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100 Clásicos de la Literatura

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El chiquitín dormía.



—¡Pschst! —susurró Amelia, alarmada por los crujidos de las botas del recién llegado y soltando la risa al ver que Dobbin no podía estrechar la mano que acababa de tenderle por tener las dos ocupadas con aquel cargamento de juguetes.



—Vete un momento, Mary —dijo Dobbin a la niña—, necesito hablar con la señora viuda de Osborne.



Amelia le miró con sorpresa.



—Vengo a decirle adiós, Amelia —añadió Dobbin.



—¿A decirme adiós? —repitió Amelia sonriendo—. ¿Y adónde se va usted?



—Diríjame las cartas al regimiento, desde donde las harán llegar a mis manos… porque supongo que me escribirá usted. Estaré ausente largo tiempo.



—Le escribiré para darle noticias de mi George… ¡Nunca podré pagarle lo que por él y por mí ha hecho, mi querido Dobbin!… ¡Mírele… mírele usted!… ¿Verdad que parece un ángel?



El niño estrechó entre sus sonrosadas manecitas el dedo del leal soldado y Amelia levantó hasta éste sus ojos, que reflejaban tesoros de amor maternal. Una mirada de odio tal vez hubiese herido menos profundamente a Dobbin que la de bondad y cariño sin esperanza que le era dirigida. Dobló la cabeza; no pudo pronunciar palabra en un buen espacio de tiempo; pero, al fin, haciendo un llamamiento desesperado a todas sus energías, consiguió murmurar un «¡Dios la proteja, Amelia!». «¡Dios sea con usted, William!», contestó ésta dándole un abrazo.



—¡Cuidadito!… ¡Que no se despierte! —dijo Amelia cuando Dobbin abría la puerta de la habitación y se disponía a bajar la escalera.



Ni oyó siquiera el rodar del coche en el que Dobbin se alejaba: estaba contemplando al niño, cuya carita sonreía aun dormido.





Capítulo XXXVI



Como vivir bien sin un penique





Yo supongo que no existe en nuestra feria de las vanidades hombre tan refractario a la observación, que no piense alguna que otra vez en los asuntos mundanales de sus amigos y conocidos, o tan extremadamente caritativo, que no se pregunte con maravilla cómo consiguen sortear los trescientos sesenta y cinco días de cada año su amigo Pedro o su conocido John. Lejos de mi ánimo ofender, por ejemplo, a la familia Jenkins, a la que quiero guardar toda mi consideración y respeto, ya que a su mesa me siento dos o tres veces por temporada; pero confieso que su presencia en el parque, donde no falta un solo día ostentando soberbia carretela, tirada por hermoso tronco y servida por cochero y lacayo vestidos de granaderos, es y será mi maravilla hasta el día de mi muerte, porque si es cierto que la carretela es alquilada y que la familia Jenkins no tiene otra fortuna que su sueldo, no lo es menos que la carretela, el cochero, el mozo de cuadra y el lacayo representan un gasto de seiscientas libras esterlinas anuales, a cuya suma hay que añadir el importe de las espléndidas comidas que en la casa se dan, los gastos de los dos hijos que estudian en Eton, los salarios de la institutriz de lujo y de los maestros encargados de la educación de las niñas, el coste del viaje anual al extranjero y el del baile y cena servida por Gunter, que es, dicho sea de paso, quien sirve casi todas las comidas de primera clase que dan los Jenkins, circunstancia que he tenido ocasión de apreciar cuando me invitaron a una de ellas para cubrir un puesto vacante. El hombre menos curioso de la creación, el más refractario a inquirir vidas ajenas, no puede menos, en casos como el que presento, de preguntarse: ¿Cómo pueden los Jenkins llevar esa vida? ¿Qué es Jenkins? Lo sabemos todos: un empleado de mil doscientas libras esterlinas de sueldo anual. ¿Casó con mujer rica? ¡Quita allá! Su mujer fue la señorita Flint, hermana de otros diez vástagos de un caballero pobre de Buckinghamshire. De su familia no recibe más que un par de capones para Pascuas, a cambio de los cuales ha de sostener en su casa a dos o tres de sus hermanas durante todo el año, y accidentalmente a todos sus hermanos cuando van a pasar una temporadita en la capital. ¿Cómo nivela Jenkins los ingresos de su casa con los gastos? ¡Misterio!



Mi Yo personifica en el caso presente al mundo en general, porque creo que todo el mundo podría señalar con el dedo a muchas familias que viven sin que nadie sepa cómo. En mil ocasiones habremos bebido una copa de vino en la casa de un anfitrión generoso preguntándonos, al bebería, de dónde sacará aquél el dinero necesario para pagarla.



Tres o cuatro años después de su regreso de París, cuando Rawdon Crawley y su mujer vivían en un lujoso hotelito de la calle Curzon, no había uno solo de sus numerosos amigos admitidos a su mesa que no se hicieran a su propósito las preguntas anteriormente detalladas. El novelista lo indaga y averigua todo, conforme sabe el mundo entero, y yo, en mi calidad de tal, puedo hacer saber al público cómo vivían en grande Crawley y su mujer sin poseer fortuna ni rentas de ningún género. Rogaré, sin embargo, a la prensa periódica, que tiene la mala costumbre de entrar a saco en las propiedades intelectuales ajenas, de las que entrega buena parte a la voracidad de sus lectores, que no publique mis averiguaciones sobre este asunto, porque, como descubridor, quiero reservarme todos los derechos. Bastará que mis lectores entablen relaciones íntimas con personas de la clase que describo, para que aprendan el método de vivir con lujo sin poseer un penique de renta; pero más les aconsejo que no lo hagan, pues su trato resulta peligroso, y es preferible que acepten los datos de segunda mano, conforme se hace con los logaritmos, porque pretender adquirirlos prácticamente podría resultarles caro.



Sin un penique de renta mensual ni anual, y por espacio de dos o tres años, Rawdon y Becky vivieron contentos, ricos y felices en París. Por este tiempo abandonó Rawdon el servicio militar y vendió su empleo de coronel. Cuando le encontramos de nuevo, su bigote y el título de coronel que ostentaba en sus tarjetas de visita eran los restos únicos de su profesión militar.



Hemos dicho que Becky, a poco de haber llegado a la capital de Francia, triunfó en el gran mundo y consiguió que le fueran franqueadas las puertas de todos los salones de la nobleza francesa. Los caballeros ingleses más distinguidos le hacían objeto de sus homenajes más rendidos, con vivo disgusto de sus nobles esposas, que no podían sufrir a aquella advenediza. Por espacio de algunos meses, los salones del Faubourg Saint-Germain, en los que siempre había un lugar para ella, y los esplendores de la nueva corte de Francia, que la acogió con favor especial, entusiasmaron y acaso emborracharon algún tanto a la esposa de Rawdon, la cual se mostraba más que dispuesta a mirar desde lo alto de su grandeza a los jóvenes y bravos oficiales que su marido tenía por amigos.



En cambio, el coronel bostezaba aburrido y desesperado entre las duquesas y grandes damas de la corte. Las viejas que jugaban al ecarte armaban tal escándalo cuando perdían una moneda de cinco francos, que el coronel Rawdon no se dignaba sentarse frente a una mesa de juego. No podía apreciar el ingenio de las conversaciones, sostenidas en una lengua para él desconocida, ni comprendía que nadie se distrajese pasándose las noches haciendo reverencias ante un círculo de princesas. Y he aquí explicado por qué dejó los salones para Becky, y él volvió a saborear el encanto de otras distracciones más sencillas, entre amigos escogidos por él.



Cuando hablamos de personas que viven fastuosamente sin tener un cuarto de renta, queremos significar que no tienen renta «conocida», es decir, que ignoramos cómo esas personas pueden cubrir los gastos de su casa. Veamos si penetramos el misterio por lo que a nuestro amigo Rawdon se refiere. Principiaremos diciendo que atesoraba disposiciones naturales excepcionales para toda clase de juegos de azar, y como por otra parte se ejercitaba a diario en el manejo de las cartas, de los dados y del taco, naturalmente, había de adquirir una práctica que no alcanzan los que sólo de tarde en tarde les dedican algunas horas. Manejar un taco es lo mismo que manejar un lápiz, o una flauta alemana, o una espada; nadie domina estos útiles al principio, pero, a fuerza de ejercicio y perseverancia, consigue todo el mundo dominarlos sin trabajo, sobre todo si a la práctica acompaña una disposición natural. Pues bien: Rawdon, de aficionado aventajado que era en el juego del billar, pasó a ser maestro consumado. Semejante al general de genio, que se crece ante el peligro, a continuación de las partidas en que había estado desafortunado, y que traían, como es natural, un aumento considerable en las apuestas hechas contra él, sabía restablecer la batalla recurriendo a golpes de audacia tan brillantes como imprevistos, y resultaba al fin vencedor, con estupefacción de todos… es decir, de todos los que desconocían su manera de jugar, porque las personas habituadas a su juego no osaban aventurar su dinero apostándolo contra un hombre de recursos tan imprevistos y de maestría tan maravillosa.



No era menor su habilidad con los naipes en la mano. Por regla general, todas las noches principiaba perdiendo juego tras juego, sin prestar apenas atención y cometiendo tales torpezas, que los que no le conocían formaban pobre concepto de su talento. Pero a medida que se animaba la partida, y sus pérdidas pequeñas, pero continuas, despertaban su cautela, el juego de Rawdon tomaba un giro distinto: podía asegurarse que no terminaría la noche sin que su adversario o adversarios dejasen sobre el tapete cuanto dinero llevaban encima. En realidad, eran muy contados los que pudiesen vanagloriarse de haberle ganado.



Triunfos tan repetidos no podían menos de excitar la envidia de los vencidos, los cuales comenzaron a hablar de ellos con amarga irritación. Ahora bien; así como los franceses, al hablar del duque de Wellington, del caudillo que jamás sufrió una derrota, del que fue vencedor constante, decían que si triunfó en Waterloo fue merced a un engaño, así de Rawdon principiaron a decir que si ganaba siempre era porque no jugaba limpio.

 



Aunque por aquella fecha funcionaban en París los famosos establecimientos llamados Frascati y el Salón, se había generalizado tanto la manía de jugarse el dinero, que las casas de juego, con ser muchas, no bastaban a dar satisfacción al ardor general, y se jugaba en los domicilios particulares como si aquellos locales públicos no hubieran existido. En las encantadoras reuniones en casa de los Crawley, era habitual entregarse todas las noches a tan fatal distracción, con vivo pesar de la simpática Becky. Hablaba ésta de la pasión de su marido con muestras de gran pesadumbre, casi con lágrimas en los ojos. Suplicaba a los jóvenes que nunca tocasen un naipe, que huyesen como del diablo del tapete verde. Cuando el joven Green, del regimiento de fusileros, perdió una cantidad considerable en su casa, Becky se pasó la noche entera llorando amargamente, según dijo un criado al infortunado caballero, y, postrada de rodillas ante su marido, le suplicó que le perdonase la deuda y redujera a cenizas el pagaré. Por desgracia, nada consiguió: Rawdon contestó que él había perdido sumas más considerables cuando servía en húsares y en el regimiento de caballería de Hanóver; concedería a Green un plazo regular, pero ¿quemar el pagaré? ¡No en sus días! Ante todo la formalidad del juego.



Todos los oficiales, jóvenes en su mayoría, pues eran los jóvenes los que con mayor entusiasmo acudían a los salones de Becky, salían de las veladas con rostros contristados, después de haber dejado sobre el fatal tapete verde cantidades más o menos importantes. Principió a gozar la casa de mala reputación. Las personas de edad se creyeron en el caso de advertir el peligro a las inexpertas y jóvenes: el coronel O’Dowd, cuyo regimiento se hallaba en París, previno al teniente Spooney. Como consecuencia, sobrevino un violento altercado entre el coronel de infantería O’Dowd y su amable esposa, de una parte, y el coronel Rawdon y su linda mujer, de otra, en el café de París, donde los dos matrimonios estaban comiendo. La señora O’Dowd dejó señalados los dedos de su diestra en la linda cara de Becky y llamó a su marido «fullero y tramposo»: el coronel Crawley desafió al coronel O’Dowd. El general en jefe, a cuyos oídos llegó la historia de la pendencia, llamó inmediatamente al coronel Crawley, que estaba preparando las mismas pistolas «con que dio muerte al capitán Marker», celebró con él una conferencia, y el duelo no se llevó a efecto. Gracias a que Becky cayó de rodillas a los pies del general Tufto, no fue enviado su marido a Inglaterra, pero en una porción de semanas no pudo volver a jugar como no fuese con paisanos. A pesar de la habilidad indiscutible de Rawdon y de sus no interrumpidos triunfos, no dejaba de comprender Becky que su situación era desesperadamente precaria, y que, aun teniendo el cuidado de no pagar a nadie, su exiguo capital podía en cualquier momento quedar reducido a cero.



—El juego, querido —solía decir a su marido—, es excelente como ayuda de renta, pero no como renta exclusiva. Llegará día en que las gentes se cansarán de jugar contigo, y cuando ese día llegue, ¿qué será de nosotros?



No pudo menos Rawdon de reconocer la exactitud de la observación, tanto más, cuanto que había observado ya que, desde algunos días antes, los caballeros invitados a sus cenas íntimas estaban cansados de jugar, y ni los encantos de Becky conseguían atraerles como antes.



La existencia que en París llevaba esta amable pareja era a no dudar muy agradable, pero aquel delicioso encadenamiento de placeres y de ociosidad distaba mucho de ser un porvenir. Becky calculó que en su país encontraría más probabilidades de asentar la fortuna de su marido sobre bases durables: acaso conseguiría un empleo lucrativo para Rawdon, bien en Inglaterra, bien en sus colonias. En consecuencia, resolvió trasladarse a Inglaterra tan pronto como viese el camino expedito por aquel lado. Como primera medida, hizo que Rawdon vendiese su empleo de coronel; ya antes había dejado de ser ayudante de campo del general Tufto, de quien se reía Becky en todas las reuniones, mofándose de sus pretensiones, de su corsé, de sus dientes postizos, de su manía ridícula de creerse un Don Juan irresistible, de su absurda vanidad, que le hacía creer que todas las mujeres estaban perdidas de amor por él. Los ramos de flores, palcos, cenas en los restaurantes y atenciones que en otro tiempo monopolizaba Becky, se los llevaba ahora la esposa del comisario general Brent, sin que fuera más feliz que antes la pobre señora Tufto, que había de pasar las veladas con sus hijas, sabiendo que su marido estaba pegado a las faldas de la mujer de Brent. Claro está que Becky, a cambio de un admirador perdido, los había ganado por docenas, pero repetimos que principiaba a cansarse de la vida que hacía; la aburrían los palcos y las comidas de restaurante, y sabía que no podría cubrir los gastos de su casa con chales, pañuelos de encaje y guantes de cabritilla. Convencida de la frivolidad de los placeres ansiaba beneficios más substanciosos.



En este estado las cosas, llegaron noticias de Londres que no tardaron en propagarse entre los numerosos acreedores del coronel, a quienes llenaron de satisfacción. La solterona Matilde Crawley, la tía rica cuya inmensa fortuna era desde hacía tanto tiempo objeto de su codicia, se moría: si el coronel quería recoger su postrer suspiro necesitaba aprovechar los segundos. Becky y el niño quedaron en París, y Rawdon se dirigió a Calais. Era de suponer que desde Calais se dirigiese a Dover, pero, aunque parezca extraño, es lo cierto que tomó la diligencia de Dunquerke, desde donde se encaminó a Bruselas. Era el caso que debía más dinero en Londres que en París, y, como es natural, prefería la apacible capital de Bélgica a cualquiera de las dos turbulentas ciudades expresadas.



Murió su tía. Becky vistió luto riguroso. El coronel arreglaba los asuntos de la herencia. Dentro de muy poco tomarían el premier, además del entresol que entonces habitaban en el hotel. Celebró una conferencia detenida con el propietario del hotel, convinieron todos los detalles referentes a la nueva instalación, hablaron de las alfombras que aquél habría de poner en el premier, y lo arreglaron todo, excepción hecha de la cuenta. Becky emprendió la marcha en uno de los carruajes del fondista, llevando a su lado a su bonne francesa y a su hijito, siendo despedida con sonrisas y reverencias por los amables dueños del hotel. Enfurecióse el general Tufto al tener conocimiento de su marcha y se puso como un basilisco la esposa del comisario Brent al enterarse de la furia del general. El teniente Spooney quedó triste y desesperado y el fondista se entregó con ardor a la obra de decorar espléndidamente las habitaciones que a su regreso ocuparía el distinguido matrimonio. Los baúles que a cargo de los dueños del hotel quedaron, fueron guardados con la mayor reverencia, aunque no contenían nada de valor, según se averiguó más tarde, cuando hubo necesidad de abrirlos.



Becky, antes de reunirse con su marido en la capital de Bélgica, hizo una excursión a Inglaterra, dejando en el continente a su hijo confiado a la tierna solicitud de su bonne.



Ni Becky ni su hijito Rawdon sintieron gran pena al separarse. La madre apenas si había visto muy contadas veces al diminuto caballerito desde que le echó al mundo. Siguiendo la recomendable moda tan generalizada entre las madres francesas, envió a su vástago a un pueblecillo de los alrededores de París, donde le dejó tranquilo en compañía de su nodriza y de un ejército de hermanos de leche que calzaban zuecos. De vez en cuando le visitaba su padre, quien se extasiaba viéndole crecer lozano y sucio, oyendo su vozarrón áspero y admirando sus aptitudes como artista en la fabricación de muñecos de barro.



Muy contadas veces favorecía Becky con su visita a su hijo y heredero, quien en una ocasión le echó a perder una costosa pelliza nuevecita color tórtola. El niño, por su parte, prefería las caricias de su nodriza a las de su mamá, tanto, que cuando creció y hubo necesidad de separarle de aquélla, se pasó largas horas llorando y alborotando horriblemente y no hubo medio de consolarle hasta que se le prometió formalmente que al día siguiente vendría la nodriza a buscarle.



Nuestros amigos tuvieron la suerte de ser de los primeros aventureros ingleses que invadieron el continente y estafaron en todas las grandes capitales de Europa. Por los años de 1817-1818, a todos los ingleses se les suponía ricos y honorables. Parece que no habían aprendido a gastar su dinero con la concienzuda cicatería con que hoy lo hacen. Las grandes capitales de Europa no habían recibido todavía la visita de nuestros grandes tunantes, tanto, que si hoy es difícil entrar en cualquier ciudad de Francia o de Italia sin tropezar con nobles compatriotas nuestros que, con la petulancia e insolencia que nos distingue en todas partes, se dedican a estafar a los fondistas, cobrar cheques falsos, engañar a banqueros crédulos, y a robar lujosos carruajes a los constructores de coches, sortijas, alfileres y medallones a los joyeros, el dinero en el juego a los viajeros cándidos, y hasta sus libros a los libreros; treinta años atrás, bastaba ver a un milord inglés viajando en carruaje propio para que le fueran franqueadas todas las puertas, y se le abriese crédito en todas partes, y lejos de ser él quien estafaba, fuese blanco y víctima de todos los estafadores.



Muchos días transcurrieron después de la marcha de los Crawley, antes de que el dueño del hotel que aquéllos ocuparon durante su estancia en París se percatara de las pérdidas sufridas en sus intereses. El honrado propietario vivió tranquilo hasta que madame Marabou, la modista, se hubo presentado varias veces con el laudable propósito de presentar al cobro facturas de varios vestidos hechos a la esposa del coronel, y monsieur Didelot, dueño de la Boule d’Or en el Palais Royal, preguntó una docena de veces si cette charmante milady que había comprado en su establecimiento sortijas, relojes y cadenas, estaba de retour. La justicia nos obliga a decir que ni la nodriza cobró un cuarto por la leche y dulzura suministradas al tierno vástago de los Crawley, excepción hecha de los seis primeros meses; nada más natural que los potentados como ellos olviden cuentecillas tan insignificantes. Del dueño del hotel, sólo diremos que se pasó el resto de su vida lanzando tremebundas maldiciones contra la nación inglesa en general. A cuantos forasteros llegaban a su casa, les preguntaba si conocían a cierto coronel lord Crawley, avec sa femme, une petite dame, tres spirituelle, y cualquiera que la respuesta fuese, añadía invariablemente: Ah, monsieur! lis m’ont affreusement volé. Partía el alma oírle narrar su catástrofe.



Tenía por objeto el viaje de Becky a Inglaterra arrancar las mayores concesiones posibles a los numerosos acreedores de su marido, ofreciéndoles un diez por ciento de sus créditos a condición de que el coronel pudiera vivir en Londres tranquilo y libre de todo género de persecuciones. No es nuestra intención entrar aquí en los detalles de su dificultosa misión: basta a nuestro objeto dejar sentado que logró convencerles de que la suma que les ofrecía era todo el capital disponible de su marido y persuadirles de que éste prefería pasar en el extranjero el resto de sus días a venir a exponerse a reclamaciones inoportunas. Convencidos los acreedores de que no habían de sacar al coronel mayor cantidad de la que su mujer les ofrecía, vendieron por la cantidad de mil quinientas libras esterlinas créditos que ascendían a diez veces esta cifra.



No recurrió Becky a los buenos oficios de los abogados para arreglar los asuntos, arreglo sencillísimo, en medio de todo, pues se limitó a plantear la cuestión y a exigir que contestasen sí o no. Cumplió felizmente el objetivo de su viaje, y regresó al continente para reunirse con su marido y su hijo. Este último, durante la ausencia de la madre, no había sido cuidado con la solicitud a que tenía derecho por mademoiselle Geneviève, la cual se había enamorado furiosamente de un soldado de la guarnición de Calais y le dejaba ordinariamente abandonado para no privarse de la compañía del militaire.



Becky y su marido regresaron a Londres. En esta última capital, y en su hotelito de la calle Curzon, fue donde en realidad desplegaron toda la habilidad que es indispensable a los que han aprendido a vivir con lujo y abundancia sin tener un cuarto de renta.





Capítulo XXXVII



Continúa el mismo asunto





Ante todo creemos de necesidad urgente explicar cómo es posible cubrir los gastos de una casa montada con lujo Y sin poseer fortuna ni renta de ninguna clase. Las casas, en primer lugar, pueden tomarse desamuebladas —y, en este caso, si quien las toma tiene crédito en los establecimientos de Guillows o Bantings, libre es de montarlas con regia esplendidez y decorarlas como le plazca—, o amuebladas, sistema menos molesto y complicado en la mayor parte de los casos. Es el que prefirieron los esposos Crawley al alquilar la suya.

 



El antecesor del señor Bowls en la administración de la casa de Matilde Crawley había sido un tal Raggles, nacido en el señorío de Crawley de la Reina, o para precisar más, hijo menor del jardinero del barón del mismo título. Gracias a su excelente conducta y buen aspecto, Raggles consiguió elevarse desde la cocina, donde ejercía sus funciones de pinche, hasta el pescante del coche, donde ofició de lacayo, y desde el pescante, a la mayordomía de la casa de la solterona. Al cabo de largos años de administración, durante los cuales hizo economías muy respetables, anunció su propósito de unirse en matrimonio con una antigua cocinera de la señorita Matilde, dueña de una tiendecita de las inmediaciones. En verdad, el matrimonio había sido celebrado, bien que clandestinamente, una porción de años antes, aunque nada sospechó la solterona hasta que le llamó la atención la presencia constante en la cocina de un niño y una niña, de siete y ocho años de edad respectivamente, cuya circunstancia le reveló la Briggs.



Desde la casa de la solterona pasó Raggles a cuidar personalmente de la tiendecita de su mujer, que creció en importancia bajo su dirección. A fuerza de trabajo y de economías, reunió Raggles un capitalito muy decente. Aconteció que el honorable Frederick Deuceace, habitante del hotelito de la calle Curzon, número 201, se fue al extranjero, y algún tiempo después, la casa con su magnífico mobiliario, fue vendida en pública subasta. Raggles aprovechó aquella excelente oportunidad de hacerse propietario. Sus economías no llegaron a cubrir el importe total de la compra y hubo de tomar prestada una cantidad, a interés bastante crecido, es cierto, pero en cambio tuvo la alta honra de dormir en soberbia cama de caoba, entre cortinajes de seda, y su señora pudo contemplarse en la luna de un espejo colosal y disfrutar de un armario en cuyo interior habrían cabido holgadamente ella, su marido y la tienda entera.



Como es natural, nunca pensaron los humildes tenderos ocupar permanentemente una casa tan lujosa. Si Raggles la compró, fue para alquilarla tan pronto como se le presentase ocasión. La finca gustó a un inquilino, y nuestro matrimonio volvió a su tienda, pero todos los días pasaba Raggles por la calle Curzon para dar un vistazo a la casa… a su casa, aquella casa cuyo llamador parecía de oro, y cuyos balcones, atestados de macetas con hermosos geranios, encantaban la vista.



Raggles era un buen hombre y vivía contento y feliz. Su casa le producía una renta tan regular, que resolvió poner a sus hijos en excelentes colegios. Sin reparar en gastos, colocó a Carlos en el establecimiento del doctor Swishtail y a Matildita en el de la señorita Peckover.



Quería, adoraba Raggles a la familia Crawley, a la que era deudor de su felicidad. En la trastienda tenía una silhoutte de su antigua señora y un dibujo que representaba el castillo de Crawley de la Reina, obra de la solterona, y en su casa de la calle Curzon, un cuadro que representaba al barón sir Walpole Crawley, arrellanado en una carroza dorada, tirada por seis caballos blancos, que cruzaba junto a un estanque lleno de cisnes, de barquillas tripuladas por hermosas damas y de esquifes cercados de músicos. Para Raggles, en el mundo no existía familia tan augusta y digna de veneración como la de Crawley.



Quiso la casualidad que estuviese desocupada la casa de Raggles cuando el matrimonio Crawley regresó a Londres. El coronel conocía perfectamente el inmueble y no menos a su propietario, quien siempre se mantuvo en relación con la solterona, a la cual servía cuando tenía invitados. Resultado: el buen hombre no sólo cedió su casa al coronel, sino que fue su mayordomo y proveedor. Su mujer se encargó de la cocina y preparaba platos que hubieran merecido la aprobación de la misma Matilde Crawley. Y ya tenernos explicado cómo Rawdon consiguió tener casa sin desembolsar un penique. Cierto que sobre el infeliz Raggles pesaban contribuciones e impuestos, el interés crecido que devengaba la cantidad que hubo de pedir prestada, las pensiones de sus hijos en los colegios, la subsistencia de su familia… y c