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100 Clásicos de la Literatura

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Eran muchas las personas que ahora visitaban a Amelia. La madre y las hermanas de Dobbin, encantadas por su cambio de fortuna, frecuentaban mucho su trato, y Jeannie Osborne no era de las que con menos frecuencia se presentaban en su casa. Decíase que Joseph era inmensamente rico, y hasta el viejo y áspero señor Osborne veía con buenos ojos que su nieto George heredase las riquezas de su tío a la par que las suyas.



—Quiero que mi nieto sea un gran personaje —decía—; quiero verle ocupando un escaño en el Parlamento… Yo he jurado no ver nunca a su madre, y dicho se está que he de cumplir el juramento, pero tú puedes ir cuando te plazca a su casa.



Y Jeannie iba a ver a Amelia.



Las visitas de su hijo menudearon también más que antes: dos veces a la semana comía George en la calle Gillespie, donde ejercía el mismo dominio absoluto que en la plaza Russell.



Trataba con el mayor respeto al comandante Dobbin, cuya presencia le imponía modestia en su actitud y moderación en sus actos. Era un muchacho listo y comprendía que no debía jugar con el comandante. No podía menos George de admirar la sencillez de su padrino, su buen humor constante, sus muchos conocimientos, el culto que rendía a la verdad y a la justicia. No había encontrado el niño hombre tan ejemplar como Dobbin, e instintivamente le amaba y respetaba. En sus frecuentes paseos por los parques, George caminaba asido a la mano de su madre, mudo, juicioso, escuchando extasiado las conversaciones del comandante. Éste hablaba al niño de su difunto padre, de la India, de la gloriosa jornada de Waterloo, de todo menos de su persona. Si alguna vez George asomaba la oreja de su orgullo, Dobbin le hacía blanco de sus burlas, lo que a Amelia le parecía cruel. Un día que le llevó al teatro, y el niño dijo que no quería ir a butacas porque le parecía demasiado vulgar, le acompañó a un palco, le instaló en él, y le dejó solo, bajando el comandante a la platea, pero, a poco de sentado, sintió que alguien le echaba los brazos al cuello. Era George, que había comprendido la necedad de su conducta, y abandonaba las regiones elevadas para sentarse junto a la única persona que le merecía verdadero respeto. Una sonrisa de satisfacción y de ternura iluminaba entonces el rostro del comandante, cuyos ojos se volvían amorosos hacia el diminuto hijo pródigo.



No se cansaba nunca George de cantar a su madre los elogios de Dobbin.



—Le quiero mucho, mamá —decía el niño—, porque sabe muchas cosas y no se parece al señor Veal, quien no sabe hablar más que moviendo mucho los brazos y empleando palabras enrevesadas que no entendemos. Dobbin sabe el latín como el inglés, y habla francés, y todo lo entiende; cuando salimos juntos a paseo, me cuenta muchas historias sobre mi papá, sin decirme nunca nada de él, pero yo he oído decir al coronel Buckler, hablando con mi abuelo, que es uno de los militares más bravos del ejército y que en las guerras se ha distinguido mucho. Me acuerdo que mi abuelo contestó: «¿Distinguirse ese individuo? Siempre creí que era un infeliz de los que no sirven para nada». Pero yo sé que sirve, que vale mucho; ¿verdad, mamá, que vale mucho?



Si entre el comandante y el niño existía un cariño recíproco muy grande, en cambio no le había entre el niño y su tío. Remedaba el sobrino algunas de las frases peculiares del tío e imitaba sus movimientos y ademanes con tal gracia, que era imposible verle sin desternillarse de risa. Con gran trabajo contenían su hilaridad los criados cuando George, en la mesa, parodiaba la cara de su tío o empleaba algunas de sus frases favoritas al pedir algo. Dobbin, con toda su seriedad, prorrumpió más de una vez en carcajadas provocadas por las muecas y gestos burlescos de George, siendo de advertir que si éste no se burló de Joseph en sus mismas barbas fue porque lo impidieron las reprensiones de Dobbin y las súplicas de Amelia. El digno funcionario se percató muy pronto de que el niño le hacía burla, de que le creía un asno y de que estaba más que dispuesto a ponerle en ridículo; para evitarlo, en cuanto anunciaban que George vendría a comer con su madre, se acordaba de que tenía compromiso de comer en el casino. Hemos de confesar que las ausencias de Joseph no producían extremos de sentimiento en la casa: en tales ocasiones, el viejo Sedley abandonaba su retiro y se presentaba en el salón, al cual acudía invariablemente Dobbin. De éste podía decirse con toda propiedad que era el ami de la maison, toda vez que quería y era querido por el viejo, Amelia le distinguía con su amistad, George le adoraba y Joseph le respetaba como a asesor y consejero.



Annie Dobbin solía decir que su hermano frecuentaba la casa de sus padres tanto como cuando se encontraba en Madras.



Llevaba Joseph una vida noblemente ociosa, como cuadra a una persona de su importancia. Una de las primeras decisiones que adoptó, fue hacerse socio del Club Oriental, donde pasaba todas las mañanas departiendo con sus hermanos los indianos, y donde comía muchas veces: cuando no comía en el club, llevaba socios del club a comer a su casa.



No tenía Amelia más remedio que recibir y agasajar a aquellos caballeros y sus señoras. De boca de éstas supo Amelia que Smith no tardaría en tener asiento en el Consejo, que Jones había traído de la India un capital fabuloso, que la casa Thomson, de Londres, se negó a recibir letras giradas por la casa Thomson, Kibobjee y Compañía, de Bombay, que se susurraba que también estaba a punto de suspender sus pagos la casa del mismo nombre de Calcuta, que la conducta de la señora Brown fue altamente imprudente, si no criminal, durante su viaje a Europa, pues se pasaba las horas muertas en conversación familiar con el teniente Swankey, y se perdió con éste dos o tres veces el día que el buque hizo escala en El Cabo, etc., etc.



Los caballeros, casi sin excepción, adoraban el continente dulce y refinado sin pretensiones ni artificios de Amelia. Los galantes jóvenes del servicio de la India que pasaban en Londres sus licencias, que se hospedaban en los grandes hoteles del West End, que se exhibían en los teatros y llamaban la atención guiando sus carruajes en los parques, confesaban que Amelia era encantadora, la rendían tributo de admiración, se descubrían al cruzarse con ella y solicitaban el alto honor de ser admitidos en su casa. Un día, Dobbin encontró al teniente Swankey, galán peligroso y el más reputado Don Juan del ejército de las Indias, en conversación animada con Amelia, a la cual hacía una descripción elocuente y humorística de la caza de los cerdos salvajes. A partir de aquel día, el teniente Swankey lanzaba anatemas contra un jefe de los ejércitos del rey, sujeto flaco y alto, feo como el mismísimo demonio y de gesto avinagrado, que rondaba siempre la casa de Amelia como alma en pena y no podía tolerar la presencia de las personas dotadas de alguna gracia e ingenio.



Si en el pecho del comandante hubiese podido tener entrada la vanidad personal, es posible que hubiera sentido celos de aquel Don Juan fascinador; pero era nuestro Dobbin de un natural demasiado generoso y atesoraba un alma demasiado confiada para concebir la sospecha más ligera en contra de Amelia. Lejos de molestarle los homenajes que a Amelia tributaban, la admiración que a todos inspiraba, veíalos con gusto especial, con placer; tristezas hubo de apurar desde que casi era una niña, tristezas y amarguras sin mezcla de satisfacciones; veía pues el comandante con agrado cómo la felicidad destacaba sus méritos, y cómo mejoraba su ánimo al soplo de la prosperidad. Cuantos tengan corazón y talento felicitarán al comandante por el seso de que daba pruebas… suponiendo que puedan tener seso aquellos que se encuentran bajo la ilusión engañadora del idolillo de las flechas y la aljaba.



No paró Joseph hasta conseguir que su soberano le concediera una audiencia. A partir del día que obtuvo honor tan señalado, él, que había sido entusiasta admirador de George IV, se alistó con tal ardor en las filas de los torys, que llegó a considerarse robusta columna del Estado. Pretendió llevar a Amelia al palacio real, se hizo la ilusión de que, en parte no pequeña, la prosperidad pública y el porvenir de su patria dependían de él, y dio por cierto y averiguado que su soberano no sería feliz hasta que su familia, conducida por él, se diese una vueltecita por Saint James.



Amelia le escuchó riendo.



—Ese día tendré que ponerme todos los brillantes de la familia: ¿no te parece, Joseph? —preguntó aquélla con cierto retintín malicioso.



—Si usted me lo permitiese, Amelia —contestó Dobbin—, yo buscaría hasta encontrar algunos que fueran dignos de usted.





Capítulo LXI



Donde se apagan dos lámparas





Llegó un día, día aciago, en que vino a interrumpir las fiestas y alegrías a que se entregaba la familia de Joseph Sedley un suceso que suele acontecer inevitablemente en casi todas las casas.



¡Lector querido! ¿Es posible que al subir y bajar por la escalera de tu casa no te haya asaltado nunca el pensamiento de que llegará un día en que pises sus escalones por última vez? Esa escalera trae a tu memoria infinitos recuerdos. Por ella, acaso, cuando niño, has bajado a saltos, y para ser más rápido, despreciando el riesgo, te has deslizado tal vez muchas veces por la barandilla; por ella, cuando muchacho has subido sigiloso en horas de la madrugada, con los zapatos en la mano después de una noche agitada en el club; por ella, con su lindo traje de muselina, bajó resplandeciente tu hermana o tu hija, dispuesta a flechar en su primer baile cuantos corazones se pusieran a su alcance; por ella, un día, en tus fuertes brazos, bajó tu compañera, a la que el doctor acababa de dar de alta después de un acontecimiento feliz; y por ella suben y bajan los invitados y se transporta al niño recién bautizado, y trepan dificultosamente los ancianos… Pero también por ella subirá el médico que te haga la última visita, y los empleados vestidos de negro de la empresa de pompas fúnebres, cuando habiendo representado tu comedia en la tierra hayas de ser trasladado al lugar del eterno reposo. Si eres persona distinguida, colgarán en la puerta de tu casa un cartelón, sostenido por un querubín dorado en el cual imprimirán las tres palabras siguientes: «Descansa en paz». Tu hijo y heredero amueblará de nuevo la casa, o la alquilará, para irse a vivir a otro barrio más moderno; en los casinos de que eras socio figurarás entre las «bajas por defunción», tu viuda vestirá de luto, pero sin descuidar la comida, y muy pronto, hasta tu retrato principal, el que parece presidir la casa desde la repisa de la chimenea, habrá de ceder el puesto de honor a otro retrato, al retrato de tu heredero, al retrato del nuevo jefe de la familia.

 



¿Quiénes son los muertos más llorados? Yo creo que los que menos quisieron a los que les sobreviven. La muerte de un niño ocasiona explosiones de dolor y mares de lágrimas como no se derramarán, mi querido lector y hermano, cuando tú mueras. El fallecimiento de un hijo de pocos años, de un hijo que apenas si conoce al padre, de un hijo que te olvidaría a los cuatro días de no verte, te produciría dolor mil veces más acerbo que la muerte de tu mejor amigo, que la muerte de tu primogénito y heredero, hombre completo y padre de otros hijos. Solemos tratar con despego y hasta con dureza a Judá y a Simeón, pero se nos cae la baba ante nuestro Benjamín. Voy a darte un consejo, lector amigo: si eres viejo… y si no lo eres hoy lo serás probablemente… viejo y rico, o viejo y pobre; lo mismo da; hazte la reflexión siguiente: «Son muy buenos los individuos de mi familia que me rodean, pero no les afectará demasiado mi muerte. Soy muy rico, y mi fortuna, que heredarán, no les vendrá mal: al contrario; ansían poder administrarla y disfrutarla… o bien soy muy pobre, y están hartos de mantenerme y de sufrir mis impertinencias».



Apenas había llegado a su término la duración del luto por la señora Sedley, y casi no había tenido Joseph tiempo de abandonar sus trajes negros y vestir los lujosos chalecos de fantasía que tanto le agradaban, cuando fue fácil prever la proximidad de otro acontecimiento de aquella naturaleza, adivinar que el viejo buscaría muy en breve por las regiones de ultratumba a la compañera que le había precedido.



—El estado de salud de mi padre me impide dar reuniones numerosas en esta temporada —decía Joseph en el casino—; sin embargo, si tú, mi querido Chutney tienes gusto en comer en mi casa con dos o tres amigos, ven sin ruido ni aparato a las seis y media y me proporcionarás un verdadero placer.



Se ve, pues, que Joseph y sus íntimos comían y bebían clarete sin ruido, mientras pasaban los últimos granitos de arena en el reloj de la vida del buen Sedley padre. Alguna que otra vez acompañaba Dobbin a los amigos de Joseph en la mesa, y hasta Amelia aparecía, bien que contadas veces, por el comedor, aprovechando las breves visitas que el sueño hace a los viejos próximos a morir.



Durante su enfermedad, el señor Sedley quería tener constantemente a su lado a Amelia, y sólo de su mano recibía los alimentos y las medicinas. Por su parte, Amelia consagró al cuidado del enfermo todos los momentos de su vida: había mandado colocar su cama junto a la puerta que comunicaba con la habitación del anciano y despertaba al menor ruido y acudía apenas se quejaba o movía el paciente. Deber nuestro es hacer constar que muchas veces se pasaba el enfermo horas enteras despierto y perfectamente inmóvil, a fin de no turbar el reposo de su angelical y solícita enfermera.



Sentía hacia su hija una ternura como no la sintió acaso desde el día que aquélla vino al mundo, tal vez porque nunca brilló tanto aquella criatura sencilla y santa como en el desempeño de sus deberes filiales.



«Entra en la habitación del enfermo tan silenciosa como un rayo de sol», solía pensar Dobbin, cuando la veía entrando o saliendo del aposento donde moría su padre.




El viejo, conmovido por el cariño y bondad de su hija, olvidó los secretos resentimientos que en su contra abrigaba, los yerros de que la había acusado de concierto con su difunta mujer, los cargos que más de una vez la había dirigido diciendo que en su pecho habían muerto todos los amores menos el de su hijo, que dejaba abandonados a sus padres cuando los años y los infortunios se cebaban en ellos, que se entregaba a una desesperación absurda e impía, cuando la necesidad la obligó a separarse de su George. Todos estos motivos de resentimiento los olvidó el anciano al preparar su cuenta postrera. Una noche, al entrar Amelia en su aposento, encontróle despierto, y el pobre viejo, con acento sentido y voz emocionada, hizo a su hija confesión completa.



—¡Oh, Amelia! —exclamó—. ¡Ahora comprendo cuan injustos, cuan desagradecidos hemos sido contigo!



El pobre moribundo sacó su mano fría y estrechó la de su hija. Ésta cayó de rodillas y rezó… ¡Oh, lector amigo! ¡Quiera Dios que, cuando nos llegue la vez, tengamos a la cabecera de nuestro lecho un ángel como Amelia que rece con nosotros y por nosotros!



Es posible que, en sus horas de vigilia, su mente evocase toda la historia de su vida, y recordase sus primeras luchas, alegradas por la esperanza, sus éxitos y triunfos principales, su prosperidad, su opulencia, su ruina acaecida en los últimos años y su situación desesperada actual… situación que le robaba hasta las esperanzas de poder tomar venganza contra la fortuna que le había hecho blanco de sus rigores, no dejándole ni el consuelo de legar un nombre y un capital… ¿Es más dulce la muerte de quien abandona el mundo rico y celebrado, o bien la de quien se va pobre y desilusionado? ¿La de quien, dueño de tesoros, se ve en la dura necesidad de dejarlos, o bien la de quien, cansado de luchar, ha jugado y perdido la última partida? Extraña, muy extraña sensación debe de experimentar el que se diga: «Mañana me serán completamente indiferentes los éxitos o los fracasos. Mañana, cuando con la visita del nuevo sol, millones de hombres saldrán de sus casas para reanudar sus trabajos o entregarse a, sus placeres, a mí me sacarán para encerrarme en la tumba».



Y en efecto: amaneció el día en que todo el mundo se engolfó en sus quehaceres o se entregó a sus placeres menos John Sedley, quien ya no podía reñir más batallas contra la fortuna ni estudiar nuevos proyectos, ni plantear nuevos negocios, sino ir a dormir tranquilo en el cementerio de Brompton, junto a la mujer que fue la compañera de la mayor parte de los años de su vida.



El comandante Dobbin, Joseph y George acompañaron sus restos al cementerio, ocupando un coche tapizado de negro. Joseph emprendió un viajecito a raíz de ocurrido el deplorable acontecimiento, pues no podía serle agradable la permanencia en su casa dadas las circunstancias. No le imitó Amelia, quien, como siempre, cumplió con sus deberes filiales, por penosos que fueran, aunque hemos de confesar que la pena que el fallecimiento de su padre le produjo fue más solemne que lacerante. Pidió a Dios que le concediera a ella una muerte tan tranquila y reposada como la del autor de sus días y meditó sobre las frases que éste pronunció en su lecho de dolor, reveladoras de su fe, de su esperanza en la misericordia del Altísimo y de su resignación con los decretos divinos.



Sí: bien consideradas las cosas, opino que el fin del señor Sedley fue el menos doloroso de los dos distintos que, según sean las circunstancias, puede tener un hombre. Supongamos, lector querido, que eres muy rico, que has seguido en la vida un camino sembrado de rosas y que no has conocido las espinas; supongamos que, próximo a abandonar el mundo donde tan bien te fue, puedes decirte: «Soy muy rico, gozo de la consideración general, he vivido siempre en la mejor sociedad, y, gracias a Dios, desciendo de una familia ilustre y respetable. He servido a mi rey y a mi patria con honor; he sido diputado de la nación muchos años, y mis discursos han sido escuchados con favor y recibidos con respeto especial. A nadie debo un penique; antes por el contrario, presté cincuenta libras esterlinas a mi antiguo amigo Lázaro, quien no me las ha devuelto, y dispongo que mis ejecutores testamentarios no le hagan mucha fuerza para que las pague. Dejo a mis hijas diez mil libras esterlinas por barba, pitanza no despreciable para una muchacha; a mi viuda le lego el usufructo vitalicio de mi casa de la calle Baker, con todo su rico mobiliario y su servicio de plata; mis propiedades rústicas, mis capitales en efectivo, mis bien surtidas bodegas, pasan a ser propiedad de mi hijo. Dejo a mi ayuda de cámara una pensión anual de veinte libras esterlinas, y desafío al mundo entero a que presente una queja fundada contra la bondad de mi carácter». ¿No te parece que la muerte tendrá para ti mucho de doloroso? Pero supongamos que te haces un discurso enteramente contrario, que te dices: «Soy un viejo pobre, miserable, desengañado de todo, un hombre que fui de fracaso en fracaso, un náufrago de la vida. Ni recibí de mis padres una fortuna, ni Dios me dotó de talento. Confieso que he cometido mis errores, y que todos mis actos fueron lamentables desaciertos. Creo que en cien ocasiones he olvidado mis deberes: debo, y no puedo pagar nada. Me encuentro postrado en el lecho del dolor, próximo a abandonar este mundo, sin fuerzas, desvalido, humilde. Suplico que me sea perdonada mi debilidad, ruego llorando que olviden mis graves desaciertos, y me postro, con corazón contrito, a las plantas de la Misericordia divina». Yo creo que la muerte del segundo es más dulce, más resignada. Pues bien: fue la del viejo Sedley, quien, arrepentido, con corazón humilde y teniendo entre las suyas la mano de su hija, abandonó la vida juntamente con las desilusiones y las vanidades que suelen ser sus obligadas compañeras.



—Ya ves, mi querido George —decía el señor Osborne a su nieto—, cuan hermosos frutos dan la laboriosidad, el talento y la prudencia en las especulaciones. Mírame a mí, y da un vistazo a mi cuenta en el Banco, y mira a tu desdichado abuelo materno, y medita sobre su miseria, y al hacer la comparación, ten en cuenta que, hace veinte años, aquél valía más que yo, quiero decir, que poseía diez mil libras esterlinas más que yo.



Fuera de las personas mencionadas y los individuos de la familia Clapp, que hicieron a Amelia una visita de pésame, nadie dedicó un pensamiento al anciano Sedley ni se acordó de que en el mundo hubiese vivido una persona de su nombre.



La vez primera que el señor Osborne oyó hablar de Dobbin como de un militar distinguido, dio pruebas de una incredulidad desdeñosa, según tuvimos ocasión de apreciar, y manifestó que no comprendía que un sujeto como aquel pudiese merecer nunca la reputación que por lo visto le concedían, bien que con manifiesta injusticia. Pero es el caso que posteriormente oyó alabar al comandante Dobbin en varias casas de su esfera social, eran muchas las personas que hacían su elogio, y su padre, en especial, que tenía opinión muy elevada del mérito de su hijo, contaba mil historias que hacían resaltar el talento, la ilustración, el valor de su William, y como a esto vino a añadirse la circunstancia de que su nombre figuró en las listas que la prensa publicó de las personas más distinguidas que asistieron a algunas reuniones aristocráticas, el mérito de William Dobbin creció prodigiosamente en la apreciación del viejo de la plaza Russell.



La posición de Dobbin como tutor de George, aun cuando sus atribuciones hubiesen sido transferidas al abuelo, hizo inevitables algunas conferencias entre los dos caballeros. En una de estas conferencias, al examinar el viejo las cuentas de la tutela que le presentaba Dobbin, concibió una sospecha que le preocupó en extremo, produciéndole alegría y pesar a la par: creyó ver que mucha parte del dinero con el cual habían atendido a la subsistencia la viuda de su hijo y su nieto, había salido del bolsillo personal de Dobbin.



A las reiteradas instancias del señor Osborne, encaminadas a obtener explicaciones sobre el particular, Dobbin, que no sabía mentir, se sonrojó como un colegial, balbuceó, y acabó por confesarlo todo.



—El casamiento de George fue, en gran parte, obra mía —dijo al viejo—. Creí que mi amigo había ido demasiado lejos y que no podía retirar su palabra sin cubrirse de deshonor y ocasionar la muerte a su prometida: de consiguiente, cuando ésta se encontró viuda y sin recursos, me pareció que lo menos que en conciencia estaba yo obligado a hacer, era auxiliarla con todas mis economías.



—Señor comandante Dobbin —contestó el señor Osborne, frunciendo el entrecejo y poniéndose muy colorado—; grave daño me ocasionó usted, pero me permitirá que le diga que es usted una persona decente. Aquí está mi mano, señor; estréchela usted, y crea que nunca sospeché que mi carne y mi sangre estuvieran viviendo gracias a la generosidad de usted.

 



Dobbin se afanó entonces por disipar la irritación del viejo, por hacer que se reconciliase con la memoria de su hijo.



—Era un muchacho tan noble, tan bueno —dijo—, que todos le adorábamos, todos hubiéramos hecho en su obsequio los mayores sacrificios. Yo, que por entonces era joven, me enorgullecía de la preferencia que George me testimoniaba, y más contento iba en su compañía que en la del general en jefe. Nadie le ha igualado en generosidad, nadie le ha excedido en valor frío, en serenidad frente al peligro.



Dobbin narró cuantas historias referentes a hazañas realizadas por George encontró en los archivos de su memoria, y acabó diciendo:



—Y su hijo George es su reproducción, así en lo físico como en lo moral.



—Tanto se le parece, que a veces tiemblo —asintió el abuelo.



Una o dos veces comió Dobbin con el señor Osborne (era cuando el señor Sedley se hallaba enfermo), y tanto durante la comida, cuanto de sobremesa, su conversación versaba sobre el héroe arrebatado prematuramente por la muerte. Jactábase el padre de haber tenido un hijo como George, ponderaba las hazañas de éste, que tanto esplendor irradiaban sobre la familia, y nunca mostró disposiciones tan fáciles y caritativas con respecto a su hijo como entonces. El cristiano corazón del buen comandante se llenaba de gozo al advertir síntomas tan elocuentes de perdón y olvido. En la segunda conferencia, el viejo llamó a Dobbin por su nombre de pila, como solía hacer cuando George y él eran jóvenes, amigos inseparables y compañeros de armas. Inútil es decir que Dobbin vio en la confianza con que el viejo le trataba un presagio seguro de próxima reconciliación.



Dos o tres días después, durante el almuerzo, Jeannie Osborne, dejándose llevar de la aspereza propia de los años y de la acritud de su carácter, se permitió comentar con ligereza las visitas y comportamiento del comandante. Su padre la interrumpió a las primeras de cambio, diciendo:



—No he olvidado que hiciste cuanto te fue posible para pescarle, Jeannie, pero hallaste que las uvas estaban verdes… ¡Ja, ja, ja, ja! William es un muchacho excelente.



—¡Es un santo, abuelo! —gritó George, acercándose al anciano, agarrando sus patillas y dándole un beso.



El muchacho narró a su madre el incidente.



—Lo es, en efecto, hijo mío —respondió Amelia—. Tu padre lo repetía a todas horas. Pocos hombres hay tan buenos, tan generosos, tan honrados como él.



Aconteció que Dobbin llegó a la casa de Amelia a raíz de haber tenido George la conversación que dejamos copiada. No bien se sentó, díjole el muchacho:



—Sé de una señorita, extremadamente hermosa, muy rica y muy gruñona, una señorita que se pasa el día entero regañando a los criados, y que está enamorada del comandante Dobbin.



—¿Quién es ella? —preguntó Dobbin.



—Mi tía Jeannie Osborne. Se lo he oído decir a mi abuelo… Sería muy gracioso ver a mi amigo Dobbin ascendido a la categoría de tío.



La voz cascada del viejo Sedley, que en aquel punto llamó a Amelia desde la habitación donde yacía enfermo, puso término a las carcajadas del niño.



Que en el espíritu del señor Osborne se operaba una transformación radical, no podía ponerse en tela de juicio. Con frecuencia preguntaba a George por su tío Joseph Sedley, y, aunque reía al oír cómo remedaba el niño la voz y los ademanes de Joseph, reprendíale diciendo:



—Los niños no deben burlarse nunca de los mayores. Es preciso tratarles con más respeto, caballerito… Mira, Jeannie; hoy, cuando salgas a dar tu paseo en coche, deja mi tarjeta en el domicilio del señor Joseph Sedley; ¿oyes? Entre él y yo no han mediado nunca diferencias.



A la tarjeta depositada se contestó con otra, y un día, Joseph y Dobbin fueron invitados a comer por Osborne. Por cierto que la comida en cuestión fue la más espléndida y aparatosa que el viejo dio en su vida, pues reunió en su mesa a todas sus relaciones y expuso todo el servicio de plata de la casa, sin dejar olvidada ni una sola cucharilla. Joseph se sentó junto a Jeannie, la cual estuvo amabilísima con él, y Dobbin ocupó la derecha del dueño de la casa. Confesó Joseph, con voz solemne y c