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100 Clásicos de la Literatura

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No salió Becky del estado de estupor y confusión en que la sumieran los sucesos de la noche anterior hasta que las campanas de la próxima iglesia principiaron a llamar a los fieles al templo, para hacer la oración de las primeras horas de la tarde. El ruido de las campanas hizo que nuestra amiga saltase del lecho y se acordara de tocar la suya, llamando a la doncella francesa.

En vano agitó Becky la campanilla repetidas veces y con ardor redoblado; en vano, viendo que nadie acudía, tiró de ella con vehemencia tal, que el cordón se le quedó en la mano; en vano salió medio desnuda al descansillo de la escalera y llamó a voz en grito a mademoiselle Fifine; la doncellita francesa nada oyó.

Verdad es que mademoiselle Fifine no podía oír las llamadas, sencillamente porque, muchas horas antes, se había despedido a la moda que solemos llamar francesa. Luego que hubo recogido las alhajas de su señora, subió a su habitación, arregló y ató su baúl, llamó un coche, bajó el baúl a la planta baja sin pedir ayuda a los demás criados, quienes probablemente no se la habrían dado, porque la aborrecían de todo corazón, y se fue de la casa sin decir a nadie adiós.

Parece que mademoiselle Fifine, creyendo que había terminado el espectáculo en aquel teatro doméstico, opinó que debía abandonar el establecimiento. Hízolo en coche de alquiler, como lo han hecho en circunstancias análogas muchas otras personas de su nación más encopetadas que ella, pero más previsora, o más afortunada que aquéllas, llevó consigo no ya sólo todo lo suyo, sino buena parte de lo de su señora (suponiendo que ésta fuese dueña de algo de lo que en la casa había), pues además de las alhajas a que antes nos hemos referido, cargó con los vestidos que más habían excitado su fantasía, amén de cuatro ricos candelabros Luis XIV, seis álbumes, una polvera de oro y esmalte que perteneció en otros tiempos a madame Du Barry, un tintero precioso, de oro, donde Becky mojaba la pluma cuando escribía sus encantadores billetitos sonrosados, y todo el servicio de plata preparado en el comedor para el petit festin interrumpido por la inoportuna llegada de Rawdon. Por su mucho volumen y peso excesivo dejó en la casa los utensilios de cocina, la loza y cristal, y el piano de palo santo.

Una señora que se parecía a mademoiselle Fifine abrió poco después un taller de modas lujosísimo en la Rue du Helder, de París, donde vivió respetada y admirada, gozando de la protección de lord Steyne. La señora en cuestión hablaba de Inglaterra como de la nación más pérfida y criminal del orbe, y decía a sus aprendizas y oficialas que había sido affreusemente volee por los naturales de aquel país vitando. Es posible que a los infortunios sufridos en Inglaterra debiese madame de Saint-Amaranthe la protección de lord Steyne. Como no es probable que volvamos a encontrarla en nuestro barrio de la feria de las vanidades, nos despediremos de ella deseándole todas las bienandanzas y prosperidades que merece.

Como Becky oyera gran ruido y tumulto abajo, indignada ante la desvergüenza de los criados, que no acudían a sus repetidos llamamientos, se puso una bata y, con paso y ademanes de reina, enderezó su marcha al salón, de donde partía el estrépito.

Allí estaba el cocinero, con la cara ennegrecida por el polvo del carbón, repantigado en su lujoso sofá tapizado de rica seda, junto a la señora Raggles, a la cual servía un vaso de marrasquino. El groom que acostumbraba llevar a su destino los billetitos perfumados de su señora, hundía sus dedos en una fuente de crema, mientras el lacayo conversaba con Raggles, cuyo rostro era espejo de ansiedad y dolor. Aún después de haber entrado en el salón Becky, y de gritar con toda la fuerza de sus pulmones, no consiguió que nadie respondiera a sus voces.

—¡Simpson!… ¡Trotter! —rugió Becky—. ¿Cómo osan permanecer quietos cuando yo llamo? ¿Quién les ha autorizado a quedarse sentados en mi presencia? ¿Dónde está mi doncella? ¡Fuera de mi sofá!

El groom retiró la mano de la fuente, presa de momentáneo temor, pero el cocinero se sirvió un vaso de marrasquino, miró a la señora por encima de los bordes del mismo, y apuró tranquilamente su contenido. Parece que el licor redoblaba la insolencia de la servidumbre.

—¡Su sofá!… —exclamó el cocinero—. ¡Ja, ja, ja, ja! Estoy ocupando el sofá de la señora Raggles… No se mueva usted, señora Raggles, que este sofá lo ha pagado usted con dinero ganado honradamente… ya buen precio, a fe mía. Tentaciones se me vienen de echar raíces aquí hasta que me paguen los salarios. Después de todo, no lo pasaría muy mal… ¡Nada! ¡Me quedo! ¡Otro vasito, y a vivir!

—¡Trotter!… ¡Simpson! ¡Echen a puntapiés a ese borracho! —tronó Becky.

—Échele usted si quiere —respondió el lacayo Trotter—. Yo le aconsejaría que tuviese menos humos y que me pagase los salarios que me debe, después de lo cual, la dejo en libertad para que me eche a mí también.

—¿Creen ustedes que pueden insultarme impunemente? —gritó Becky, hecha una furia—. Cuando vuelva el coronel…

La amenaza, lejos de amedrentar a los criados, no hizo sino provocar una tempestad de carcajadas por su parte.

—No volverá, podemos estar tranquilos —replicó el lacayo—. Ha enviado a buscar sus ropas, que yo no he querido enviarle, oponiéndome a Raggles. ¡Si hasta creo que es tan coronel como yo! Se ha ido para no volver, y supongo que usted no tardará en hacer otro tanto. Su marido… o lo que sea, es un petardista, y usted, reina mía, una estafadora, así que no me venga con humos, que no los toleraré. ¡Pagúenos los salarios! Comience por pagarnos los salarios…

Parece que el vino ejercía su influencia en el lacayo.

—¡Señor Raggles! —clamó Becky con acento suplicante—. ¡Por favor, no permita usted que me insulte un borracho!

—¡Mira, Trotter, hazme el favor de callar! —exclamó Simpson, conmovido por la situación deplorable de la señora.

—¡Oh, señora! —dijo Raggles—. ¡Quisiera haber muerto antes de presenciar las vergüenzas de este día! Conozco a la familia Crawley desde que vine al mundo; con la familia Crawley he vivido y de su pan he comido por espacio de treinta años, y nunca pude soñar que un miembro de esa familia fuese mi… ruina… sí, señor, ¡mi ruina! —repitió el pobre hombre derramando lágrimas—. ¿Piensa usted pagarme? Cuatro años ha vivido usted en mi casa, cuatro años durante los cuales ha devorado usted todos mis bienes, ha aprovechado mi plata y mi ropa blanca. Solamente la leche y la manteca que me debe importan doscientas libras esterlinas, y me ha sacado millones de huevos para empanar sus chuletas y montes de crema para su perrito.

—Le traía sin cuidado todo lo que no fuese ella —terció el cocinero—. Gracias a mí, no os habéis muerto todos de hambre.

Raggles continuó su exposición de agravios, tan larga como exacta, pues no puede negarse que entre Becky y su marido habían arruinado al pobre hombre. Dentro de breves días le presentarían al cobro letras de cambio que no podría pagar, le embargarían, le ejecutarían, le echarían de su tienda y le venderían la casa, todo por haber tenido la debilidad de fiarse de un Crawley. Sus lágrimas y lamentaciones exacerbaron la arrogancia de Becky.

—Se han aunado todos contra mí —exclamó con acritud—. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Puedo pagar en domingo? Vuelvan mañana, y todo se pagará. Ignoraba yo que se les debiese nada, pues siempre creí que el coronel cubría con puntualidad las atenciones de la casa, pero si no lo ha hecho hasta aquí, lo hará mañana sin falta. Por mi honor declaro que esta madrugada salió de casa llevando mil quinientas libras esterlinas en el bolsillo. Me ha dejado sin un cuarto, y, de consiguiente, no puedo pagar a nadie; les pagará mi marido. Denme un sombrero y mi chal y saldré en su busca. Hemos tenido esta madrugada una pequeña diferencia; veo que todos están al tanto de ella. Empeño mi palabra de que se les pagará, pero ahora voy a buscar a mi marido, que ha salido porque acaban de conferirle un cargo elevadísimo.

La audaz afirmación de Becky dejó petrificados a Raggles y presentes, los cuales quedaron mirándose unos a otros. Becky subió a sus habitaciones y se vistió sin necesidad de que la ayudase su doncella francesa. Entró en la habitación de su marido, donde encontró un baúl cerrado, con un papel escrito a lápiz donde se decía que lo entregasen a quien viniera a buscarlo. Desde allí pasó al cuarto de su doncella, que encontró perfectamente desocupado: nada había en él. Entró en el salón donde quedaron las alhajas: habían desaparecido.

—¡Dios mío! —murmuró—. ¡Qué suerte tan negra la mía! ¡Cuando estaba tan cerca de llegar lo pierdo todo! ¿Será demasiado tarde?… No… Creo que aun me resta una probabilidad.

Salió de su casa sola, sin que nadie la molestase. A pie, porque ni dinero tenía para pagar un coche, se encaminó en derechura a la casa de sir Pitt. Preguntó por lady Jane, y le contestaron que estaba en la iglesia. No contrarió la nueva a Becky. Vería a sir Pitt, el cual se encontraba en su despacho y había dado órdenes terminantes de que no se le molestase. Becky engañó al criado y entró en el despacho del barón antes que éste se diera cuenta de que nadie tocaba la puerta.

Sir Pitt se puso rojo y retrocedió, lanzando a la que tan inesperadamente iba a turbar su soledad una mirada cargada de temor y de repulsión.

—No me mires así, Pitt —dijo Becky—. No soy culpable, mi querido Pitt; soy inocente. En otro tiempo me diste pruebas de afecto; no me las des ahora de repulsión. Juro ante Dios que soy inocente. Las apariencias están contra mí… me condena un concurso fatal de circunstancias, precisamente cuando iba a ver realizadas mis esperanzas, cuando creía tener al alcance de mi mano tesoros inagotables de felicidad.

—¿Es por ventura cierto lo que acabo de leer en el periódico? —preguntó sir Pitt, mostrando a Becky un párrafo que le había maravillado en extremo.

 

—Certísimo. El viernes por la noche, aquel viernes de funesta memoria, me dio lord Steyne la primera noticia. Le habían prometido un cargo elevado y lucrativo para mi marido. El señor Martry, subsecretario del ministerio de Ultramar, le dijo que el cargo estaba concedido, que era ya de su recomendado. Sobrevino después la prisión de mi marido y el horrible encuentro que tuvo con lord Steyne. Si de algo soy culpable, es de haberme sacrificado por el bienestar de Rawdon. Cientos de veces había recibido antes a solas a lord Steyne. Confesaré que tenía guardado algún dinero sin el conocimiento de Rawdon, pero sírvame de disculpa la condición negligente de mi marido, sus hábitos de prodigalidad.

Siguió una historia perfectamente verosímil que dejó perplejo al barón. Hela aquí en pocas palabras:

Confesó Becky, con franqueza encantadora y honda contrición, que notó que lord Steyne la miraba con ojos de cariño, y que, segura de su propia virtud, se propuso sacar provecho de la pasión del lord en beneficio suyo, de su marido, y de la familia de su marido.

—Ambicionaba yo que te nombrasen Par del Reino, Pitt —continuó diciendo Becky—. Había hablado sobre el particular con lord Steyne, y la cosa andaba por tan buen camino, gracias a tu talento y a la admiración que has sabido despertar en aquél, que no dudo que muy pronto habría sido un hecho de no haber sobrevenido la espantosa calamidad que tan cruelmente me hiere. Pero ante todo y sobre todo, aspiraba yo a libertar a mi adorado marido, a quien quiero y querré siempre, no obstante las sospechas injuriosas que contra mí tiene, y los malos tratos de que me ha hecho víctima, arrancarle de las garras de la pobreza, substraerle a la ruina que se cernía amenazadora sobre nuestras cabezas. Me di cuenta de la pasión que había inspirado a lord Steyne —repitió, bajando los ojos—; y confieso que hice cuanto de mi parte estaba para agradarle, para conquistar su cariño, dentro siempre de los límites que no debe rebasar una mujer casada. El viernes por la mañana llegó la noticia de la muerte del gobernador de Coventry Island, y lord Steyne se apresuró a reclamar la vacante para mi querido esposo. Nada dije a Rawdon porque quería darle una sorpresa, porque deseaba que él mismo leyese la grata nueva en la prensa de esta mañana. Aún después de ser detenido mi marido, aún después del incidente que nunca deploraré bastante, lord Steyne, quien se brindó a pagar generosamente todos los gastos, impidiéndome, hasta cierto punto, sacrificar mis ahorros en aras de la libertad de aquél, reía conmigo lleno de placer, diciendo que nuestro querido Rawdon tendría el consuelo de leer la noticia de su nombramiento en el infierno donde se encontraba, es decir, en la cárcel. Cuando comentábamos el lance, llegó Rawdon. Oyó las risas, nacieron en su mente sospechas, le cegaron los celos, y sobrevino la espantosa escena entre lord Steyne y mi cruel, mi desatentado esposo… ¡Dios mío! ¿Qué ocurrirá ahora? ¡Ten compasión de mí, Pitt querido, y reconcílianos!

Al llegar a esta parte de su discurso, cayó de rodillas, abrazó las piernas del barón vertiendo lágrimas a raudales, y concluyó apoderándose de la mano de Pitt y besándola con transporte.

En esta situación les encontró lady Jane, la cual, al llegar de la iglesia y saber que su cuñada estaba encerrada con su marido en el despacho de éste, corrió a deshacer el dueto.

Digamos de paso que lady Jane, antes de almorzar, había enviado a su doncella a la casa de la calle Curzon, y que, de boca de aquélla, que habló con Raggles y criados, supo todo lo ocurrido y aun más.

—¡Me sorprende que esta mujer haya tenido la audacia de poner sus pies en esta casa! —dijo lady Jane temblando de indignación y pálida como la cera—. ¿Cómo se atreve usted, señora, a profanar con su presencia el hogar de una familia… honrada?

Quedó sir Pitt petrificado, estupefacto ante el vigor de su mujer. Becky continuó de rodillas, aferrada a la mano de sir Pitt.

—¡Dile que está mal informada, asegúrale que soy inocente, mi querido Pitt! —suplicó Becky.

—¡Palabra de honor, amor mío! —dijo sir Pitt—. Creo que eres injusta con Becky. Me atrevo a asegurar que es…

—¿Que es… qué? —interrumpió lady Jane con voz vibrante—. ¡Yo te lo diré: que es una mujer mala, madre sin entrañas y esposa infiel! Ha aborrecido siempre a su hijo, el cual, ¡pobrecito!, venía aquí cuantas veces le era posible y me contaba llorando las crueldades de que su desnaturalizada madre le hacía víctima. No ha tratado a ninguna familia sin introducir en ella la discordia, sin intentar debilitar o romper los vínculos más sacrosantos a fuerza de adulaciones mentidas y palabras pérfidas. Ha engañado a su marido, como ha engañado a todo el mundo. Su alma negra está llena de vanidad, de frivolidad y de toda clase de pecados. Sólo el verla me hacía temblar, por eso alejo mis hijos de su presencia, por eso…

—Jeannie… —gritó sir Pitt— modera ese lenguaje…

—He sido esposa fiel, amante, sumisa, Pitt —continuó lady Jane con intrepidez—; he cumplido como buena el juramento que ante Dios y los hombres hice al unir mi suerte a la de mi marido; he sido tan obediente como mujer casada pueda serlo: pero la obediencia tiene sus límites, y declaro que no toleraré… la presencia de esa mujer criminal en la casa donde yo viva. Si ella entra, mis hijos y yo nos iremos, que no es ella digna de alternar con personas decentes, no puede vivir entre gentes cristianas sin mancharlas con su fetidez. Elige… elija usted, señor barón, entre ella y yo.

Dicho lo que antecede, salió lady Jane, dejando a su marido maravillado de su audacia.

En cuanto a Becky, diremos que, lejos de sentirse lastimada, se alegró.

—Consecuencias del broche de brillantes que me regalaste —exclamó, sin soltar la mano del barón.

Antes de salir Becky de la casa, Pitt le había prometido que iría a ver a su hermano y procuraría impulsarle hacia una reconciliación.

Rawdon se sentó a almorzar en compañía de una porción de oficiales del regimiento de su amigo. Durante el almuerzo, la conversación versó sobre los principales asuntos del día; se habló de bailarinas, de mademoiselle Ariane de la Ópera francesa, del último amigo que la había abandonado, del que inmediatamente aspiró a consolarla, de maridos engañados, de mujeres dispuestas a dejarse seducir, de virtudes decadentes, y de otras mil cosas por el estilo.

Terminado el almuerzo, Macmurdo y Rawdon se despidieron de los comensales para irse a su club. Nadie había podido sospechar su preocupación, pues habían tomado tanta parte como el que más en las conversaciones alocadas y alegres. No habían llegado todavía al club los habitúes que se pasan las tardes en la terraza contemplando a las beldades que transitan por la calle y haciendo sobre ellas sabrosos comentarios. El salón de lectura estaba casi desierto. Rawdon no vio más que a un socio, a quien no conocía, y a otro a quien debía una cantidad, y con quien, como es natural y lógico, no hubiese querido tropezar. Un tercero leía el Realista, publicación famosa como portavoz del escándalo. Este último, mirando a Rawdon con interés, le dijo:

—¡Crawley… mi enhorabuena!

—¿Por qué? —preguntó intrigado el aludido.

—La noticia la traen el Observador y el Realista —contestó el hombre en cuestión, que se llamaba Smith.

—Pero ¿qué noticia? —gritó Rawdon, rojo como la grana, pues dio como cierto y averiguado que la prensa se ocupaba de su lance con lord Steyne.

Todo el mundo, es decir, los señores Smith y Brown (este último el caballero a quien Rawdon debía la cantidad), pudieron observar la agitación con que nuestro amigo tomó el periódico y se puso a leer la noticia.

—Me parece que no ha podido llegar más a tiempo, porque, o mucho me engaño, o Rawdon no tiene un penique ni de dónde sacarlo —contestó Smith.

—La racha de la fortuna sopla sobre todos —dijo Brown—, pues no se irá sin pagarme lo que me debe.

—¿Qué sueldo tiene? —preguntó Smith.

—De dos mil a tres mil libras esterlinas —contestó Brown—. No todo son flores, sin embargo: el clima es tan infernal que acaba muy pronto con las naturalezas más robustas. Dieciocho meses vivió Liverseege, y su antecesor las lio a las seis semanas, según me han dicho.

—Dicen que su hermano es muy listo, y por lo que veo, tienen razón. Sin duda desea verse libre de Rawdon y le ha trabajado el destino con el ardor que es de suponer.

—¡Su hermano! —exclamó Brown con risa burlona—. ¡Quita allá, hombre! El destino se lo debe a lord Steyne.

—Paréceme que hablas con segunda intención.

—No lo creas: te diré, por si no lo sabes, que una esposa virtuosa es la cruz más pesada que puede caer sobre un marido.

Rawdon, ajeno a la conversación que dejamos copiada, leía en el Realista la siguiente noticia:

GOBIERNO DE COVENTRY ISLAND. Los últimos despachos que nos ha traído de la isla el buque Yellowjack, de la Marina Real, contienen la noticia del fallecimiento de sir Thomas Liverseege, víctima de las fiebres que diezman a Swampton. Su muerte ha sido muy sentida en nuestra floreciente colonia. Nos dicen que el gobierno vacante ha sido ofrecido al coronel Rawdon Crawley, militar que se batió como bueno en Waterloo. Los intereses de nuestras remotas colonias reclaman la presencia de hombres que, además de haberse distinguido por su bravura, atesoren talento administrativo, y no eludamos que el caballero escogido por el ministro de Ultramar para ocupar la vacante producida por la sensible muerte de sir Thomas Liverseege reúne cuantas cualidades son necesarias para cumplir dignamente sus nuevas funciones.

—¡Coventry Island! ¿Dónde está eso? —preguntó riendo Macmurdo—. ¡Vaya, chico, vas a llevarme como secretario! Pero ¿quién diablos te ha conseguido ese gobierno?

Antes que Rawdon saliese de la sorpresa que la noticia le produjo, se le presentó un criado del club con una tarjeta de un señor Wenham, que deseaba ver al coronel Crawley.

Recibiéronle inmediatamente el coronel y su amigo, no dudando que sería un emisario de lord Steyne.

—¿Cómo está usted, Crawley? Muchísimo gusto… —dijo Wenham, estrechando con cordialidad la mano del coronel.

—Supongo que viene usted en representación de…

—Precisamente —respondió Wenham.

—En ese caso, me permitirá que le presente a mi amigo el capitán Macmurdo.

—Encantado de conocer al capitán Macmurdo —dijo Wenham, estrechando la mano del capitán.

Macmurdo ofreció al presentado un solo dedo e hizo una inclinación glacial, descontento, tal vez, de que lord Steyne no hubiese enviado como representante suyo a un coronel, por lo menos.

—Como Macmurdo tiene poderes míos absolutos, y conoce mis deseos, me retiro dejándoles solos —dijo Rawdon.

—Nada más natural —respondió Macmurdo.

—En manera alguna, mi querido coronel —objetó Wenham—. Me envían a hablar personalmente con usted, aunque desde luego haré constar que la presencia del señor Macmurdo me causará placer. En realidad, capitán, abrigo la esperanza de que nuestra conferencia ha de dar los resultados más agradables para todos, muy diferentes por cierto de los que mi amigo el coronel parece que prevé.

—¡Hum! —rezongó el capitán, y mentalmente se dijo que todos aquellos civiles partidarios de arreglar las cuestiones de honor con buenas palabras, deberían irse al diablo.

Wenham tomó una silla, que nadie le había ofrecido, sacó un periódico del bolsillo, y prosiguió de esta suerte:

—¿Ha leído usted, mi querido coronel, la fausta noticia que publica la prensa de la mañana? Está de enhorabuena el gobierno, que tendrá en usted un servidor precioso, y usted, que cobrará un sueldo muy crecido, si acepta, como no dudo, el elevado cargo. Tres mil libras esterlinas al año, mi buen amigo, un clima delicioso, sano, encantador, y ascensos rápidos y seguros. Felicito a usted sinceramente. Presumo, caballeros, que sabrán ustedes quién es el protector generoso a quien mi excelente amigo es deudor de tan elevada demostración de benevolencia.

—¡Que me fusilen en el acto si lo sé! —exclamó el capitán.

Rawdon se puso encendido.

—Pues es el hombre más generoso, el más bueno, el más servicial de la creación; uno de los personajes más influyentes de la nación… en una palabra: mi buen amigo el marqués de Steyne.

—¡Quiero verle tendido antes de aceptar el puesto! —gritó Rawdon.

—Está usted irritado contra mi noble amigo —replicó con calma estoica Wenham—. Pero vamos a ver: en nombre del sentido común, en nombre de la justicia, ¿quiere usted decirme por qué?

 

—¿Por qué? —repitió Rawdon estupefacto.

—¿Por qué? —rugió el capitán descargando una patada—. ¡Ira de Dios!…

—¡Ira de Dios, sí! —exclamó Wenham sonriendo como hasta allí—. Eso mismo digo yo cuando veo que se obcecan en el análisis de un asunto que debieran examinar como hombres de mundo. Reflexionen ustedes, y, puesta la mano sobre el corazón, díganme si la razón no está de nuestra parte. Regresa el coronel de… de un viaje, y encuentra… ¿qué? A lord Steyne cenando en su casa con su mujer. ¿Qué tiene ello de particular? ¿Encuentran algo anormal, algo nuevo? Cien veces había estado lord Steyne a solas con la mujer del coronel. Juro por mi honor, y declaro como caballero, que las sospechas del coronel son tan monstruosas como infundadas, y que, por añadidura, ofenden e injurian a un caballero espejo de hidalguía, que en mil ocasiones ha probado la consideración que el coronel le merece, que en mil ocasiones le ha colmado de beneficios. Ofenden también e injurian a una dama y a una dama intachable e inocente.

—¿Pretende usted hacernos creer que Crawley… sufrió una ofuscación? —preguntó el capitán.

—Me propongo llevar a su ánimo el convencimiento de que la señora del coronel es tan inocente como mi propia mujer —contestó Wenham con gran energía—. Me propongo demostrar que el coronel, arrebatado, ofuscado, arrastrado por unos celos tan infernales como infundados, tuvo violencias imperdonables, agredió de hecho a un caballero a quien sus achaques, sus muchos años y elevada posición hacían merecedor del mayor respeto, a un caballero que era su amigo, su protector. Digo, además, que con su irreflexiva conducta ha comprometido el coronel la honra de su esposa, que es la suya propia, la reputación futura de su hijo y heredero, y su propio porvenir… Quiero contar a ustedes lo sucedido —continuó Wenham con acento de gran solemnidad—. Llamado esta mañana por lord Steyne, fui a su palacio y le encontré en el estado más deplorable, en el estado que pueden ustedes suponer tratándose de un anciano achacoso que ha sufrido violencias personales de un hombre fuerte y robusto como el coronel Crawley. Quiero decirle frente a frente, coronel, que fue una crueldad por su parte recurrir a sus fuerzas en la forma que lo hizo. Y cuenta que no hirió usted solamente el cuerpo del pobre anciano: hirió también su corazón, que sangra dolorido en estos momentos. El hombre a quien más quería, el hombre a quien colmó de beneficios, es precisamente quien le ha sometido a la mayor de las indignidades. El elevado cargo que le ha sido conferido, y de que hablan hoy los periódicos, ¿no es una nueva prueba de su benevolencia, de su favor? Repito que lo encontré esta mañana en estado que daba lástima, pero ardiendo en deseos de vengar con sangre la afrenta recibida. Ya sabe usted que tiene dadas muchas pruebas de valor, coronel.

—No he dicho lo contrario —contestó Rawdon.

—Mandó que fuese escrita una carta proponiéndole un duelo, coronel Crawley, y que le fuese entregada en seguida. «Después de la afrenta de la noche pasada —repetía—, uno de los dos debe morir».

—Al fin entra usted en materia, Wenham —dijo Rawdon.

—Apelé a todos los medios, hice lo imposible por calmar la justa indignación de lord Steyne… «¡Dios mío, señor, Dios mío! —le decía yo—. ¡Toda mi vida lloraré el no haber ido con mi mujer a cenar con la señora de Crawley!»

—Pero ¿es que la señora de Crawley les había invitado a usted y a su mujer? —preguntó el capitán.

—Estábamos invitados para ir a la salida de la Ópera… Aquí tengo la esquela de invitación, léala… No… es otro papel… Creí que la llevaba encima, mas no importa: doy mi palabra de honor de que fuimos invitados. Si hubiésemos asistido a la cena, como era nuestra intención… ¡la culpa fue de la jaqueca!… Mi mujer sufre frecuentes accesos de jaqueca, sobre todo en primavera… Si hubiésemos asistido a la cena, no hubiera habido pendencia, ni insultos, ni sospechas… de lo que resulta que el acceso de jaqueca de mi pobre mujer va a ser causa de que expongan su vida dos caballeros de honor, de que dos familias antiguas, dos familias gloriosas, queden por siempre sumidas en los horrores del deshonor y de la desgracia.

Macmurdo miró a su amigo como quien no sabe qué pensar: en cuanto a Rawdon, sentía oleadas de rabia al sospechar que la presa se le escapaba de las manos. No creía palabra de aquella historia narrada con tanto aplomo, pero es lo cierto que carecía de razones para demostrar su falsedad.

Wenham continuó revelándose como orador de talla.

—Una hora o más permanecí sentado a la cabecera del lecho de lord Steyne, suplicando, implorando que desistiese de exigir a usted una reparación por las armas. Le hice comprender que las circunstancias en que le encontró el coronel al regreso de… su viaje, se prestaban, después de todo, a infundir sospechas. Le hice ver que un marido que sorprende a su mujer cenando a solas con un caballero, puede sucumbir a la violencia de los celos, y que los celos enloquecen a quien los sufre, y que el loco no es responsable de sus actos. Le expuse que un duelo entre ustedes dos llevaría aparejada la deshonra de las dos familias, que un caballero de su encumbrada posición no tiene derecho, en estos tiempos en que se predican los principios más revolucionarios, las doctrinas más niveladoras, a dar un escándalo público, que si se obstinaba en provocar un lance, el vulgo, siempre necio, le declararía culpable no obstante su inocencia. Para abreviar: tanto insté, tanto supliqué, tanto imploré, que al fin conseguí que rompiese la carta de desafío.

—De toda la historia que usted nos ha servido, Wenham, no creo media palabra —replicó Rawdon rechinando los dientes—. Es una farsa burda, de la que usted se hace cómplice. Para terminar, Wenham; si Steyne no me propone el duelo, ¡vive Dios que le retaré yo!

Pálido como un muerto quedó Wenham al escuchar la inesperada violencia. Lo primero que hizo fue dirigir miradas de ansiedad a la puerta.

Por su fortuna, tuvo la suerte de encontrar un defensor en Macmurdo, el cual, lanzando un juramento, increpó a Crawley en los términos siguientes:

—Has puesto el asunto en mis manos, delegaste en mí tu representación, y no serás tú, sino yo, quien obraré como me parezca. No tienes ningún derecho para insultar al señor Wenham empleando el lenguaje violento que has empleado, y tu obligación como caballero es presentarle tus excusas. En cuanto a tu lance con lord Steyne, si piensas llevarlo adelante, busca desde luego otro padrino, pues yo declino el honor de ostentar tu representación. Si lord Steyne, después de haber sido golpeado por ti, quiere olvidar, lo menos que puedes y debes hacer con él es dejarle en paz. Queda lo referente a tu señora: entiendo, Rawdon, que su culpabilidad no está probada, que puede ser inocente, tan inocente como… la señora de Wenham, y que tú serás un idiota si no aceptas el cargo que te confiere el gobierno, y aquí paz y después gloria.

—El capitán Macmurdo habla como hombre de gran sentido práctico —dijo Wenham tranquilizándose—. Olvido cuantas palabras fuertes haya podido pronunciar el coronel llevado de su irritación.

—Lo suponía —contestó Rawdon con acento burlón.

—¡No digas majaderías, Rawdon de mis pecados! —exclamó el capitán—. El señor Wenham no es hombre de armas tomar, no creo que se tenga por combatiente, y yo le doy la razón.

—A juicio mío —dijo el emisario de lord Steyne—, debemos envolver el incidente en el olvido más absoluto. Ni una palabra alusiva al mismo deben pronunciar nuestros labios. Muéveme a hablar así el interés que me merece lord Steyne, no menos que el afecto que profeso al coronel, quien persiste en considerarme enemigo suyo.