Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Tentaciones le vinieron de añadir que ella, con ser la baronesa, no podía permitirse tanto lujo, pero calló, movida de un sentimiento de compasión hacia su parienta.

Es posible que, no obstante su carácter, todo dulzura, le hubiese sido imposible contenerse si hubiera conocido la procedencia de aquellos encajes. Es posible que hubiera protestado si hubiese sabido, como sabemos nosotros, que Becky, cuando siguiendo instrucciones de sir Pitt ponía orden en la vieja casa de los Crawley, encontró el brocado y los encajes en los antiguos armarios y se los llevó tranquilamente a la suya, tal vez creyendo que allí los dejaron para que en su día los luciera su gentil personita. La Briggs se los vio llevar, pero ni preguntó ni habló a nadie del asunto.

—Oye, Becky; ¿de dónde has sacado esos brillantes? —preguntó Rawdon, al ver los que con profusión brillaban en las orejas, garganta y pecho de su mujer.

Becky se sonrojó ligeramente. Sus ojos se posaron severos sobre los de su marido. Sir Pitt se sonrojó también y miró por la ventanilla. Lo cierto es que una parte de las joyas —un broche de diamantes— había sido regalada a Becky por sir Pitt, que olvidó de informar de ello a su mujer.

—Me haces una pregunta tan tonta como todas las tuyas. ¿De dónde supones que los he sacado? Debías haberlo adivinado: excepción hecha de este broche, que hace muchos años me regaló una amiga mía, todos los brillantes que ves son alquilados. Me los ha prestado el señor Polonius, joyero de la calle Coventry. No creo seas tan cándido que supongas que todos los brillantes que entran en los salones de la corte sean propiedad de quienes los ostentan como lo son los magníficos que lleva Jeannie, mucho más hermosos que los que yo llevo.

—Son joyas de familia —interrumpió sir Pitt con manifiesta zozobra.

Los brillantes que tanta admiración causaron a Rawdon no volvieron a la joyería del señor Polonius, ni éste reclamó jamás su devolución: pasaron a una gaveta secreta de una mesa vieja que Amelia regaló años antes a Becky, gaveta que contenía muchos objetos de cuya existencia en poder de su mujer no tenía el marido la menor noticia. Verdad es que existen no pocos maridos cuya misión es saber nada o muy poco de lo que a sus mujeres se refiere, de la misma manera que la misión de no pocas casadas parece ser la de hacer muchas cosas a espaldas de sus maridos. ¡Ah, señoras, señoras! ¿Cuántas de vosotras tenéis modistas subrepticias? ¿Cuántas poseéis vestidos o joyas que no osáis lucir con la conciencia tranquila, que os ponéis temblando? Temblando y… cegando con vuestras sonrisas al marido, si va a vuestro lado, y que no sabe distinguir el vestido nuevo del viejo, o el imperdible recién comprado del que usasteis el año anterior, ni sospecha que el encaje con que habéis adornado el vestido costó cuarenta libras esterlinas, y que madame Bobinot os acribilla con sus cartas todas las semanas pidiéndoos el pago.

Así vemos que Rawdon ignoraba la procedencia de los solitarios que brillaban en las orejas de Becky, y del precioso collar que adornaba su garganta; pero en cambio lord Steyne, que ocupaba su puesto en la corte en su calidad de gran dignatario de la misma y heroico defensor del trono de Inglaterra, contempló con atención especial a aquella linda mujercita, vio sus joyas, sabía de dónde habían salido, y quién las había pagado.

Una pluma tan débil y novicia como la nuestra no osará describir las circunstancias de la entrevista habida entre Becky y su gracioso y poderosísimo soberano. Sentimientos de respeto y de conveniencia nos obligan a cerrar los ojos en presencia del monarca, y la lealtad y la decencia vedan a la imaginación penetrar audaz en el salón de audiencia y nos obligan a retroceder rápida, silenciosa, humildemente, inclinándonos hasta el suelo, ante la augusta persona.

Lo que sí podemos decir es que, con posterioridad a la entrevista, en Londres no había persona tan leal a su soberano como Becky. Tenía sin cesar en sus labios el nombre de su rey, y a todas horas y en todas partes lo proclamaba el más encantador de los hombres. Se presentó en el estudio de Colnaghi y pidió el retrato más artístico que el arte había producido y que el crédito pudiese proporcionar. El retrato que compró representaba a nuestro gracioso monarca con manto real guarnecido de ricas pieles, calzón corto y medias de seda. Hizo que del retrato en cuestión obtuvieran una miniatura que llevaba siempre pendiente del cuello. Sus relaciones llegaron a esquivar su trato para no oír a todas horas elogios dirigidos al rey… ¿Quién sabe? Acaso aspiraba a ser en Inglaterra una Maintenon o una Pompadour.

Pero lo más gracioso de todo, lo más divertido, es que a partir del día de su presentación en la corte sus labios no se movían más que para hablar de honradez y virtud. Había frecuentado hasta entonces el trato de algunas amigas cuya reputación no era la mejor en la feria de las vanidades, mas tan pronto como recibió su patente de mujer de conducta intachable, rompió bruscamente con todas las de virtud equívoca.

—La mujer virtuosa tiene el deber de demostrar al mundo quién es —decía a Rawdon—. Con gentes de conducta sospechosa no debe alternar. Con toda mi alma compadezco a lady Crackenbury; puede ser que la señora Washington sea una persona muy agradable. Puedes ir a comer con ellos, pero yo no debo hacerlo y no lo haré.

Todos los periódicos dieron cuenta del vestido de Becky, de sus encajes, plumas y brillantes. Más de una señora se mordió los labios al leer el artículo y comentó con ira mal encubierta la actitud soberbia de la que con aquéllos se engalanaba. Martha de Crawley, que lo leyó en el Morning Post, dio rienda suelta a los generosos transportes de su honradísima indignación.

—Si tuvieras el pelo rubio, los ojos verdes, y fuese tu padre un pintamonas y tu madre una bailarina francesa —decía a su hija mayor—, te sobrarían brillantes y hubieras sido presentada en la corte por tu prima Jeannie; pero tienes la desgracia de no ser más que una muchacha decente, ¡pobre hija mía! Por todo patrimonio, tienes sangre noble, buenos principios y sólida piedad. Yo, esposa del hermano menor del barón difunto, no he pisado jamás los salones del palacio real… como no los pisarían personas que recientemente los han contaminado con su presencia, si viviera la santa reina Carlota.

Gracias a estas expansiones pudo consolarse la dignísima Martha de Crawley.

Breves días después de la presentación, fue objeto la virtud de Becky de otro homenaje no menos halagador. El carruaje de lady Steyne hizo alto frente a la puerta de su casa, y el lacayo, en vez de derribar la fachada, como parecía ganoso de hacerlo a juzgar por el tremendo aldabonazo que descargó sobre aquélla, contuvo sus ímpetus y se limitó a entregar dos tarjetas, en las cuales se leían los nombres de la marquesa de Steyne y de la condesa de Gaunt. No habrían producido mayor satisfacción a Becky aquellos dos pedacitos de cartulina si hubiesen sido dos cuadros de los maestros más afamados, o un centenar de varas de encaje de Malinas de a libra esterlina la vara. Comprenderá el lector que las dos tarjetas pasaron a ocupar el lugar más visible en el recipiente de China donde Becky guardaba las de sus visitantes.

Dos horas más tarde llegó lord Steyne, quien, al dar un vistazo en derredor, como tenía por costumbre, se fijó en las tarjetas de las señoras y sonrió con cinismo. No tardó Becky en presentarse. Cuando nuestra buena amiga esperaba la visita del caballero, se vestía de antemano, estaba admirablemente peinada y recibía a su visitante sentada en postura ingenua y artística; pero, cuando era sorprendida, tenía que escapar a su tocador, consultar rápidamente con el espejo y presentarse en el salón lo antes posible.

Encontró al lord leyendo las tarjetas.

—¡Gracias mil! —exclamó—. Han estado las señoras… ¡Qué bueno eres!… No he salido antes porque estaba en la cocina preparando un pudding.

—Sé perfectamente donde estabas; te he visto.

—Tú lo ves todo.

—Casi todo, mi linda amiguita, pero confieso que no te he visto preparando el pudding. En cambio te he oído en el tocador, y no me cabe la menor duda de que te estabas dando un poquito de colorete. Bueno será que regales a lady Gaunt un poquito del que usas, porque tiene un color de cera que lo está pidiendo a gritos. No me niegues que estabas en el tocador, mentirosilla, que he oído cómo abrías y cerrabas la puerta.

—¿Es crimen procurar embellecerme un poquito cuando tú vienes?

—Hablando de otra cosa, diré que se me figura que pretendes subir muy alto. Has conseguido penetrar en el gran mundo, pero no seas tonta; convéncete de que te será imposible mantenerte en la posición conquistada. Para ello necesitarías tener dinero y no lo tienes.

—Pero tú nos proporcionarás un destino lucrativo lo más pronto posible.

—Careces de dinero y tienes que competir con los que lo tienen de sobra… ¡Pobre pajarillo, te has propuesto volar sin alas!… ¡Todas las mujeres sois lo mismo! ¡Todas ambicionáis lo que nada vale! Ayer comí con el rey, y te aseguro que habría preferido comer hierbas, siempre que me las hubiesen servido a dos leguas de su real persona. Te empeñas en visitar mi palacio, no me dejarás descansar hasta conseguirlo. Pues bien: mi palacio es infinitamente menos agradable que esta casa, es el lugar más indicado para aburrirse. Mi mujer es tan alegre como lady Macbeth, y mis hijas tan joviales como Regan y Goneril. Ni a dormir me atrevo en lo que ellas llaman mi alcoba. Mi cama parece un baldaquino de Saint Pedro, y las pinturas que adornan el techo y las paredes me llenan de espanto. En un cuartucho tengo una camita de bronce con un colchón de pelo, cama de anacoreta: allí duermo; soy anacoreta. La semana próxima te invitarán a comer… Gare aux femmes! ¡Adelante, siempre adelante!

 

La Briggs, que estaba sentada en la habitación contigua, exhaló un suspiro profundísimo al oír hablar con tanta ligereza de su sexo.

—Mira, Becky —dijo el marqués, dirigiendo a la Briggs una mirada feroz—; si no alejas a ese abominable perro, el día menos pensado le enveneno.

—Precisamente le doy de comer en mi mismo plato —contestó Becky con sonrisa maliciosa.

Después de sulfurar al lord, que odiaba cordialmente a la Briggs, porque con frecuencia interrumpía sus tête-à-tête con la hermosa mujer del coronel, Becky tuvo lástima de su admirador y envió a la Briggs a pasear con el niño.

—Me es imposible despedirla —repuso Becky con acento de profunda tristeza.

Un momento después se llenaban sus ojos de lágrimas.

—Le debes el salario, ¿eh? —preguntó lord Steyne.

—¡Ojalá no fuese más que eso! —respondió Becky bajando los ojos—. La he arruinado.

—¿Arruinado? Razón de más para que la despidas.

—Los hombres así os conducís —observó Becky con amargura—, pero las mujeres no somos tan malas. El año pasado, cuando nos quedamos sin un cuarto, nos dio cuanto poseía. Nunca se separará de mí, es decir, me dejará el día que nuestra ruina sea completa, día que quizá no esté lejano, o el día que yo pueda pagarle lo que le debo.

—¿Es mucho? —interrogó el marqués.

Reflexionó Becky, calculó la cantidad que podía obtenerse de un hombre tan rico como su adorador, y precisó la suma que debía a la Briggs, es decir, una suma que era casi el doble que la real.

Lord Steyne soltó un juramento. Becky dobló la cabeza y rompió a llorar.

—¡La necesidad carece de ley! —exclamó Becky—. Era mi único recurso… Tenía cerradas todas las puertas… No me atrevo a confesarlo a mi marido. ¡Oh! ¡Me mataría si supiese lo que he hecho! No lo sabe nadie en el mundo, nadie más que tú, que me has obligado a decírtelo… ¡No sé qué hacer! ¡Soy muy desgraciada!

No contestó lord Steyne. Se mordió las uñas, masculló unos cuantos juramentos, y al fin se encasquetó el sombrero y salió violentamente de la estancia. Becky continuó con la cabeza baja hasta que oyó el portazo que dio el marqués al salir. Levantóse entonces y rompió a reír. En sus ojos brillaba el contento de la victoria. Momentos después se sentó al piano y tocó una marcha.

Aquella noche recibió Becky dos sobres procedentes del palacio Gaunt: uno contenía una esquela de invitación para una comida que se daría el viernes siguiente, y otro un pedazo de papel gris, firmado por lord Steyne y dirigido a los señores Jones, Brown y Robinson, banqueros de la calle Lombard.

Rawdon oyó reír a Becky dos o tres veces aquella noche; según ella, su alegría la producía la invitación que del palacio Gaunt había recibido, pero otros eran los pensamientos que llenaban su mente. ¿Pagaría a la Briggs y la despediría? ¿Asombraría a Raggles liquidando la deuda que con él tenía pendiente? Estos proyectos consultó con la almohada, y al día siguiente, mientras Rawdon hacía su visita matinal al club, Becky, vestida modestamente, tomó un coche de alquiler y se hizo conducir a la City. Entró en la casa de los señores Jones, Brown y Robinson y presentó un documento al cajero, el cual le preguntó en qué forma quería el pago. Contestó Becky con mucha naturalidad que le diese ciento cincuenta libras esterlinas en billetes pequeños y el resto en un solo billete. Cobró, salió de la casa de banca, y al pasar por la calle de Saint Paul compró un hermoso vestido de seda, que regaló a la Briggs juntamente con un beso y muchas palabras dulces, fue luego al domicilio de los Raggles, preguntó con mucho cariño por los niños, entregó cincuenta libras esterlinas a cuenta, y finalmente visitó al alquilador de carruajes, a quien obsequió con otra suma igual.

—Espero que esto le servirá de lección, señor Spavin —dijo Becky—, y que, en la próxima recepción, no me pondrá en el caso desagradable de pedir a sir Pitt que me permita utilizar su carruaje porque no ha venido el mío.

Terminadas las diligencias mencionadas, Becky hizo una visita a la mesita que Amelia le regalara muchos años antes, y que contenía una porción de objetos de valor, junto a los cuales dejó el billete de Banco grande que el cajero de la razón social Jones. Brown y Robinson le había dado.

Capítulo XLIX

Una comida suntuosa

Acababan de sentarse a la mesa para almorzar las señoras del palacio Gaunt. Lord Steyne, que no solía molestarlas ni verlas, como no fuese en los días de recepción, o cuando por casualidad se cruzaba con ellas en el hall, apareció en el comedor a la hora del almuerzo y defendió con tesón la causa de Becky.

—Deseo ver la lista de invitados a la comida del viernes —dijo—. Quisiera que, enviases una invitación al coronel Crawley y señora.

—Los billetes de invitación los escribe Blanca —contestó lady Steyne.

—Yo no escribo a semejante persona —terció Blanca, señora alta y severa, clavando sus ojos en los del viejo y bajándolos casi inmediatamente al suelo.

—¡Que se lleven a los niños! —gritó lord Steyne, tirando con rabia del cordón de la campanilla.

Asustados, los niños se retiraron. Su madre quiso salir con ellos, pero el viejo repuso:

—¡No…, tú no! ¡Quédate! Repito… Lady Steyne, ¿tiene usted la bondad de tomar la pluma y dirigir a la persona que antes mencioné la invitación para la comida del viernes?

—Si esa persona viene, yo no asistiré a la comida —protestó Blanca—. Me iré a mi casa.

—Y me proporcionará usted uno de los mayores placeres de mi vida si se va y no vuelve más. Vivirá usted allí en la agradable compañía de los escribanos y alguaciles que asedian a la familia Bareacres, y a mí me librará de sus condenadas actitudes de reina de tragedia y de la necesidad de prestar dinero a sus padres. ¿Quién manda en esta casa? Usted no tiene ni dinero ni cabeza. Vino aquí para tener hijos, y ni eso ha sabido tener. Mi hijo está de usted hasta la coronilla. Si se exceptúa la esposa de George, todos los individuos de mi familia desearíamos que estuviese usted enterrada… Si el diablo cargase de una vez con usted, mi hijo mayor podría volver a casarse.

—¡Por qué no habré muerto, Dios mío! —exclamó Blanca llorando.

—Usted, hipócrita, alardea de una virtud que seguramente no tiene; en cambio mi esposa, que es una santa, que jamás ha pecado, como es público y notorio, no tiene inconveniente en admitir a su mesa a mi joven amiga la señora de Crawley. Lady Steyne sabe que las apariencias condenan a las mujeres más honradas; que muchas veces se calumnia a las más inocentes… ¿Quiere usted, señora, que le cuente algunas historietas a propósito de su mamá?

—Puede usted contarme lo que guste, o pegarme, si ése es su deseo —respondió la interpelada.

—Blanca querida, soy un caballero, y jamás puse mis manos sobre una dama, no siendo para acariciarla. No ha sido mi intención maltratarte, sino corregir algunos defectillos, hijos de tu carácter. Las mujeres pecáis por exceso de orgullo, carecéis de la hermosa virtud de la humildad, como diría el padre Mole a lady Steyne si, por dicha para ésta, se encontrase entre nosotros. Jamás adoptéis actitudes de altivez, queridas mías; vuestra obligación es conduciros con docilidad y mansedumbre. Lady Steyne sabe muy bien que la sencilla, virtuosa y amable Rebecca de Crawley, tan cruelmente calumniada, es inocente, completamente inocente, más inocente que ella misma. Su marido no es modelo de hombres correctos, pero sus incorrecciones son menos graves que las de Bareacres, que ha jugado mucho y no ha pagado nada, que te robó el legado que constituía tu única fortuna y te puso en mis manos pobre y sin dote. Confieso que Becky no es de muy buena cuna; pero tampoco lo fue el ilustre antepasado de Fanny, el primer De la Jones.

—El dinero que yo aporté a la familia… —exclamó lady George Gaunt.

—Fue el precio de ciertos posibles privilegios —dijo el marqués en tono sombrío—. Si muere Gaunt, tu marido le sucederá en sus honores, y tus hijos los heredarán, y acaso hereden algo más. Mientras llega ese día, no me opongo a que seáis tan orgullosas como deseéis, pero sí a que me molestéis con vuestros alardes de virtud. En cuanto a la conducta de la señora de Crawley, me creería rebajado si admitiese que una dama tan irreprochable e inmaculada como ella necesitase siquiera defensa. Me haréis el favor de recibirla y tratarla con perfecta cordialidad, como recibís y tratáis a todas las personas que yo presento en la casa. Nada pido que no sea natural. ¿Quién es el dueño de esta casa? Yo, y nadie más que yo. Mío es este templo de la virtud, y si un día tuviera el capricho de invitar a todos los pilletes de Newgate y a todas las gentes de mal vivir de Bedlam, ¡vive Dios que serían bien recibidos!

Después de una alocución tan vigorosa, modelo de las que lord Steyne dirigía a su Harem cuando observaba síntomas de insubordinación, las señoras no tuvieron más remedio que obedecer. Lady Gaunt escribió la invitación y, acompañada por su suegra, pasó por la casa de Becky y dejó las tarjetas que tanto júbilo produjeron a nuestra amiga.

Había familias en Londres que hubiesen dado las rentas de un año a cambio de recibir honor tan señalado de parte de aquellas egregias damas. La esposa de Frederick Bullock, por ejemplo, habría ido de rodillas desde la calle Mayfair hasta la Lombard a trueque de que la marquesa de Steyne le hubiese dicho: «La espero el viernes».

Lady Gaunt, modelo de severidad, esposa inmaculada, mujer de considerable belleza, ocupaba en la feria de las vanidades un lugar encumbradísimo. La cortesanía exquisita con que el marqués de Steyne la trataba era el encanto de cuantos se relacionaban con la familia. Hasta los más dados a la murmuración confesaban que lord Steyne era un perfecto caballero que sabía honrar a las personas que lo merecían.

Las señoras del palacio Gaunt solicitaron el auxilio de lady Bareacres, con objeto de rechazar al enemigo común. Uno de los carruajes de la casa fue enviado a la calle Hill, en busca de dicha dama, cuyos coches y caballos estaban entre las uñas de los escribanos y alguaciles, de la misma manera que sus joyas y ropas habían pasado a poder de mercachifles judíos. Propiedad de los israelitas era también el castillo Bareacres, con todos sus cuadros de precio, todos sus muebles, con sus soberbios Van Dycks, sus preciosos Reynolds, los nobles retratos de Lawrence, las inmaculadas Ninfas de Canova —entre las cuales se deslizara la juventud de la señora Bareacres, hermosa, radiante, espléndida a la sazón, y ahora vieja, sin dientes, calva—, y el retrato de su marido, pintado también por Lawrence, luciendo su uniforme de coronel y blandiendo descomunal sable frente a los muros del castillo, joven, esbelto y arrogante cuando el retrato fue hecho, pero que ahora sólo era un viejo flaco y arrugado que por las mañanas se deslizaba furtivamente hasta un bodegón, y que por las noches cenaba solitario en el club. Con lord Steyne corrió muchas aventuras de placer en tiempos en que le aventajaba en resistencia, pero Steyne dio pruebas de mayor vitalidad; lejos de declinar creció en riquezas, al paso que su antiguo compañero rodó hasta lo más profundo del abismo de la ruina. Deudor de grandes sumas a lord Steyne, Bareacres rehuía la compañía de su camarada de otros tiempos, pero éste, cuando estaba de humor, solía decir a lady Gaunt:

—¿Cómo no viene a verte tu padre? Ni sé los meses que hace que no le he visto, aunque puedo saberlo muy pronto, pues mi talonario de cheques me dirá la fecha exacta de su última visita. Es una felicidad ser la caja de los suegros de uno de mis hijos.

Poco diremos de las demás personas que Becky tuvo el honor de encontrar en esta comida. A la mesa se sentaron el príncipe de Peterwaradin con la princesa, noble personaje de bien pobladas cabellera y barba, sobre cuya levita brillaba la placa de una Orden ilustre, y de cuyo cuello pendía el Toisón de Oro. Era dueño de innumerables rebaños.

—¡Mírale la cara! —susurró Becky al oído de lord Steyne—. Parece que desciende de una oveja.

En efecto: el rostro de Su Alteza, largo, solemne y blanco, encuadrado por las patillas que ocupaban todo su cuello, presentaba cierto parecido con el de un carnero venerable.

Asistieron también John Paul Jefferson Jones, agregado a la embajada norteamericana y corresponsal del New York Demagogue, el cual, en su deseo de decir algo agradable, aprovechó una pausa durante la comida para preguntar si estaba contento en el Brasil su querido amigo George Gaunt, cuya amistad había cultivado en Nápoles. El agregado publicó en el New York Demagogue una crónica a propósito de la comida; mencionó los nombres y títulos de cuantas personas se sentaron a la mesa, hizo las biografías de las más notables, describió a las damas con hermosa elocuencia, el servicio de la mesa, las libreas de la servidumbre, enumeró los platos que se sirvieron, detalló las marcas de los vinos, y hasta hizo un cálculo del valor de las vajillas de plata. Según la crónica, semejante comida pudo costar de quince a dieciocho dólares por persona. No pudo menos de expresar la indignación que le produjo el hecho de que un aristócrata insignificante, el conde de Southdown, hubiese formado delante de él en la procesión que se encaminaba al comedor.

 

«En el preciso momento en que adelantaba yo un paso para ofrecer mi mano a una dama lindísima, la señora Rebecca de Crawley —decía la crónica—, el joven patricio se interpuso entre la dama en cuestión y mi persona, rechazándome sin dignarse dirigirme una disculpa. Contra mi voluntad hube de formar en la extrema retaguardia con el coronel, el marido de la dama, guerrero que se portó como un héroe en Waterloo, y tuvo más suerte que los que allí dejaron sus huesos.»

Más sonrojos hubo de sufrir Rawdon durante la comida que un adolescente de dieciséis años cuando se encuentra de improviso entre las compañeras de colegio de una hermana suya. Nunca fue Rawdon aficionado a la compañía de las damas. Con los hombres le gustaba alternar, fuese en el club, en el cuartel, o sentado frente al tapete verde, pero obligarle a tratar con señoras era imponerle un suplicio atroz. Y no es que no hubiese tenido amigas, no, las tuvo, pero veinte años atrás, y por añadidura, fueron amigas de costumbres poco austeras, amigas cuyo trato frecuentan millares de jóvenes de la feria de las vanidades, amigas que llenan los cafés cantantes, que inundan los paseos y las iglesias, pero cuya existencia fingen ignorar las personas que alardean de moralidad. En una palabra: aunque el coronel había cumplido sus cuarenta y cinco años, en su vida cruzó la palabra con media docena de damas. Excepción hecha de su cuñada lady Jane, todas las mujeres daban miedo al heroico soldado. No es, pues, de extrañar que, durante la comida a que nos referimos, las únicas palabras que pronunció fuesen que el día estaba caluroso en extremo.

Al ser anunciada Becky, lord Steyne salió a su encuentro, tomó su mano, la saludó con refinada cortesanía y la presentó a las señoras. Éstas le hicieron una reverencia de las más profundas y ceremoniosas, y la marquesa tendió su mano a la recién llegada, pero su mano estaba fría y glacial como el mármol de una tumba.

La tomó Becky con humildad, y después de hacer una reverencia digna del más consumado maestro de baile, se puso por así decir a los pies de la marquesa, diciendo que lord Steyne fue protector decidido de su difunto padre, y que le habían enseñado a honrar y reverenciar a la familia Steyne desde que tenía uso de razón.

En efecto, lord Steyne había comprado dos cuadros insignificantes al malogrado Sharp, y la huérfana tenía un alma demasiado sensible a la gratitud para olvidar nunca ese beneficio.

Recordó entonces Becky a Blanca de Bareacres, a quien saludó humildemente. A su saludo correspondió la dama en cuestión con dignidad austera.

—Tuve el alto honor de conocer a usted en Bruselas, hace diez años —dijo Becky—. Mi buena suerte quiso que encontrase a lady Bareacres en el baile que dio la duquesa de Richemond la víspera de la batalla de Waterloo. Aún me parece verla, señora, en compañía de su hija sentada en su carruaje delante de la porte-cochére de la fonda, esperando caballos. Supongo que no perdió usted los brillantes que tan grave peligro corrieron en aquella ocasión.

Entre los concurrentes se cruzaron miradas de inteligencia. De los famosos brillantes no quedaba más que el recuerdo, aunque Becky nada sabía, al parecer. Rawdon Crawley se retiró con lord Southdown al hueco de una ventana, de donde poco después partían ruidosas carcajadas.

Becky se dijo mentalmente que había puesto a la señora de Bareacres en situación de no molestarla en lo sucesivo.

Cuando hizo su aparición el potentado del Danubio, la conversación se sostuvo en francés, circunstancia que aumentó prodigiosamente la mortificación de lady Bareacres y de sus hijas, quienes no pudieron menos de reconocer que Becky hablaba aquel idioma muchísimo mejor y con acento más puro que ellas. Había conocido y tratado Becky a muchos magnates húngaros que formaban parte del ejército que penetró en Francia en el año 1816, lo que le dio motivo para preguntar por ellos con muestras de vivo interés. Los que no la conocían, tomáronla por dama de la mayor distinción, y el príncipe y la princesa preguntaron a lord Steyne y a la marquesa, su mujer, quién era aquella petite dame que hablaba tan bien.

La procesión descrita por el diplomático americano se encaminó al fin hacia el salón comedor, donde debía servirse el banquete. El lector puede, si gusta, sentarse a la mesa, y mandarse servir los platos que más le agraden.

Después de la comida, cuando las señoras quedaron solas, fue cuando Becky presintió que se romperían las hostilidades contra ella. No la engañaron sus presentimientos. Dicen que nadie odia tanto a los irlandeses como los irlandeses mismos: pues de la misma manera, el tirano más feroz de la mujer es la misma mujer. Cuando la inocente Rebeca fue a sentarse junto a la chimenea donde habían tomado posiciones las damas más distinguidas, éstas se levantaron y la dejaron sola. Las siguió Becky al saloncito donde se habían refugiado, y volvieron aquéllas a levantarse para ocupar de nuevo asientos junto a la chimenea. Intentó hablar a uno de los niños de la casa, pero el niño fue llamado inmediatamente por su mamá. Tan cruelmente fue tratada la pobre Becky, que al fin se movió a compasión la marquesa de Steyne, y fue a sentarse junto a la mísera convidada.

—Mi marido me ha dicho que toca usted y canta admirablemente —dijo la marquesa—. Si no temiera abusar de su amabilidad, le rogaría que nos cantase algo.

—No deseo sino ocasiones de complacer a lord Steyne y a usted, señora —contestó Becky, sentándose al piano.

Cantó algunas composiciones religiosas de Mozart, maestro favorito de la marquesa de Steyne, con tal dulzura, que las lágrimas asomaron a los ojos de sus oyentes. Cierto que mientras cantaba, las damas, reunidas en la habitación contigua, charlaron, rieron e hicieron todo el ruido posible, pero los oídos de la marquesa no recogieron aquellos rumores. Se veía otra vez niña, correteando por los paseos del Covent Garden; el órgano de la iglesia dejaba oír las mismas melodías, las mismas que la organista, la hermana más cariñosa de toda la comunidad, le enseñó a ella y a sus compañeras de colegio. De sus ensueños la vinieron a sacar el ruido de puertas y las carcajadas de lord Steyne, que entraba seguido de una porción de invitados.

El dueño de la casa adivinó en el acto lo que había sucedido durante su ausencia. Agradecido a la conducta de su esposa, acercóse a ella y la habló con dulzura inusitada; a continuación, se aproximó a Becky.

—Me dice mi mujer que ha cantado usted como un ángel —le dijo.

El resto de la velada fue un triunfo verdadero para Becky. Cantó como nunca, entusiasmando a los caballeros, que formaron apiñado grupo junto al piano. Las damas, sus enemigas, quedaron solas.

Capítulo L

Trata de un incidente vulgar