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100 Clásicos de la Literatura

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—Supongo que lord Steyne no tendrá interés en hablar —contestó Macmurdo—, y, por lo que a nosotros toca, tampoco veo motivo que nos mueva a comentar el suceso. Como quiera que éste no es muy bonito ni agradable, de cualquier manera que se le considere, cuanto menos se mente mejor. Los apaleados han sido ustedes, no nosotros, y puesto que por satisfechos se dan ustedes, por satisfechos nos damos nosotros.

Wenham tomó el sombrero y salió, acompañado por el capitán, que cerró la puerta tras ellos. Una vez a solas con el embajador de lord Steyne, Macmurdo le miró con severidad y le dijo:

—No se para usted en barras, Wenham.

—Me hace usted demasiado honor, capitán —respondió el interpelado sonriendo—. Por mi honor y mi conciencia juro que la señora de Crawley nos invitó a cenar a mi mujer y a mí a la salida de la ópera.

—Enterado… enterado. No asistieron por culpa de la jaqueca de su señora… Tengo aquí un billete de mil libras esterlinas que entregaré a usted si me hace el favor de firmarme un recibo. El billete lo cerraré bajo sobre dirigido a lord Steyne. Mi poderdante no le provocará, pero tampoco quiere quedarse con su dinero.

—Todo fue un error… un error fatal —decía Wenham con acento de la mayor inocencia.

En la escalera del club tropezaron con sir Pitt, que subía a ver a su hermano. El capitán, que conocía a sir Pitt, le esperó en el descansillo y le habló de la solución pacífica del incidente, introduciéndole a continuación en el gabinete donde Rawdon había quedado esperando.

La noticia llenó de regocijo a Pitt, quien felicitó a su hermano por la solución del lance, dirigiéndole a continuación atinadas observaciones morales sobre el duelo y las pobres satisfacciones que proporciona la venganza de una ofensa.

Después del exordio, sir Pitt apeló a toda su elocuencia para procurar una reconciliación entre los esposos. Hizo un resumen de la historia de los hechos tal como Becky se la había contado, puntualizó las razones que abonaban su veracidad y terminó afirmando que, por su parte, creía en su inocencia.

Rawdon suplicó a su hermano que no prosiguiese.

—Desde hace diez años —dijo— guardaba dinero a espaldas mías. Anoche me juró que no lo ha recibido de Steyne, pero no la creí. Aun suponiendo que fuera inocente, que es mucho suponer, su egoísmo es criminal: no quiero verla más, no la veré más.

—¡Pobre amigo mío! —murmuró el capitán.

Rawdon Crawley se rebeló durante algún tiempo contra la idea de aceptar el lucrativo cargo que debía a su odioso protector, y hasta quiso retirar a su hijo del colegio donde le colocara lord Steyne, pero tan vivas e insistentes fueron las súplicas de su hermano, tan apremiantes los ruegos de Macmurdo, y sobre todo, le pareció tan sólida y contundente la razón apuntada por el último, quien le hizo ver que la furia, la desesperación de lord Steyne rayarían en lo infinito cuando se percatase de que su enemigo había hecho fortuna gracias a él, que al fin cedió.

El primer día que el marqués de Steyne salió a la calle después del accidente, tropezó con el subsecretario del ministerio de Ultramar, quien le dio las gracias por haber designado para el gobierno de Coventry Island un candidato tan competente como Rawdon: puede imaginarse el lector la alegría interior que la felicitación despertó en el prócer.

El secreto de la rencontré entre Steyne y el coronel quedó relegado al silencio más absoluto, conforme propuso Wenham; no pronunciaron palabra alusiva al mismo… los personajes directamente interesados en él y sus padrinos, pero antes que los fulgores del sol disipasen los tules de la primera noche que siguió a la de autos, había sido comentado el lance en cincuenta mesas de la feria de las vanidades. El elegante y bullicioso Crackleby asistió a siete tertulias y en todas ellas refirió la historia, enriqueciéndola con comentarios y enmiendas de su cosecha. ¡Con qué ardor la propagó la señora de Washington White! En una palabra: no se habló de otra cosa hasta que otro suceso más fresco y escandaloso embargó la atención general.

Jueces, procuradores y escribanos, con su correspondiente cortejo de alguaciles, entraron a saco en la elegante casita de la calle Curzon y dejaron sin camisa al pobre Raggles, mientras la última inquilina del inmueble estaba… ¿Dónde? ¿Quién lo sabía? ¿A quién interesaba saberlo? ¿Quién se acordaba de ella a los dos días de desaparecida? ¿A qué inquirir si era culpable o criminal? Todos sabemos cuan caritativo es el mundo en sus fallos, y cuáles son los que en la feria de las vanidades se dan sobre asuntos dudosos y no aclarados. Afirmaban unos que se había ido a Nápoles siguiendo a lord Steyne, otros aseguraban que lord Steyne huyó de Nápoles y se refugió en Palermo al tener noticia de la llegada de Becky; decían éstos que había fijado su residencia en Bierstadt y había sido nombrada dame d’honneur de la reina de Bulgaria, y aquéllos que vivía en una casa de huéspedes en Cheltenham.

Rawdon le asignó una renta anual modesta, pero los que la conocemos podemos afirmar sin temor a equivocarnos que no sufrió privaciones, pues era de las mujeres en cuyas manos crece prodigiosamente el dinero. Rawdon hubiese pagado todas sus deudas antes de salir de Inglaterra si hubiera encontrado una compañía de seguros de vida que aceptase una póliza sobre la suya, pero dado lo insalubre del clima de Coventry Island no hubo empresa que osase adelantar un penique sin más garantía que su sueldo. Hizo sin embargo envíos a su hermano puntualmente, con dicho fin. Escribió con regularidad a su hijo, envió a Macmurdo tabacos; pimienta y especias a lady Jane. Hizo llegar a Londres una porción de ejemplares del periódico Swamp Town Gazette que ponía sobre los cuernos de la luna su gestión como gobernador, pero se guardó muy mucho de dispensar el mismo honor al Swamp Town Sentinel, cuyo director, rabioso porque su digna esposa no era admitida en los salones del gobierno, declaraba que Su Excelencia era un tirano, un monstruo que dejaba tamañito a Nerón. Rawdon hijo recibía todos los periódicos que hablaban bien de Su Excelencia y los leía en el colegio.

Becky no se acordó de hacer una visita a su hijo. Éste iba al palacio de sus tíos todos los domingos, pasaba con ellos sus vacaciones, y no transcurrió mucho tiempo sin que supiera de memoria los sitios donde dejaban sus nidos todos los pájaros que se alimentaban en las tierras de Crawley de la Reina y recorriese a caballo las posesiones del barón, hermano de su padre.

Capítulo LVI

George se convierte en un caballero

Tenemos al hijo de Amelia viviendo como un príncipe en compañía de su abuelo, en la mansión de la plaza Russell; ocupa las habitaciones que en vida fueron de su padre y es heredero presunto de todos los esplendores de la familia. El buen talante del muchacho, sus aires de gran señor y pretensiones de elegancia habíanle conquistado el afecto de su abuelo. Tan orgulloso estaba el anciano Osborne de su nieto como lo estuvo en otro tiempo de su hijo.

Disfrutaba el niño de un lujo y una opulencia como no las conocieron nunca sus padres. Los negocios del anciano prosperaron en gran escala durante los años últimos, sus riquezas crecieron como la espuma, y con las riquezas, creció su importancia en la City. Años antes, se consideró muy feliz al poder colocar a su hijo George en un buen colegio, y el empleo militar que le compró fue para el buen padre manantial de legítimo orgullo, pero sus aspiraciones eran incomparablemente mayores cuando trazó planes para el porvenir de su nieto. Éste sería un gran personaje, repetía a todas horas el señor Osborne, puestos sus ojos en George. Su fantasía le veía ya sabio, diputado, quién sabe si dueño de un título nobiliario. El viejo aseguraba que moriría contento si veía a su nieto próximo a conquistar semejantes honores. No enviaría a George a un colegio de poco más o menos; ¡horror! Unos cuantos años antes se ponía feroz cuando hablaba de los sabios, de los que se dedicaban a las letras, a quienes llamaba hatos de pedantes, muertos de hambre, charlatanes que mascullaban griego y latín y miraban con desdén a los laboriosos hombres de negocios, que tenían dinero sobrado para comprar a medio centenar de ellos; ahora se lamentaba, deploraba de la manera más solemne que hubiesen descuidado su instrucción y servía a George pomposos discursos enalteciendo la necesidad de estudiar los clásicos.

En la mesa, preguntaba a George por los adelantos que hacía en sus estudios, escuchaba con vivo interés las explicaciones del muchacho, afectaba entenderle y decía mil desatinos que evidenciaban su supina ignorancia. Como es natural, los dislates del viejo no contribuían gran cosa a que el niño le tuviese respeto especial, antes al contrario; en cuanto el muchacho adquirió el convencimiento de que su abuelo era un perfecto ignorante, principió a tenerle en poco y a imponérsele. Hay que tener presente que la educación que George recibió al lado de su madre, no obstante haber sido humilde y muy limitada, habíale habituado a mandar. Amelia era una mujer dulce, débil y tierna, una madre ajena a todo lo que su hijo no fuese, un ser humilde cuyos labios jamás se abrieron para pronunciar frases de relumbrón, una buena mujer, en una palabra, y su hijo reinó sobre ella como señor absoluto.

No fue pues muy difícil a George, que se había adueñado del natural dulce y sumiso de su madre, dirigir la voluntad de su abuelo, cuya vanidad corría parejas con su ignorancia.

Mientras su madre suspiraba por él en su casa, y se pasaba todas las horas del día y muchas de la noche pensando en su hijo, nuestro caballerito disfrutaba de placeres, regalos y comodidades que no podían menos de hacerle muy llevadera la separación del lado de Amelia. Los niños que lloran cuando se les obliga a ir a la escuela, lloran porque van a un sitio poco rico en comodidades y distracciones. Son muy contados los que vierten lágrimas de cariño. Recuerda, querido lector que cuando niño, tus ojos se secaban a la vista de una golosina, y que un pastel era una compensación suficiente al dolor de separarte de tu madre y hermanos.

 

Pero dejémonos de digresiones y continuemos hablando de George Osborne, a quien su abuelo rodeaba de todo el lujo que el oro puede proporcionar. El cochero recibió orden de comprar para el niño el caballito más hermoso que encontrase, sin reparar en el precio. George aprendió primero a montar, y, cuando hubo aprendido, fue a caracolear con su caballo en el Regent Park o el Hyde Park, seguido a distancia respetuosa por el cochero Martín. El viejo Osborne, que ya no iba con tanta frecuencia a la City y dejaba a sus socios más jóvenes gran parte de la dirección de los asuntos, tomaba con su hija la misma dirección, y mientras George galopaba, tendido sobre el cuello de su caballo, solía decir a la tía del muchacho:

—¡Qué jinete, hija mía!

Reía el buen viejo, se extasiaba y hasta aplaudía desde el coche las evoluciones del muchacho. Todos le saludaban en la casa, todos le mimaban, todos le aplaudían: la única nota discordante era su tía Mary, cuyos ojos lanzaban destellos de odio cada vez que veía al advenedizo montado a caballo y tan orgulloso como un lord.

Aunque apenas tenía once años, George llevaba botas de montar, ni más ni menos que si fuese un hombre cumplido. Calzaba espuelas de oro, empuñaba una fusta con puño del mismo precioso metal, lucía un alfiler de brillantes en la corbata y usaba guantes de piel de cabritilla de la mejor marca. Su madre le había dado dos corbatas y festoneado media docena de camisas, mas no tardaron las prendas mencionadas en ser reemplazadas por otras más ricas. George llevaba botones de brillantes en la pechera de la camisa, y en cuanto a las modestas ropas regaladas por su madre, quedaron en desuso… Creo que Jeannie Osborne las dio a un hijo del cochero.

Tenía Amelia un retrato de su hijo, que pendía de la cabecera de su cama junto a otro retrato. Un día, el muchacho le hizo su visita de costumbre, pero en su cara brillaban fulgores como de triunfo. Llegado junto a su madre, sacó del bolsillo un estuche de rica piel colorada y lo puso en manos de aquélla.

—Lo he pagado con mis ahorros, mamá —dijo George—. Me ha parecido que te gustará.

Abrió Amelia el estuche, lanzó un grito de alegría y abrazó y besó mil veces a su hijo. Dentro del estuche había una preciosa miniatura del muchacho, hecha admirablemente, aunque la madre pensó que distaba cien leguas de ser tan hermosa como el original. Parece que su abuelo encargó a un artista que exhibía sus producciones en los escaparates de una tienda de la calle Southampton que le hiciese un retrato de su nieto, y George, que tenía dinero abundante, preguntó al artista cuánto le haría pagar por una miniatura, que costearía con sus ahorros y que quería regalar a su madre. Encantado el artista, cumplió los deseos del muchacho cobrándole un precio reducido. Hasta el irreductible viejo Osborne, cuando llegó a su noticia lo sucedido, gruñó de satisfacción y dio a George doble cantidad de la que el último pagara por su miniatura.

Pero ¿qué fue la alegría del viejo en comparación de los transportes extáticos de la madre? Aquella prueba de cariño dada por George encantó en tales términos a Amelia, que creyó como artículo de fe que en el mundo no había hijo tan bueno como el suyo. Hasta se consideró feliz por espacio de muchas semanas; el retrato de George colocado debajo de la almohada la hacía gozar de un sueño tranquilo y reparador. Fue aquél el primer consuelo que saboreó desde el día que se separó de su George.

En su nueva casa se conducía George como dueño y señor: en la mesa, ofrecía vino a las damas con seriedad magnífica y bebía champaña con naturalidad que entusiasmaba a su abuelo.

—¡Mírele usted! —decía el abuelo a su vecino, tocándole con el codo—. ¿Ha visto usted nunca un mocito como ése? No creo que tarde mucho en encargarse navajas de afeitar… ¡Es un prodigio!

Digamos en obsequio a la verdad que las precocidades del muchacho no agraciaban tanto a los amigos del señor Osborne como a éste. El caballero Féretro, por ejemplo, veía con profundo disgusto que el niño metiese baza en su conversación y le estropease las entretenidas historias que narraba; al coronel Pichón no le agradaba ver medio borracho a un muñeco; y la señora Toffy le hubiese dado de cachetes el día que, después de verterle un vaso de vino de Oporto sobre su elegante vestido de seda amarilla, se rio con mucha gana del desastre causado. Mayor fue la indignación de la buena señora cuando supo que el nieto del señor Osborne había obsequiado a su hijo con una paliza muy regular; en cambio el viejo quedó tan contento, que ofreció al niño dos monedas de oro por cada vez que apalease a otro muchacho de su misma edad y corpulencia. A decir verdad, nos pondría en un aprieto quien pretendiera que le explicásemos qué veía de bueno el buen viejo en los combates que reñía su nieto: confesamos nuestra ignorancia, aunque se nos ocurre pensar que tal vez opinara que las riñas hacen atrevidos y resueltos a los muchachos, o bien que una de las enseñanzas más útiles es la de la tiranía. Lo que sí afirmamos es que desde tiempo inmemorial vienen recibiendo los muchachos ingleses una educación idéntica a la de George, y que son cientos de millares los defensores y admiradores de las injusticias, de las tiranías, de las brutalidades perpetradas por muchachos contra muchachos. George, engreído por las alabanzas, alentado por el premio obtenido, y envalentonado por la fácil victoria alcanzada sobre el hijo de la señora Toffy, aspiró a nuevas conquistas. Un día, correteaba por las inmediaciones de Saint Pancracio, cuando un muchacho, hijo de un panadero, tuvo el atrevimiento inconcebible de hacer comentarios un tanto sarcásticos sobre su elegancia en el vestir y particularmente sobre sus aires de importancia. El joven y resuelto patricio se despojó en el acto de la chaqueta, dióla a guardar a un amiguito suyo que le acompañaba, y decidió dar una lección contundente al panadero. La diosa Victoria le volvió la espalda en esta ocasión; lejos de ser George el puño, fue el objeto sobre el cual probó el panaderito la fuerza de los suyos; resultado: George se presentó en casa con un ojo amoratado e hinchado, y la pechera de la camisa tinta en el líquido rojo que brotó abundante de su nariz. Dijo a su abuelo que se había batido con un gigante, y llenó de espanto a su pobre madre, a la que hizo un relato muy circunstanciado pero muy poco auténtico de la batalla.

El muchacho a quien George dio a guardar la chaqueta durante el terrible combate que acabamos de reseñar se llamaba Todd, y era gran amigo y admirador del nieto del señor Osborne. Los dos tenían afición loca a las estampitas o grabados que representaban escenas o personajes de teatro, los dos se pirraban por las tartas de fresas, los dos rabiaban por patinar en el Regent Park cuando el tiempo lo permitía, y los dos adoraban el teatro, al que les llevaba con frecuencia, cumpliendo órdenes del señor Osborne, el criado especial y personal del niño, llamado Rowson, quien asistía a las funciones cómodamente instalado en el patio de butacas, junto a los señoritos.

Nuestros aventajados muchachos visitaban los teatros principales de la capital, sabían de memoria los nombres de todos los actores y se permitían hacer la crítica de su trabajo en escena. Rowson, el criado, hombre de temperamento generoso, acompañaba a su señorito, a la salida del teatro, a algún restaurante, y le permitía que tomase alguna docenita de ostras y hasta no se oponía a que las regase con una o dos copas de vino. En justa correspondencia, el criado participaba de las liberalidades del señorito.

Un sastre famoso del West End de la ciudad recibió el honroso cargo de vestir a George, juntamente con la orden de no reparar en gastos. Como consecuencia, el señor Woolsey, que así se llamaba el sastre, dio rienda suelta a su imaginación y confeccionó una colección de chalecos y de chaquetas de fantasía bastante numerosa para llenar las aspiraciones de todo un colegio de gomosos. Tenía George trajes de mañana, trajes de mediodía, trajes de paseo, trajes de etiqueta. Por nada del mundo se hubiese presentado en el comedor sin vestir traje adecuado. Un criado cuidaba su bien provisto guardarropa y le ayudaba a vestirse, otro acudía a su llamamiento cuando hacía sonar la campanilla, y jamás le presentaban las cartas que recibía sin colocarlas en su correspondiente bandeja de plata.

Todos los días, después del almuerzo, George se arrellanaba en un sillón de brazos y leía el Morning Post con la formalidad de un señor de edad.

—¡Cómo ordena y cómo jura! —exclamaban los criados, admirados de su precocidad.

Los que habían conocido al capitán, su padre, decían que el hijo era una reproducción exacta de aquél.

Confiaron la educación de George a un pedagogo particular «que preparaba a la nobleza para las universidades, el Senado y las carreras brillantes, empleando un sistema contrario al anticuado y bárbaro de la mayoría de los centros de instrucción. Los muchachos, recibidos en familia, estaban rodeados del refinamiento propio a las personas de elevada condición social, y del afecto y atención de que pudieran disfrutar en sus propias casas».

El anuncio copiado valía al reverendo Lawrence Veal, capellán del conde de Bareacres, unos pocos discípulos que le permitían vivir holgadamente y en un barrio elegante, porque los honorarios eran crecidos. Cuando George fue llevado al elegante establecimiento de enseñanza, había en él un muchachote indio, a quien nadie visitaba jamás, de piel color caoba y pelo que parecía lana, pero gomoso como el que más; había también un joven de veintitrés años, cuya educación había sido descuidada lastimosamente y a quien preparaban para hacer su entrada en el mundo elegante, y dos hijos del coronel Bangles, afecto al servicio de la Compañía de las Indias Orientales. Los cuatro eran internos.

George ingresó como medio pensionista. Por las mañanas llegaba al colegio acompañado por su criado y amigo Rowson, y salía al atardecer, salvo los días buenos, que se iba al mediodía, para no perder su paseo a caballo. Decían en el colegio que su abuelo era escandalosamente rico. El reverendo Lawrence felicitaba personalmente a George por ello, recordándole a todas horas que su porvenir era ocupar en el mundo una posición elevadísima, que con su aplicación y su docilidad debía prepararse para los altos deberes que pesarían sobre él dentro de breves años, que la obediencia en un joven es el medio más indicado para adquirir el hábito del mando, y, por último, que no trajese al colegio golosinas que no podían menos de perjudicar la salud de los señoritos Bangles, a quienes nada faltaba en la elegante y bien servida mesa del establecimiento.

Con respecto a la enseñanza, el Curriculum, tal era la denominación que el reverendo Lawrence le daba, abarcaba todas las ciencias conocidas, y sus discípulos podían hacer adelantos prodigiosos. Tenía el reverendo un mapamundi, una máquina eléctrica, un teatrillo, un aparato de química y una biblioteca selecta, así al menos lo decía él, donde había reunido las mejores obras de los autores más famosos de los tiempos antiguos y modernos. Solía llevar a sus discípulos al Museo Británico, donde les explicaba lecciones de historia natural en presencia de un auditorio numeroso, formado por los curiosos que visitaban el Museo, los cuales salían ponderando la ciencia maravillosa del profesor. En sus explicaciones públicas, cuidaba de no usar palabras que no fuesen científicas y enrevesadas, juzgando, con recomendable cordura, que no cuesta más dinero emplear palabras y frases altisonantes que expresarse en términos vulgares.

Con relativa frecuencia decía a George:

—A mi regreso de una conferencia científica celebrada con mi excelente amigo el doctor Bulders… arqueólogo como pocos, señores míos, arqueólogo sin rival en el mundo, observé que de los balcones de la mansión regia de su venerable abuelo salían torrentes de luz, como si se estuviese celebrando en ella una fiesta. ¿He acertado al imaginar que el señor Osborne sentaba anoche a su suntuosa mesa una sociedad de espíritus selectos?

El señorito George, que sabía imitar con prodigiosa destreza el tono, ademanes y mímica del pedagogo, y que por añadidura casi siempre estaba de buen humor, contestaba que el reverendo Lawrence había acertado, como no podía menos, en sus conjeturas.

—Entonces, los caballeros que tuvieron el honor de compartir la hospitalidad del noble señor Osborne, señores míos, no podrán quejarse, de ello estoy seguro, ni de la compañía ni de la mesa. He tenido la alta honra de ser favorecido más de una vez… Y de paso me permitirá usted que le diga, señorito Osborne, que esta mañana llegó usted algo tarde, falta que repite usted con alguna frecuencia… Prosigo: digo, caballeros, que este servidor de ustedes, no obstante ser de condición humilde, no ha sido juzgado indigno de participar de la elegante hospitalidad del señor de Osborne. Añado que, aunque he asistido a los banquetes de los grandes y nobles del mundo, a cuyo número pertenece mi excelente amigo y protector el muy honorable George, conde de Bareacres, puedo jurar a ustedes que la mesa del opulento negociante inglés señor de Osborne es tan buena, tan rica, tan noble como la del más noble lord del Reino Unido. Ahora, señor Bluck, si no tiene usted inconveniente, continuaremos aquel pasaje de Eutropio que interrumpió la tardía llegada del señorito Osborne.

 

En cuanto a los progresos científicos de George, si no mentían los partes semanales que, firmados por el profesor, presentaba a su abuelo, eran sencillamente maravillosos. En griego, nuestro amiguito obtenía siempre la calificación de aristos, en latín la de optimus, en francés très bien. A fin de curso, en el colegio del reverendo Lawrence todos los alumnos obtenían tantos primeros premios cuantas eran las asignaturas que cursaban.

George era un tiranuelo en el colegio, en la calle, en la casa de su abuelo paterno y en la de su abuelo materno. Este último no podía menos de respetar a quien con tan exquisita elegancia vestía, a quien paseaba a caballo, seguido por un groom de respeto. En cambio George no podía respetar a un viejo arruinado, a un pobretón, de quien a todas horas oía hablar mal al viejo Osborne. La señora Sedley falleció pocos meses después de haber ido el niño a la residencia de los Osborne. Como entre ella y su nieto no medió nunca gran cariño, el niño no reveló gran pesadumbre. Visitó a su madre vestido de riguroso luto, y gritó y protestó porque no podía ir a jugar cuando se le antojase.

Un día, en ocasión en que los discípulos del reverendo Lawrence escuchaban sin pizca de atención los alambicados discursos de su profesor, paró frente a la puerta ornada de una estatua de Minerva un soberbio carruaje, del cual salieron dos caballeros. El señorito Bangles corrió a la ventana, sospechando si uno de los caballeros sería su padre que habría regresado de Bombay. El alumnito de veintitrés años pegó su aplastada nariz contra los cristales y miró al carruaje, en el momento preciso en que el laquais de place abría la portezuela para que saliesen los señores.

—El uno es grueso y el otro delgado —dijo.

El criado del colegio, muchacho embutido dentro de una librea raída adornada con botones de cobre roñosos, entró en el salón de estudio y dijo que dos caballeros deseaban ver al señorito Osborne.

—Osborne —dijo el profesor—; doy a usted facultades plenas y amplias para que salga a recibir a sus amigos del coche, a quienes ruego que transmita mis respetuosos saludos y los de mi esposa.

Salió George al recibimiento, donde encontró a los dos caballeros, a quienes miró con el descaro que le era habitual. Uno de los visitantes era grueso y usaba bigote, y el otro delgado y alto, vestía frac azul y su tez era de un color verdoso.

—¡Dios santo! —exclamó el caballero alto y delgado—. ¡Cómo se le parece! Dime, George querido; ¿no me conoces?

Enrojeció George como cuando experimentaba alguna emoción viva.

—No conozco a su compañero —contestó el muchacho—; pero, si no me engaño, usted es el comandante Dobbin.

Era, en efecto, nuestro antiguo amigo William Dobbin.

Conmovido, atrajo al niño tomándole por las dos manos.

—Tu mamá te habrá hablado alguna vez de mí, ¿verdad? —preguntó.

—Sí; me ha hablado —respondió George— miles de veces.

Capítulo LVII

Regreso

Uno de los muchos motivos de orgullo más del agrado del viejo Osborne era ver que Sedley, su antiguo rival, enemigo y bienhechor, arrastraba sus últimos días sumido en tal humillación y reducido a tanta miseria, que se veía obligado a recibir dádivas pecuniarias de manos del hombre que tan cruelmente le había ultrajado. El ser feliz, el mimado de la fortuna, maldecía al pobre, al náufrago de la vida, y de vez en cuando se complacía en enviarle algún socorro. Al entregar a George dinero para su madre, hacíale comprender, por medio de alusiones groseras y brutales a fuerza de ser claras, que su abuelo materno era un mendigo arruinado, un quebrado, un miserable que estaba a merced de cualquiera, un tramposo que le debía muchísimo dinero, pero a quien, no obstante, quería socorrer. George transmitía a su madre las insultantes palabras y las repetía al pobre viejo, que no tenía en el mundo otro amparo que el de Amelia. El niño afectaba aires de protector con el anciano.

Acaso habrá quien acuse a Amelia diciendo que al aceptar socorros pecuniarios de los enemigos de su padre, olvidaba el sentimiento de legítimo amor propio, que es lo último que las almas elevadas deben olvidar, pero ¿acaso mediaron nunca relaciones estrechas entre el amor propio y la dulce y angelical Amelia? Sencilla y humilde por temperamento, la pobreza, las privaciones, las palabras duras que hubo de escuchar, las delicadas atenciones que nunca le fueron retribuidas, la dependencia en que vivió desde que fue mujer, o mejor dicho, desde el día de su desdichado matrimonio con George Osborne, fueron otras tantas causas que determinaron, no ya la atrofia, sino la muerte de su amor propio. ¿Por ventura pueden tener amor propio los pobres, los desvalidos, los que sufren los zarpazos de la desgracia, los que se ven despreciados por el delito de no ser ricos? ¿Acaso los que poseen hacen algo por librarles de su humillación? No descenderán, lo aseguro desde luego, de lo alto de su prosperidad, para lavar los pies de los míseros castigados por el infortunio. ¡Qué han de descender, si hasta verles, si hasta hablarles les resulta odioso! «Preciso es que haya clases, que en el mundo haya ricos y pobres», dice el opulento, mientras saborea copas de vinos costosos y ni se acuerda de enviar al pobre Lázaro las migajas que caen de su mesa. Ignoro si en el mundo es preciso que haya ricos y pobres; lo que sí afirmo es que me parece capricho inexplicable que la lotería de la vida regale a unos púrpuras y finísimos lienzos, y a otros no les dé más que andrajos para que cubran sus fláccidas carnes y perros para que les consuelen.

Pero prosigamos nuestra historia.

La madre de Amelia había muerto, conforme dijimos en el capítulo anterior, y fue sepultada en el cementerio de Brompton. La conducción del cadáver tuvo lugar en un día triste y lluvioso, que recordó a Amelia el de su matrimonio. A su lado caminaba su hijo, vistiendo magnífico traje de luto. Sus pensamientos dieron un salto atrás de una porción de años, y le recordaron el día en que unió su suerte a la de George, a la del padre del pedazo de su alma que marchaba a su lado, y llegó a desear trocar de puesto con… Pero no: como de ordinario, la avergonzó su egoísmo y pidió a Dios que le diese fuerzas para cumplir su deber hasta el fin.

Resuelta a sacrificarse en aras de la felicidad de su padre, hacia esta finalidad hizo converger todos sus pensamientos, todas sus energías. Junto a su padre trabajaba, cosía, remendaba, cantaba, le hacía la partidita de cientos, le leía los periódicos, le guisaba los platos que eran más de su gusto, le llevaba a pasear a los jardines de Kensington, escuchaba sus historias con sonrisas eternas, y le seguía la corriente cuando el viejo, sentado en alguno de los bancos del jardín, lamentaba sus desventuras y se quejaba de la injusticia del destino. Y a todo esto, los pensamientos de la pobre viuda no podían ser más tristes. Los niños que correteaban por los paseos de los jardines le recordaban a su George, que le había sido arrebatado, mejor dicho, a los dos Georges: uno, arrancado de su lado por la muerte, otro por la desgracia. Dos amores únicos, y los dos perdidos. Y la cuitada pretendía convencerse de que entrambos amores fueron culpables, y de consiguiente, que tenía más que merecido el castigo que sobre ella pesaba.