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100 Clásicos de la Literatura

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Un triunfo tan ruidoso asustó a Rawdon, quien temió que le enajenase el cariño de su mujer.



Llegado el momento de disolverse la reunión, todos los jóvenes acompañaron a Becky hasta su carruaje, que partió en medio de una tempestad de bravos. No acompañó a su mujer Rawdon, quien quedó con el caballero Wenham, que le había propuesto volver dando un paseo y fumando un cigarro.



Echaron a andar Rawdon y Wenham. Del grupo de personas reunidas frente al palacio se destacaron dos hombres, los cuales se pusieron en seguimiento de nuestros amigos. Llegaban éstos a la calle Gaunt cuando uno de los dos individuos apresuró el paso y, poniendo su diestra sobre el hombro de Rawdon, dijo:



—Dispénseme usted, caballero: necesito decir a usted dos palabras a solas.



El compañero del personaje que deseaba hablar con Rawdon se colocó delante de este último. Al mismo tiempo se acercó un coche de alquiler.



Rawdon se dio cuenta de la desgracia que sobre su cabeza se cernía; acababan de caer sobre él dos alguaciles. Poco resignado con su suerte, dio un paso atrás, y se dispuso a rechazar el que le pusiera la diestra sobre el hombro.



—Es inútil —dijo una voz a su espalda—. Somos tres.



—¡Ah! —exclamó Rawdon volviendo la cabeza—. ¿Es usted, Moss?



—En persona —respondió el nombrado.



—¿Cuánto debo?



—Una insignificancia: ciento treinta y seis libras, seis chelines, ocho peniques… y las costas.



—¡Por Dios santo, Wenham, présteme cien libras! —suplicó Rawdon—. En mi casa tengo sólo sesenta.



—No recuerdo haberlas visto nunca juntas —contestó el pobre Wenham—. Buenas noches, querido, y buena suerte.



Wenham continuó su paseo, y Rawdon apuró su cigarro dentro del coche de alquiler que le conducía al Temple.





Capítulo LII



Donde se pone de relieve la amabilidad de lord Steyne





No era Lord Steyne hombre que hiciera las cosas a medias en sus momentos de generosidad, como sabían, mejor que nadie, los esposos Crawley, quienes habían recibido repetidas muestras de su largueza. El opulento aristócrata no excluyó de su protección a Rawdon hijo, tanto, que se dignó insinuar a sus padres que tenía edad suficiente para entrar en un colegio, en el que el roce con otros muchachos, el conocimiento de los rudimentos del latín y la práctica de ejercicios pugilísticos, habían indudablemente de serle favorables. Objetó el padre que sus recursos pecuniarios no le permitían enviarle a una escuela de fama, y la madre que la Briggs era una maestra competentísima, pero estas objeciones desaparecieron ante la generosa perseverancia del marqués de Steyne. Nuestro prócer era uno de los administradores del famoso colegio llamado de los Frailes Blancos, convento de la orden de los Cistercienses en tiempos pasados, cuando el no menos célebre Smithfield, contiguo al convento, era el palenque donde se celebraban los torneos. En el convento en cuestión habían sido encerrados muchos herejes que días después ardían vivos en la hoguera. Enrique VIII, el Defensor de la Fe, se apoderó del monasterio y de sus posesiones, ahorcó y torturó a los monjes que se negaron a aceptar su reforma, y vendió el edificio y sus tierras a un negociante, quien fundó un hospital para ancianos y niños. Al abrigo del hospital nació y creció una escuela, que hoy subsiste.



Son administradores de aquella casa famosa algunos de los nobles más encopetados, prelados eminentes y dignatarios de Inglaterra, y como a los niños hospedados en aquélla se les da buena habitación, buena mesa y buena enseñanza, que luego completan en el seminario, son muchos los caballeritos que desde sus más tiernos años son destinados a la Iglesia, y muchos los padres o protectores de los tales caballeritos que les preparan prebendas y beneficios, para cuando hayan abrazado la profesión eclesiástica. Fue fundada para dar enseñanza gratuita a los hijos de padres pobres que lo merecieran; pero sus administradores, personas nobles y generosas, dieron campo más ancho a su benevolencia y prescindieron por completo de los deseos del fundador. Hacer una carrera sin gastar un céntimo, y tener desde niño asegurada una profesión lucrativa son ventajas tan dignas de ser tenidas en consideración, que ni las familias más ricas las desdeñaban; de aquí que parientes de grandes hombres, y hasta no pocos de éstos, enviasen a sus hijos a establecimiento.



Aunque Rawdon Crawley jamás estudió otros libros que el Anuario de las carreras, ni conservaba de sus estudios en Eton otros recuerdos que los de las azotainas y palmetazos con que le obsequiaban sus profesores, sentía hacia los estudios clásicos ese respeto y reverenda que deben sentir todos los caballeros ingleses, y le regocijaba la idea de que su hijo haría acaso abundante provisión de ciencia y merecería algún día ocupar un puesto de honor entre los sabios. Era su hijo su principal solaz, su compañero único; mil lazos, de los cuales por nada del mundo hubiese hablado a su mujer, que siempre trató con despego e indiferencia al que era carne de su carne, le unían a su heredero, pero, esto no obstante, Rawdon se resignó a separarse de él, a hacer el sacrificio de sus afectos en aras de la felicidad, del bienestar de su hijo.



¡Ah! No midió la extensión del sacrificio hasta que llegó el instante de la separación. Desde que se fue el muchacho, sintióse invadido por una tristeza y un abatimiento que en vano habría intentado disimular, y de los cuales no participó el niño, encantado del cambio de existencia y de vivir entre amiguitos de sus años. Becky rio sin tasa las dos o tres veces que su marido intentó expresar el dolor que la ausencia de su hijo le producía. Lamentaba con amargura el cuitado padre que le hubiesen separado de su mejor amigo, del objeto de sus cariños. Más de una vez al día lanzaba miradas de tristeza al lecho abandonado del niño. Por la mañana, sobre todo, era cuando más sufría de la ausencia de su hijo, tanto, que le era imposible dar solo el paseo que con el pequeño daba antes por el parque. Lo único que mitigaba algún tanto su tristeza era hablar con las personas que querían bien a su Rawdon, de aquí que todas las mañanas fuese a visitar a su cuñada lady Jane, con quien se pasaba las horas muertas hablando de las cualidades buenas de su niño.



Hemos dicho en capítulos anteriores que la angelical lady Jane quería muy de veras al hijo de Becky, como le adoraba también la hijita de la primera, que vertió no pocas lágrimas cuando llegó el momento de la partida de su primo. Rawdon padre agradecía desde el fondo de su alma el amor que madre e hija tenían a su heredero. Lo poco de noble y de bueno que atesoraba su pecho salía al exterior mezclado con las explosiones de amor paternal a que se abandonaba en presencia de aquéllas y alentado por la simpatía que en ellas veía, y que había de refrenar delante de su mujer. Becky y lady Jane se veían contadas veces, y era natural: Becky se mofaba de las disposiciones cariñosas de lady Jane, y ésta, temperamento todo dulzura, todo afecto, no podía menos de sublevarse contra la sequedad de corazón de su cuñada.



Las mismas causas determinaron un alejamiento mayor entre el marido y la mujer, alejamiento que no preocupó poco ni mucho a Becky. Para ella, su marido era un humilde servidor, un esclavo: triste o alegre, a Becky le daba lo mismo; siempre le recibía con el desdén en los labios y el desprecio en el corazón. ¿Qué le importaba el marido? Su pensamiento único era asegurarse una posición brillante, multiplicar sus placeres, elevarse en la escala social. Probablemente lo conseguiría, pues su temperamento era el más indicado para escalar los puestos más elevados.



Fue la Briggs la que arregló el pequeño baúl que el niño debía llevar al colegio. Marujita, la doncella, vertió algunas lágrimas cuando el niño salía de la casa, y cuenta que a la pobre se le debían una porción de meses de salario. Becky no quiso que su elegante carruaje llevase a su hijo al colegio. «¡Mi carruaje a un colegio! ¡Jamás! ¡Un coche de alquiler sobra!» No besó Becky al niño en el momento de la despedida; éste tampoco manifestó deseos de besar a su madre, pero en cambio besó a la Briggs, y procuró consolarla diciéndole que los domingos vendría a charlar un rato con ella. Mientras el coche de alquiler llevaba a Rawdon hijo al colegio, Becky, arrellanada en su lujoso carruaje, se hacía conducir al parque, en donde pronto fue rodeada por un grupo de jóvenes elegantes. El coronel dejó al pequeño en el establecimiento docente y volvió a su casa triste como nunca.



Aquel día Rawdon comió con la Briggs, a quien trató con dulzura especial, quizá agradecido a las pruebas de cariño que la buena mujer dispensó a su hijo, quizá arrepentido por haber ayudado a Becky a arrebatarle con engaños su modesto capital. Becky había vuelto del parque para vestirse y tornar a salir inmediatamente: estaba convidada a comer.



Durante la primera semana, el escolar Blackball se había constituido en acompañante y criado del pequeño Rawdon, había iniciado a éste en los misterios de la gramática latina y obsequiádole con tres o cuatro palizas, aunque no muy grandes.



Como protegée de lord Steyne, como sobrino de un miembro de la Cámara, y como hijo del coronel cuyo nombre figuraba en la mayor parte de las crónicas de salones del Morning Post, las autoridades del colegio se mostraron muy dispuestas a tratar al niño con benevolencia. El nuevo escolar disponía de dinero en abundancia, y lo gastaba en obsequiar a sus camaradas con tortas y golosinas. Los sábados iba a ver a su padre, proporcionándole la única alegría de la semana. Si podía disponer de su persona, el coronel llevaba al niño al teatro, y, en caso contrario, lo enviaba acompañado de un lacayo. Los domingos iban a misa lady Jane, Rawdon padre, Rawdon hijo, los hijos de la primera y la Briggs. El coronel escuchaba con la boca abierta las historias que su hijo le contaba sobre su vida en el colegio, sus estudios, sus batallas con los colegiales. En muy poco tiempo aprendió los nombres de todos los profesores del establecimiento y los de los discípulos tan de corrido como los sabía su hijo. Hasta fingía estar versado en la lengua latina cuando su hijo le daba cuenta de la lección última que había estudiado.

 



—Trabaja, hijo mío, aplícate —le decía con mucha gravedad—. Nada tan hermoso, nada tan útil como el conocimiento de los clásicos… ¡Nada!



De día en día era más vivo y visible el menosprecio que Becky profesaba a su marido.



—Haz lo que te dé la gana —le decía—; come donde quieras, vete a tomar cerveza o ajenjo en el café o a cantar salmos con Jeannie, si lo prefieres, pero no intentes quemarme la sangre hablándome de ese muñeco, que harto haré cuidando de tus intereses, ya que tú no sabes hacerlo. ¡Quisiera saber qué sería de ti a estas fechas si te hubiese abandonado a tus propias fuerzas! Dime: ¿qué papel harías en sociedad si no te protegiera mi prestigio?



Era verdad: en los salones frecuentados por Becky, nadie hacía el menor caso del pobre Rawdon, y hasta acontecía no pocas veces que invitaban a la primera y no al segundo.



Eliminado el niño de la casa, lord Steyne, que tan vivamente se interesaba por el bienestar de aquella excelente familia, pensó que los gastos de la misma experimentarían una reducción ventajosa si se prescindía de los servicios de la Briggs, innecesarios, en medio de todo, toda vez que Becky atesoraba talento más que suficiente para administrar su casa. Hemos dicho ya que el noble caballero había dado a su linda protegée la cantidad necesaria para pagar a la Briggs, pero como ésta continuaba al lado de Becky, el buen lord sospechó que la deuda quedaba en pie, es decir, que Becky había tenido por conveniente dar al dinero aplicación distinta. Claro está que el caballero no iba a cometer la grosería de hablar de sus sospechas a Becky, ni menos discutir con ésta cuestiones de dinero, pero resolvió salir de dudas, averiguar indirectamente el estado del asunto, y, a tal efecto, hizo las investigaciones necesarias, en forma tan cautelosa como delicada.



En primer lugar, aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para sonsacar a la Briggs. La operación nada tenía de difícil, bastaba alentar a aquella excelente mujer para provocar su verborrea y hacer que volcase en el seno de la confianza cuanto en el pecho tuviera guardado. Un día, mientras Becky estaba de paseo, lord Steyne llegó a la casa de la calle Curzon, pidió a la Briggs una taza de café, le contó que tenía excelentes noticias del colegialillo, y tan bien supo maniobrar, que al cabo de cinco minutos sabía que lo único que Becky había dado a la Briggs fue un vestido negro de seda, por cuyo regalo estaba agradecidísima la que lo recibió.



Sonreía el caballero escuchando la narración sencilla e ingenua de la Briggs, narración que no concordaba del todo con la circunstanciada que Becky le había hecho, ponderando la satisfacción que experimentó al recibir las mil ciento veinticinco libras esterlinas, importe de la deuda, hablando de los valores que con la mencionada suma adquirió, y del dolor que a ella le produjo separarse de tan bonita cantidad.



Aguzada su curiosidad, lord Steyne quiso obtener más detalles sobre el estado de los asuntos de la Briggs, y ésta le contó que la difunta señorita Matilde le había legado una cantidad respetable, de la que algo comieron primero sus parientes, y que el resto, excepción hecha de unas seiscientas libras esterlinas, que había prestado al coronel, consiguió que lo colocase sir Pitt en forma muy ventajosa para ella. Para merecer favor tan preciado de sir Pitt, fue precisa toda la influencia de los señores de Crawley.



Apenas referida su historia, se arrepintió de su franqueza la Briggs y suplicó encarecidamente a lord Steyne que no hablase a Becky de las confesiones que inocentemente había hecho.



Lord Steyne contestó riendo que jamás divulgaría el secreto, y cuando se separó de la Briggs rio más todavía.



—Es un diablillo completo —repetía el caballero—. Difícilmente se encontraría actriz tan consumada. He tratado muchas mujeres desde que vine al mundo, pero nunca encontré otra tan ladina; en comparación de Becky, las más astutas son niños de pecho. Yo, que soy un marrajo, me convierto en idiota a su lado. Mintiendo no tiene rival; imposible igualarla. Tampoco Rawdon es tan estúpido como parece, que bien ha sabido engañar a la Briggs con esa cara de memo que Dios le ha dado. Parece que en el matrimonio hay perfecto acuerdo: la mujer saca dinero a una piedra, y el marido, haciéndose el idiota, ayuda a gastarlo.



Equivocábase lord Steyne en lo referente a la complicidad de Rawdon, pero fue el caso que la opinión formada influyó no poco en su conducta para con el coronel, a quien comenzó a tratar sin las apariencias de respeto con que hasta entonces le tratara. No cabía en la cabeza del aristócrata que Becky atesorase dinero para su uso personal, y aparte de esto, como durante su larga vida había conocido muchos maridos que se vendían descarada o solapadamente, supuso que Rawdon era uno de tantos y hasta calculó cuál era su precio.



En la primera ocasión en que lord Steyne se encontró a solas con Becky, se apresuró a felicitarla, en tono mordaz, por el sistema hábil y divertido que poseía para proporcionarse con creces el dinero que necesitaba. La sorpresa aturdió un poquito a Becky, mas su aturdimiento tuvo apenas la duración del relámpago. No solía mentir Becky sino cuando la necesidad le obligaba, pero, en estos casos, lo hacía con maravilloso aplomo. Al segundo de recibida la sorpresa, había hilvanado otra historia circunstancial muy plausible, que administró a su protector. Confesó que sus declaraciones anteriores fueron falsas, que le había engañado de la manera más indigna, pero ¿de quién era la culpa?



—¡Ay, amigo mío! —exclamó—. ¡No sabrás nunca todas las torturas, todos los sufrimientos que apuro en silencio! Me ves alegre, feliz, cuando a tu lado me encuentro… ¡Cuán lejos estás de sospechar lo que padezco cuando mi protector se encuentra lejos de mí! Mi marido, recurriendo a amenazas, sometiéndome a los tratos más bárbaros, me obligó a pedir esa cantidad que te saqué con engaños; mi marido, previendo las preguntas que podrías dirigirme con respecto a la inversión del dinero que te pedía, me trazó la respuesta que habría de darte. Él fue quien tomó todo el dinero, asegurándome que se encargaba de pagar a la Briggs. ¿Podía yo dudar de su palabra? ¡Perdona a un hombre arruinado la mala acción que contigo ha cometido, y compadece a la más desventurada de las mujeres!



Lágrimas abundantes corrían por las mejillas de Becky mientras servía a su amigo la patética historia: la virtud perseguida no ha sabido revestirse jamás de un dolor tan seductor.



Durante el paseo en coche que nuestros dos personajes dieron por el Regent’s Park, sostuvieron una conversación tan larga como animada, que no consideramos necesario referir aquí, pues basta con que hagamos constar las consecuencias que produjo, y que fueron las siguientes:



Becky, al regresar a su casa, corrió al encuentro de la Briggs y, con rostro radiante de alegría, le dijo que era portadora de excelentes nuevas para ella. Lord Steyne acababa de dar una prueba nueva de nobleza y generosidad de corazón. Puesto su pequeño Rawdon en el colegio, ya no le era necesario a ella tener a su lado una compañera y amiga cariñosa. El dolor oprimía su corazón sólo al pensar en que tendría que separarse de su querida amiga Briggs, pero la escasez de sus recursos la obligaba a hacer economías, la ponía en la dura necesidad de prescindir de sus servicios, aunque por otra parte se resignaba al sacrificio, y hasta lo hacía con gusto, toda vez que su querida Briggs, si salía de su humilde casa, era para entrar en otra inmensamente rica, en la casa de un caballero todo generosidad. La señora Pilkinton, ama de gobierno en el castillo de lord Gaunt, tenía demasiados años, estaba achacosa, reumática, débil: no podía continuar al frente de una mansión tan grande, y era preciso buscarle sucesora. La posición era espléndida. La familia sólo visitaba el castillo una vez cada dos años. El ama de gobierno era la señora en él. Casi todas las amas de gobierno habían casado con caballeros principales.



Imposible encontrar palabras con que reflejar la alegría, la gratitud de la Briggs. Pidió como favor especial que de tanto en tanto le permitiese ver al niño, favor que generosa otorgó Becky. Ésta contó lo sucedido a su marido, quien se alegró de verse libre de la Briggs, aunque comenzó a sospechar la existencia de ciertas nebulosidades en la conducta de su mujer. Habló de lo ocurrido con su amigo Southdown, y creyó que éste le dirigía una mirada extraña. Más tarde llevó la nueva de esta segunda prueba de generosidad de lord Steyne a su cuñada lady Jane, y también ésta le miró con expresión inequívoca de alarma. Su hermano Pitt le dijo:



—Tu mujer es demasiado lista y demasiado… alegre, para que consientas que vaya donde le acomode sin una persona que la acompañe. Debes ir con ella, Rawdon, a todas partes, y es preciso que tengas en tu casa quien le haga compañía.



Naturalmente que Becky necesitaba tener una persona de confianza que la guardase, pero habría que buscar esa persona, porque la Briggs no iba a despreciar la colocación brillantísima que le era ofrecida.



Una vez fuera de la casa la Briggs, sir Pitt visitó a su cuñada con objeto de tratar de la situación creada por la ausencia de aquélla, y de otros asuntos de familia, delicados y de interés. En vano se defendió Becky ponderando cuan necesaria era la protección del generoso lord Steyne a su pobre marido, cuan cruel sería arrebatar a la Briggs la colocación obtenida. Palabras dulces, súplicas, sonrisas, lágrimas, zalamerías, no bastaron a ablandar a sir Pitt, quien llegó casi a reñir con su en otro tiempo admirada Becky. Se habló del honor de la familia, de la reputación siempre inmaculada de los Crawley; censuró sir Pitt con acentos de viva indignación la acogida fácil y cariñosa en extremo que Becky dispensaba a la turba de jóvenes franceses y a los galanteadores a la moda y se quejó de las visitas del mismo lord Steyne, cuyo coche parecía que tenía el puesto delante de su puerta; de lord Steyne, quien todos los días se pasaba horas y más horas de charla con ella. El gran mundo murmuraba de semejante asiduidad, y él, como jefe de la familia le suplicaba que fuese más prudente, que observase una conducta más reservada. Mil rumores altamente desagradables circulaban a su costa. Lord Steyne, con toda su posición, con todo su talento, pertenecía al número de los nombres cuyas atenciones comprometen siempre el buen nombre de una mujer, y de consiguiente, suplicaba, conjuraba, ordenaba, si preciso era, a su cuñada, que demostrase mayor moderación en sus relaciones con el noble lord.



Becky prometió todo lo que pidió sir Pitt, pero lord Steyne continuó visitándola con la frecuencia de antes, y como consecuencia, la cólera de sir Pitt aumentó. Es muy posible que lady Jane, lejos de enfadarse, se alegrase de la frialdad surgida entre su marido y su cuñada. Como lord Steyne no disminuyó el número de sus visitas, sir Pitt puso fin a las suyas. Lady Jane indicó a su marido la conveniencia de cortar toda relación con el lord y le aconsejó que declinase la invitación que la marquesa le había dirigido para la fiesta de las charadas en acción, consejo que habría seguido sir Pitt si no se hubiese tratado de una fiesta a la que debía asistir Su Alteza Real.



Aunque sir Pitt acudió al palacio de los marqueses de Steyne la noche en cuestión, se retiró muy temprano, con gran satisfacción de su mujer. Becky cruzó contadas palabras con su cuñado y no advirtió siquiera la presencia de la esposa de éste. Sir Pitt dijo que el proceder de su cuñada era indecoroso y condenó en duros términos la moda de las representaciones teatrales y de las fiestas de disfraces, que consideraba impropias de toda dama inglesa, y cuando se terminaron las charadas, reprendió con acritud a su hermano por haber tomado parte en aquéllas y consentido la exhibición de su mujer en tan indecorosas bufonadas.



Prometió Rawdon no volver a tomar parte en fiestas semejantes. Desde algunos días antes, consecuencia probablemente de las indirectas de su hermano mayor y de las insinuaciones de su cuñada, era un marido vigilante, un modelo de virtudes domésticas. Ya no asistía al club, ya no jugaba al billar, ya no salía de casa. Acompañaba a Becky en sus paseos, a pie o en coche, y la seguía a todos los salones. A cualquier hora que lord Steyne se presentase en la casa, tenía la seguridad de encontrarse con el coronel. Becky no salía sola ni aceptaba las invitaciones que se le hacían sin comprender en ellas a su marido, porque éste oponía un veto absoluto, siendo de advertir que, en tales ocasiones, la voz y el continente del coronel eran de las que imponen obediencia. Seríamos injustos con Becky si no hiciéramos constar que la encantaba la constante galantería de su marido, para quien tenía siempre sonrisas llenas de dulzura, aun en las ocasiones en que aquél se comportaba como hombre gruñón y de carácter áspero. No parecía sino que había vuelto la luna de miel, desde muchos años antes eclipsada, pues Becky prodigaba a su marido todas las atenciones, todas las delicadezas, toda la jovialidad, toda la alegría de los días que siguieron a su matrimonio.

 



—¡Cuán contenta estoy! —decíale en el paseo—. ¡Me entusiasma tenerte a mi lado a todas horas! ¡Salgamos siempre juntitos, Rawdon querido! ¡Ah! ¡Si tuviéramos dinero, en el mundo no habría otra pareja tan feliz como nosotros!



Como después de las comidas Rawdon se dormía invariablemente en la poltrona donde tomaba asiento, no podía observar los cambios raros de expresión de la cara de su mujer, airada, sombría, terrible durante su sueño, y fresca y jovial, y sonriente desde que se despertaba. Los besos de Becky acallaban, disipaban las sospechas que en el corazón de Rawdon habían brotado. Pero ¿es que el coronel sospechó alguna vez de la lealtad de su mujer? ¡Oh, no! ¿Sospechar? ¡Jamás! Las dudas absurdas que le acosaron, los temores ciegos e infundados que mordieron en su alma, no fueron sino fantasmas de unos celos ridículos. Su mujer le adoraba, le adoró siempre. Brilló en los salones, cierto; pero ¿era suya la culpa? No: la culpa era de la naturaleza, que para brillar la había creado. ¿Por ventura había mujer tan seductora como ella hablando, cantando, o haciendo cualquier otra cosa?



—Un defecto, uno solo le encuentro —decía para sus adentros Rawdon—; que quiere poco a su hijo.



Tales eran las perplejidades que agitaban la mente de Rawdon cuando sobrevino el lamentable incidente narrado en el capítulo anterior, es decir, cuando el coronel fue preso por deudas, a la salida de la fiesta celebrada en el palacio de lord Steyne.





Capítulo LIII



Libertad y catástrofe





Nuestro amigo Rawdon Crawley fue conducido a la casa de la calle Cursitor, cuyas puertas se abren espontáneamente a muchas personas que preferirían no franquearlas. Los primeros resplandores del alba teñían con su luz incierta los tejados de la Chancery Lañe cuando el rodar del coche despertó los ecos del edificio que da albergue a los que tuvieron la desgracia de contraer deudas y no pudieron o no quisieron pagarlas. Hizo los honores de la casa el señor Moss, quien con exquisita cortesanía preguntó a su huésped si deseaba tomar algo caliente.



No se encontraba nuestro coronel tan deprimido de ánimo como parece debiera estar quien sale de un palacio y se separa de una placens uxor para encontrarse entre rejas y en la ingrata compañía de un carcelero. Es posible que su ecuanimidad fuese debida a la costumbre, pues, hablando con franqueza, diremos que había sido pupilo del establecimiento algunas otras veces, aunque hemos creído innecesario mencionar en el curso de esta narración esas contrariedades triviales de la vida doméstica, muy lógicas y naturales, dicho sea de paso, tratándose de un caballero que vive con lujo y no tiene rentas.



De la primera visita que Rawdon hizo al establecimiento le libertó su tía Matilde: fue antes de casarse con Becky. Su buena esposa fue su ángel libertador en la segunda, gracias a una cantidad que le prestó lord Southdown, con la cual pagó parte de la deuda y consiguió un aplazamiento para el saldo. En las dos ocasiones fue Rawdon detenido y libertado con toda clase de consideraciones, y como resultado existía una cordialidad grande de relaciones entre el coronel y el señor Moss.



—Creo, señor coronel, que no ha de sufrir usted molestias —le dijo el señor Moss—. Le espera su antigua cama, por decirlo así. Tendrá una habitación aireada y alegre, la misma que ocupó hasta anteayer el capitán de dragones Tamish, que no fue rescatado sino al cabo de quince días por su mujer, que quiso así castigarlo por su conducta, pero a fe que el castigado resultó mi champaña, del que hicieron un consumo horrible el capitán Tamish,