Za darmo

100 Clásicos de la Literatura

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

En efecto: salió de su casa en dirección a la tienda en cuestión. Por el camino pensó que además del trajecito debía regalar a George ciertos libros que le eran necesarios, y pagar un semestre de colegio, y que, con el importe del chai, acaso pudiera comprar un abrigo para su padre. No se engañó acerca del valor del regalo de Dobbin; el comerciante pagó por él veinte libras esterlinas y pudo pagar bastante más.

Adquirió los libros que deseaba, volvió contentísima a su casa, escribió en una tira de papel, que colocó bajo la cubierta de uno de aquéllos: «Para George Osborne; regalo de Pascuas de su amantísima madre», y salió de su cuarto con los libros en la mano, con ánimo de dejarlos sobre la mesa del cuarto de su hijo, a fin de que éste los encontrase allí a su regreso del colegio.

En el pasillo tropezó con su madre, cuya mirada reparó en los cantos dorados de los siete libros que constituían el regalo.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Unos cuantos libros para George —respondió Amelia—. Le prometí que se los regalaría para Pascua.

—¡Libros! —gritó indignada la señora—. ¡Libros cuando no tenemos pan! ¡Libros cuando para sostener tu lujo y el de tu hijo, y evitar que tu padre vaya a la cárcel, he tenido que vender cuanto había en casa… mi chai, hasta los cubiertos! ¡Libros cuando los tenderos nos insultan porque no pagamos con puntualidad, cuando estamos en descubierto con el señor Clapp, que tiene tanto derecho a cobrar como el que más! ¡Oh, Amelia! ¡Tu ceguera me parte el corazón! ¡Es un crimen gastar en libros los que necesitamos para comer, y más crimen todavía echar a perder a tu hijo con tus mimos imprudentes! ¡Quiera Dios que tu hijo sea menos descastado que los míos! ¡Joseph abandona a su pobre padre en la vejez, y tu hijo… tu hijo recibe una educación que sólo pueden permitirse los ricos, y va a un colegio como un lord, y lleva reloj y cadena de oro, mientras mi querido, mi idolatrado marido no puede llevar un chelín en el bolsillo!

Sollozos, ataques nerviosos y lágrimas pusieron fin al discurso de la señora Sedley.

—¡Madre… madre! —contestó Amelia—. Eres injusta conmigo… No me habías dicho lo que pasaba… Había prometido los libros a George… Acabo de vender mi chai… Toma el dinero… tómalo todo.

Uniendo la acción a la palabra, puso en manos de su madre cuanto dinero le quedaba.

Encerróse en su cuarto a solas con su desesperación y su pena. Reflexionó, comprendió que su egoísmo maternal sacrificaba, perdía a su hijo, que éste podía ser rico, ocupar el puesto brillante que su padre había perdido por causa suya, que le bastaba pronunciar una palabra para que su padre no careciera de nada y su hijo heredara una fortuna… ¡Oh, qué triste convicción para el sensible corazón de Amelia!

Capítulo XLVII

La casa Gaunt

Todo el mundo sabe que el palacio de lord Steyne, en Londres, está situado en la plaza Gaunt, que da acceso a la calle Gaunt, la misma a la que llevamos a Becky en su primera salida, cuando desde el domicilio del señor Sedley pasó a posesionarse de su cargo de institutriz en casa del barón de Crawley, ya difunto. Si mis lectores se toman la molestia de mirar por encima de las verjas y por entre el sombrío ramaje, a los jardines de la plaza, verán unas cuantas niñeras de traza modesta, que, llevando de la mano a unos niños pálidos, recorren los paseos circulares y dan vueltas alrededor del macizo de follaje en cuyo centro se alza la estatua de lord Gaunt, héroe que se batió en Minden. Ocupa el palacio Gaunt casi todo un lado de la plaza: los tres lados restantes los forman casas antiguas, edificios altos y sombríos, cuyas ventanas aparecen encuadradas por negruzcos sillares o marcos de ladrillo rojo. Poca luz penetra en el interior de aquellas moradas y menos hospitalidad que luz, que por lo visto la hospitalidad desapareció juntamente con los lacayos de cabeza empolvada de otros tiempos, que solían apagar sus antorchas en los apagadores de hierro que todavía se conservan junto a los faroles que flanquean las escaleras. Pero si desapareció la hospitalidad, en cambio han penetrado en la plaza muchas placas de bronce… doctores, sucursales de Bancos, casinos, etc., etc. Tristes son aquellas casas, y no lo es menos el palacio de lord Steyne. Varias veces he visitado la plaza y examinado el palacio, del que jamás he visto otra cosa que su inmensa fachada y las rústicas columnas de la puerta principal, donde en alguna ocasión aparece la faz roja y tétrica del viejo portero. Coronan el edificio muchas chimeneas de las que contadas veces sale humo. Es que lord Steyne pasa la mayor parte de su vida en Nápoles, pues sin duda le agrada más la vista de su bahía, de Capri y del Vesubio, que la de los muros siniestros que forman la plaza Gaunt.

Tomando por la calle Nueva Gaunt, y a no muchas docenas de varas de su entrada, existe una modesta puerta trasera correspondiente a una caballeriza, difícil de ver desde ninguna de las demás puertas de caballerizas de la misma calle, aunque con mucha frecuencia hacen alto frente a ella coches cerrados, según me ha informado Thomas Oídos, que lo sabe todo.

—He visto entrar y salir muchas veces por esa puerta al príncipe y a Perlita —me decía Thomas—; Mariana Clarke la ha franqueado más de una vez acompañada por el duque de… Conduce a los petits appartements de lord Steyne, uno de ellos tapizado de seda blanca y adornado con objetos de marfil, otro con mobiliario de caoba y tapizado con terciopelo negro… Hay una pequeña sala de banquetes traída de Pompeya y propiedad que fue, según dicen, de Salustio, una cocinita cuyos peroles son de plata y las fuentes de oro.

En aquella famosa cocinita asó perdices Felipe Igualdad la noche que entre él y el marqués de Steyne ganaron cien mil libras esterlinas a un gran personaje. La mitad de la suma pasó a manos de la Revolución Francesa, la otra mitad la invirtió lord Gaunt en la compra del marquesado, y el resto… pero no es nuestro propósito hablar de la inversión que se dio al resto, porque hasta del último penique nos dará cuenta Thomas Oídos, que lo sabe todo y está dispuesto a contarlo todo.

Además de su palacio de Londres, tenía el marqués castillos y palacios en varios distritos de los tres reinos, palacios y castillos cuya descripción figura en todas las Guías de los caminos de Inglaterra: el castillo Strongbow, con sus bosques, en la playa de Stennon; el castillo Gaunt, que sirvió de prisión a Ricardo II, en Camarthenshire; el palacio Cauntly en el Yorkshire, donde, si no miente la fama, había doscientas tazas de plata para servir los desayunos a los huéspedes de la casa; el palacio Stillbroock en el Hampshire, modesta casa de campo y residencia veraniega humilde, cuyo portentoso mobiliario fue vendido en pública subasta a la muerte del lord.

La marquesa de Steyne descendía de la antigua y renombrada familia de los Caerlyons, marqueses de Camelot, cristianos desde la conversión del célebre druida antepasado suyo, y cuya genealogía se remonta hasta la obscura fecha de la llegada del rey Bruto a nuestras islas: Pendragon es el título del heredero de la casa. Desde tiempo inmemorial vienen llamándose los hijos varones Arturos, Uthers y Caradocs. Muchos de ellos han perdido ya en el cadalso sus leales cabezas. La reina Isabel cercenó la del Arturo de su tiempo, que había sido chambelán de Felipe y de Mary y era portador inocente de las cartas que se cruzaban entre la reina de Escocia y sus tíos los Guisas. Un hijo de la casa fue oficial del gran duque y se distinguió como nadie en la famosa conspiración de Saint Bartholomew. Durante la prisión de Mary, la casa Camelot conspiró constantemente en su favor. La fortuna de la casa sufrió serios quebrantos, como consecuencia de los armamentos que preparó contra los españoles por el tiempo de la Armada Invencible, y de las multas y confiscaciones con que la gravó Isabel, por haber dado asilo a sacerdotes perseguidos y por sus concomitancias con los papistas. Durante el reinado de Jacobo I, el jefe de la familia se convirtió al protestantismo, temporalmente alejado de su fe por los argumentos incontrovertibles del célebre teólogo-rey, conversión que valió a la familia la reconquista del esplendor pasado; pero durante el reinado de Carlos, el conde de Camelot volvió a la fe de sus antepasados, y su sangre y su fortuna se agotaron en el servicio de la santa causa, mientras quedó un Estuardo para ponerse al frente de la rebelión o instigarla.

Lady Mary Caerlyon había recibido instrucción en un convento de París y era ahijada de la delfina María Antonieta. En todo el esplendor de su belleza, la casaron… la vendieron, mejor dicho, a lord Gaunt, a la sazón en París, quien ganó sumas enormes a un hermano de su novia en uno de los banquetes dados por Felipe de Orleáns. La voz pública atribuía el famoso desafío de lord Gaunt con el conde de La Marche, oficial de los Mosqueteros Grises (paje primero, y luego favorito de la reina), a las pretensiones que entrambos caballeros tenían a la mano de la hermosísima Mary Caerlyon. Casó ésta con lord Gaunt mientras el conde yacía en cama gravemente herido, y fue a vivir al palacio Gaunt, en Londres, donde, durante algún tiempo, figuró en la espléndida corte del príncipe de Gales. Fox se prendó de ella, Morris y Sheridan le dedicaron versos, Malmesbury la colmó de atenciones, Walpole la declaró encantadora, Devonshire llegó a tenerla envidia; mas acabaron por asustarla los placeres y alegrías del mundo, el torbellino que la arrastraba, y, después de dar a luz dos hijos, se aisló del mundo y se entregó a las prácticas austeras de una devoción rígida. Esto explica que lord Steyne, amante del bullicio y los placeres, se alejara de una mujer silenciosa, supersticiosa y entregada a todas horas al llanto.

El antes nombrado Thomas Oídos, que ningún papel representa en esta historia ni hubiese sido pronunciado su nombre si no conociera, como conoce, a todos los grandes personajes de Londres y hubiese penetrado todos los secretos y misterios de las grandes familias, posee nuevos datos acerca de la esposa de lord Steyne, de cuya veracidad y exactitud no respondemos.

 

—Las humillaciones —dice— de que esa señora ha sido víctima en su propia casa, son sencillamente espantosas. Lord Steyne la ha obligado a sentarse a la mesa con mujeres cuya compañía me hubiera negado en absoluto a aceptar para mi esposa, tales como la Crackenbury, la Chippenham, madame de la Cruchecassée, con todas las estrellas del mundo galante, en una palabra. Pero ¿cree usted que esa dama, descendiente de una familia tan altiva como la de los Borbones, de una familia de la que los Steynes han sido lacayos, porque no hay que dar al olvido que los Gaunts son de ayer, cree usted, repito (no olviden los lectores que es Thomas Oídos quien habla), que la marquesa de Steyne, la dama más altanera de Inglaterra, se doblegaría ante su marido si no existiera una causa? ¡Bah!… ¡Ni por pienso! Yo le aseguro que su sumisión reconoce motivos secretos. Puedo garantizarle que el Abbé de La Marche, que estuvo en Londres dirigiendo los asuntos de Quiberoon con Puisaye y Tinteniac, era el mismo coronel de Mosqueteros Grises con quien se batió Steine el año de 1786; puedo asegurarle que el Abbé se vio repetidas veces con la marquesa, y que hasta después que el reverendo coronel fue muerto en Inglaterra, la señora Steyne no se entregó a las prácticas de devoción que hoy la embargan. En la actualidad, todos los días se pasa las horas muertas con su director espiritual, todos los días asiste a misa en la plaza de España… la he vigilado… es decir, la he visto por casualidad al pasar por allí… y no dude usted que en todo ello hay misterio. Las personas no son desgraciadas si no pesa sobre su conciencia algún pecado grave… Crea usted que esa mujer no daría pruebas de tanta sumisión si el marido no dispusiera de una espada que fuese su amenaza constante.

Resulta, pues, que si los datos de Thomas Oídos son exactos, es más que probable que la egregia dama, no obstante su altivez se sometía en secreto a no pocas indignidades, y devoraba torturas morales y angustias secretas bajo la serenidad artificial de su rostro de devota. ¡Consolémonos nosotros, hermanos míos, los que llevamos nombres que no figuran en el libro de oro de la nobleza! ¡Consolémonos pensando cuan desgraciados son otros más altos que nosotros! Consolémonos recordando que Damocles, aunque estaba sentado sobre cojines de seda y aunque era servido en vajilla de oro, tenía una tajante espada suspendida sobre su cabeza, y que esta espada en nuestros tiempos adopta ora la forma de una enfermedad hereditaria, ora la de un terrible secreto de familia, que un día u otro se hará público.

Otro consuelo proporciona a los pequeños la comparación de su suerte con la de los grandes. Quien nada o muy poco ha de heredar puede estar en cordiales relaciones con su padre o con su hijo, al paso que el heredero de un señor poderoso, tal como el de lord Steyne, sufre y se desespera mientras no entra en posesión de sus estados y mira con malos ojos al actual poseedor de los mismos. El príncipe heredero vive en eterna oposición a la corona. Si mis lectores fuesen herederos de un ducado y de mil libras esterlinas de renta diaria, ¿no es verdad que ansiarían entrar en posesión de su herencia? Como es natural, desde el momento que todo gran señor ha abrigado estos sentimientos con respecto a su padre, sabe que idénticos los abriga su hijo con respecto a él, y como consecuencia, necesariamente ha de mirar a su heredero con recelo.

Entre la marquesa de Steyne y sus hijos se alzaba la cruel barrera que es obra de la diferencia de religión. El cariño que aquélla profesaba a sus hijos contribuía a hacerla más infeliz. Veíalos en el borde opuesto de una sima fatal e infranqueable, anhelaba traerlos a su lado, extendía desesperadamente los brazos, pero ¡ay!, la sima era demasiado ancha: sus brazos no alcanzaban hasta el borde opuesto. Durante la juventud de sus hijos, lord Steyne, aficionado a la ciencia teológica, disfrutaba lo indecible enfrentando al reverendo señor Trail, tutor del niño, con el padre Mole, director espiritual de su mujer. Disputaban los dos teólogos, y era de ver la cara de satisfacción con que gritaba el lord: «¡Soberbio, Lutero! ¡Magnífico, Loyola!». Prometía una mitra a Trail si vencía a su adversario, y juraba que interpondría toda su influencia para hacer cardenal a Mole si convencía a su contrincante.

Casó el heredero de la casa Gaunt, como sabe todo el mundo, con lady Blanca Thistlewood, hija de la noble casa de los Bareacres, mencionada en capítulos anteriores de esta verídica historia. Asignóse a los desposados una parte del palacio de la familia, porque el jefe de la misma quiso gobernarla y reinar como señor supremo y único hasta su muerte. Su hijo y heredero se habituó a hacer la vida fuera de casa, a regañar a todas horas con su mujer y a contraer deudas sobre su herencia, porque no bastaban a cubrir sus gastos las sumas que su padre le entregaba. El marqués sabía muy bien a cuánto ascendían aquéllas. A la muerte del marqués se encontraron en su caja casi todos los pagarés firmados por su hijo y heredero, comprados por el padre y legados a los descendientes de su hijo menor.

En atención a que el heredero no tenía hijos, fue llamado George Gaunt, de Viena, en donde dedicaba algunos minutos a las cuestiones diplomáticas y el resto de las horas del día a bailar y divertirse. A poco de llegado, le casaron con la hija única de John Nones, primer barón de Helvellyn, y jefe de la casa de banca Jones, Brown y Robinson, de cuya unión nacieron varios hijos e hijas, cuyas historias respectivas no encajan en la presente.

El matrimonio fue feliz al principio. George Gaunt había aprendido a leer bien y a escribir con letra legible; hablaba francés a la perfección y era uno de los bailarines más magistrales de Europa. Un hombre tan instruido, un hombre que tales perfecciones atesoraba, y que por añadidura tenía considerables intereses en su país, necesariamente había de escalar las más altas dignidades. Su mujer se persuadió de que las cortes eran su esfera, y se entregó con todo el ardor de su juventud a dar espléndidas recepciones en las ciudades del continente donde obligaciones diplomáticas llevaban a su marido. Se habló de que le harían ministro y dióse como seguro que le iban a nombrar embajador, cuando llegaron a la capital noticias acerca de la conducta extraña del secretario. En un gran banquete dado por su jefe el embajador, se levantó y dijo que un paté de foie gras que acababan de servir estaba envenenado. En un baile oficial celebrado en el palacio de la legación bávara se presentó con la cabeza afeitada y vestido de fraile capuchino; hay que advertir que el baile no era de disfraces. Principióse a decir que era un extravagante, que lo fue también su abuelo, que se trataba de una extravagancia hereditaria.

Su esposa y familia regresaron a su patria y fueron a vivir al palacio Gaunt, y el secretario fue enviado al Brasil. La gente, empero, susurró que lo del Brasil era fantasía pura. George no regresó más del Brasil, ni murió en el Brasil… ni pisó en su vida tierras del Brasil: desapareció y nada más. El «Brasil», decían las personas que se tenían por bien informadas, es el manicomio de Saint John.

Dos o tres veces a la semana iba la pobre madre a visitar al enfermo. Unas veces la buena señora excitaba la risa del recluso, otras encontraba al en un tiempo elegante diplomático, meciendo las muñecas de la niña de los conserjes. En cuanto a su esposa, hijos, amores, ambiciones y vanidades, las había olvidado, pero no así las horas de comer ni la ración de vino, que pedía a gritos si algún día creía que se retrasaba la hora.

Los hijos del infortunado recluso crecían sin sospechar que sobre sus cabezas se cernía amenazadora la desventura que hería a su padre; en cambio su abuela temblaba al pensar en las probabilidades de que, a la par que de los honores, fuesen herederos de la vergüenza del muerto-vivo, cuyo nombre raras veces, y éstas en voz muy baja, era pronunciado en la casa, y esperaba estremecida el día en que la horrible maldición que pesaba sobre los antepasados se perpetuase en ellos.

No perdonaba el siniestro presentimiento a lord Steyne, quien, si intentó alejar el horrendo fantasma, que con frecuencia le visitaba, sumergiéndose en los mares rojos del vino y las orgías, y hasta consiguió perderlo de vista en medio del torbellino de sus placeres, es lo cierto que se le presentaba de nuevo cuando estaba solo y que lo veía con expresión más amenazadora a medida que pasaban los años.

—Me apoderé de tu hijo —le decía—; ¿existe alguna razón para que no me apodere también de ti? Cuando quiera, puedo encerrarte para siempre, puedo sepultarte en vida, como he sepultado a tu hijo George. Mañana mismo podría tocar tu cabeza con mi dedo y entonces ¿adónde irán a parar los placeres, los honores, los festines, los amigos, los aduladores, los cocineros franceses, los soberbios trenes? Te bastará con una prisión, un carcelero, un cuarto estrecho y un jergón de paja.

Se comprenderá, pues, que era menor la dicha que el esplendor y la riqueza en el palacio Gaunt. En sus salones se daban las fiestas más suntuosas de Londres, pero la alegría era ficticia. Le habrían visitado contadas personas si el lord hubiese sido menos rico; pero en la feria de las vanidades los pecados de los grandes suelen ser mirados con gran indulgencia. Nous regardons á deux fois antes de condenar a una persona de alta posición social, decía una dama francesa amiga nuestra.

Algunos moralistas rígidos reprobaban la conducta escandalosa de lord Steyne, pero, cuando les invitaba, acudían alborozados a sus fiestas.

—Malo, perverso es lord Steyne —decía lady Slingstone—; no puede negarse; pero como a su palacio va todo el mundo, no voy yo a ser una excepción. Eso sí: yo cuidaré de que mis hijas no aprendan en aquél lo que no deben saber.

—Frecuento su trato porque le debo mucho, todo cuanto soy y valgo —repetía a diario el reverendo doctor Trail.

—Su conducta moral es horrenda, pero en su mesa se sirven los mejores vinos de Europa —dijo lord Southdown a su hermana, en ocasión en que ésta hablaba de las terroríficas leyendas que circulaban a propósito de lo que en el palacio Gaunt acontecía.

En cuanto a sir Pitt, el puritano barón de Crawley, aquel modelo de decoro y buenas costumbres, jamás pensó en privarse de asistir a las fiestas del palacio de lord Steyne.

—A una mansión frecuentada por personas como el obispo de Ealing y la condesa de Slingstone —decía el barón— puedes ir con la conciencia tranquila, Jeannie.

En una palabra: todo el mundo adulaba a este gran prócer, todo el mundo codiciaba su trato, todo el mundo se sentaba orgulloso a su mesa, y tú, lector querido, si hubieses vivido por aquellos tiempos, y hubieras recibido invitación, la habrías aceptado jubiloso, como la hubiese aceptado también el autor de estas líneas.

Capítulo XLVIII

Donde el lector es presentado en la sociedad más distinguida

Las atenciones, la amabilidad encantadora que Becky prodigaba al jefe de la familia de su marido, debían tener al fin su recompensa, recompensa que, sin tener valor apreciable por su peso y medida, codiciaba, sin embargo, la linda intrigantuela con anhelos más ardientes que las ventajas positivas y materiales. Ya que no se enderezaban sus deseos a llevar una vida honrada e irreprochable, quería disfrutar de la consideración que en todas partes merece la virtud, y todos sabemos que ninguna mujer alcanza en el gran mundo su desiderátum si antes no ha tenido el honor de ser presentada en la corte de sus soberanos luciendo vestido de cola, plumas y brillantes. De los salones de los palacios reales salen honradas las mujeres que entraron en ellos sin honra; en ellos reciben patente de virtud, en ellos les da certificado de honradez el lord chambelán. A la manera que las cartas o mercancías de procedencia sospechosa han de sufrir cuarentena, y luego de rociadas con vinagres aromáticos son declaradas limpias, así muchas damas de reputación dudosa, muchas damas de quienes se sospecha que pueden producir infección, una vez han pasado por la salutífera prueba de la presencia real, quedan limpias y puras de toda mancha.

Griten en buen hora lady Bareacres, lady Tufto, Martha de Crawley y todas las señoras que con Becky han sostenido relaciones; indígnense ante la idea de la odiosa aventurera haciendo sus reverencias al soberano; juren que si viviese la reina Carlota jamás hubiera admitido en sus salones a tan incierto personaje, que como fue el primer caballero de Europa quien sometió a examen a la señora de Rawdon, quien con su real presencia le dio patente de reputación, no cometeremos la deslealtad de dudar siquiera de lo inmaculado de su virtud. Por mi parte, declaro que la figura del soberano, siempre que la recuerdo, me inspira respeto y amor a un tiempo. Aun está presente en mi mente un gran acontecimiento, un acontecimiento que llenó de júbilo, especialmente, a las damas de la feria de las vanidades. Me refiero al día histórico en que aquel augusto y reverenciado mortal recibió, juntamente con las aclamaciones entusiastas de la porción más refinada de su imperio, el título de Primer Gentilhombre del Reino. ¿Han olvidado mis lectores tan fausto acontecimiento? ¡No, no es posible! Han pasado veinticinco años. Fue una noche venturosa. Se representaba La hipócrita, cuyas partes principales interpretaban Dowton y Listón. Dos muchachos salieron del colegio donde recibían educación y aparecieron en el escenario del teatro de la callejuela Drury, mezclados con la multitud allí congregada para aclamar al rey. ¡EL REY! Allí estaba el REY. De pie y detrás del sillón donde se había sentado se alzaban las siluetas del marqués de Steyne y de los grandes dignatarios de la nación. ¡Con qué entusiasmo cantamos todos el God save the King! Las voces y la orquesta hacían retemblar el edificio. Todo el mundo gritaba, todo el mundo aclamaba, todo el mundo agitaba pañuelos. Lloraban las señoras, las madres estrechaban contra sus pechos a sus hijos, muchas se desmayaron como consecuencia de la emoción. Sí; me cupo el alto honor de ver al rey; el hado no puede arrebatarme esa gloria. Otros han visto a Napoleón, viven algunos que conocieron a Frederick el Grande, al doctor Johnson, a Mary Antonieta, etc… No les envidio: yo he tenido la suerte de ver a George el Bueno, el Magnífico, el Grande.

 

Prosigamos con nuestra historia. Fue un día feliz para Becky aquel en que la corte real abrió sus puertas a sus angelicales virtudes, aquél en que fue admitida en el paraíso, objeto de sus anhelos, apadrinada por su cuñada lady Jane. En el día y hora señalados, sir Pitt y su mujer, en su carroza de gran gala recién construida, se detuvieron frente a la casita de la calle Curzon, con asombro reverencial de Raggles, que asomado a la ventana de su modesta tienda veía a través de los cristales de la carroza las magníficas plumas que adornaban las cabezas de las damas y los enormes ramilletes que se destacaban sobre el pecho de los lacayos, ataviados con libreas nuevas.

Bajó de la carroza sir Pitt, luciendo deslumbrador uniforme, y entró en la casita harto apurado con la espada, que se obstinaba en meterse entre sus piernas. Rawdon hijo sonreía a su tía, a quien miraba desde la ventana del saloncito de confianza, contra cuyos cristales tenía pegada la cara. No tardó en salir de nuevo sir Pitt, dando el brazo a una elegante señora vestida de rico brocado, la cual subió a la carroza como si fuese una princesa acostumbrada desde que nació a vivir en los palacios reales. Tras la dama entró en la carroza sir Pitt.

A continuación salió de la casa, Rawdon, vistiendo un uniforme militar que había sufrido las injurias del tiempo y le estaba ridículamente estrecho. Debía seguir al cortejo montando humilde coche de alquiler, pero su cuñada, siempre buena y complaciente, quiso que formase parte de la familia. La carroza era espaciosa, las señoras más bien delgadas que gruesas… Al fin se acomodaron los cuatro personajes y la carroza se unió a la fila de carruajes que descendían por las calles de Piccadilly y Saint James en dirección al antiguo palacio de ladrillo, donde debía recibir a sus nobles la Estrella de Brunswick.

Tentaciones le venían a Becky de enviar a través de la portezuela bendiciones al pueblo que, embobado, contemplaba los lujosos trenes: hasta tal punto se exaltaba al pensar en la encumbrada posición que acababa de conquistar en el mundo. Y es que hasta Becky tenía sus debilidades. De la misma manera que muchos hombres cifran su orgullo en cualidades o excelencias que los demás no consiguen ver en ellos, y vemos así a Comus que suspira por ser tenido por el trágico más eminente de Inglaterra, y a Brown, el famoso novelista, que anhela ser, no un hombre de genio sino un hombre a la moda, y a Robinson, el gran jurisconsulto, que se ríe de la reputación que pueda tener dentro de las salas de justicia, pero quiere que fuera de ellas le crean incomparable, así, ser, pasar, mejor dicho, por dama respetable, constituía el objetivo primordial de la vida de Becky, y a verlo logrado dedicó todos sus esfuerzos con laudable asiduidad y éxito feliz. Ocasiones había en que, tomando en serio su papel de gran señora, olvidaba que no había un penique en su casa, que sus acreedores rondaban su puerta, que los tenderos gruñían, que no encontraba terreno firme donde poner sus pies. A medida que se aproximaba al palacio, adoptaba continente más majestuoso, más imponente y resuelto. Tanto acentuó la nota, que lady Jane no pudo menos de sonreír. Entró en los salones regios con ademanes que habrían hecho honor a una emperatriz, y no me cabe la menor duda de que si lo hubiera sido en la realidad, hubiera desempeñado su papel a la perfección.

No nos consideramos reos de indiscreción si afirmamos que el costume de cour que lució Becky en la ceremonia de su presentación al soberano fue prodigio de elegancia, riqueza y buen gusto. Hemos visto damas cargadas de condecoraciones y bandas que ni por pienso podrían ser comparadas con nuestra Becky. Una condesa de sesenta años, decolletée, pintada, arrugada, de párpados fláccidos y llena de brillantes que parpadean entre las sedosas guedejas de su cabellera postiza, es en las horas diurnas un espectáculo edificante, pero no agradable. Ofrece el mismo aspecto que la calle de Saint James en las primeras horas de la madrugada, cuando parte de los faroles han sido ya apagados y los restantes se van extinguiendo sucesivamente, semejantes a fantasmas que huyen ante la aparición de la luz del día. Los encantos de semejantes damas únicamente pueden apreciarse de noche, con luz artificial. Si menguan los portentosos encantos de Cintia cuando Febo la contempla desde lo alto de los cielos, ¿no han de esconderse avergonzados los de la señora de Castlemouldy, por ejemplo, cuando la luz del sol atraviesa con toda su fuerza las ventanillas de su coche y pone de manifiesto sus infinitas y profundas arrugas? Preferible fuera que los salones no se abriesen hasta el mes de noviembre, es decir, en la estación de las nieblas, o bien que las sultanas jamonas de la feria de las vanidades fuesen conducidas a palacio en literas cerradas.

No tenía Becky necesidad de luces artificiales que realzasen su hermosura. Su cutis podía desafiar sin peligro la luz del sol, y en cuanto a su vestido, el morador más exigente de la feria de las vanidades lo hubiese reputado el más lujoso y brillante de su época. Cuantos y cuantas tuvieron ocasión de verlo, afirmaron que era charmante; hasta lady Jane hubo de reconocer que, en punto a elegancia y buen gusto, quedaba muy por bajo del nivel de su cuñada.

—Esos encajes han debido costarte una fortuna —dijo lady Jane, mirando los suyos, después de haber examinado los que adornaban el vestido de Becky.