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100 Clásicos de la Literatura

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Una de las damas más linajudas de París, escribió a la solterona Matilde Crawley una carta, de la cual entresacamos los siguientes párrafos:



¿Por qué nuestra queridísima amiga no se reúne con sus adorables sobrinos y sus leales amigos de París, que nunca la olvidan? Todo el mundo raffole de la encantadora señora de Crawley, todo el mundo se hace lenguas de su espiégle hermosura. Si; en ella vemos reflejadas la gracia, el atractivo, el talento de nuestra idolatrada amiga Matilde. Ayer la vio el rey en las Tullerías, y no hay desde entonces dama en París que no envidie la atención que monsieur le dedica. ¡Si hubiese usted podido ver el despecho, la rabia que reflejaba el rostro de cierta milady Bareacres, una estúpida dama, cuya nariz, semejante al pico de un águila, y cuyo sombrero con plumas, se destacan sobre todas las cabezas en las reuniones, cuando madame la duquesa de Angulema, augusta hija y compañera de reyes, manifestó deseos de ser presentada a la hija querida, a la protegida de la generosa Matilde de Crawley, para darle gracias, en nombre de Francia, por la benevolencia con que trató a los infortunados de nuestra patria durante su destierro! Brilla en todos nuestros salones, asiste a todos los bailes, la rodean los homenajes de todos los caballeros, está hermosísima… no obstante hallarse en vísperas de ser madre. Hasta los ogros verterían lágrimas si la oyesen hablar de usted, de su protectora, de su madre. ¡Ah! ¡Cuánto la quiere! ¡Y cuánto admiramos, cuánto adoramos todos a nuestra admirable, a nuestra respetable señorita Matilde de Crawley!



Es de temer que la entusiasta carta de la elevadísima dama parisiense halagase muy poco a la admirable, a la respetable pariente y protectora de Becky. La furia de la vieja solterona no reconoció límites al darse cuenta de la imperdonable audacia con que Becky utilizó su nombre para penetrar en los salones de París. Demasiado fuera de sí para contestar en francés la carta recibida, dictó a la Briggs una respuesta violenta en inglés, renegando de Rawdon y de su mujer, y aconsejando que desconfiasen de esta última, que era la más artificiosa, la más intrigante, la más peligrosa de las criaturas humanas. Pero era el caso que la señora duquesa de X… no había vivido más que veinte años en Inglaterra, y, de consiguiente, no entendía palabra de inglés; contentóse, pues, con decir a Becky que había recibido de su tía una carta encantadora, llena de elogios para su sobrina, informe que hizo creer a ésta que la cólera de la vieja había disminuido y estaba próxima a terminar.



En París, no había mujer más divertida, más admirada ni más festejada que Becky. Sus salones parecían centro de reunión de un congreso europeo: en ellos se codeaban los prusianos con los cosacos, los españoles con los ingleses. La calle Baker hubiese palidecido de envidia ante la profusión de grandes cordones y cruces que llenaban los salones de la humilde Becky. Caudillos famosos se disputaban el honor de cabalgar junto a las portezuelas de su coche cuando salía al Bosque, o inundaban su palco las noches que asistía a la ópera. Rawdon destilaba contento por todos los poros de su cuerpo; en París se jugaba sin tasa y la suerte continuaba siendo su fiel aliada. El más descontento de nuestros antiguos conocidos era el general Tufto; su señora se encontraba en París, y como si este contretemps no fuese bastante, eran muchos los generales que mariposeaban en torno de Becky. Rabiaban las linajudas señoronas inglesas al verse eclipsadas por una advenediza como Becky, pero como ésta veía a su lado a todos los hombres, no sólo se consolaba de los desdenes de aquéllas, sino que las despreciaba.



Así pasó el invierno de 1815-16 para la señora de Rawdon Crawley, quien supo habituarse a la vida de lujo y de elegancia como si su familia no hubiese conocido otra desde muchos siglos atrás.



En los comienzos de la primavera de 1816, el Journal Galignani publicó el siguiente anuncio:



«La distinguida esposa del teniente coronel Crawley ha dado a luz con toda felicidad, el día 26 de marzo, a su primer hijo y heredero».



Copiaron la noticia los periódicos de Londres, en uno de los cuales la leyó la Briggs a su señora a la hora del desayuno. Aunque el suceso estaba previsto, provocó una crisis terrible en los asuntos de la familia Crawley. El furor de la vieja solterona llegó al paroxismo. Inmediatamente llamó a su sobrino Pitt y a la condesa viuda de Southdown y exigió que fuese celebrado sin dilación el matrimonio proyectado tanto tiempo antes. Al propio tiempo anunció su decisión de dar a los recién casados una renta de mil libras anuales mientras viviese, aparte de que, a su muerte, heredarían su fortuna su sobrino Pitt y la encantadora Jeannie. El notario redactó el contrato matrimonial. El matrimonio lo bendijo un obispo y no el reverendo Bartholomew Irons.



Una vez casado, Pitt hubiese querido hacer un viaje con su joven esposa, como es uso y costumbre entre las personas de posición, pero tal grado de intensidad había alcanzado el cariño que la solterona profesaba a la desposada, que habría sido crueldad separarla ni siquiera momentáneamente de su favorita. Pitt y su mujer hubieron de vivir con la señorita Matilde, con viva contrariedad del primero, que quedó sujeto a los caprichos de su tía y a las rarezas de su suegra, pues ésta había venido a fijar su residencia en la casa inmediata, desde la cual pretendía reinar sobre Pitt, Jeannie, Matilde, Briggs, Firkin… sobre el mundo entero. Había que tragar, sin despegar los labios, sus drogas y folletos religiosos. Despidió a Creamer, nombró a Rodgers médico de la casa, y en muy breve tiempo, arrancó a Matilde hasta las apariencias de autoridad. La infortunada solterona se hizo tan tímida, que ni se atrevía ya a reñir a la Briggs. En la proporción que el cariño hacia su sobrina, aumentaban sus terrores…



¡Que el cielo te conceda la paz, solterona amable y egoísta, vieja vana y generosa! No volveremos a verte… ¡Ojalá la solicitud de lady Jane te sostenga en tus últimos pasos sobre la tierra y te conforte cuando te llegue la hora de abandonar la incesante lucha de la feria de las vanidades!





Capítulo XXXV



Viuda y madre





Recibiéronse a la vez en Inglaterra las noticias de las dos grandes batallas de Quatre-Bras y Waterloo. La Gaceta publicó, ante todo, el glorioso resultado de entrambos hechos de armas, llenando al Reino Unido de orgullo y de temor. Vinieron luego los detalles, y al anuncio de las victorias siguió la lista de muertos y heridos. ¿Hay lengua capaz de expresar el espanto con que la terrible lista era leída? No, parece imposible que puedan ser concebidos los sentimientos ora de júbilo y de gratitud, ora de desesperación y de mortal angustia, que, en todos los pueblos y hogares de los tres reinos unidos, invadían a amigos y deudos cuando comprobaban que el ser querido se había salvado, o, por el contrario, que había caído en el campo de batalla. Hoy mismo, no obstante el tiempo transcurrido, sería imposible releer la prensa periódica de aquellos días sin experimentar los sentimientos apuntados. ¡Horribles tiempos los de guerra! Las relaciones de muertos se suceden unas a otras, salen a diario de las redacciones para difundir el dolor por millares de hogares.



En la familia Osborne produjeron los efectos del rayo las noticias publicadas por la Gaceta. Las muchachas se entregaron sin reservas a la desesperación; el padre, minado ya por un pesar silencioso y acerbo, se doblegó abatido bajo el peso de este último infortunio. Intentó persuadirse de que la mano de Dios había herido a su hijo para castigar su desobediencia, pero resistiéndose a confesar que la dureza del castigo le llenaba de pavor, no queriendo reconocer que lamentaba que sus maldiciones hubiesen tenido cumplimiento tan pronto y exacto. Con frecuencia sentía estremecimientos de terror, con frecuencia pensaba temblando que había sido él quien atrajo la desgracia sobre la cabeza de su hijo. Hasta entonces, no había perdido las esperanzas de reconciliación: su hijo podía quedar viudo o volver rendido a su padre y exclamar: ¡Padre, pequé contra ti!, pero el vendaval de la desventura había disipado estas esperanzas: su hijo sé encontraba ya en la orilla opuesta del infranqueable abismo y desde allí perseguía a su padre con miradas tristes llenas de reproches. Resurgía en su memoria el recuerdo de la enfermedad que años atrás había llevado a su hijo hasta el borde de la tumba. El muchacho yacía en el lecho del dolor, abrasado por la fiebre, delirante, sin conocerle, mirándole con ojos velados. ¡Santo Dios, y con qué ansiedad seguía el desventurado padre al médico! ¡Y qué montaña de pena abrumadora dejó de gravitar sobre su pecho el día que, desaparecida la fiebre, entró el muchacho en período de franca convalecencia y volvió a mirar al autor de sus días con ojos donde de nuevo fulguraba la inteligencia! Mas ¡ah!, en el caso presente, no había esperanzas de curación, ni de reconciliación; ya los labios del joven no se abrirían jamás, no podrían pronunciar palabras humildes que suavizasen la vanidad enfurecida del viejo o moderasen el curso precipitado de su sangre colérica y emponzoñada. Sería difícil precisar cuál de los dos pensamientos siguientes penetraba más adentro y producía dolor más agudo en el corazón de aquel padre: que su hijo hubiera salido de la jurisdicción de su perdón, o que su propio orgullo herido hubiese perdido para siempre las esperanzas de escuchar las frases de arrepentimiento que ambicionaba.



En medio de sus infortunios, en medio de sus dolores, aquel viejo orgulloso y duro a nadie tenía a quien abrir su corazón. No se le oyó pronunciar una sola vez el nombre de su hijo, ni siquiera delante de las hermanas de éste, pero ordenó a la mayor de sus hijas que toda la casa vistiese de luto. Ya no se daban reuniones, ya no se daban fiestas en la mansión de los Osborne, tan alegre en otro tiempo. Nada dijo a su futuro yerno, para cuyo matrimonio había sido señalado ya el día; pero el rostro del anciano hablaba con mayor elocuencia de lo que hubiese podido hacerlo su lengua, y el señor Bullock ni preguntó ni intentó apresurar la ceremonia, únicamente en el salón, donde no entraba el padre, hablaban alguna vez las hijas, pero siempre con voz muy baja. Todas las habitaciones de la casa que daban a la calle fueron cerradas, y no volvieron a abrirse hasta que pasó el tiempo de luto.

 



Unas tres semanas después del día 18 de junio se presentó en la mansión de los Osborne uno de los antiguos conocidos de la familia, el padre del capitán Dobbin, extraordinariamente pálido y presa de viva agitación. Con gran insistencia manifestó deseos de ver al padre de George. Introducido en el despacho del jefe de la casa, después de cambiar con éste algunas frases ininteligibles, sacó del bolsillo un sobre cerrado y lacrado con lacre rojo.



—Mi hijo, el comandante Dobbin —dijo el visitante—, me envió una carta por conducto de uno de los oficiales de su regimiento, que ha llegado hoy. La carta de mi hijo contenía otra para usted, señor Osborne.



El visitante dejó sobre la mesa una carta que el padre de George contempló durante algunos segundos en silencio. Su aspecto y miradas asustaron al embajador, quien, después de dirigir una mirada medrosa al conturbado viejo, se fue sin decir más.



La carta era de puño y letra de George. La había escrito al romper el día 16 de junio, poco antes de despedirse de Amelia. Sobre el lacre rojo campeaba el escudo de armas que el viejo Osborne había adoptado, en el cual se leía la siguiente divisa: Pax in bello. Era el escudo de la casa ducal con la que el viejo quería creerse ligado por vínculos de sangre. La mano que firmó aquella carta no volvería a sostener una pluma ni a esgrimir una espada. Hasta el sello que dejó la impresión sobre el lacre había sido robado por los que registraron el cadáver de George en el mismo campo de batalla.



Faltó poco para que el viejo cayese desmayado cuando, al cabo de un rato, alargó el brazo y se dispuso a abrir aquella carta. No decía ésta gran cosa. Un sentimiento de altivez impidió a George abandonarse a la dulce ternura que al escribirla inundaba su corazón. Decía únicamente que, en vísperas de tomar parte en una gran batalla, deseaba decir adiós a su padre, recomendarle, en aquel momento solemne, a la esposa… acaso al hijo, que dejaba en el mundo. Manifestaba con arrepentimiento que sus irregularidades y extravagancias habían dilapidado la mayor parte de la exigua fortuna materna, daba gracias a su padre por la generosidad con que hasta el día de su matrimonio le trató, y le prometía, cualquiera que fuese la suerte que el destino le tuviera reservada, mostrarse siempre digno del apellido que llevaba.



Su altivez inglesa, su orgullo, falsos respetos humanos tal vez, le impidieron decir más. El viejo no pudo ver, como es natural, el beso de ternura que George había estampado sobre el nombre de su padre. La carta escapó de las manos del padre, en cuyo pecho luchaban fiera batalla el cariño y el ansia de venganza: continuaba idolatrando a su hijo, pero sin perdonarle.



Unos dos meses más tarde, sus hijas, al acompañar a su padre a la iglesia, observaron que se colocaba en sitio distinto del que ocupaba de ordinario, y que, desde allí, contemplaba con mirada fija la parte del muro que estaba por encima de sus cabezas. Los ojos de las muchachas tomaron inmediatamente la misma dirección, y distinguieron un hermoso bajo relieve, esculpido en el muro, que representaba a la Gran Bretaña llorando sobre una urna: al pie de ésta se veía una espada rota y un león yacente, indicación de que se trataba de un monumento conmemorativo consagrado a la memoria de un guerrero muerto en el campo del honor. Los escultores de aquellos días tenían copioso repertorio de emblemas funerarios: buena prueba de ello son los muros de la iglesia de San Paul, donde se cuentan por centenares las alegorías de este género. Coronaban el bajo relieve las conocidas armas de los Osborne, y al pie del mismo habían grabado una inscripción así concebida:



A LA MEMORIA DE GEORGE OSBORNE,



CAPITÁN DE LOS EJÉRCITOS DE SU MAJESTAD,



MUERTO A LA EDAD DE 28 AÑOS,



COMBATIENDO POR SU REY Y POR SU PATRIA



EN LA GLORIOSA BATALLA DE WATERLOO.



EL DÍA 18 DE JUNIO DE 1815.



Dulce et decorum est pro patria mori.



La vista de la lápida conmemorativa agitó en tales términos a las dos muchachas, que las obligó a salir de la iglesia. Los asistentes se apartaron respetuosamente para abrir paso a aquellas jóvenes enlutadas, cuyos sollozos excitaban la compasión en tanto grado como el mudo dolor del anciano padre que, inmóvil como una estatua, contemplaba el monumento elevado a la memoria del soldado muerto.



—¿Perdonará a la esposa de George? —se preguntaron las niñas, luego que se calmó el primer desbordamiento de su pesar.



Las relaciones de la familia Osborne, que tantos comentarios habían hecho sobre la ruptura de relaciones entre padre e hijo, sobrevenida a consecuencia del matrimonio del último, hablaban ahora sobre las probabilidades de reconciliación entre el anciano y la joven viuda. Hasta se cruzaron no pocas apuestas a este propósito.



Si las hermanas de George abrigaron temores respecto a la probabilidad de que las puertas de la casa de su padre fueran un día abiertas a Amelia, si recelaron que la desdichada viuda de su hermano entrase a formar parte de la familia, sus temores debieron agrandarse considerablemente cuando, a fines de otoño, anunció su padre la resolución de hacer un viaje por el continente. Aunque no explicó cuál sería el término de su peregrinación, desde luego adivinaron que se dirigiría a Bélgica, donde les constaba que continuaba la viuda de George, pues con frecuencia recibían noticias de ésta por conducto de la madre y hermanas de Dobbin. Éste había ascendido a comandante y continuaba en el mismo regimiento, cubriendo la vacante de su predecesor, muerto en el campo de batalla. También nuestro valiente amigo O’Dowd, como recompensa por su heroico comportamiento en la batalla de Waterloo, había sido promovido al grado de coronel. Abundaban en Bruselas los oficiales y soldados del regimiento a que perteneció George que, heridos en alguna de las terribles jornadas de Quatre-Bras y Waterloo, pasaban el otoño en la capital de Bélgica curándose sus heridas. Desde los días de las dos cruentas batallas, hasta varios meses después, fue la ciudad un vasto hospital, y, a medida que pasaban los días, y los heridos podían abandonar sus lechos, jardines, plazas y establecimientos públicos estaban llenos de guerreros, viejos y jóvenes, que, recién escapados de las garras de la muerte, caían en las del juego, o del placer, conforme es uso y costumbre entre los moradores de la feria de las vanidades. Sin dificultad encontró el señor Osborne a uno de los que sirvieron en el regimiento de su hijo: conocía perfectamente el uniforme y estaba muy habituado a alternar con los oficiales. El mismo día de su llegada a Bruselas, en el momento de salir del hotel donde se hospedaba, que daba frente al parque, vio a un soldado del regimiento de George sentado en un banco de piedra. Lleno de emoción y temblando fue a sentarse junto al convaleciente.



—¿Pertenecía usted a la compañía que mandaba el capitán Osborne? —preguntó al cabo de algunos momentos—. Era mi hijo, amigo mío.



No pertenecía a la compañía de George el bravo soldado a quien fue dirigida la anterior pregunta, pero alzó con dificultad el brazo herido, saludó militarmente y, fijando en el contristado caballero que le interrogaba una mirada llena de conmiseración y de respeto, respondió:



—En nuestro regimiento no había oficial más bueno, más amable y más valiente que el capitán Osborne. Yo no servía en su compañía, pero en la ciudad se encuentra actualmente el sargento de la misma, recién salido del hospital y convaleciente de un balazo que recibió en un hombro. Podrá verle el señor, si lo desea, en la seguridad de que ha de poder facilitarle cuantos informes desee sobre… sobre el comportamiento heroico del regimiento. Supongo, sin embargo, que el señor habrá hablado con el comandante Dobbin, amigo inseparable del capitán, y con la viuda de éste, que se encuentra enferma de cuidado, según he oído decir Aseguran que por espacio de seis semanas ha estado loca… Pero perdóneme el señor si le he molestado contándole cosas que indudablemente sabe mejor que yo.



Puso Osborne una guinea en la mano del soldado y le prometió otra para cuando le trajese al sargento al hotel del parque. No tardó en encontrarse el sargento deseado en presencia del viejo. El soldado con quien éste hablara se despidió, una vez cumplido el encargo, y como refiriera a uno o dos camaradas suyos la llegada del padre del capitán Osborne y ponderase la generosidad con que había pagado sus informes, aquéllos quisieron celebrarlo, y no abandonaron al convaleciente hasta que cambiaron por vino y aguardiente las dos monedas de oro que habían salido del altivo y dolorido padre.



Acompañado por el sargento, Osborne se dirigió a Waterloo y Quatre-Bras, viaje que habían hecho millares de compatriotas suyos. Hizo subir al sargento en su coche y recorrió los dos teatros de las batallas. Vio las posiciones que el regimiento de George ocupó el día 16 y la rampa donde fue contenido el empuje de la caballería francesa, que acuchillaba a los belgas en su retirada. Allí fue donde el bravo capitán mató al oficial francés que luchaba con el portaestandarte para arrebatarle la enseña del regimiento. Desde allí pasó al lugar donde acampó el regimiento la noche del 17, aguantando los rigores de una lluvia persistente. Un poquito más allá estaba la posición que el regimiento tomó al enemigo y sostuvo durante el día entero, no obstante las repetidas cargas de caballería y el furioso cañoneo de que fue objeto. De allí salió el regimiento, hacia el final de la jornada, obedeciendo la orden de avance general, y pocas varas más allá fue donde George, que iba al frente de su compañía animando y enardeciendo con su ejemplo a los soldados, recibió el balazo que le dejó sin vida.



—El comandante Dobbin mandó trasladar a Bruselas el cadáver del capitán —terminó el sargento— e hizo que fuese enterrado decorosamente.



Mientras el sargento narraba su historia, rondaban en torno de los interlocutores varios tratantes en reliquias, que ofrecían a voz en grito toda clase de recuerdos de las jornadas: cruces, charreteras, espadas rotas, pedazos de coraza y águilas. Osborne recompensó espléndidamente al sargento cuando se despidió de él después de visitados los lugares donde su hijo acabó su peregrinación sobre la tierra. Había visitado anteriormente el cementerio donde reposaba su cadáver: en honor a la verdad diremos que fue lo primero que visitó en Bruselas. Había sido enterrado George en el cementerio de Laeken, próximo a la ciudad, donde bromeando había manifestado deseos de recibir sepultura un día que visitó por pasatiempo el cementerio. Descansaba su cadáver en la parcela no bendecida del santo lugar, separada por una valla del general, donde eran enterrados los católicos. El viejo Osborne creyó que era depresivo, humillante, que su hijo, un noble inglés, un capitán del famoso ejército de la Gran Bretaña, no hubiera sido considerado digno de descansar junto a los naturales de la ciudad.



A su regreso del campo de batalla de Waterloo, el coche ocupado por Osborne tropezó, casi a las puertas de la capital, con un carruaje descubierto, que llevaba dirección opuesta, e iba ocupado por dos señoras y un caballero. Junto a la portezuela trotaba un oficial a caballo. Osborne se encogió cuanto pudo, y el sargento, sentado a su lado, le miró con sorpresa a tiempo que saludaba militarmente al oficial, el cual le devolvió automáticamente el saludo. Las personas que ocupaban el carruaje eran Amelia, el joven portaestandarte, no bien curado de su herida, y la señora O’Dowd. Era Amelia, pero ¡cuán cambiada estaba! Con trabajo la reconoció Osborne. Su cara flaca y contristada tenía la blancura del papel, las tocas de la viudez recogían su hermoso cabello castaño, y sus ojos miraban fijamente, pero sin ver nada. Se posaron sobre el rostro de Osborne y no le reconocieron; verdad es que tampoco la conoció el viejo hasta que se fijó en Dobbin, que era el jinete que trotaba junto a la portezuela. El viejo sintió una oleada de odio; hasta aquel instante no se dio cuenta cabal del aborrecimiento feroz que hacia aquella desdichada criatura sentía. Luego que se cruzaron los carruajes, se volvió y clavó sus ojos en el sargento que le observaba sorprendido. Su mirada parecía querer decir: «¿Qué es lo que le sorprende? Odio a esa mujer, la odio con todas las fuerzas de mi alma… Fue esa mujer la que echó por tierra el castillo soberbio de mis esperanzas, la que abatió mi legítimo orgullo».

 



Un minuto más tarde, galopaba un caballo tras el coche de Osborne. Montábalo Dobbin, el cual, abismado en sus pensamientos en el momento de cruzarse los coches, no conoció al viejo hasta momentos después. La impasibilidad del rostro de Amelia le hizo comprender que no había conocido al padre de su adorado, y entonces, sacando el reloj del bolsillo y pretextando una cita, olvidada hasta aquel instante, volvió grupas y puso su caballo al galope. Ni le oyó Amelia ni advirtió su marcha; pensaba la infeliz en los bosques que se alzaban a lo lejos, entre los cuales había pasado George el día que se despidió de ella para siempre.



—¡Señor Osborne!… ¡Señor Osborne! —gritó Dobbin, haciendo señas con el brazo.



El viejo gritó al cochero que pusiera los caballos al galope.



—¡Señor Osborne!… —repitió Dobbin, acercándose al coche.



Los labios del iracundo anciano barbotaron una maldición.



—Necesito ver a usted —prosiguió Dobbin—. Estoy encargado de un mensaje para usted.



—¿De parte de esa mujer? —vociferó con fiereza el viejo.



—No… de parte de su hijo de usted —replicó Dobbin.



Osborne cayó abatido en el fondo del coche. Dobbin respetó aquellos momentos de dolor, se colocó detrás del carruaje y atravesó la ciudad llegando hasta el hotel donde se hospedaba el viejo sin dirigirle la palabra. Una vez allí, desmontó y siguió al padre de su amigo hasta sus habitaciones. Eran las mismas que ocuparon Becky y su marido durante su estancia en Bruselas.



—¿Deseaba usted algo de mí, capitán Dobbin?… Perdone usted. Debí decir comandante Dobbin, gracias a la muerte de otros, mejores que usted, y cuyo puesto ha ocupado —dijo el viejo, con la entonación de amargo sarcasmo que con frecuencia empleaba.



—En efecto —contestó Dobbin—: hombres que valían mil veces más que yo perdieron la vida: de uno de ellos precisamente tengo necesidad de hablarle a usted.



—Acabe usted pronto —gritó el viejo lanzando un juramento.



—Vengo aquí en calidad del amigo más íntimo de su hijo, como ejecutor de su última voluntad. Antes de salir para el campo de batalla hizo testamento; que sus recursos eran muy módicos lo sabe usted mejor que nadie, pero acaso ignore usted el deplorable estado en que queda la viuda.



—¡Nada tengo que ver con la viuda… no la conozco! ¡Que vuelva al lado de su padre!



Dobbin, que estaba resuelto a no perder la paciencia, continuó de esta suerte, sin hacer caso de la interrupción:



—¿Conoce usted, caballero, la situación de la viuda Osborne? El golpe terrible que la hirió destruyó a la vez su salud y su razón, y es muy dudoso que llegue a reponerse. Una probabilidad de salvación le queda, sin embargo, y es la que motiva mi visita. Dentro de muy poco será madre. ¿Castigará usted en el hijo las ofensas del padre? O bien, ¿perdonará a una criatura inocente por amor a quien le dio el ser?



Osborne soltó una letanía de imprecaciones mezcladas con alabanzas propias: en primer lugar, excusó su conducta cruel, y en segundo, exageró hasta lo infinito el pecado de George. A creerle, no había en todo el Reino Unido padre que hubiese tratado con tanta generosidad y paciencia como él a un hijo rebelde y culpable que, ni en vísperas de morir había querido confesar sus errores. Nada más natural que sufriesen los suyos las consecuencias de sus graves culpas. En cuanto a él, siempre fue esclavo de su palabra: juró no dirigir la palabra a aquella mujer, no reconocerla jamás como esposa de su hijo, y cumpliría su juramento.



—Puede usted decírselo así a la interesada —acabó.



Fuerza era renunciar a toda esperanza. La viuda de George no podía contar sino con sus exiguos recursos y con el auxilio que pudiera prestarle su hermano Joseph.



—Se lo diré —pensó Dobbin—: preferible es hacerlo ahora que todo le es indiferente.



Era verdad: el peso de la desgracia había aniquilado a aquella pobre criatura: podía decirse que sus facultades mentales habían dejado de funcionar desde el infausto día de la catástrofe.



Dejemos pasar doce meses sobre la vida de la infortunada Amelia. La primera parte de este tiempo lo ha pasado torturada por la más aguda y profunda de las ama