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100 Clásicos de la Literatura

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Ya sé que resultan tediosas en extremo todas las historias de cautiverios si no se las matiza con algún incidente alegre o gracioso, como por ejemplo, la presencia de un carcelero de corazón sensible, o la persona truculenta de un alcaide de fortaleza, o algún ratoncillo que tiene el capricho de jugar con las barbas del prisionero, o alguna galería subterránea abierta con los dientes y las uñas por un antiguo sepultado en vida, pero en la historia del cautiverio de Amelia, pues cautiverio era su soledad, y de los más crueles, el cronista no encuentra incidente alguno, ni de la índole de los apuntados ni de ninguna otra. Fuerza es presentarla a los lectores muy triste, pero siempre dispuesta a sonreír; muy mísera, muy pobre, pero cantando, guisando platos, jugando sus partiditas, remendando las medias, para hacer feliz a su padre. No nos importe, pues, averiguar, si era heroína o no; pero pidamos a Dios que nos conceda la dicha de tener, si llegamos a viejos, un hombro cariñoso donde apoyarnos y una mano toda amor y abnegación que ponga blanda y mullida la almohada sobre la cual reclinemos nuestra cabeza.

Después de la muerte de su mujer, el viejo Sedley se encariñó más con su hija, y ésta encontró en el cariño de su padre un consuelo que le hacía menos penoso el cumplimiento de sus ingratos deberes.

Pero no es nuestro propósito dejar eternamente a estos dos personajes en la triste situación en que por ahora les vemos. Días mejores, días de felicidad, les tiene reservado el destino. Es posible que el ingenioso lector haya adivinado quién era el caballero robusto que acompañaba a William Dobbin cuando éste se presentó en el colegio donde se educaba George: era otro antiguo amigo nuestro, que regresaba a Inglaterra, acaso cuando su presencia podía ser más ventajosa para sus parientes.

Obtenido por el comandante Dobbin el oportuno permiso para ir a Madras, y desde allí proseguir el viaje hasta Europa, llegó a la población antes citada presa de alta fiebre. Los criados que le acompañaban le transportaron, enfermo de verdadera gravedad, a la casa del amigo suyo donde debía permanecer hasta que embarcase para Europa, si Dios hacía que pudiera embarcar, pues era opinión de muchos que su viaje terminaría en el cementerio de Madras, donde un batallón haría las salvas de ordenanza sobre su tumba.

Tan inminente fue el peligro, que él mismo creyó que era llegada su hora postrera, y tomó las disposiciones en consecuencia. Otorgó testamento, legando lo poco que poseía a las personas que más deseaba beneficiar. El amigo en cuya casa se encontraba fue testigo del testamento. Entre otras cosas, dispuso que le enterrasen con una cadenita de cabello castaño obscuro que llevaba en el cuello, cadenita que databa del tiempo en que Amelia, de resultas del dolor producido por la muerte de George, cayó enferma en Bruselas y hubo necesidad de cortarle el cabello.

Su naturaleza robusta venció la enfermedad, mas recayó de nuevo, pasó largos días entre la vida y la muerte, curó al fin, pero era un esqueleto cuando embarcó en el Ramchunder, navío de la Compañía de las Indias Orientales. Cuantos le vieron embarcar profetizaron que no llegaría al término de su viaje; pero fuese la influencia de las brisas del mar, fuese que en su pecho renació la esperanza, el hecho es que desde el día que el buque tendió sus velas y puso proa a casa, nuestro amigo entró en período de franca convalecencia y estaba completamente bien, aunque flaco y amarillo, cuando el buque dobló El Cabo.

—¡Pobre amigo Kirk! —exclamó Dobbin sonriendo—. Por esta vez te llevas chasco. Seguramente esperas ser ascendido a comandante tan pronto como el regimiento llegue a Inglaterra, pero chico, no hay de qué.

Debemos decir que mientras Dobbin fluctuaba en Madras entre la vida y la muerte, su regimiento recibió orden de embarcar para Inglaterra; nuestro comandante habría podido hacer el viaje con su regimiento si hubiese tenido paciencia para esperar su llegada a Madras.

Es posible que se decidiese a embarcar sin esperar a sus compañeros de armas por miedo a caer en manos de Glorvina.

—Creo que la señorita O’Dowd hubiese concluido conmigo si hiciera el viaje en nuestra compañía —decía riendo a su compañero—, y luego que me hubiera enviado a mí al fondo del mar, habría caído sobre ti, Joseph.

El compañero de viaje de Dobbin era Joseph Sedley, quien regresaba a la metrópoli después de haber pasado diez años en Bengala. Un viaje a Europa le era de necesidad imperiosa después de su dilatado régimen de banquetes diarios, de grogs, de burdeos, de champaña, y últimamente de ron y aguardiente. Por otra parte, había cumplido sus años de servicios en las Indias y cobrado pingües emolumentos que le permitieron reunir un capital muy respetable. Libre era, pues, de volver a su patria, y disfrutar en ella la pensión crecida a que tenía derecho, o bien continuar sirviendo, ocupando la categoría que por sus años de servicios y por su excepcional talento le correspondía.

Era menos obeso que cuando nos despedimos de él, pero había ganado mucho en majestuosidad y en solemnidad de porte. Usaba bigote, que a usarlo le daban derecho los servicios prestados a la patria en Waterloo, y lucía profusión de joyas. Solía almorzar en su camarote y jamás se presentaba en el puente sin ir vestido de etiqueta. Le acompañaba un criado del país, mártir que gemía bajo la tiranía de nuestro vanidoso amigo, y una de cuyas ocupaciones principales era seguir a su señor a todas partes con la pipa. El pobre criado oriental ostentaba en la parte superior del turbante la cifra en plata de Joseph Sedley. Entre el pasaje había dos o tres oficiales que regresaban a Inglaterra para reponerse de su tercer ataque de fiebre, los cuales halagaban el amor propio de nuestro amigo recordándole historias de cacerías de tigres y de la campaña contra Napoleón, cuyo héroe era aquél. Uno de los días más grandes de su vida fue el en que, habiendo el buque hecho escala en Santa Elena, Joseph visitó la tumba de Napoleón, y a su regreso a bordo, ante un auditorio formado por la mayor parte del pasaje y no pocos oficiales del buque, pero ausente Dobbin, hizo un relato admirable de la batalla de Waterloo, dando a entender muy transparentemente que, de no haber sido por él, Joseph Sedley, el emperador no habría visitado jamás a Santa Elena.

Desde el día de su visita a la tumba de Napoleón dio Joseph pruebas de una generosidad verdaderamente conmovedora: sus vinos finos, sus compotas, sus carnes en conserva, sus sodas, todo lo que había embarcado con objeto de regalarse exclusivamente a sí mismo, dejó de pertenecerle para ser de todos sus admiradores. No había señoras a bordo, y como por otra parte Dobbin había otorgado la preferencia a Joseph, Joseph ocupaba la cabecera de la mesa. Joseph era el primer dignatario a bordo, Joseph recibía del capitán del buque y de todos los oficiales las consideraciones, homenajes y respeto debidos a su elevada categoría.

¡Cuántas noches bellas y tibias, mientras la tajante proa del buque cortaba los negros y mugidores lomos del mar, y la luna y las estrellas brillaban en la bóveda celeste, Joseph y Dobbin, sentados junto a la borda y fumando su cigarro el uno y su hookah el otro, hablaban de su país natal! Lo más notable de estas conversaciones íntimas es que Dobbin, con habilidad maravillosa y perseverancia sorprendente, hacía que recayese la conversación sobre Amelia y su hijo. Joseph comentaba, sin gran comedimiento por cierto, las desventuras de su padre y las peticiones constantes y nada ceremoniosas que dirigía a su bolsillo, y Dobbin le replicaba haciéndole comprender que su padre no era responsable de su desgracia, sino muy digno de lástima, porque siempre la merecen las calamidades y los años. A continuación procuraba hacerle ver que desde luego comprendía que le sería penoso vivir con sus ancianos padres, cuyas costumbres y género de existencia era difícil que se armonizasen con las de un joven habituado a otra sociedad muy diferente, pero que debía felicitarse por su buena suerte, toda vez que en Londres encontraría casa y hogar propios que le librarían de volver a la vida aburrida y molesta de soltero. Allí tenía a su hermana Amelia, la persona llamada a dirigir su casa, una persona que era prodigio de buen gusto, modelo de bondad, la perfección bajo todos los aspectos. Dobbin obsequiaba a su amigo con mil historias sobre el renombre de elegante y distinguida que conquistó Amelia en Bruselas y en Londres, donde mereció ser admirada por toda la sociedad culta y elevada. La lástima era que entre la madre y los abuelos echarían a perder con sus mimos a George; pero no, Joseph prevendría el daño colocando al niño en un buen colegio y encargándose de hacerle hombre distinguido y de provecho. En una palabra, tal maña se dio el comandante, que consiguió que Joseph se comprometiera a hacerse cargo de su hermana y de George.

Como se ve, los dos amigos desconocían los últimos sucesos ocurridos a la familia Sedley: ni sospechaban que la madre de Amelia hubiese muerto ni que George viviera con su abuelo paterno.

Hemos dicho antes que Dobbin entró en período de franca convalecencia no bien el buque que debía conducirle a Europa izó sus velas, pero no es verdad. El comandante continuaba enfermo, gravísimamente enfermo, dos o tres días después de haber embarcado, y ni manifestó la menor alegría cuando encontró a bordo a su antiguo amigo Joseph Sedley, ni se inició su mejoría hasta que la casualidad quiso que los dos amigos sostuviesen una conversación en el puente, adonde habían sacado a Dobbin para que respirase las puras brisas del mar. Dobbin dijo a Joseph que se moría sin remedio, que había otorgado testamento, que legaba algo a su ahijado y que deseaba que Amelia fuese muy feliz en su segundo matrimonio.

—¿Su segundo matrimonio? —repitió Joseph—. ¡No hay tal! Hasta mí llegó también la noticia, y como las cartas de mi hermana no hacían la menor alusión a su matrimonio, escribí preguntándole, y me contestó que nunca pensó en casarse, que quien se casaba era el comandante Dobbin, a quien deseaba todo género de felicidades en su nuevo estado.

 

Preguntó Dobbin de qué fecha eran las cartas a que se refería: Joseph se las mostró, resultando que habían sido escritas dos meses después que las que él recibió. La mejoría comenzó en aquel punto y hora.

Desde que el buque dejó atrás a Santa Elena, Dobbin dio tales muestras de animación y de alegría, que era la admiración del pasaje. Bromeaba con los marineros, jugaba con los compañeros de viaje, corría por cubierta, trepaba como un muchacho por las vergas, y hasta cantó una noche, delante de todos los oficiales del buque y del pasaje, una canción cómica que hizo desternillar de risa al auditorio. El capitán del buque, que había incluido al comandante en el número de los pobres de espíritu, hubo de confesar que era un jefe lleno de profunda reserva, pero competente, sabio y meritorio.

—Sus maneras no son prodigio de distinción —decía a su primer oficial—, no será ministro de la Guerra, pero es hombre que vale.

A diez días de distancia se encontraban nuestros viajeros de las costas de Inglaterra cuando el buque quedó inmóvil a consecuencia de una calma chicha. Dobbin se entregó a tales excesos de impaciencia y de mal humor, que maravilló a todos sus compañeros de viaje, encantados hasta ese día de su bonachonería y alegre verbosidad. Renació su alegría el día que sopló de nuevo el viento, su corazón palpitó con furia, y nuestro amigo creyó volverse loco de contento el fausto día que vio subir a bordo al práctico del puerto, y sus ojos se extasiaron contemplando las dos torres amigas de Southampton.

Capítulo LVIII

Nuestro amigo el comandante

Tal popularidad había conquistado nuestro Dobbin a bordo, que cuando en compañía de Joseph embarcó en el bote que debía dejarles en tierra, la marinería, los pasajeros, los oficiales y el capitán lanzaron tres ¡hurra!, estruendosos en honor del comandante Dobbin, quien se puso muy colorado y dobló la cabeza en acción de gracias. Joseph, persuadido de que los ¡hurra!, eran en su honor, se quitó el sombrero y lo agitó en el aire con gracia y majestad, vuelto hacia el buque. Momentos después atracaba el bote y nuestros amigos saltaban a tierra, dirigiéndose seguidamente al hotel del Rey George.

Parece que la vista de un establecimiento tan suntuoso como el hotel mencionado haya de ser tan agradable al viajero que llega de la India, que no puede menos de tentarle a permanecer algunos días en él, disfrutando de comodidades no conocidas en largo tiempo, pero no ocurrió esto con Dobbin, quien, apenas llegado al hotel, pidió una silla de posta y quiso tomar en el acto el camino de Londres. Joseph contestó indignado que no le hablase de viajes hasta el día siguiente. ¿Qué necesidad tenía de pasar la noche dando tumbos en el molesto interior de una silla de posta, cuando les esperaba un lecho de mullidas plumas que borraría de su mente la impresión de las estrecheces y molestias del camarote, donde habían venido empaquetados durante el eterno viaje? Además, hablarle de continuar la marcha sin antes recoger todo su equipaje, era ofenderle. No tuvo Dobbin más remedio que resignarse a pasar la noche en Southampton. Escribió una carta a su familia comunicándoles la noticia de su llegada y rogó a Joseph que hiciese otro tanto: Joseph prometió escribir a los suyos, pero no cumplió su palabra. En cambio mandó preparar una comida suntuosa, e invitó a su mesa al capitán y al médico del buque, y a dos o tres compañeros de viaje.

A la mañana siguiente, muy temprano, salió Dobbin de su habitación perfectamente afeitado y vestido con mayor esmero del ordinario. A decir verdad, era tan temprano, que nadie se había levantado en la casa, nadie, más que ese extraordinario camarero que se encuentra en todos los hoteles y que parece que no duerme nunca. Recorrió Dobbin los pasillos y corredores sin oír más que ronquidos. El camarero hacía su obligado recorrido recogiendo las botas que los durmientes dejaron al acostarse delante de las puertas de sus respectivos cuartos. Al cabo de un rato se levantó el criado indio de Joseph y principió a preparar el complicado aparato de fumar de su señor, aparecieron luego las criadas, quienes al topar en el pasillo con un hombre de tan obscura tez, le tomaron por el diablo y empezaron a dar alaridos; finalmente se dejó ver el encargado de abrir la puerta del hotel, a quien ordenó Dobbin que mandase enganchar la silla de posta para salir en el acto.

Entonces dirigió Dobbin sus pasos al aposento de Joseph, y separó los cortinones que envolvían el espacioso lecho don de aquél roncaba.

—¡Arriba, Sedley! —gritó el comandante—. Ya es hora de emprender la marcha. Dentro de media hora tendremos la silla de posta delante de la puerta.

Gruñó Joseph debajo del embozo de la sábana y preguntó bostezando qué hora era. Cuando Dobbin, incapaz de mentir, le hubo confesado la verdad, Joseph se desató en una tempestad deshecha de imprecaciones y palabras gruesas que no consignaremos aquí, pero que hicieron comprender al comandante que su compañero de viaje renegaba de su compañía; que podía irse al diablo si quería, o ahorcarse si ése era su gusto, que antes la muerte que viajar con Dobbin, que era una barbaridad, un sacrilegio, acción indigna de un caballero despertar a horas tan intempestivas a quien tanta necesidad tenía de sueño. Ante granizada tan espesa de improperios se vio Dobbin en la precisión de batirse en retirada.

Llegó mientras la silla de posta y Dobbin no quiso esperar más.

No habría viajado con mayor celeridad si hubiese sido un noble inglés que recorriese los caminos por placer, o un correo con noticias para algún periódico (los correos oficiales portadores de despachos de o para el Gobierno, suelen hacer los viajes con más calma). Los postillones no salían de su asombro al recibir propinas tras propinas del liberal viajero. ¡Cuán verde y sonriente estaba la campiña, que vertiginosa parecía huir muy lejos de él! ¡Cuán alegres y animadas las villas y los pueblos! ¡Cuán amables y obsequiosos los posaderos, que salían a su encuentro prodigándole sonrisas y reverencias! Pero el comandante Dobbin a lo que prestaba más atención era a los mojones que, en el camino, indicaban la distancia que le separaba de la capital. Podía apreciarse fácilmente la impaciencia que le dominaba por ver a su familia.

Llegó Dobbin a Londres y se hizo conducir a la casa Slaughters. Largos años habían transcurrido desde que salió de ella, desde que George y él, jóvenes y ansiosos de vivir, se reunían en ella, y comían y bebían, y jugaban alegres partidas. Ahora era ya un solterón. En su cabeza abundaban mucho los cabellos blancos, habían encanecido, de la misma manera que encanecieron muchas de las pasiones de su juventud. En la puerta, sin embargo, encontró al mismo servidor que dejara diez años antes, vistiendo el traje grasiento de siempre, ostentando la misma papada y la misma cara fláccida que le conociera desde niño, y recibiéndole con la misma naturalidad y calma que hubiera demostrado si le hubiese visto cuatro días antes.

—El equipaje del comandante a su habitación, al número veintitrés —dijo John, que así se llamaba el tal servidor, sin manifestar la menor sorpresa—. Pollo asado para la comida, supongo, ¿eh? ¿Se ha casado usted? Me aseguraron que se casaba… ¿Quiere agua caliente? ¿Por qué viene en silla de posta? ¿No le hubiera traído más cuenta venir en la diligencia?

Mientras hablaba el fiel mozo del establecimiento, cuya memoria conservaba las imágenes de todos los militares que en aquél se habían hospedado, y a quien diez años le hacían el efecto de un día, acompañaba a Dobbin a su antigua habitación, donde continuaba la vieja cama de nogal, la misma vieja alfombra, un poco más remendada quizás, el mismo viejo mobiliario de madera negra, tal como recordaba haberlo visto Dobbin la vez primera que puso los pies en la casa.

—Está usted bastante viejo, comandante —dijo John, después de examinar con calma al viajero.

—Diez años y las fiebres no son los medios más indicados para conservarse joven —contestó Dobbin riendo—. En cambio tú, John, estás siempre joven… es decir, siempre viejo.

—¿Qué habrá sido de la viuda del capitán Osborne? —preguntó John—. Era un buen muchacho el capitán… ¡Santo Dios y cómo tiraba el dinero! Desde el día que se casó no ha vuelto a esta casa… Por cierto que me debe aún tres libras esterlinas… Vea usted la nota correspondiente en mi librito: «10 de abril de 1815; capitán Osborne, libras 3». Yo no sé si me las pagaría su padre…

No bien le dejó solo John, Dobbin sacó de su baúl el traje de paisano más elegante que poseía, lo vistió, y… no pudo menos de reírse de sí mismo al contemplar reflejados en la averiada luna del tocador su cara color aceitunado y su cabeza poblada de canas.

—John me ha reconocido —murmuró entre dientes—. Creo que también me reconocerá ella.

Inmediatamente salió a la calle y tomó el camino de Brompton.

Mientras caminaba, recordaba los menores incidentes de su entrevista última con Amelia, tan frescos en su memoria como si se hubieran desarrollado la víspera. El Arco del Triunfo y la estatua de Aquiles, erigidos en Piccadilly durante su ausencia, apenas si impresionaron muy débilmente su retina; pero se sintió atacado de un estremecimiento general al entrar en la callejuela que desembocaba en la calle de Brompton, donde vivía ella. ¿Estaba para casarse o no? Vio que avanzaba hacia él una mujer que llevaba de la mano un niño de cinco años: ¿sería ella? No necesitó más para temblar como la hoja de un árbol en día de brisa fuerte. Cuando llegó frente a la casa, cuando se vio delante de la puerta, asió la cadena de la campanilla y se detuvo. Se hubiesen podido oír las palpitaciones de su corazón.

—Se haya casado o no, que Dios Todopoderoso derrame sobre ella todas sus bendiciones —se dijo para darse ánimos—. ¡Bah! No sé por qué tiemblo; es posible que ni viva siquiera aquí.

La ventana del saloncito donde ella solía pasar sus horas, estaba abierta. Se veía el piano, el mismo que le era tan conocido, y sobre él, como en los viejos tiempos, un cuadro, el mismo cuadro de siempre. La placa de cobre del señor Clapp aparecía sobre la puerta. Dobbin golpeó en ésta con el aldabón. Una muchacha risueña y fresca, de ojos brillantes y de rojas mejillas, que aparentaba tener unos dieciséis años, salió a abrir la puerta y contempló con desconfianza al comandante. Éste, pálido como un cadáver, hubo de apoyarse contra la pared. Con dificultad logró pronunciar las palabras siguientes:

—¿Vive aquí la señora viuda de Osborne?

La muchacha le miró con fijeza por espacio de algunos segundos, y al fin, palideciendo a su vez, exclamó:

—¡Santo Dios!… ¡Si es el comandante Dobbin! Pero ¿no me recuerda? —añadió, tendiéndole las dos manos—. ¿Ha olvidado a aquella niña que le llamaba el comandante Bombones?

Dobbin, por primera vez acaso en su vida, tomó a la muchacha en sus brazos y la besó. Ella comenzó a reír y a llorar histéricamente, llamó a voz en grito, salieron corriendo todos los habitantes de la casa y vieron con asombro que un hombre, que vestía levita azul y pantalón blanco, abrazaba y besaba a la jovencita.

—Soy amigo antiguo —explicó Dobbin, no sin ruborizarse—. ¿No me recuerda usted, señora Clapp? ¿Ha olvidado las sabrosas tostadas que me preparaba para el té? Soy el padrino de George y acabo de llegar de la India.

El matrimonio Clapp acompañó al comandante a las habitaciones ocupadas por el viejo Sedley, indicándole que se sentara en el sillón del padre de Amelia. Padre, madre e hija hicieron mil preguntas a Dobbin y le contaron todas las cosas que ya conocemos pero que eran ignoradas por el comandante, es decir, la muerte de la señora de Sedley y la partida de George a casa de su abuelo Osborne, y la manera como Amelia había aceptado la separación. Dos o tres veces abrió la boca para preguntar si Amelia se habla casado, y otras tantas le faltó el valor. Al cabo de mucho rato, le dijeron que Amelia había salido a pasear con su padre, a quien todas las tardes, después de comer, llevaba a los jardines.

—Tengo muchísima prisa —dijo de pronto el comandante—. Asuntos de la mayor importancia reclaman mi atención, pero quisiera tener el gusto de saludar a la señora viuda de Osborne. Si me hiciera el favor de acompañarme la niña…

La niña quedó encantada y sorprendida al oír la proposición. Manifestó que sabía dónde podrían encontrar a Amelia y que con placer especial acompañaría al comandante. Fuese a su cuarto, se arregló en un abrir y cerrar de ojos, y reapareció luciendo el mejor sombrero que tenía, un chal amarillo de su mamá y una pulsera de metal adornada con cristalitos, propiedad igualmente de su mamá.

 

Dobbin le ofreció el brazo, y ambos salieron a la calle llenos de alegría: el comandante, por llevar consigo una persona amiga que estuviese presente en la entrevista que tanto temía, y la niña por ir en compañía de un caballero tan apuesto y elegante como el militar.

En el trayecto tuvieron un encuentro que, siendo de lo más sencillo y trivial, fue para Dobbin manantial de vivo placer. En una calleja se cruzaron con un caballero joven, pálido, que avanzaba entre dos mujeres que a derecha e izquierda se colgaban de sus brazos, dejándole reducido a la condición de verdadero emparedado. Una de ellas era alta, algo entrada en años, de aspecto enérgico y facciones muy semejantes a las del caballero, y la otra, bajita y rechoncha, de tez muy morena y más bien fea que guapa. Como el caballero emparedado entre las dos señoras llevaba además un quitasol, un chal, una cesta y un bastón, claro está que no le restaba brazo vacante, y por consiguiente, no pudo llevar la mano al sombrero para contestar el saludo que al terceto hizo la compañera de Dobbin.

—¿Quiénes son? —preguntó Dobbin, conteniendo con dificultad la risa.

—Es nuestro cura, el reverendo señor Binny —respondió Mary Clapp—. Una de las señoras que le acompañan es su hermana, y la otra, la bajita y regordeta, su esposa, hija de un tendero de ultramarinos. Se casaron el mes pasado y acaban de regresar de su viaje de novios. Ella tiene un capital de cinco mil libras esterlinas. El casamiento lo hizo la hermana del cura, pero parece que las cuñadas han regañado ya.

La nueva entusiasmó tanto a Dobin, que sin darse cuenta descargó un bastonazo en el suelo y comenzó a caminar con paso redoblado.

—¡Allá están! —exclamó de pronto la muchacha.

—Puede que conviniera que te adelantases para anunciarme —contestó Dobbin.

Corriendo se dirigió Mary al banco donde Amelia estaba sentada con su padre, escuchando una de las interminables historias que todos los días le repetía el viejo. Amelia vio llegar a Mary y se levantó sobresaltada, temiendo que le trajera alguna mala noticia de George.

—¡Noticias!… ¡Noticias!… —gritó la mensajera de Dobbin—. ¡Ha venido! ¡Ya está aquí!

—Pero ¿quién ha venido? —interrogó Amelia, pensando en su hijo.

—¡Mírele… allá! —contestó Mary, extendiendo el brazo en dirección al comandante.

Volvióse Amelia, vio a Dobbin, se puso encendida, y comenzó a llorar. El comandante la miró como puede suponerse el lector, y se sintió inundado de alegría al verla correr a su encuentro, tendidas las manos. No la encontró cambiada; un poquito más pálida, un poquito más gruesa, pero los mismos ojos, la misma mirada dulce. Dobbin tomó las dos manos de Amelia y las retuvo entre las suyas. No hablaba; su lengua se negaba a articular, su garganta a dar paso a los sonidos.

—Tengo que anunciar la llegada de otro —dijo Dobbin al cabo de un rato de silencio.

—¿De su esposa? —preguntó Amelia, iniciando un movimiento de retirada.

—No —contestó Dobbin soltando las manos—. ¿Quién ha podido decir a usted desatino semejante? Me refiero a su hermano, a Joseph, que ha hecho el viaje en el mismo barco que yo, y no tardará en llegar para hacer felices a todos.

—¡Papá!… ¡Papá!… —gritó Amelia—. ¡Noticias! ¡Noticias! ¡Mi hermano está en Inglaterra! Viene a hacerse cargo de nosotros… ¡Aquí tenemos ya al comandante Dobbin!

El señor Sedley, sobresaltado y tembloroso, se incorporó tratando de concentrar sus pensamientos. Avanzó dos pasos, hizo a Dobbin una reverencia profundísima, le llamó señor Dobbin y le preguntó si seguía bien su señor padre. Añadió que pensaba devolver al último una visita que recientemente le había hecho. El padre de Dobbin le había visitado por última vez ocho años antes.

—Sus facultades mentales comienzan a flaquear —susurró Amelia al oído de Dobbin, mientras éste estrechaba con efusión las manos del viejo.

Asuntos urgentes reclamaban la presencia de Dobbin en Londres, según manifestación propia, pero aquél accedió a dejarlos para otro día a fin de no desairar al señor Sedley, quien le invitó a tomar el té en su casa. Amelia se apoderó del brazo de su amiguita del chal amarillo y emprendió el regreso a su domicilio, obligando a Dobbin a encargarse de acompañar al viejo. Éste caminaba con paso lento y haciendo frecuentes paradas, a fin de poder contar a su acompañante infinidad de historias añejas sobre su persona y la de su difunta esposa, sobre su prosperidad y su quiebra. Sus pensamientos e impresiones, conforme acontece a los ancianos, se referían a tiempos muy remotos: del presente, ni habló, ni sabía nada, excepción hecha del triste suceso de su ruina. El comandante le dejaba hablar sin interrumpirle; sus ojos y sus facultades seguían al ser querido que caminaba delante de él, a la mujer que siempre tuvo grabada en su imaginación, a la mujer cuyo nombre mezcló en todas sus plegarias, a la mujer cuya imagen le visitó en todos sus sueños y en todas sus vigilias.

Aquella tarde estuvo Amelia radiante de felicidad: con la sonrisa en los labios, derrochando actividad, y, sobre todo, gracia y elegancia, a juicio de Dobbin, hizo los honores de la casa al huésped llegado de la India. ¡Cuántas veces la soñó Dobbin como la veía en aquel instante, dichosa y alegre, pendiente de las necesidades de los viejos que la rodeaban, y sobrellevando la pobreza con encantadora sumisión y conformidad! Me guardaré muy mucho de asegurar que el gusto de nuestro comandante fuese de los más refinados, y no pretenderé convencer a nadie de que la obligación de las inteligencias superiores sea contentarse con un paraíso; donde sirvan tostadas de pan con manteca a todo pasto, manjar que en la ocasión presente bastó a nuestro amigo; lo que sí aseguraré es que paraíso pareció a Dobbin la humilde casa de Amelia, y manjar celestial las rebanadas de pan, tanto, que no se cansaba de beber tazas y más tazas de té, cual si se hubiera propuesto ser émulo del famoso doctor Johnson.

Amelia, viendo su afición al té, animaba a su huésped, y no sin cierta expresión picaresca llenaba sin cesar su taza. Cierto que ella ignoraba que Dobbin no había comido, y que tenía cubierto puesto en Slaughters, en la misma mesa, donde tantas veces se sentó con su amigo George, cuando Amelia era una niña, cuando todavía estaba en el colegio de la señorita Pinkerton.

Lo primero que Amelia mostró a Dobbin fue la miniatura de su hijo. Como es natural, el original era incomparablemente más guapo que el retrato. Mientras el anciano estuvo despierto, Amelia apenas si habló de George, porque era muy doloroso para aquél oír pronunciar el nombre de Osborne. Seguramente ignoraba que desde hacía una porción de meses vivía exclusivamente de la largueza de su enemigo.

Dobbin narró al viejo todo lo que había pasado a bordo del Ramchunder y acaso bastante más, pues exageró no poco las benévolas disposiciones de Joseph con respecto al autor de sus días. Si hemos de dejar la verdad en su punto, diremos que Dobbin, durante el viaje, había hecho ver a su compañero que tenía sagrados deberes que cumplir con los individuos de su familia, concluyendo por arrancarle la promesa formal de que se encargaría de su hermana y de su sobrino; también hizo desaparecer la irritación de Joseph en lo referente a las letras de cambio giradas por el anciano contra él, explicándole riendo que no fue Joseph solo quien sufrió las consecuencias de la famosa remesa de vino, porque también él se vio favorecido con otra de la misma procedencia y en cantidad tan enorme, que le puso a dos dedos de reñir con todos sus amigos. En una palabra: Dobbin, que conocía a fondo a Joseph, aduló su amor propio y logró hacer que sus sentimientos, que por naturaleza no eran malos, estuviesen lo mejor dispuestos con respecto a su familia.