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100 Clásicos de la Literatura

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No sin cierto rubor confieso que William Dobbin estiró y forzó tanto la verdad, que llegó a decir al viejo Sedley que la causa del regreso de Joseph a Europa había sido especialmente el deseo de volver a verle.

A la hora acostumbrada, el señor Sedley comenzó a roncar en su sillón, circunstancia que permitió a Amelia iniciar la conversación que deseaba ardientemente, y que se refería exclusivamente a George. No hizo la menor alusión al dolor que le produjo la separación, porque aquella santa mujer, aunque sufría lo indecible desde que su tesoro no estaba a su lado, consideraba criminal arrepentirse de haberle perdido, pero en cambio habló extensamente y con entusiasmo de las virtudes, del talento, del porvenir brillantísimo que a su hijo esperaba. Describió su hermosura angelical, narró mil sucesos que ponían de relieve su generosidad y grandeza de alma, dijo que una duquesa de estirpe real le había detenido y dirigido la palabra en los jardines de Kensington, ponderó la magnificencia que le rodeaba desde que vivía con su abuelo, dijo que tenía caballo y groom, que hacía prodigios en el colegio dirigido por el sabio reverendo Lawrence Veal.

—Sus conocimientos son extensísimos —decía Amelia—, lo sabe todo. En las veladas literarias que da el reverendo Lawrence, se encarga siempre de los papeles más difíciles y de mayor lucimiento. Usted, William, que es muy instruido, usted que tanto sabe, que tanto ha leído, que es tan inteligente y culto… No mueva usted la cabeza, ni me diga que no, que recuerdo habérselo oído decir a él muchas veces… usted, repito, se entusiasmaría si asistiese a las veladas del señor Veal. Las celebra todos los últimos jueves de mes. El señor Veal está encantado con mi George: dice que en el foro, en la magistratura, en el Senado, en política, no existe puesto, por encumbrado que se le suponga, al que no pueda aspirar mi hijo. Vea usted esa pequeña muestra de su talento —añadió, sacando de un mueble una hoja de papel—. Es una composición suya… Léala.

La composición decía lo siguiente:

Sobre el egoísmo. De todos los vicios que degradan al género humano, es el egoísmo el más odioso y despreciable. El amor desordenado al Yo, arrastra a los hombres a la comisión de los crímenes más monstruosos y ocasiona, con lamentable frecuencia, la ruina de las Naciones y de las Familias. De la misma manera que un hombre egoísta sume a su familia en los profundos abismos de la miseria, así un rey egoísta arruina a su pueblo y muchas veces hace descargar sobre él los horrores de la guerra.

Por ejemplo: el egoísmo de Aquiles, puntualizado por el poeta Hornero, desató mil desventuras sobre los griegos (Hornero, Iliad. C. 2); el egoísmo de Napoleón Bonaparte ocasionó innumerables guerras en Europa y fue causa de que él mismo fuese a morir en una mísera isla, la de Santa Elena, perdida en las soledades del océano Atlántico.

Estos ejemplos nos demuestran que no debemos consultar nuestro interés y ambición personal, sino también los intereses de nuestro prójimo.

GEORGE OSBORNE

Gimnasio Minerva, 24 de abril de 1827

—Ya ve usted, mi querido Dobbin —dijo Amelia—. A sus años escribir una composición tan elocuente, tan filosófica, y hasta comentar autores griegos… ¿Verdad que es portentoso? ¡Oh, William! ¡Qué tesoro me envió Dios cuando me dio este hijo! ¡Es el consuelo de mi vida… y la imagen viva del que está en el cielo!

«¿Debo guardarle rencor por su fidelidad?», pensaba Dobbin. «¿Debo estar celoso de un amigo que duerme en la tumba, o considerarme ofendido porque un corazón como el de Amelia sólo pueda amar una vez y para siempre? ¡Ah, George, George, cuan poco supiste apreciar el tesoro que tenías en tu mujer!».

Cruzaron estas reflexiones por la mente de William mientras estrechaba las manos de Amelia entre las suyas y ésta se pasaba el pañuelo por los ojos.

—¡Mi buen amigo! —continuó ella—. ¡Cuánta bondad, cuánta abnegación ha tenido usted siempre para mí! Me parece que papá despierta… Mañana irá usted a ver a mi George, ¿verdad?

—Mañana me será imposible —contestó Dobbin—. Tengo mil asuntos que resolver.

No quería confesar que todavía no había visto a sus padres ni a su querida hermana Annie, omisión que censurarán todos mis lectores.

Despidióse de Amelia, dejando las señas de su domicilio para cuando llegase Joseph.

A su llegada al establecimiento Slaughters, encontró frío el pollo asado, como no podía menos de suceder, y frío lo comió. Como sabía que su familia se recogía temprano, no quiso molestarla visitándola a hora que comenzaba a ser intempestiva, y se fue, después de cenar, al teatro Haymarket, donde desearemos que se divierta.

Capítulo LIX

El antiguo piano

La visita de Dobbin dejó al señor Sedley en estado de viva excitación. Su hija no pudo lograr de él que aquella noche se entregase a sus ocupaciones y distracciones ordinarias. Hasta hora bastante avanzada anduvo el viejo abriendo armarios y gavetas, desatando legajos de papeles con manos temblorosas y poniéndolos en orden para presentarlos a Joseph a la llegada de éste. Clasificó los recibos, las cartas cruzadas con sus abogados y corresponsales, los documentos referentes al proyecto de vinos, que fracasó cuando presentaba las más halagüeñas perspectivas por culpa de un accidente desgraciado, al proyecto de carbones, que no trajo a su caja montones de oro por faltarle el capital inicial, al proyecto de aserraderos mecánicos y aprovechamiento del serrín, etc., etc. Gran parte de la noche se la pasó el viejo preparando los documentos, yendo y viniendo de una habitación a otra y llevando con mano temblona la luz medio apagada.

—Aquí lo del vino, aquí lo del serrín, aquí lo de los carbones, aquí mis cartas de Calcuta y Madras, aquí las que he recibido de William Dobbin, aquí las de Joseph Sedley —decía el anciano—. No encontrará la menor irregularidad: yo te lo aseguro, Amelia.

—No creo que Joseph se tome la molestia de leer eso, papá —contestaba Amelia, sonriendo.

—Tú no entiendes palabra de negocios, querida —replicaba el viejo con mucha gravedad.

Debo confesar que en efecto, Amelia era una ignorante en lo referente a negocios, y añado que es una lástima que haya personas que no lo sean.

A la mañana siguiente, Amelia encontró a su padre más agitado de espíritu que nunca.

—He dormido muy poco, mi querida Amelia —explicó el viejo—. La imagen de mi pobre difunta me ha acompañado toda la noche. Pensaba en ella, y lamentaba que no haya vivido bastante para poder pasear de nuevo en el lujoso carruaje de Joseph. En tiempos mejores tuvo el suyo, y por cierto que hacía muy buena figura en él.

Los ojos del pobre viejo se llenaron de lágrimas, que no tardaron en rodar por sus arrugadas mejillas. Amelia se las secó, le besó sonriendo con dulzura, le hizo luego la corbata, confeccionándole un lazo de los más elegantes, sujetó a aquélla su alfiler de oro, pobre reliquia de su pasada grandeza, y le hizo vestir el traje de los días de fiesta. De esta suerte ataviado, el anciano permaneció todo el día sentado en el diván, esperando la llegada de su hijo.

En la calle principal de Southampton tienen sus establecimientos algunos sastres que suelen exponer en sus lujosos escaparates soberbios chalecos de refinado gusto y exquisita elegancia, juntamente con figurines de la última moda. Aunque Joseph venía provisto de todo cuanto en materia de elegancia produce Calcuta, pensó que no era digno de su persona presentarse en la capital sin llevar uno o dos trajes nuevos, juntamente con algunos chalecos de fantasía, y alguna otra cosilla que realzase su siempre famosa fastuosidad. Adquirió, pues, dos trajes completos, con los cuales, y con un chaleco de terciopelo de seda encarnada, sembrado de abundantes mariposas de oro, y otro de tela riquísima a rayas encarnadas, negras y blancas, amén de unas medias de seda azules, y un alfiler de oro que representaba un jinete en esmalte saltando una cerca de brillantes, creyó que podía hacer su entrada en Londres con relativa dignidad.

La confección de los trajes y de los chalecos para un hombre de su volumen y dignidad no podía durar menos de un día, parte del cual dedicó Joseph a proporcionarse un criado que cuidase de su persona y de la de su indígena, y a dar las instrucciones oportunas a su agente para que desembarcase su equipaje, sus baúles, cajas, libros, que nunca leía, fardos de bastones y otros objetos importados de la India, tales como chales destinados a personas que no conocía y el resto de su persicos apparatus.

Al fin, al tercer día, emprendió su viaje a Londres, acompañado por el indígena, que tiritaba de frío y castañeteaba los dientes bajo su capotón de abrigo, y su nuevo criado europeo. Con tal majestad fumaba Joseph su pipa, que cuantos le veían pasar creían que era por lo menos un gobernador general.

Aseguro bajo mi honrada palabra de caballero que él no rechazaba las solícitas invitaciones de los venteros del camino o de los hosteleros de los pueblos; antes por el contrario: condescendiente con ellos, desmontaba para tomar un refresco en cuantos lugares hallaba al paso, y como quiera que antes de salir de Southampton se había obsequiado con un almuerzo copiosísimo, y en Winchester tomó cuatro copas de jerez, y en Alton hubo de hacer honor a la cerveza, que tanta fama ha dado a la población, y en Farnham tomó un ligero refrigerio, es decir, unas anguilas, tres o cuatro chuletas, legumbres y una botella de rico clarete, y en Bagshot no tuvo más remedio que aceptar unas copitas de brandy, cuando llegó a la capital estaba tan repleto de vino, de cerveza, de carne, de jerez, de brandy y de tabaco, como la despensa de un buque en el momento de levar anclas para hacer la travesía del Atlántico. Declinaba el día cuando nuestro buen amigo llegó al barrio de Brompton, adonde el cariño paterno le llevó en primer término, antes de visitar las habitaciones que por su encargo le había tomado Dobbin en la casa Slaughters.

 

Todos los vecinos de la calle estaban en las ventanas. La criadita de la casa corrió a la verja de entrada, la señora de Clapp y su hija miraban por el tragaluz de la cocina, y Amelia y el viejo Sedley esperaban al viajero en el pasillo que daba acceso al salón. Joseph descendió de la silla de posta en estado lamentable, y avanzó apoyado sobre su criado de Southampton y su congelado indígena, cuya cara, ordinariamente de color tabaco maduro, había tomado tonos lívidos, consecuencia del frío.

De propósito cerraremos la puerta para que los indiscretos no puedan presenciar la entrevista de Joseph con su anciano padre y con su dulce y sensible hermana. El viejo quedó vivamente afectado, casi tanto como su hija y mucho más que Joseph, en cuya alma también hizo presa la emoción, pues el ser más egoísta suspira alguna que otra vez por su hogar cuando de éste se ha encontrado ausente diez años. Joseph sintió realmente gran placer al estrechar la mano al autor de sus días, no obstante el enfriamiento pasajero que entre uno y otro habían determinado las empresas comerciales del segundo; se alegró de ver a su hermana, tan dulce y simpática como siempre, y miró con pena las arrugas que las privaciones, la indigencia, la desgracia y los años habían abierto en las facciones del viejo, minado por tan crueles pruebas. Amelia había salido hasta la puerta y le deslizó algunas palabras al oído para hacerle saber la muerte de su madre y recomendarle que no la mentase delante de su padre. Verdad es que Amelia pudo prescindir de la prevención, toda vez que el anciano habló en el acto de tan lamentable asunto y lo hizo vertiendo lágrimas abundantes.

Sin duda fue muy satisfactorio el resultado de esta primera entrevista, porque cuando Joseph volvió a montar en la silla de posta para ser conducido a la fonda, Amelia abrazó tiernamente a su padre y le preguntó con risas y llanto si no tenía razón ella cuando le aseguraba que su hijo atesoraba un corazón de oro.

En efecto: Joseph Sedley, afectado por la posición humilde en que encontró a los suyos, y cediendo a la emoción natural de los primeros momentos, declaró que no consentiría que sufriesen más privaciones, y que, mientras él permaneciera en Inglaterra, y creía que su estancia sería larga, de su padre y de su hermana sería cuanto él tuviese. Añadió que Amelia haría a maravilla los honores de su mesa hasta tanto hubiese de hacer los de su propia casa.

Amelia movió tristemente la cabeza y recurrió, como de ordinario, a las lágrimas. Había entendido perfectamente la significación de las palabras últimas de su hermano, quien se refería al mismo asunto que fue objeto de extensos comentarios, provocados por su amiguita y confidente Mary Clapp, la noche misma de la llegada de Dobbin.

La impetuosa muchacha no pudo contenerse y habló del descubrimiento que había hecho, describiendo la explosión de alegría que reveló el comandante al encontrarse en la calle con el señor Binny y su mujer y saber que no debía temer la competencia de aquel rival.

—¿No observó usted su agitación cuando le preguntó si estaba casado? Con qué vivacidad contestó: «¿Quién ha podido decir a usted desatino semejante?». ¡Ah, señora! ¡Ni un instante separó sus ojos, de usted! Segura estoy de que a fuerza de pensar en usted le han salido los cabellos blancos que llenan su cabeza.

Amelia, alzando los ojos, los puso en los retratos de su marido y de su hijo, colgados sobre la cabecera de su cama, y dijo a su protegée que nunca más volviese a hablarle del asunto, que el comandante Dobbin había sido el mejor amigo de su marido y el protector más afectuoso y abnegado de su George y de ella misma, que le quería como a un hermano, pero que la mujer que había tenido la dicha de ser la esposa de un ángel como aquél (con el brazo extendido señaló al retrato de George) no podía ni pensar en nuevos lazos matrimoniales. Mary exhaló un suspiro, pensando en la resolución que ella tomaría si llegara a morir Tomkins, el galán que la perseguía con sus miradas en la iglesia, y que tal desconcierto había creado en su pobre y timorato corazón con sus insinuaciones agresivas, que la cuitada no ansiaba más que capitular cuanto antes.

Y no queremos decir que Amelia, sabedora de la pasión que consumía al comandante, pensase en reprender a éste ni sintiese el menor disgusto contra él. ¿Qué mujer podía molestarse porque un corazón tan leal y sincero como el de Dobbin la hiciera objeto de sus adoraciones? Desdémona no se enfadó con Cassio, y cuenta que no puede dudarse que se dio cuenta del amor que había encendido (aparte de que creo firmemente que en el fatal asunto que todos conocemos ocurrieron muchas cosas que no sospechó siquiera el digno moro). Miranda trató con encantadora dulzura y amabilidad a Caliban, sin llegar a alentarle, eso no. De la misma manera Amelia estaba resuelta a no alentar a su admirador Dobbin: le dispensaría su amistad, le trataría con el afecto a que su fidelidad le hacía acreedor, con franqueza y cordialidad perfectas, mientras aquél guardase dentro de su pecho sus secretos pensamientos de amor: el día que le hiciera proposiciones, ella hablaría y pondría término definitivo a unas esperanzas que nunca debió abrigar, sencillamente porque jamás podían trocarse en realidades.

Amelia durmió muy tranquila aquella noche, después de su conferencia con Mary, y hasta disfrutó de mayor alegría que de ordinario, no obstante retardar Joseph su llegada.

«Celebro de veras que no se haya casado ni piense casarse con la señorita O’Dowd», pensaba. «No es posible que una hermana del coronel O’Dowd sea capaz de hacer la felicidad de un caballero tan completo como Dobbin».

Pensó también si entre el reducido círculo de personas que conocía y trataba había mujer digna de nuestro amigo, y no la encontró: la hermana del pastor Binny era demasiado vieja y de carácter áspero como el erizo; su cuñada Jeannie tenía también demasiados años; Mary Clapp era muy joven.

Cesó la suspensión de la familia con la llegada del cartero, quien trajo a Amelia una carta de Joseph, en la que le anunciaba que, rendido por las fatigas de su largo viaje, no saldría de Southampton hasta el día siguiente por la mañana, para llegar a Londres al atardecer.

El mismo día recibió también Dobbin carta del compañero que dejó en Southampton. Excusábase Joseph Sedley, achacando a una condenada jaqueca y al hecho de encontrarse en el primer sueño el acceso de furia que le acometió al ser despertado por Dobbin, rogaba a éste que le dispensase y suplicábale que tomase habitaciones para él y sus criados en el establecimiento de Slaughters.

Tan a gusto se encontraba Joseph en la fonda mencionada, donde podía fumar cuantas pipas le viniese en gana sin molestar a nadie, e ir a los teatros cuando a bien lo tuviera, que probablemente no habría pensado en buscar nuevo domicilio de no haber sido por William Dobbin, quien le acosó y apremió tenaz hasta que le decidió a cumplir la promesa hecha de tomar casa propia y llevar a ella a Amelia y a su padre. Como quiera que Joseph, en medio de todo, era un instrumento dócil en manos de cualquiera, y Dobbin, negligente en cuanto le afectara personalmente, era la actividad personificada tratándose de la conveniencia o utilidad del prójimo, no costó mucho trabajo a este acabado diplomático el someter a sus artes inocentes al civil, y conseguir que tomase, dejase o alquilase, siguiendo en todo sus indicaciones. El criado indio fue embarcado de nuevo para Calcuta en el Lady Kicklebury —barco de una compañía en la que tenía intereses sir William Dobbin—, pero previamente hubo de enseñar al criado europeo de Joseph el arte de cocinar el curry y de preparar las pipas. Joseph encontró agradable ocupación en la vigilancia de la construcción de un suntuoso carruaje y en la adquisición de un par de hermosos caballos. En este tren paseaba por el parque e iba a invitar a sus amigos de la India. No era raro ver a Amelia junto a él, y al comandante Dobbin en el asiento trasero del coche. En otras ocasiones era el señor Sedley y su hija los que le utilizaban. Les acompañaba la señorita Clapp, que gozaba sobremanera si en el camino se cruzaban con el señor Tomkins.

Poco después de la primera visita de Joseph a la humilde casita de Brompton, en la cual los Sedley habían vivido diez años, ocurrió una escena altamente conmovedora. El coche de Joseph, no el lujoso, que se hallaba en período de construcción, sino el que había tomado temporalmente, llegó un día para llevarse definitivamente al anciano Sedley y a su hija. Las lágrimas que la familia Clapp derramó con tan triste motivo fueron verdaderamente sinceras. Ni una palabra dura salió de los labios de Amelia durante el largo tiempo de convivencia e intimidad de trato; antes por el contrario, su dulzura, su bondad, fueron siempre las mismas, aun en las ocasiones en que la señora Clapp reclamó con cierta acritud el pago de las cantidades que por alquileres vencidos adeudaban los Sedley.

En cuanto a Mary, su pena fue tan acerba, que renunciamos a pintarla. Desde muy niña estaba acostumbrada a ver a Amelia todos los días y a todas las horas, y el trato continuo engendró un cariño tan apasionado, que, cuando se presentó frente a la casa el carruaje que debía llevarse a la que tan buena fue siempre para ella, se desmayó en los brazos de Amelia, no menos contristada que la muchacha. No es de extrañar: Amelia la quería como a hija; por espacio de once años vivieron en comunión constante. Como es natural, convinieron que Mary iría cuantas veces le fuera posible a la gran casa donde en lo sucesivo viviría la viuda, y donde no sería tan feliz, así lo aseguraba la muchacha, como había sido en la humilde choza de sus padres.

Es de desear que Mary se engañase en sus apreciaciones, pues los días felices de Amelia en la casita de los Clapp fueron por desgracia muy contados. Muy buena, muy dulce era Amelia; pero seguramente no deseaba volver a la casa donde vivió oprimida, seguramente no deseaba volver a convivir con la mujer que la tiranizó brutalmente cuando se encontraba de mal talante, o los Sedley retardaban el pago de los alquileres, o la trató con grosera familiaridad cuando le vino en gana, lo que es tan odioso como lo primero. Cierto que cuando vio que para Amelia soplaban vientos de prosperidad, la aduló sin mesura, visitó su nueva casa y prodigó frases de admiración, ensalzó todos los muebles, todos los objetos de ornato, ponderó la riqueza de los vestidos regalados por Joseph a su hermana, y dijo que aun siendo tan preciosos no eran dignos de tan encantadora dama. Pero Amelia, en aquella aduladora vulgar que tan rastreramente la hacía ahora la corte no podía menos de ver al brutal tirano de otros tiempos, a la orgullosa que en días azarosos le echaba en cara su escasez de recursos, a la ineducada que vociferaba contra sus extravagancias, si alguna vez compraba alguna cosita apetitosa para sus padres enfermos, a la mujer que la menospreció y pisoteó mientras la vio humilde y pobre.

Amelia regaló a su amiguita Mary todo cuanto tenía en la casa de sus padres, de la que únicamente sacó los dos retratos que pendían de la pared, a la cabecera de su cama, y el piano, instrumento muy viejo y deteriorado, pero que quería conservar por motivos especiales. Se lo habían regalado sus padres, era muy niña cuando sus dedos recorrían su teclado, lo perdió, y le fue regalado por segunda vez por quien lo salvó del naufragio general de la casa.

Placer inmenso experimentó William Dobbin cuando, al velar por la instalación de Joseph en su casa, vio llegar del barrio Brompton el piano viejo que conocía muy bien. Amelia quiso colocarlo en un lindo saloncito del segundo piso próximo a las habitaciones de su padre, y donde éste solía pasar las veladas.

Cuando los mozos de cordel colocaron el instrumento en la habitación mencionada, Dobbin, sin fuerzas para refrenar su júbilo, dijo con entonación sentimental:

—Con toda mi alma me alegro que lo haya conservado usted tan cuidadosamente, Amelia. Temía que ahora no se acordase usted de él.

—Para mí, no hay en el mundo otra cosa de más valor que este piano —respondió Amelia.

—¿De veras, Amelia? —exclamó entusiasmado Dobbin, dando por supuesto que la viuda sabía que el piano le fue regalado por él—. ¿Será posible?…

Temblada en sus labios la gran pregunta; iba a formularla, cuando su interlocutora se adelantó diciendo:

—¿Le admira lo que no puede ser más natural? ¿Por ventura no fue él quien me lo regaló?

 

—¡Ah! ¡Lo había olvidado! —exclamó Dobbin mohíno y desconcertado.

No prestó Amelia atención en el primer momento a la expresión de desencanto y angustia que reflejó la cara de Dobbin, pero pensó en ello más tarde, y a fuerza de reflexionar, adquirió la dolorosa certidumbre de que fue William y no George, como ella suponía, quien le había regalado el piano. No era, pues, un obsequio de su marido, el único que creía haber recibido de él, no era un recuerdo suyo aquel instrumento que en tanto estimaba, no era una reliquia del muerto: era un mueble sin valor alguno. Cuando su padre le rogó que tocase, contestó que el piano estaba desafinadísimo, que tenía jaqueca, que no podía tocar.

Pasado el primer momento de amargura, se echó en cara, como tenía por costumbre, su egoísmo, y decidió desagraviar a William, reparar la falta cometida. En efecto: pocos días después del incidente narrado, en ocasión en que se encontraban los dos en el salón con Joseph, y éste descabezaba un sueñecito durante la digestión de la comida, dijo Amelia con voz tímida:

—Tengo que pedirle perdón, William.

—¿Perdón? ¿A propósito de qué?

—A propósito… a propósito del piano. Nunca le he dado las gracias por habérmelo regalado… hace muchos años, muchos… antes de mi matrimonio. Yo creía que el regalo venía de… otro… Gracias, muchas gracias, William.

Amelia tendió la mano a su interlocutor: sonreía su cara, pero su corazón sangraba. Sus ojos se llenaron muy pronto de lágrimas.

—Amelia —dijo Dobbin sin poder contenerse—. Yo compré ese piano, lo compré para usted, porque la amaba entonces como la amo ahora. No me es posible seguir callando: creo que la amo desde el día que la vi por vez primera, el día que George me presentó en su casa para darme a conocer a la Amelia que en su día sería la compañera de su vida. Era usted una niña, vestidita de blanco… la llamaron y bajó usted cantando… ¿lo recuerda? Luego nos fuimos a Vauxhall. Desde entonces, para mí no ha habido en el mundo más que una mujer, y esta mujer era usted. Doce años han transcurrido, y en ese lapso, creo que no he pasado una hora entera sin pensar en usted. Quise decirle lo que ahora digo antes de irme a la India, pero me pareció usted tan indiferente, tan fría, que no tuve valor para hacer la confesión. Mi presencia o mi marcha no tenían para usted la menor importancia.

—¡Ah! ¡Fui una ingrata! —exclamó Amelia.

—Ingrata no, sino indiferente —continuó Dobbin con tono de desesperación—. Por supuesto, que no merezco yo inspirar otros sentimientos a una mujer, bien lo sé. Leyendo estoy en su interior: está usted desilusionada desde que ha sabido quién le regaló el piano; le destroza el alma que éste venga de mí y no de George. Un olvido de momento hizo que yo hablase de lo que nunca debí hablar: perdone ése mi atolondramiento momentáneo, y olvide que en mi necia vanidad haya llegado a creer que unos cuantos años de constancia y de cariño sin límites llegaran a engendrar en su alma sentimientos de correspondencia.

—Ahora es usted el cruel, amigo mío —replicó Amelia animándose a su vez—. George fue mi marido en la tierra y es mi marido desde el cielo. ¿Cómo puedo yo amar a ningún hombre, si todo mi amor continúa siendo de George? Suya soy hoy, tan suya como el día que usted me vio por vez primera, William. Fue George quien me hizo ver lo bueno y generoso que usted es, quien me enseñó a quererle como a un hermano. ¿No ha hecho usted desde que murió George todo cuanto ha podido por mi hijo y por mí? ¿No fue siempre nuestro protector más generoso, nuestro amigo más querido? ¡Ah! ¡Si hubiese regresado algunos meses antes, probablemente me habría evitado aquella cruel separación… que no sé cómo no me envió al sepulcro, William!… Pero no vino usted, y eso que lo pedí a Dios con todo fervor, y separaron al hijo de la madre… me quitaron a mi George… ¡Oh! ¡Qué corazón tan noble tiene mi hijito!… ¡Quiérale usted mucho, William… Sea siempre su amigo y el mío!

Amelia inclinó la cabeza, apoyándola sobre el hombro del comandante; éste la atrajo hacia sí y depositó un beso respetuoso en su frente.

—Seré siempre el mismo, Amelia querida —dijo—. No pido más que su cariño… no deseo más que estar cerca de usted, verla con frecuencia.

—Sí, William, siempre que quiera.

Pudo, pues, Dobbin ver a Amelia con toda libertad, y hasta cifrar esperanzas en el porvenir… a la manera que el rapazuelo que no tiene un penique puede suspirar delante del escaparate de una pastelería.

Capítulo LX

Retorno al gran mundo

La fortuna comienza a sonreír a Amelia. Viva alegría nos produce verla salir de la humilde esfera en que ha venido arrastrándose tanto tiempo y penetrar en otra más brillante y elevada, no tan elevada, no tan brillante como aquella en que encontramos a nuestra amiga Becky, pero lo bastante para que resulten fundadas sus pretensiones al refinamiento y porte aristocrático. Los amigos de Joseph pertenecían todos a las tres presidencias, y su nueva casa era un lujoso inmueble del distrito angloindio, cuyo centro es la plaza Moira. Plaza de Minto, calles Gran Clive, Warren Hastings, Ochterlony, plaza Plassy, Terraza Assaye (todavía no se daba en 1827 el poético nombre de «jardines» a las casas de estuco con su correspondiente terraza de asfalto), ¿quién no os conoce? ¿Quién ignora que fuisteis moradas respetables de la aristocracia india, el barrio que el señor Wenham llama «negro agujero»? La posición de Joseph no le permitía vivir en la plaza Moira, cuyas casas únicamente estaban al alcance de los miembros retirados del Consejo y los interesados en los grandes negocios indios (los cuales solían declararse en quiebra después de poner cien mil libras esterlinas a nombre de sus señoras, y se conformaban con disfrutar de la miseria de cuatro mil libras de renta anual); se conformó con alquilar una casa de segundo o tercer orden de la calle Gillespie, y compró las alfombras, los espejos de gran precio y el rico mobiliario del infortunado señor Scape, quien embarcó la suma de setenta mil libras esterlinas, fruto de una larga vida de honrado trabajo, en la gran casa de Calcuta de los señores Fogle, Fake y Cracksman, a raíz de haberse retirado de los negocios el primero de los señores mencionados con una fortuna de príncipe, y poco antes de que quebrase la casa, dejando un pasivo de un millón de libras esterlinas y sumiendo en la miseria a la mitad de la población indiana.

Arruinado Scape a los sesenta y cinco años de edad, embarcó para Calcuta con objeto de liquidar los negocios de la casa; su hijo hubo de salir del colegio de Eton, donde estudiaba; sus hijas Florencia y Fanny se fueron a Boulogne, juntamente con su madre, donde se retiraron tan bien, que probablemente no volveremos a dar con ellas, y Joseph tuvo el placer de hollar bajo sus pies las mullidas alfombras de la mansión de los Scape, y admirar su rostro en las magníficas lunas que tiempo antes reflejaron las lindas y simpáticas caras de aquéllas.

Joseph se instaló con modestia. El mayordomo se encargó también de las funciones de ayuda de cámara, y no se permitía más borracheras de las que es uso y costumbre entre los mayordomos de casas modestas que tratan con ciertas consideraciones los vinos de sus señores; Amelia disfrutó de los servicios de una doncella, nacida y crecida en el barrio donde vivían los Dobbin, excelente muchacha cuya humildad y dulzura desarmaron las prevenciones de la viuda de Osborne, asustada al principio a la sola idea de tener doncella que la sirviese, porque no sabía cómo utilizar sus servicios y temía perder todo su prestigio como señora de la casa, porque nunca supo hablar a los criados más que con finura reverencial.