y no hemos modificado nuestras opiniones centenares de veces? De Amelia podemos decir que, por el tiempo en que hacía el viaje que estamos narrando, comenzaba a estimar en mucho los merecimientos del comandante.

 

Fue en la linda y pequeña ciudad ducal de Pumpernickel (la misma en que el actual sir Pitt Crawley desempeñó con tanto honor su cargo de attaché) donde vi por vez primera al coronel Dobbin y a sus amigos. Habíanse hospedado en el Hotel Erbprintz, el mejor de la ciudad, y sentádose, la noche de su llegada, a la table d’hôte. Todo el mundo admiró la gravedad y aire majestuoso de Joseph, y la naturalidad con que paladeaba el Johannisberger que había mandado servir. Pudimos observar también que el muchacho daba pruebas de un apetito muy regular, y que consumía schinken, y braten, y kartoffeln, y jamón cranberry, y ensalada, y pudding, y pollos asados con bravura que hacía honor a la nación de donde era oriundo. Después de tomar quince platos fuertes, acometió con ejemplar ardor los postres, de los cuales se llevó algunos al teatro. La dama enlutada, que era la mamá del niño, rio mucho durante la comida y celebró las pruebas de espiéglerie de su hijo. No rio menos el coronel —y decimos coronel porque muy pronto tuvimos ocasión de comprobar que lo era—, quien bromeaba con el niño animándole a llevarse a su cuarto los platos que no había probado.

Celebrábase en el Royal Grand Ducal Purnpernickelisch Hof lo que llaman una gastrolle, y cantaba el primer papel de la maravillosa ópera Fidelio la famosa diva Schroeder Devrient, a la sazón en todo el apogeo de su hermosura y de sus facultades. Desde nuestras butacas pudimos contemplar a nuestro sabor a los cuatro viajeros a quienes habíamos admirado en la table d’hôte, ocupando el palco que Schwendler, el dueño del Erbprintz, reserva para sus huéspedes de primera distinción. No pude menos de notar el efecto que la prodigiosa actriz y la música de la ópera producían en la señora viuda de Osborne, que así oí que la llamaba el caballero grueso de los bigotes que formaba parte del cuarteto. Tal efecto produjo en ella el soberbio coro de los Prisioneros, número musical de una grandeza imponderable, que hasta el inconmovible Fipps, el attaché a la legación inglesa, que la contemplaba con sus gemelos, exclamó sin poder contenerse:

—¡Señores! ¡Encanta ver a una dama capaz de sentir tan hondo la música! ¿Y qué diremos de la escena de la Prisión, cuando Leonora, abalanzándose hacia su marido, canta: Nichts, nichts, mein Florestan? La dama enlutada, presa de emoción indescriptible, se cubrió la cara con su pañuelo. Los gemelos estaban todos fijos en la dama en cuestión.

Al día siguiente representaron otra obra de Beethoven, Die Schlacht bei Vittoria. En las primeras escenas de la ópera se presenta Malbrook, como para indicar el avance del ejército francés. Poco después suenan tambores, trompetas, truena la artillería, llénase el aire de quejidos, de ayes de los moribundos, y, al fin, sobre el estruendo, brotan potentes y majestuosas las notas del himno: God save the King.

No habría en el teatro más de veinte ingleses; mas no bien sonaron las notas de aquel himno, todos ellos sin excepción se pusieron en pie, proclamándose hijos de la vieja Inglaterra. Tapeworm, el Chargé d’Affaires, además de ponerse en pie, hizo tres reverencias a la sala como representante del Reino Unido. Era Tapeworm sobrino y heredero del famoso general Tiptoff, coronel del regimiento donde servía Dobbin poco antes de la batalla de Waterloo, y muerto años después cargado de honores. Le sucedió en el mando del regimiento nuestro coronel y amigo sir Michael O’Dowd.

Sin duda Tapeworm debió conocer al coronel Dobbin en la casa de su tío el general, pues le reconoció en el teatro y llevó su condescendencia, no obstante su condición de ministro de Su Majestad, hasta el punto de ir a saludarle en su palco y de estrecharle calurosamente las manos en presencia de toda la sala.

—¡Miren… miren a ese tunante de Tapeworm! —exclamaba Fipps—. En cuanto ve a una mujer bonita, ya le tienen a su lado. Por supuesto que, como no sea para eso, no sé que los diplomáticos sirvan para nada.

—¿Tengo el honor de dirigirme a la señora de Dobbin? —preguntaba mientras tanto el ministro, ofreciendo su enguantada diestra a Amelia.

George soltó una carcajada que resonó por todo el teatro: la dama y el coronel se pusieron colorados.

—Esta señora es la viuda de George Osborne —contestó Dobbin—; y este caballero es su hermano el señor Joseph Sedley, jefe distinguidísimo de la Compañía de Bengala: tengo el honor de presentarlo a Su Excelencia.

Su Excelencia dijo a Joseph, dedicándole una de sus sonrisas más fascinadoras:

—¿Piensa usted detenerse algún tiempo en Pumpernickel? Aburrida es la población, pero procuraremos hacerla agradable a personas tan distinguidas como ustedes. Mañana tendré el placer de hacer a ustedes una visita en el hotel.

Segundos después salió del palco, no sin antes dirigir a Amelia una sonrisa y una mirada asesinas, que el diplomático creyó serían bastante para rendir a la dama.

Terminada la función, los jóvenes elegantes formamos a uno y otro lado de la puerta del teatro y pasamos revista a los que salían. Desfiló primero la duquesa viuda, quien tomó asiento en su carroza entre dos fieles damas de honor. Al estribo trotaba un caballero cubierto de condecoraciones. Redoblaron los tambores, saludó la guardia, y la carroza desapareció.

Siguió a continuación el transparentísimo duque y su transparentísima familia, escoltados por los altos dignatarios y gentileshombres de su casa. En Pumpernickel se conoce todo el mundo: en cuanto se ve una cara desconocida, el ministro de Negocios Extranjeros se da una vueltecita por el Hotel Erbprintz y averigua al punto cómo se llama y de dónde viene el forastero.

También vimos salir del teatro a nuestros cuatro ingleses. A continuación de Tapeworm, que apareció envuelto en su holgada capa, seguido por su obligado granadero gigantesco, y de la señora del primer ministro, con su hija, la encantadora Ida, aparecieron nuestros amigos, primero el niño bostezando desaforadamente, luego el coronel Dobbin, colocando y arreglando solícito el chal de la señora viuda de Osborne, y por último Joseph, solemne como siempre, con el sombrero ladeado y luciendo un chaleco de fantasía que era un encanto. Todos nos quitamos los sombreros, y la linda damita de la table d’hôte contestó nuestro saludo con una sonrisa divina y una inclinación de cabeza que todos agradecimos en el alma.

Esperaba a los ingleses el carruaje del hotel, en el que se encontraba el fiel Kirsch, pero como el caballero gordo dijo que prefería ir a pie, fumando un veguero enorme, montaron los tres restantes en el coche, y Kirsch saltó del pescante y se colocó a retaguardia de Joseph para llevar la caja de los cigarros de éste.

Nos acercamos todos al caballero grueso, le saludamos y ponderamos los agréements de la ciudad. Parece que el inglés los encontró encantadores. Le dijimos que con frecuencia emprendíamos excursiones cinegéticas, que se daban muchos bailes en los salones de los grandes duques, que nuestra alta sociedad era hospitalaria, nuestro teatro excelente y la vida barata.

—Nuestro ministro me ha parecido un caballero afable y de trato encantador —observó Joseph—. Teniendo un representante como ése, y un médico de nota, me parece que me encontraría yo a gusto en esta capital… Señores, muy buenas noches.