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100 Clásicos de la Literatura

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Te abraza y espera

R. C.

P. D. No tardes en venir.

La carta, cerrada y lacrada, fue confiada a uno de esos mensajeros que a todas horas rondan las inmediaciones del establecimiento dirigido por Moss. Rawdon bajó entonces al patio y fumó su cigarro con relativo buen humor, no obstante ver sobre su cabeza las verjas, que coronaban los muros de aquél, pues el buen Moss es tan hospitalario, que tiene su patio cerrado con rejas a manera de jaula, a fin de evitar que sus pupilos sientan tentaciones de evadir su hospitalidad.

Tres horas calculó Rawdon que tardaría Becky en presentarse frente a las puertas de la cárcel, tres horas a lo sumo duraría su cautiverio, pero, contra sus esperanzas, pasó el día entero sin que dieran señales de vida ni el portador de su carta ni Becky. A las cinco y media de la tarde, hora reglamentaria, sirvieron la comida a los pupilos que tenían dinero con que pagarla. Hacia la mitad de la comida, llamaron a la puerta. Salió un hijo de Moss, para entrar momentos después diciendo al coronel que acababa de llegar el portador de su carta con una maleta y una carta, que en el acto puso en sus manos. Rawdon abrió la misiva con mano temblorosa: era un billetito escrito en papel rosa perfumado y sellado con lacre verde.

Decía así:

Mi pobre y adorado maridito: No he podido pegar un ojo en toda la noche, por no saber qué había sido de mi querido monstruo. Me dormí esta mañana, gracias a una poción que me recetó el doctor Blench, a quien hubo necesidad de llamar porque me abrasaba la fiebre. Parece que dejó órdenes de que no me molestasen bajo ningún pretexto, lo que ha sido causa de que el portador de la carta de mi pobre maridito, tu mensajero, que tiene bien mauvaise mine, según mi doncella, y sentait le geniévre, ha tenido que esperar en el recibimiento hasta que yo he tocado la campanilla, es decir, una porción de horas. Puedes figurarte en qué estado me ha puesto la lectura de tu carta, casi ilegible.

Enferma como me encontraba, he enviado en el acto a buscar un coche, y, sin tomar el chocolate, que no puedo pasar si mi odioso monstruo no me lo sirve, me dirigí ventre á terre al domicilio de Nathanael. Me recibió, supliqué, insté, lloré, gemí, caí de rodillas a sus execrables pies… ¡No conseguí enternecer a aquel pedazo de mármol! Dijo que quería todo el dinero, y que, hasta tanto lo recibiese, mi pobre monstruo permanecería en la cárcel. Volví a mi casa con ánimo de llevar a empeñar todas mis joyas, aunque desde luego sabía que no habían de darme por ellas las cien libras, pues ya sabes que las de más valor están de veraneo hace largo tiempo. En casa encontré a lord Steyne, con ese monstruo búlgaro de cara de carnero, los cuales deseaban felicitarme por mis éxitos de anoche. Llegaron luego Paddington, Champignac, su jefe… en una palabra, toda la turba de elegantes, que me sometieron al suplicio de escuchar sus enhorabuenas, a mí que anhelaba verme libre de ellos, porque en mi pensamiento no cabía otra imagen que la de mi pobre prisionnier.

Cuando se fueron los últimos, me postré a las plantas de lord Steyne; le dije que íbamos a perderlo todo, que tenía que empeñar lo poco que nos quedaba, y acabé mi patético discurso pidiéndole doscientas libras esterlinas. Se puso hecho una furia, me dijo que nada empeñase, y que vería si podía prestarme la cantidad necesaria para sacarnos del apuro. Se despidió de mi asegurándome que mañana por la mañana me traería el dinero, que se apresurará a llevar a su odioso monstruo, juntamente con un beso muy tierno,

BECKY

Escribo en cama: me duele horriblemente la cabeza y siento sobre el corazón un peso abrumador.

Leída la carta, su rostro se cubrió de tan encendido color y sus ojos miraron con tal ferocidad, que los que con él se habían sentado a la mesa no dudaron que la misiva encerraba muy malas noticias. Todas las sospechas que días antes intentó amordazar Rawdon le asaltaron en tropel y con rudo encarnizamiento. ¡Conque no había tenido abnegación bastante para vender todas sus joyas para sacar a su marido de la cárcel! ¡Recibía las felicitaciones y parabienes de sus amigos mientras su esposo suplicaba encerrado entre rejas! No osaba dar cabida al terrible pensamiento que le asaltaba. Trastornado, perdido el juicio, salió como un insensato del comedor, fue a su cuarto, abrió su pupitre y escribió dos líneas, que encerró en sobre dirigido a sir Pitt o a su esposa lady Jane, llamó al recadero y le encargó que llevase la carta a su destino, tomando un coche, y ofreciéndole una guinea si estaba de regreso antes de una hora.

En la carta suplicaba a su hermano o a su cuñada que, por amor de Dios, en nombre de su hijo y de su honor, le sacasen de la triste situación en que había caído. Decía que estaba en la cárcel y que necesitaba cien libras para recobrar su libertad.

Enviada la carta, volvió al comedor y pidió más vino. Rio y habló con alegría ficticia; parecía loco. Bebía sin cesar y escuchaba con anhelo.

Al cabo de una hora hizo alto un coche frente a la puerta de la cárcel. Momentos después le anunciaban que una señora esperaba en la sala de visitas.

Corriendo salió Rawdon del comedor y bajó a la sala.

—Soy yo, Rawdon —dijo con voz temblorosa la señora que esperaba.

El coronel se abalanzó hacia ella, la estrechó entre sus brazos, pronunció algunas palabras ininteligibles, y rompió a llorar.

Lady Jane no se explicaba tanta emoción.

Fueron pagadas las letras, y lady Jane, radiante de alegría, hizo salir a Rawdon de la cárcel y le obligó a montar en el coche que había llevado para acelerar el momento de su libertad.

—Cuando trajeron tu carta, Pitt no estaba en casa —explicó lady Jane—. Había ido al Parlamento donde se da hoy una comida: por eso he venido yo, Rawdon.

Rawdon dio las gracias con fuego que conmovió y casi alarmó a su tímida cuñada.

—¡Ah! —repetía el coronel con su rudeza de expresión habitual—. ¡No puedes figurarte, querida Jeannie, lo cambiado que estoy desde que te conozco y trato, y desde que tengo un hijo!… Yo quisiera… Yo he formado el propósito de variar… ¡Sí!… ¡Necesito variar!… ¡Necesito… ser!…

No supo cómo terminar su frase, pero a bien que lady Jane interpretó su sentido. Aquella misma noche, lady Jane, sentada junto a la camita de su hijo, pidió humildemente a Dios que iluminase a aquel pobre pecador extraviado. Desde la casa de su hermano, Rawdon se dirigió con paso precipitado a su domicilio de la calle Curzon. A todo correr cruzó algunas calles y plazas de la feria de las vanidades, llegando casi sin aliento a la puerta de su morada. Eran las nueve de la noche. Alzó la cabeza, miró a las ventanas, y al verlas vivamente iluminadas, tembló como un azogado y hubo de apoyarse en la verja para no caer. Su mujer le había escrito que se encontraba enferma, que estaba en cama, y sin embargo, la iluminación del salón evidenciaba que había reunión.

Sacó Rawdon la llave de la puerta y se introdujo en su casa. Vestía el mismo traje que lució en la fiesta de la víspera y que llevaba cuando fue preso. Subió con paso sigiloso la escalera, apoyándose en el pasamanos. No encontró a nadie… los criados habían sido enviados a pasear… Dentro del salón resonaban carcajadas, Becky cantaba, y una voz ronca, la voz de lord Steyne, gritaba: ¡Bravo!… ¡Bravo!

Abrió Rawdon la puerta y penetró en el salón. Lo primero que vieron sus ojos fue una mesita preparada, con dos cubiertos. Lord Steyne estaba recostado sobre un sofá, y Becky aparecía sentada a su lado. Vestía la mujer culpable un traje encantador, en sus brazos desnudos, en sus dedos, brillaban ricas pulseras y sortijas, y en su pecho, los brillantes que lord Steyne le había regalado. El noble lord tenía las manos de Becky entre las suyas y se disponía a dar un beso a la dama, cuando ésta se incorporó asustada y dio un grito: acababa de ver la cara descompuesta y pálida de su marido. Inmediatamente intentó sonreír, pero su sonrisa resultó mueca horrenda. Lord Steyne se levantó airado, rechinando los dientes, lanzando miradas de furia.

También intentó reír, y dio un paso alargando la diestra al marido.

—¡Hola! —exclamó—. ¿Ya de vuelta? ¿Qué tal, Crawley?

Tan sombría, tan amenazadora era la expresión de Rawdon, que Becky dobló la cabeza diciendo:

—¡Soy inocente, Rawdon!… ¡Soy inocente!… ¿Verdad que soy inocente? —terminó, poniendo en lord Steyne una mirada ansiosa.

Creyendo el noble lord que le habían hecho víctima de un lazo infame, se enfureció contra la mujer en tanto grado como lo estaba ya contra el marido.

—¡Inocente… tú!… —bramó—. ¡Tú… inocente!… ¡Es gracioso que hable de inocencia la que no lleva sobre su cuerpo nada que no me haya costado dinero! ¡Me cuestas miles y miles de libras, que ese sujeto te ha ayudado a gastar, miles de libras que son el precio por el que te ha vendido a mí!… ¡Inocente, ira de!… ¡Tan inocente eres tú como tu madre, la bailarina, y como el cornudo de tu marido!… No crea que me va a amedrentar como a otros, Crawley, ¡échese a un lado!

Lord Steyne tomó su sombrero y, con ojos llameantes y mirando a su enemigo con fiereza, avanzó en derechura hacia él, no dudando que se separaría para dejarle pasar.

Rawdon, por el contrario, cayendo sobre él, agarróle por el cuello y le sacudió y oprimió hasta que, medio asfixiado, el lord se abatió bajo la presión de su vigoroso brazo.

—¡Mientes como un perro, canalla! —rugió—. ¡Mientes como un villano y un cobarde!

Cada una de las frases copiadas fue acompañada de dos tremendos bofetones en pleno rostro, que derribaron al prócer sangrando por boca y narices. Tan rápida fue la agresión, que Becky no pudo interponerse.

—¡Ven acá! —prosiguió Rawdon, dirigiéndose a Becky—. ¡Tira al suelo todas esas joyas!

 

Becky se despojó de sus sortijas y pulseras, que dejó caer al suelo. Quedábale únicamente el broche de brillantes que lucía en su pecho, y Rawdon se lo arrancó de un tirón y lo arrojó sobre la cabeza de Steyne. La joya abrió un corte profundo en la frente del lord, corte que dejó una cicatriz que duró tanto como su vida.

—¡Sígueme! —volvió a decir Rawdon.

—¡Rawdon, por Dios… por nuestro hijo… no me mates!

El coronel soltó una carcajada.

—Quiero saber si miente ese perro, si es cierto que te ha dado dinero.

—¡Nunca, Rawdon… es decir!…

—Dame tus llaves —interrumpió Rawdon.

Becky le entregó todas sus llaves, a excepción de una sola, la de la mesita que Amelia le regalara años antes. Como la mesita estaba en un sitio poco visible, esperaba Becky que su marido no se acordaría de ella. Rawdon abrió cajas, armarios y mesas, tiró por el suelo lo que contenían, y como al fin diera con la mesita en cuestión, obligó a su mujer a abrir sus cajones. Encontró el coronel en ésta papeles, cartas de amor, alhajas, una cartera con billetes de banco, casi todos ellos de fecha de diez años atrás, excepto uno de mil libras, el mismo que recibiera de lord Steyne, el cual era de fecha muy reciente.

—¿Te lo ha dado él? —preguntó Rawdon.

—Sí —respondió Becky.

—Se lo enviaré hoy mismo (habían pasado muchas horas desde que Rawdon llegó a su casa). Con los demás billetes, pagaré a la Briggs, que ha tratado con cariño a mi hijo, y algunas otras deudas. En cuanto al resto, me harás el favor de indicarme dónde habré de enviártelo. Me parece, Becky, que bien hubieras podido destinar cien libras de estos ahorros a sacarme de la cárcel; yo siempre compartí contigo cuanto tenía.

—¡Soy inocente! —exclamó Becky.

Rawdon la dejó sola sin hablar una palabra más.

¿Qué pensamientos agitaban el alma de Becky? Horas hacía que su irritado marido la había dejado sola; el sol penetraba a raudales en su habitación, y todavía continuaba aquélla, inmóvil, ensimismada, sentada en el borde de la cama. Todos los muebles estaban abiertos, todos los objetos que aquéllos contenían veíanse tirados por el suelo… ropas, vestidos, alhajas… montón de vanidades azotadas por el huracán, que también los huracanes alcanzan a las veces a aquéllas. Caía sobre sus hombros y espaldas su cabello despeinado, y su lujoso vestido presentaba un desgarrón en la parte de que Rawdon había arrancado de un tirón el broche de brillantes. Había oído los pasos de su marido bajando la escalera a poco de haberla dejado, y en sus sienes resonó el portazo que dio aquél al salir a la calle. ¿Rawdon pensaría suicidarse? Becky dio por cierto que no haría tal sin antes encontrar a lord Steyne. Pensó Becky en los últimos años de su vida, en los incidentes en que fue tan pródiga… ¡Ah! ¡Cuán triste le parecía su pasado, cuan culpable, cuan mísero! ¿Tomaría una dosis de láudano y pondría de una vez fin a sus esperanzas, a sus planes, a sus deudas, a sus triunfos? Su criada francesa la encontró, ya bien entrado el día, sentada en medio del montón de las vanidades naufragadas, con las manos crispadas y los ojos secos. La tal criada era una cómplice pagada por lord Steyne.

—Mon Dieu, madame! —exclamó—. ¿Qué ha ocurrido?

Esa misma pregunta hacemos nosotros: ¿qué había ocurrido? ¿Era Becky esposa criminal? ¿Inocente? Lo último afirmaba ella, pero las verdades que de aquellos hermosos labios salían eran muy sospechosas; de su corazón, completamente pervertido, difícilmente podía salir nada puro.

La doncella suplicó a su señora que se acostase, dejó caer los cortinajes, cerró las ventanas y bajó a la planta baja, donde encontró las joyas que Becky había dejado caer al suelo obedeciendo la orden imperiosa de su marido.

Capítulo LIV

Al día siguiente de la tormenta

La mansión de Sir Pitt en la calle Gran Gaunt comenzaba a hacer los preparativos del día, cuando Rawdon, vestido con el mismo traje de etiqueta que no había abandonado desde dos días antes, pasó como una exhalación, atropellando casi a la mujer que barría la escalera, y penetró precipitadamente en el despacho de su hermano. Lady Jane, vestida de bata, había subido al piso superior donde, después de mandar que vistieran a sus hijos, escuchaba las oraciones matinales que aquéllos rezaban de rodillas. Todas las mañanas repetía lo mismo, antes del rezo general de la casa, al que asistían todos los moradores, que se hacía con solemnidad y era presidido por sir Pitt. Rawdon se sentó frente a la mesa de trabajo del barón, donde encontró libros, cuentas, una Biblia, periódicos y revistas, formados como en parada para ser revistados por el jefe de la casa.

Rawdon tomó un periódico y quiso leer hasta tanto llegase su hermano, pero ni cuenta se dio de lo que leía. Para él no tenían sentido los artículos dedicados a la política, ni las críticas teatrales, ni la noticia de la apuesta de cien libras esterlinas cruzada entre Barking Butcher y Tutbury Pet, ni siquiera las columnas consagradas a la fiesta celebrada en el palacio de los marqueses de Steyne. Otros pensamientos embargaban su mente.

Exacto como el reloj de mármol negro que había sobre la repisa de la chimenea, sir Pitt se presentó en el umbral de la puerta de su despacho a las nueve en punto, vestido, recién afeitado, peinado y perfumado, fresco como una rosa. Hizo un movimiento de sorpresa al distinguir a su pobre hermano con el traje en desorden, los ojos inyectados y el cabello caído sobre la cara. El primer pensamiento que se le ocurrió fue que Rawdon acababa de salir de una orgía y que se hallaba bajo los efectos del alcohol.

—¡Santo Dios, Rawdon! —exclamó con cierta acritud—. ¿Qué te trae tan temprano? En el estado en que te encuentras, ¿no te parece que debieras encerrarte en tu casa?

—¡En mi casa! —dijo Rawdon, soltando una carcajada salvaje—. No te alarmes, Pitt, que no estoy borracho. Cierra la puerta: tengo precisión de hablarte.

Cerró el barón la puerta, sentóse en el sillón preparado para el visitante eventual o confidencial que necesitase tratar asuntos con el jefe de la casa y se puso a limarse las uñas con ardor.

—Pitt —dijo el coronel después de una pausa—; todo ha terminado para mí: estoy perdido.

—Te lo he predicho mil veces —respondió el barón con tono avinagrado—. Me es imposible hacer nada por ti; todo mi dinero lo tengo empleado. Hasta las cien libras que Jeannie te llevó anoche las espera mi abogado mañana por la mañana, así que su falta me pone en un verdadero apuro. No quiero decir con esto que te retiro mi apoyo, pero comprende que pretender pagar la totalidad de tus deudas sería tanto como pretender saldar la deuda nacional. Es una locura pensar en semejante cosa. Lo primero que debes hacer es llegar a un arreglo con tus acreedores: que moderen éstos sus exigencias, pues de otra suerte, la familia, por doloroso que sea, nada puede, nada debe hacer. No serás el primero: George Kitely, hijo de lord Ragland, fue preso por deudas la semana última; pues bien, su padre jura que no pagará un peni…

—Si no es dinero lo que vengo a pedirte —interrumpió Rawdon con voz ronca—. No se trata de mí, ni te importe lo que a mí pueda ocurrirme…

—¿De qué se trata, pues? —preguntó Pitt respirando con más libertad.

—De mi hijo —contestó Rawdon con voz conmovida—. Quiero que me prometas que le prestarás tu apoyo, que te harás cargo de él luego que yo muera. Tu santa mujer le ha tratado siempre con vivo cariño, y él la quiere más que a su… Sabes muy bien, Pitt, que yo debía heredar la fortuna de nuestra difunta tía, que no me criaron como segundón condenado al trabajo, sino como hombre rico; sabes que me habituaron desde niño a las extravagancias y a la ociosidad… ¡Ah! ¡Cuán distinto de lo que soy sería en la hora presente si me hubiesen criado de otra suerte! Prosigo: sabes cómo perdí la fortuna que debía heredar, y quién la disfruta en la actualidad.

—Después de los sacrificios que por ti he hecho, después del auxilio que te he prestado, paréceme que debieras abstenerte de dirigirme palabras de reconvención. Tú decidiste tu matrimonio, no yo.

—¡Todo acabó ya! —gimió Rawdon, exhalando un gemido que despertó las alarmas de su hermano.

—¡Santo Dios! ¿Ha muerto? —preguntó el barón, con acento de profunda conmiseración.

—¡Ojalá! —contestó Rawdon—. Si no hubiese sido por mi hijo, esta mañana me habría degollado después de matar al canalla miserable.

Inmediatamente sospechó sir Pitt la verdad y adivinó que era lord Steyne el mortal cuya vida ansiaba cortar Rawdon. El coronel hizo un relato breve de lo sucedido.

—Fue un plan urdido entre los dos miserables —dijo—. Me asaltaron los alguaciles cuando salí de su palacio; escribí a mi criminal mujer pidiéndole el dinero necesario y me contestó que se encontraba enferma en cama, y que vendría con el dinero al día siguiente. Fui a mi casa, y la encontré cargada de brillantes y a solas con ese villano.

Pintó a continuación, con frase entrecortada, su lucha personal con lord Steyne, y dijo que la escena ocurrida no admitía más que una solución, la que iba a adoptar luego que terminase la conferencia con su hermano.

—Enviaré los padrinos a ese bribón —repuso—, y si la suerte me es adversa, como mi hijo es huérfano de madre… Pitt… quisiera legártelo a ti y a Jeannie… Me iré consolado si me prometes que no le negarás tu apoyo.

Sir Pitt, profundamente afectado, estrechó la mano de su hermano con cordialidad rara vez vista en él. Rawdon se pasó el revés de la mano por los ojos.

—¡Gracias, hermano mío, gracias! —exclamó—. Sé que puedo confiar en tu palabra.

—Te lo juro por mi honor —dijo el barón—. Puedes estar tranquilo.

Sacó Rawdon del bolsillo la cartera que había encontrado en el cajón secreto de la mesa de su mujer, y de la cartera, el fajo de billetes que contenía.

—Hay aquí seiscientas libras esterlinas —dijo—. No suponías seguramente tú que tu hermano fuese tan rico. Quiero que devuelvas a la Briggs el dinero que nos prestó. Siempre ha sido para mí motivo de vergüenza retener el dinero de esa pobre mujer que tan cariñosa ha sido para mi hijo. Quedará una cantidad de la cual me reservaré unas cuantas libras, y enviaré el resto a Becky para que no muera de hambre.

Al hablar, sacó los billetes que deseaba entregar a su hermano. Temblaba su mano, y era tal su agitación, que dejó caer la cartera y salió de ésta el billete de mil libras esterlinas de que tenemos noticia.

Pitt se inclinó y recogió los billetes, admirado de que su hermano fuese dueño de tan crecida cantidad.

—¡Ése no! —gritó Rawdon—. Ese billete quiero enviárselo a su dueño juntamente con una bala.

Rawdon había resuelto envolver en el billete de mil libras la bala con que pensaba matar a lord Steyne.

Separáronse los hermanos después de este coloquio, no sin antes estrecharse efusivamente las manos. Lady Jane, que había tenido noticia de la llegada del coronel, esperaba a su marido en el comedor, contiguo al despacho, augurando alguna desgracia. Como la puerta del comedor estaba abierta, dio la casualidad que la salida de la dama del comedor coincidiera con la salida de los caballeros del despacho. Lady Jane alargó su diestra a Rawdon y dijo que se alegraba de que hubiese venido a almorzar con sus hermanos, aunque la palidez de aquél y la expresión sombría del rostro de su marido pregonaban bien a las claras que no era del almuerzo de lo que los hermanos acababan de hablar. Rawdon balbuceó algunas excusas y estrechó con fuerza aquella pequeña y tímida mano, marchándose sin pronunciar una palabra de explicación, aunque su cuñada pudo leer en su rostro las calamidades que habían caído sobre él. Tampoco sir Pitt pensó en explicarse. Entraron en aquel punto los niños y le besaron como de ordinario, beso que contestó el padre con su frialdad habitual, pasando seguidamente a donde esperaban los criados para presidir la oración matinal.

Rawdon Crawley, mientras tanto, se dirigió presuroso al palacio Gaunt y descargó tan terrible golpe con la cabeza de Medusa que adorna la puerta del domicilio de los marqueses de Steyne, que hizo aparecer tonos purpurinos en el rostro del Sileno que desempeña las altas funciones de portero de la casa. Asustóse éste al fijarse en la expresión del rostro del coronel y en el desorden de su traje, y se colocó en el centro del paso como si temiese que el visitante llegaba dispuesto a abrírselo a viva fuerza, pero Rawdon se limitó a sacar una tarjeta de visita, que rogó que pusieran en manos de lord Steyne. En la tarjeta había escrito antes unas palabras para hacer saber al marqués que el coronel esperaría desde la una de la tarde en el casino Regent, calle Saint James, y no en su casa. El obeso portero contempló con mirada de asombro la marcha del coronel, quien, llegándose a la primera parada de coches, tomó uno, mandando que le condujeran al cuartel de Knightsbridge.

 

Durante el recorrido del trayecto, habría podido ver Rawdon a su antigua conocida Amelia, que iba desde el barrio Brompton a la plaza Russell, pero nuestro coronel luchaba con preocupaciones muy hondas para reparar en lo que en el mundo exterior pasaba. Llegó al cuartel, preguntó por su antiguo amigo el capitán Macmurdo, le contestaron que se encontraba en casa, y presuroso se dirigió a su pabellón.

El capitán Macmurdo, soldado veterano que se batió en Waterloo, adorado en su regimiento, y que hubiese hecho una gran carrera si hubiera tenido dinero, dormía en aquel momento la siesta del carnero. La noche anterior había asistido a la cena con que el honorable capitán George Cincbars había obsequiado en su casa de la plaza Brompton a sus camaradas del regimiento y a una porción de damas del cuerpo de baile, y como Macmurdo se había divertido como el que más, porque trataba con confianza a todo el mundo, sin distinción de jerarquía, edad ni sexo, y por otra parte estaba libre de servicio, había querido descansar de las fatigas nocturnas.

Bastó que Rawdon anunciase al capitán que necesitaba un amigo, para que comprendiese aquél qué clase de servicio venía a pedirle. A decir verdad, era experto en la materia, y había intervenido en docenas de lances de honor, dando en todos ellos pruebas patentes de pericia y de prudencia.

—¿Cuál es el motivo de la pendencia, hijo mío? —preguntó el capitán—. Supongo que no se tratará de una cuestión de juego, como la que motivó el lance en el que matamos al capitán Marker, ¿eh?

—El motivo es… es… mi mujer —contestó Rawdon poniéndose encarnado y bajando los ojos.

—¡Diablo… diablo! ¡Siempre dije que te pondría en ridículo!

En verdad, sobre los riesgos del honor del coronel Crawley hacía tiempo que se cruzaban apuestas en el regimiento, pues tal era la fama de ligereza de su mujer, pero Macmurdo al ver el brillo de los ojos de Rawdon consideró conveniente no extenderse más en sus apreciaciones.

—¿Es inevitable el lance? —prosiguió el capitán—. Quiero decir… ¿Se trata de sospechas o… de qué? ¿Cartas? ¿No es posible echar tierra al asunto? Mejor sería no promover escándalo en cuestiones de esta clase, de no ser realmente inevitable.

—El asunto es de los que sólo una solución tienen, y de los que exigen que sólo vuelva una de las dos personas que en ellos toman parte activa —contestó Rawdon—. Me parece que he dicho bastante para que comprendas, Macmurdo. Me quitaron de en medio, haciéndome prender por deudas, y, al salir de la cárcel, les encontré solos. Dije al miserable que era un embustero y un cobarde, le derribé en tierra y le pegué.

—¡Muy bien hecho! ¿Quién es él?

—Lord Steyne.

—¡Ah!… ¡El marqués! Dicen que él… digo… dicen que tú…

—¿Qué demonios estás diciendo? —bramó Rawdon—. ¿Has oído alguna vez que alguien dudaba de mi mujer y no me lo has dicho?

—El mundo es muy maldiciente, hijo mío. ¿Qué sacaba yo, ni qué sacabas tú con que yo te repitiese lo que decían cuatro lenguas largas?

—¡Qué desgraciado soy, Macmurdo! —exclamó Rawdon cubriéndose el rostro con las manos y dando rienda suelta a su emoción.

—¡Anímate, hijo mío… ten valor! —decía el capitán, intensamente conmovido—. Marqués o lacayo, colocaremos una bala en sus sesos, y asunto concluido… En cuanto a tu mujer… no hagas caso: todas las mujeres son iguales.

—¡No sabes, no puedes saber hasta qué punto adoraba yo a la mía! —balbuceó Rawdon—. ¡Dios de Dios! La seguía a todas partes como si fuese su lacayo, y lo hacía con gusto. Renuncié a todo por casarme con ella, por ella soy un pordiosero. No lo creerás, pero te juro que hasta he empeñado mi reloj para tener el placer de llevarle cualquier bagatela que supiera yo que le gustaba… Y ella, ella escondía el dinero, lo guardaba a espaldas mías, y me negó las cien libras que necesitaba para salir de la cárcel.

A continuación, con fiereza, con frases incoherentes, con agitación que jamás vio en él su consejero, refirió con detalles la historia de su desventura.

—Después de todo —observó el capitán—, pudiera ser que tu mujer fuese inocente. Cien veces ha estado a solas con lord Steyne.

—No niego la posibilidad, pero esto no me parece prenda de inocencia —replicó con acento triste Rawdon, mostrando al capitán el billete de mil libras esterlinas que encontró en la cartera de Becky. Este billete se lo dio él, Macmurdo; ella lo escondió, y, teniendo a su disposición ese dinero, se negó a desprenderse de las cien libras necesarias para ponerme en libertad.

Mientras los dos amigos departían en la forma que estamos viendo, un criado del capitán, a quien se habían dado las órdenes oportunas, se dirigía a la calle Curzon con encargo de traer la maleta del coronel, con ropas de las que se encontraba en gran necesidad. Durante la ausencia del criado, entre Rawdon y el capitán redactaron una carta, que el segundo debía presentar a lord Steyne. Decía la carta que el capitán Macmurdo solicitaba una entrevista con lord Steyne, para tratar, en nombre del coronel Rawdon Crawley, cuya representación llevaba, las condiciones del encuentro que indudablemente desearía tener lord Steyne, encuentro que lo ocurrido en la casa del coronel hacía inevitable. El capitán Macmurdo rogaba a lord Steyne que delegase su representación en un amigo, con quien se pondría de acuerdo, y añadía que sus deseos eran solucionar cuanto antes el asunto. Terminaba la carta diciendo que tenía en su poder un billete de banco que suponía propiedad del marqués de Steyne, y que anhelaba entregarlo a su dueño.

Acababan de redactar la carta los dos amigos cuando regresó el criado, pero sin la maleta que había ido a buscar.

—No han querido entregármela —dijo—. La casa es un campo de Agramante; el propietario del edificio se ha posesionado de ella, y los criados están todos borrachos en el salón. Dicen… dicen que usted, mi coronel, ha escapado con la plata. Ha desaparecido uno de los criados, y Simpson, borracho como una cuba, jura y perjura que de allí no se saca nada hasta que le paguen los salarios atrasados.

—¡Cuánto me alegro de que mi hijo no esté en casa! —exclamó Rawdon—. ¿Le recuerdas, Macmurdo?

—Mucho.

—Mira, amigo mío: si me sobreviene una desgracia… si caigo, quisiera que fueses a verle y que le dijeras que le he querido mucho, y… en fin… ya sabes… Dale estos gemelos de oro… Es lo único que poseo.

El desdichado se cubrió la cara con las manos. Por sus tostadas mejillas rodaban gruesas lágrimas.

—Vete y que nos traigan el almuerzo —dijo Macmurdo a su criado con entonación alegre, aunque más de una vez se había pasado el pañuelo de seda por los ojos—. ¿Qué quieres comer, Rawdon? Unos riñones y un pollo no estarán mal, ¿eh? Tú, Clay, trae un traje mío para el coronel. Poco más o menos somos de la misma talla y cuerpo… un poquito más gordos que cuando entramos en el ejército, hijo mío.

Mientras Rawdon cambiaba de traje, Macmurdo se peinó, dio cosmético a sus bigotes y se puso su mejor traje y su mejor corbata. Era natural, toda vez que dentro de breves horas haría una visita a un lord. Sus compañeros de armas le felicitaron, y no faltó quien le preguntase si estaba de boda.

Capítulo LV

Prosigue el asunto del capítulo anterior