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100 Clásicos de la Literatura

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Con vivo disgusto de la condesa viuda de Southdown, de día en día se afirmaba más en sus tendencias ortodoxas; ya no predicaba en público, ya no asistía a las reuniones de los disidentes, sino que frecuentaba, como la generalidad de los fieles, la Iglesia reconocida. Hacía visitas al obispo y trataba a todo el clero de Winchester, siendo de notar que llevaba su condescendencia hasta el extremo de jugar partidas de whist con el venerable arcediano Trumper. ¡Qué suplicio para la condesa verle seguir un camino tan en oposición con el verdadero espíritu de Dios! La desesperación de la devota dama llegó al paroxismo el día que el barón, a su regreso de Winchester, donde había asistido a una ceremonia religiosa, anunció a sus hermanas que al año siguiente las llevaría a los bailes del condado. La viuda lloró lágrimas de dolor, pero en cambio las hermanas del barón sintieron impulsos de saltar a su cuello y abrazarle, y hasta lady Jane, que acaso gustaba también de tales distracciones, se manifestó dispuesta a asistir para complacer a su marido. La condesa escribió a sus amigos quejándose amargamente de la conducta mundana de su hija, y como su casa de Brighton estuviera desocupada por entonces, abandonó el castillo, sin que su ausencia entristeciese mucho a sus hijos. Es de suponer que Becky, en su segunda visita a Crawley de la Reina, no echase en gran falta a la dama de las pócimas, pero, esto no obstante, escribió a la santa señora una carta respetuosa, encomendándose a sus oraciones y recordando con deleite y agradecimiento las reflexiones que aquélla le había hecho en su primera visita, y la bondad y cariño con que la trató durante su enfermedad.



Gran parte de la conducta observada por el barón, merced a la cual había conquistado su popularidad, era obra de los consejos de la inteligente y linda moradora de la calle Curzon de Londres.



—No pasarás de la categoría de barón del montón si te limitas a vivir como aristócrata campesino —le había dicho durante su estancia en Londres—. No, Pitt, debes aspirar a algo más, que tu talento y ambición te dan títulos bastantes para pretender puestos más elevados. Pones empeño en ocultar tus dones, crees que nadie adivina que en tu pecho palpita una ambición noble, pero aquéllos y ésta no han pasado desapercibidos para mí. Leí a lord Steyne tu folleto sobre cereales; lo conocía ya, y me dijo que el Consejo de ministros lo ha calificado, por unanimidad, como el trabajo más serio y completo que se ha publicado sobre la materia. El ministro tiene puestos sus ojos en ti, y yo sé muy bien cuál es el objeto de tus deseos: anhelas distinguirte en el Parlamento, y tus anhelos son los del país, pues todo el mundo dice que eres el orador más elocuente de Inglaterra; ansias ser el jefe de un partido, y lo serás. A mí no puedes ocultarme nada, porque leo en tu corazón, Pitt. Pienso muchas veces que si mi marido compartiera tu entendimiento de la misma manera que comparte tu apellido, podría desempeñar un buen papel a tu lado. ¡Nada valgo, nada soy en el mundo, pero quién sabe si el miserable ratoncillo, puesto en circunstancias favorables, podría prestar ayuda eficaz al león!



El discurso de Becky entusiasmó al barón.



—¡Qué talento el de esa mujer! —decía—. ¡Qué bien sabe comprenderme! No he podido conseguir que Jeannie leyese tres páginas de mi folleto sobre cereales… ¡Es natural! Sólo las inteligencias elevadas pueden penetrar sus bellezas… Jeannie ni idea tiene de que soy un talento, ni de que arde en mi pecho la llama de una ambición secreta nobilísima… ¡Conque recuerdan que soy el mejor orador de Inglaterra!… ¡Ah, tunantes! Su memoria no ha despertado hasta que me han visto investido del carácter de diputado… Sin ir más lejos, lord Steyne me miraba con superioridad humillante el año pasado… Parece que comienza a percatarse de que sir Pitt Crawley es alguien… Valer, he valido siempre lo mismo, claro está, pero hasta hoy no he tenido ocasión de demostrarlo… Ahora verán que sé hablar y obrar tan bien como sé escribir. Nadie se fijó en Aquiles hasta que Aquiles dispuso de una espada… Otro tanto ha ocurrido conmigo… Ahora verá el mundo de qué es capaz sir Pitt Crawley.



Y ya tenemos explicado por qué nuestro diplomático, poco ha tan áspero, se hizo tan afable y condescendiente, por qué fue tan generoso cuando de obras de beneficencia se trataba, tan servicial con deanes y canónigos, tan dispuesto a dar y aceptar comidas, tan fino y atento con los colonos, tan solícito con la buena marcha de los asuntos del condado, y por qué en su castillo reinaban una alegría y un esplendor que no se habían conocido en muchos años.



El día de Pascua se reunió en el castillo toda la familia Crawley. Becky agasajó y obsequió a Martha, cual si no recordase siquiera que hubiese sido su enemiga, trató a sus hijas con cariño encantador, las felicitó por los progresos notabilísimos que en música habían hecho, e insistió en que cantasen dos o tres duetos. No tuvo Martha otro recurso que comportarse con decencia con la aventurera, aunque se reservó el derecho de discutir luego con sus hijas lo que en la casa pasaba, la libertad de comentar a su gusto el absurdo respeto con que sir Pitt trataba a su cuñada. James, que se sentó a la mesa junto a Becky, declaró entusiasmado que era una real moza.



Los niños se hicieron muy amigos. El hijo de sir Pitt era un perrillo demasiado pequeño para un perrazo de la talla del hijo de Becky, que había cumplido ya los ocho años y muy en breve vestiría de hombre. Como es natural, este último tomó el mando del elemento infantil de la casa, conquistándose la obediencia más respetuosa del pequeño Pitt y de Matildita, a quienes consentía, bien que no siempre, que jugasen con él. Jamás fue tan feliz como durante la temporada que pasó en el castillo. Le entusiasmaba la huerta, las flores le gustaban más moderadamente, pero los objetos de su adoración más ferviente eran los pichones, el gallinero y las caballerizas, que le permitían visitar. No toleraba que le besasen las hijas del rector, pero se dejaba abrazar de vez en cuando por lady Jane, junto a la cual se le veía con más frecuencia que junto a su madre. Un día, Becky, viendo que la ternura era moda imperante en el castillo, se acercó a su hijo y le besó en presencia de todos los miembros de la familia. El niño la miró de hito en hito, tembló, se puso colorado, y concluyó por decir:



—En casa no me has besado nunca, mamá.



Siguió un silencio general, los rostros de todos expresaron consternación, y los ojos de Becky despidieron destellos que nada tenían de agradables.



Rawdon quería de veras a su cuñada lady Jane, que con tanto cariño trataba a su hijo, pero las relaciones entre aquélla y Becky eran menos íntimas de lo que fueron antes, consecuencia tal vez de la frase del niño, o quién sabe si de las sospechas que comenzaban a brotar en el corazón de lady Jane sobre la conducta de su marido, excesivamente atento con su cuñada. Rawdon hijo gustaba más de la compañía de los hombres que de la de las señoras; nunca se cansaba de acompañar a su padre, quien con frecuencia visitaba las caballerizas.



El gran día para Rawdon hijo, que quedó por siempre grabado en su memoria, fue aquel en que las jaurías de sir Huddleston Fuddleston se reunieron en las tierras de Crawley de la Reina. A las diez y media, Thomas Moody, jefe de las tropas cinegéticas de sir Huddleston Fuddleston penetró al trote por la avenida principal del castillo, seguido del nutrido ejército de perros en formación compacta. Cerraban la marcha dos jóvenes caballeros sobre corceles de pura sangre y armados de sus correspondientes látigos, que manejaban con destreza maravillosa cuantas veces algún can osaba separarse del grueso de la jauría.



Thomas Moody echó pie a tierra frente a la puerta principal del castillo, donde le dio la bienvenida el mayordomo, juntamente con un vaso de aguardiente, que no fue admitido. Los perros fueron encerrados en el local preparado de antemano para ellos, donde quedaron gruñendo, jugando o riñendo desaforadas batallas. Sucesivamente fueron llegando caballeros, que penetraban en el castillo, saludaban a las señoras, tomaban un vaso de jerez o de licor, y salían seguidamente al prado donde hacían caracolear a sus caballos. Al fin desaparecieron jaurías y cazadores, dejando al pequeño Rawdon en casa, admirado y feliz.



Durante estas memorables vacaciones, si no puede asegurarse que Rawdon hijo conquistara la ternura particular de su tío, frío y severo por temperamento, constantemente recluido en su gabinete de trabajo, entregado al estudio de leyes y rodeado de abogados y procuradores, lo cierto es que se atrajo el cariño de sus tías, casadas y solteras, y de James, a quien sir Pitt insinuaba que se declarase a una de sus primas, dándole a entender en forma nada equívoca que le presentaría para el curato propiedad de su padre a la muerte de éste.



Antes de que terminasen las fiestas de Pascuas, sir Pitt encontró en su pecho valor bastante para entregar a su hermano Rawdon un nuevo cheque sobre sus banqueros, nada menos que por la cantidad de cien libras, resolución que al principio le produjo vivos dolores y agonías, aunque las fue mitigando el tiempo y la consideración que se hizo de que su largueza le acreditaba de ser el más generoso de los hombres. Rawdon y su hijo se despidieron de los castellanos casi con lágrimas en los ojos, pero las señoras lo hicieron con alegría mal disimulada. Becky se entregó de nuevo en Londres al género de vida que anteriormente hemos descrito, y preparó con interés solícito la casa de la calle Gran Gaunt, que muy en breve ocuparía la familia del barón, toda vez que la presencia de éste en Londres era necesaria cuando el Parlamento inaugurase sus sesiones.



Pasaron días. Inició sus sesiones el Parlamento, y nuestro diplomático, dando una vez más pruebas de su talento poco común, guardó bajo siete llaves sus proyectos, no dejó traslucir sus planes y no despegó los labios más que para pronunciar las palabras indispensables con que hacer una petición en favor de Mudbury. Eso sí: no faltó a ninguna de las sesiones, ganoso de asimilarse a conciencia las costumbres y rutina de la casa. En la suya se pasaba las horas estudiando, haciendo la desesperación de lady Jane, que decía que los libros le estaban matando. Sir Pitt se puso en relaciones con los ministros, asedió a los jefes de partido, y afianzó la resolución que tenía formada de escalar en pocos años el puesto más eminente de la cámara.

 



El carácter dulce y tímido de lady Jane había inspirado a Becky un desprecio que con dificultad suma lograba disimular. La bondad sencilla e ingenua de la primera molestaba a la segunda en tales términos, que era imposible que lady Jane no concluyese por adivinarlo. Por su parte, la presencia de Becky era para lady Jane motivo de inquietud y desasosiego. Sir Pitt hablaba constantemente con su cuñada, más de una vez había sorprendido señas de inteligencia cambiadas entre aquéllos, y en cambio a ella rara vez le dirigía la palabra, sobre todo, cuando de cuestiones de importancia se trataba. Cierto que ella poco o nada entendía, pero siempre resulta mortificante para una persona verse reducida al silencio, permanecer sentada y sola en un rincón, y ver en cambio a una intrigantuela atrevida, convertida en centro de las atenciones y consideraciones de todo el mundo, especialmente si en ese todo el mundo figura el marido.



Ya en el castillo, cuando lady Jane contaba cuentos a sus hijos, que la escuchaban boquiabiertos, y entraba Becky, enmudecía la narradora al ver fijos en ella los ojos burlones de su cuñada: gnomos y hadas, enanos y brujas, huían al fondo de los bosques ante la aparición de aquel ángel malo. Érale imposible continuar, aunque Becky, con sonrisa irónica e inflexiones sarcásticas, le rogaba que prosiguiese la narración de su encantadora historia.



Puede decirse que las dos señoras únicamente se veían cuando la esposa del hermano menor necesitaba obtener algo de la del mayor. Sus visitas eran muy escasas, pero en cambio sir Pitt, no obstante sus muchas ocupaciones, todos los días disponía de algunas horas para visitar a su cuñada.



El banquete que dio a los diputados el presidente de la Cámara deparó a sir Pitt la ocasión de presentarse a su cuñada luciendo su hermoso uniforme, aquel uniforme antiguo de diplomático que usó cuando era attaché de la legación de Pumpernickel.



Tuvo la satisfacción de que Becky le felicitase con mayor entusiasmo todavía que su esposa e hijos, a quienes se había presentado antes de salir de casa. Dijo que era el único caballero que sabía llevar con gusto y distinción el uniforme, porque sólo los hombres que cuentan con una serie incontable de gloriosos antepasados conocen el secreto de llevar bien la coulotte courte. Pitt miró con complacencia sus pantorrillas, que formaban simetría con la espada de corte que pendía de su cintura, porque poco más o menos eran del mismo grosor, miró sus pantorrillas, repetimos, y creyó con toda su alma y buena fe que estaba encantador.



No bien se despidió Pitt, Becky hizo una caricatura suya que mostró a lord Steyne, caricatura que se llevó éste, admirado de su parecido con el original. El gran lord había dispensado a sir Pitt el honor de encontrarse con él en la casa de Becky. Maravilló al barón la deferencia con que aquél trataba a su cuñada, y le entusiasmó la fluidez y galanura de su conversación. Lord Steyne le dijo que había llegado hasta sus oídos la fama universal de sabio de que gozaba, que ansiaba oír su primer discurso en la Cámara, que puesto que eran vecinos (vivía el lord en la plaza Gaunt, junto a la calle Gran Gaunt), tan pronto como regresase a Londres lady Steyne deseaba presentarla a la señora baronesa de Crawley, y le ofreció una visita para dentro de dos o tres días.



En medio de estas intrigas, en medio de estas reuniones de personas de talento, Rawdon sufría un aislamiento de día en día más absoluto. Becky le permitía que pasase el día en el casino, que comiese con sus amigos solteros, que entrase y saliese cuando y como le viniera en gana. Jamás le preguntaba Becky en qué pasaba el tiempo. Cuando iba a la calle Gran Gaunt, la mayor parte de las veces había de hacer compañía a lady Jane, mientras Becky estaba encerrada con sir Pitt tratando asuntos de la mayor importancia.



El ex coronel pasaba muchas horas en el caserón de su hermano, hablando poco, pensando menos y no haciendo nada. Gustaba de que le confiasen algún encargo, sobre todo si éste se refería a la compra de caballos. El toro estaba domado por completo: Dalila había cortado al rape la cabellera de Sansón, y aprisionado a éste con sólidas cadenas. El que diez años atrás fue hombre atrevido, insensible a ningún freno, era ahora un John Lanas sumiso, obediente, aletargado. Y la pobre lady Jane sabía ya que Becky había uncido a sir Pitt a su carro, no obstante lo cual, las veces que las dos cuñadas se tropezaban, llamábanse querida mía o amada mía.





Capítulo XLVI



Miserias y desdichas





Otros amigos nuestros, los que vivían en Brompton, festejaron también la solemnidad de Pascua a su manera, es decir, en forma harto triste.



De las cien libras anuales, a que ascendía la renta modesta de la viuda de George Osborne, entregaba ésta tres cuartas partes a sus padres, para cubrir sus gastos y los de su hijo. Si a la cantidad expresada se añaden las ciento veinte libras que enviaba Joseph, tenemos un presupuesto de ingresos de doscientas veinte libras, con las cuales, las cuatro personas que componían la familia, y la criada irlandesa que las servía, pasaban el año sin estrecheces, y hasta podían permitirse el lujo de ofrecer una taza de té a algún amigo. El viejo Sedley conservaba su ascendiente sobre la familia de Clapp, su antiguo empleado, quien no había olvidado los tiempos en que, sentado tímidamente en el borde de la silla, bebía un vaso de vino o de cerveza a la salud del «señor Sedley, de la señorita Amelia y del señor Joseph». Recordando aquellos tiempos, las veces que entraba en el comedor y tomaba una taza de té con su antiguo jefe, su frase usual era la siguiente:



—¡No es esto lo que en días mejores hacía usted, señor!



Jamás se sentaba en el casino hasta que el señor Sedley lo había hecho, y nunca toleró que alma viviente se permitiese comentarios desfavorables sobre su principal de antaño. Había visto, decía, a los personajes más encopetados de Londres dar apretones de manos al señor Sedley; le había servido en la época en que diariamente se le veía en la Bolsa del brazo de Rothschild, le era, en una palabra, deudor de todo.



Empleado excelente el señor Clapp, habría podido encontrar otra casa que le hubiese recibido con los brazos abiertos. Lo sabía él perfectamente, tanto, que con frecuencia se le oía decir:



—Como soy un pez pequeño puedo nadar en toda clase de estanques.



Esto no obstante, se obstinó en no abandonar a Sedley, contrastando su conducta con la de todos los amigos ricos del antiguo banquero, los cuales le fueron olvidando sucesivamente.



Era precisa toda la economía, todo el cuidado imaginables, para, con la exigua parte de renta que Amelia se reservaba, vestir a su hijo cual convenía al descendiente de Osborne y pagar las mensualidades del colegio adonde, no sin antes vencer una viva repugnancia y acallar muchos temores, se había resignado por fin a enviar al muchacho. Más de una hora robó al sueño para estudiar las lecciones, aprender reglas gramaticales y desentrañar mapas, a fin de enseñar luego a George lo que ella acababa de aprender. Hasta pretendió estudiar latín, creyendo que podría instruir a su hijo en esta lengua. Verse separada de él todo el día, entregarle a la férula de un profesor y a las impertinencias de sus camaradas, era, por decirlo así, un segundo destete, a juicio de aquella madre tímida, sensible, débil. En cambio George iba contentísimo al colegio, sin darse cuenta de que laceraba cruelmente el corazón de su madre, que habría preferido verle pesaroso de abandonarla.



George hacía grandes progresos en el colegio, que dirigía un admirador de Amelia, el reverendo señor Binny. Con frecuencia volvía a su casa llevando diplomas, premios y otras pruebas de su aplicación y aprovechamiento. Contaba a su madre mil historias a propósito de sus condiscípulos, tanto, que Amelia llegó a conocer a cuantos muchachos asistían al colegio tan bien como el mismo George. Un día, el niño volvió a casa con un ojo amoratado. Dijo que había reñido con un niño llamado Smith y ponderó su valor durante la pelea, aunque es lo cierto que no desplegó en ella mucho heroísmo, y que sacó la peor parte. Han pasado años, y Amelia no ha perdonado todavía al tal Smith, aunque en la actualidad es un pacífico boticario establecido cerca de la plaza Leicester.



Tales eran los cuidados inocentes y las tranquilas ocupaciones que llenaban la existencia de la sensible Amelia, en cuya cabeza se veían algunas hebras de plata, muy pocas, y cuya frente surcaba una pequeña arruga, indicios entrambos del paso de los años. Ella misma sonreía ante aquellas muestras del progreso del tiempo.



—¿Qué importan las canas a una vieja como yo? —se decía.



Toda su ambición era vivir bastante para ver a su hijo grande, famoso y glorioso, como creía que tenía derecho a ser. Conservaba como oro en paño sus cuadernos, sus composiciones, sus dibujos, y los presentaba a los íntimos de su casa cual si fuesen prodigios de genio. Algunas de las obras maestras de su hijo las confió a las señoritas Dobbin, con objeto de que éstas las mostrasen a la señorita Osborne, tía del niño, la cual a su vez se encargaría de presentarlas a su abuelo, lo que bastaría para que el viejo cruel sintiese remordimientos por haber tratado con dureza inconcebible al que ya no existía. Para ella todas las faltas de su marido, todas sus debilidades, todas sus culpas, habían bajado con él a la tumba: no las recordaba. En su imaginación quedaba únicamente el amado que se casó con ella a costa de tantos sacrificios; el marido noble, bravo y gallardo; el esforzado guerrero que la estrechó entre sus brazos en el momento de partir para el campo de batalla donde dejó la vida; el héroe, el mártir que vertió su sangre en defensa de la patria. Desde el cielo sonreía, a no dudar, el héroe al niño que había dejado en el mundo para darla ánimo y consuelo.



Hemos visto a uno de los abuelos de George (el viejo Osborne) arrellanado en su gigantesco sillón, hacerse de día en día más intratable y huraño; hemos visto cómo su hija, con su lujoso carruaje, sus soberbios caballos y su fortuna, que la permitía figurar con cantidades muy respetables en todas las subscripciones abiertas para obras de caridad, era, sin embargo, la mujer más solitaria, la mujer más triste, la mujer más digna de compasión de la tierra. Sus pensamientos los embargaba siempre y por entero el hermoso niño, el hijo de su hermano, a quien había visto. Todo su anhelo era poder dirigirse en su lujoso carruaje a la casa en que vivía el pequeño, y cuando, diariamente daba su paseo en coche por el parque, sus ojos escudriñaban todas las avenidas, llevada de la esperanza de encontrarle. Su hermana, la casada con el banquero, hacía alguna visita, muy contadas, a la casa de la plaza Russell, y solía llevar consigo un par de niños raquíticos, enfermizos, que confiaba a los cuidados de una niñera, de los cuales decía que eran prodigios de gracia y de hermosura. Su Federiquito era la imagen viva de lord Claudio Lollypop, y su linda Mary había atraído la atención de la baronesa de… en un paseo que los niños dieron por Roehampton. Su hermana debía convencer al viejo de que estaba en el deber de hacer algo por aquellos dos querubines. A Federiquito le harían ingresar en los Guardias, y si su marido debía constituirle un mayorazgo, como era su propósito… y más que propósito, pues en realidad se arruinaba por comprar terrenos y más terrenos, ¿qué quedaría a su encantadora hijita?



—En ti tengo puesta toda mi esperanza, querida —decía la madre de los dos querubines—. Como comprenderás, todo lo que yo herede de nuestro padre irá a parar al mayor de mis hijos, al heredero. Es lo que piensa hacer mi buena amiga Rosita M’Mull, tan pronto como cierre los ojos lord Castletoddy, que es epiléptico y no puede dar mucha guerra; su fortuna y la de su marido pasarán inmediatamente a su hijo, a quien harán vizconde de Castletoddy. Pues bien: también mi Frederick ha de ser mayorazgo, y ya sabes lo que espero de ti, mi querida hermanita.



Después de este discurso, que se repetía en todas las visitas, se separaban las hermanas con un beso tan apretado como la presión de una ostra sobre la roca.

 



La noche que Jeannie Osborne dijo a su padre que había visto a su nieto, no contestó el anciano, pero tampoco montó en cólera; antes por el contrario, cuando se retiró a su aposento, dio las buenas noches con acentos de cariño raros en él. Debió también meditar sobre la noticia dada por su hija, y hasta hacer algunas averiguaciones respecto a la visita de su hija a casa de los Dobbin, pues quince días después de recibida la nueva, rogó a Jeannie que le dijese dónde estaba el pequeño reloj francés de oro y la cadena del mismo metal que aquélla acostumbraba usar.



—Lo compré con ahorros míos, papá —contestó Jeannie alarmada.



—Compra otro igual, o mejor, si le encuentras —replicó el viejo, volviendo a guardar silencio.



Las señoritas Dobbin redoblaban sus instancias con Amelia para que permitiese a George pasar con más frecuencia el día con ellas. Decíanle que su tía le trataba con adorable ternura y que acaso el abuelo acabaría por dejarse enternecer en favor del niño. Amelia no debía anular estas contingencias que tan favorables se presentaban para su hijo.



En efecto; deber suyo era favorecer por todos los medios posibles una reconciliación, y cumplió ese deber, pero nunca se separó de George sin recelo y temor, y nunca le abrazó, a la vuelta de aquél de la casa de las Dobbin, sin experimentar el contento que suele embargar el corazón de quien acaba de ver libre de un peligro grave a un ser querido. Volvía siempre el niño con regalos y dinero, circunstancia que despertaba viva alarma y celos en la viuda, la cual le preguntaba invariablemente si había visto a algún caballero. Un día contestó el niño:



—He visto a un señor anciano, de cejas espesas, sombrero ancho y gran cadena de oro y muchas sortijas. Llegó mientras daba yo una vuelta a caballo por el prado. Me miró mucho, me preguntó cómo me llamaba, y mi tía principió a llorar; siempre está llorando.



Comprendió Amelia que el niño había visto a su abuelo y esperó con angustia la proposición que no dudaba que seguiría al encuentro, y que, en efecto, fue hecha pocos días después. El señor Osborne ofreció formalmente tomar al niño y hacerle legatario de la fortuna que debió heredar su padre. Al propio tiempo, daría a la viuda una renta que le permitiría vivir con holgura, renta que no le sería retirada aunque contrajera segundas nupcias, conforme tenía el propósito, según habían informado al viejo. Pero era condición precisa que el niño viviese con su abuelo en la casa de la plaza Russell, o donde éste último dispusiera, aunque de vez en cuando se permitiría a la madre ver a su hijo, a cuyo efecto le sería llevado a su casa. La proposición le fue leída un día que su madre no se encontraba en casa, y su padre había ido a la City como de costumbre.



En toda su vida, sólo dos o tres veces se había irritado de veras Amelia, y precisamente en un estado de viva irritación fue en el que hubo de conocerla el encargado del señor Osborne. Leída la carta, levantóse temblando, roja de ira, hizo de la misiva mil pedazos, los pisoteó, y dijo:



—¡Casarme otra vez!… ¡Aceptar dinero a cambio de separarme de mi hijo! ¿Quién osa insultarme proponiéndome semejante cosa? ¡Diga usted al señor Osborne que su carta es una cobardía… sí… una cobardía, que no merece contestación…! ¡Buenos días, señor!



Hizo una reverencia al mensajero y salió del cuarto, dejándole solo.



Ni sus padres observaron la agitación que la dominaba, ni ella les habló palabra sobre el incidente; su madre tenía sus asuntos personales que la interesaban más que los de la hija, y en cuanto a su padre, ya sabemos que las especulaciones a que se entregaba embargaban todos los instantes de su vida. Hemos visto que emprendió el negocio de vinos y carbones, que fracasó ruidosamente, pero como a la par que el negocio no fracasaron sus manías por la especulación, el pobre señor se había aventurado en otra empresa, cuyo feliz resultado le parecía indiscutible, aunque no al señor Clapp, a quien no había confiado, dicho sea de paso, la importancia y gravedad de sus compromisos. Por lo que se refiere a las señoras, siempre fue máxima del señor Sedley no hablar de dinero ni de asuntos en su presencia, y de consiguiente, ni sospecharon siquiera la nube de calamidades que se les venía encima, hasta que el infortunado anciano se vio en la precisión absoluta de confesarles sucesivamente su