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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Ah, sí! ¡Emily lo echaría todo a perder! Al día siguiente, la carroza monumental de la familia Southdown, en cuyas portezuelas campeaba bajo una corona de conde el escudo de armas de la casa (tres corderos de plata sobre campo verde) se detenía frente a la puerta del domicilio de Matilde Crawley, y el lacayo ponía en manos del señor Bowls dos tarjetas de visita, una para la señora y otra para la señorita Briggs.

Debemos decir que como transacción se permitió que lady Emily enviase la víspera a la señorita Briggs un paquete de libros que contenía Las llamas del infierno, obra de características amables, para ella, y Los gritos de un alma condenada, El fuego eterno y sus calderas y otros trabajos en los que campeaba un espíritu más apocalíptico, para los criados de la solterona.

Capítulo XXXIV

Cómo una embajada que empieza bien puede acabar muy mal

No cabía en su pellejo de gozo la señorita Briggs desde que el hijo del barón de Crawley y su novia lady Jane la encontraron y colmaron de atenciones, y sobre todo, desde que la condesa de Southdown, una condesa nada menos, dejó una tarjeta para ella, para la Briggs, pobre e insignificante dama de compañía.

—¿Qué fin persigue la condesa de Southdown al dejar a usted su tarjeta? ¡A fe que no lo entiendo! —observó la igualitaria Matilde Crawley.

—Puede ocurrir que una dama de categoría se digne prestar alguna atención a otra de condición modesta —contestó con humildad la Briggs.

Refirió a continuación que el día anterior había encontrado al señor Crawley paseando con su prometida e hizo un elogio cumplidísimo de la amabilidad y modestia de esta encantadora señorita, y ponderó la sencillez de su vestido, del cual hizo reseña detallada, empezando por el sombrero y acabando por los zapatos.

Dejó la solterona que su doncella se despachase a su gusto sin apenas interrumpirla. A decir verdad, con el retorno de la salud volvían sus deseos de recibir y hacer visitas al médico, el señor Creamer, le recomendaba que no volviese a Londres, donde su salud correría peligro de naufragar. Encantada de encontrar en Brighton personas distinguidas con quienes alternar, no sólo devolvió su tarjeta al día siguiente de recibir la de la condesa, sino que hizo saber a su sobrino que tendría mucho gusto en verle. Pitt aprovechó inmediatamente la buena disposición de su tía, a la que presentó a la condesa de Southdown y a su hija. La condesa viuda evitó hablar del deplorable estado espiritual de la solterona; en su conversación se limitó a comentar con discreción exquisita lo agradable de la temperatura y lo hermoso del tiempo, dijo algo sobre la guerra y la caída de Bonaparte y habló con extensión de los médicos y boticarios, elogiando de paso al doctor Podger, verdadera eminencia médica.

Durante la visita dio Pitt un golpe soberbio que evidenció que si un tropiezo prematuro no le hubiese detenido en su carrera diplomática, habría escalado a no dudar los puestos más elevados de la misma. Cuando la condesa viuda de Southdown, rindiéndose a la moda del tiempo, cenó con furia contra el maldecido Corso, y demostró que era un monstruo manchado con todos los crímenes imaginables, un tirano odioso que no merecía vivir, un demonio cuya ruina definitiva estaba prevista y anunciada, etc., etc., Pitt Crawley abrazó inopinadamente la defensa del que llamaba «el hombre del destino». Describió con gran elocuencia al Primer Cónsul, tal como tuvo ocasión de verle en París cuando se firmó la paz de Amiens, cuando él, Pitt Crawley, pudo enorgullecerse de haber conocido y tratado al gran Fox, estadista de altos vuelos, cuyos puntos de vista no compartía, pero admiraba fervientemente. Habló con indignación de la conducta desleal de los aliados para con el destronado emperador Napoleón, quien, después de entregarse confiado a su merced, era enviado a un destierro innoble y cruel, mientras Francia se sometía a la tiranía de una facción rapaz, vil e inmunda.

Con su discurso dio Pitt un paso de gigante en el camino del favor de su tía, partidaria entusiasta de Napoleón y admiradora ferviente de Fox. Verdad es que su entusiasmo por el uno y su admiración por el otro, con ser muy grandes, no la dominaban hasta el punto de que la ruina del primero acortase su vida ni pusiera en peligro la admirable tranquilidad de su alma, mas no lo es menos que Pitt supo llegar a su corazón elogiando a sus ídolos.

—Y usted, querida niña, ¿qué opina? —preguntó la solterona a Jeannie, que había despertado sus simpatías desde el primer momento, como las despertaban todas las personas jóvenes y agraciadas que le eran presentadas, aunque la imparcialidad nos obliga a decir que sus simpatías se extinguían con tanta rapidez como nacían.

Lady Jane se puso muy encarnada y respondió que no entendía de política, ciencia enrevesada que dejaba a los talentos más claros que el suyo, pero que, si bien creía que las razones de su madre eran fundadas, reconocía con gusto que el señor Pitt Crawley había hablado con elocuencia.

Al levantarse las señoras para despedirse, la solterona suplicó a la condesa que le enviase con frecuencia a Jeannie, suponiendo que ésta fuese tan amable y abnegada que se resolviera a hacer compañía y consolar a una pobre vieja enferma. La condesa prometió complacerla.

—Mira, Pitt; no vuelvas a traerme a tu señora condesa viuda de Southdown —dijo la solterona a su sobrino, tan pronto como tuvo ocasión de hablarle a solas—. Es la estupidez personificada, me crispa los nervios; con su manera de hablar, solemne y pomposa, se parece, como un huevo a otro, a los individuos de la familia de tu madre, a quienes jamás he podido sufrir. A quien sí te agradeceré que traigas cuantas veces te sea posible es a Jeannie.

Prometió Pitt hacerlo así y se guardó muy bien de manifestar a la condesa la impresión que había dejado en su tía.

He aquí cómo lady Jane, siempre dispuesta a consolar a los enfermos, y contenta de librarse de vez en cuando de los mortales sermones del reverendo Bartholomew Irons y de las pláticas de los moscardones que a todas horas zumbaban alrededor de la condesa su madre, llegó a ser la inseparable de la solterona, a la cual acompañaba en sus paseos y veladas. Era de un carácter tan dulce y angelical, que ni la Firkin sintió en su pecho el aguijón de la envidia: en cuanto a la Briggs, su deseo habría sido verla a todas horas en casa, creyendo que su dulzura se contagiaba a su gruñona señora, que la trataba con menos despego desde que había estrechado sus relaciones con la encantadora niña. A ésta le prodigaba la anciana convaleciente muestras de cariño como no dispensó jamás a nadie; le refería infinidad de anécdotas de su juventud, pero en términos muy diferentes de los que en otro tiempo empleaba en sus conversaciones con Becky, pues con ésta se permitía libertades de lenguaje que habrían alarmado la inocencia de Jeannie, falta que no podía cometer una dama tan fina como Matilde.

En las largas veladas de otoño, mientras Becky descollaba en París, derrochando alegría en las reuniones de oficiales jóvenes del ejército vencedor, y nuestra Amelia, nuestra dolorida Amelia… ¡Ah! ¿Qué había sido de ella? Mientras Becky derrochaba alegría en París, Jeannie, sentada al piano, cantaba himnos sencillos, dulces romanzas, a las horas en que los últimos fulgores del sol, extinguiéndose en el horizonte, no dejaban en el cielo más que claridades dudosas, y las olas inquietas venían a morir en la playa. La solterona se dormía arrullada por la armonía, mas no bien cesaba ésta, despertaba sobresaltada y suplicaba a la cantante que volviese a comenzar. Briggs, mientras tanto, sentada en un rincón, vertía lágrimas silenciosas arrancadas a sus ojos por una sensación de voluptuosidad inefable. Deliciosamente conmovida, contemplaba los esplendores del océano y las lámparas suspendidas sobre la inmensa masa de agua que principiaban a brillar en la bóveda celeste. ¡Ah! ¿Qué pluma sería capaz de trazar un cuadro que reflejase los goces misteriosos que paladeaba aquella alma meditativa y sensible?

Pitt, mientras tanto, encerrado en el comedor con algunos folletos sobre las leyes sobre el trigo o la Revista de las Misiones, se entregaba sin tasa al placer a que suelen entregarse después de comer todos los ingleses románticos o no románticos: bebía Madera, erigía soberbios castillos en el aire, se consideraba hombre superior, creía de buena fe que su amor a Jeannie había adquirido un grado de intensidad que no alcanzó en los siete años anteriores de relaciones, durante los cuales jamás sintió impaciencias, y dormía y roncaba como un bendito. Llegada la hora de servir el café, Bowls entraba procurando hacer mucho ruido, y solía encontrarle absorto en la lectura de alguno de los folletos.

—Mi gozo sería completo si tuviese a mi lado una persona que supiera jugar a los cientos —dijo una noche la solterona, a raíz de haber tomado el café—. La pobre Briggs juega, pero… sabe poco más o menos lo que sabría un mochuelo… ¡Es tan estúpida!… Y es el caso que creo que dormiría mejor si jugase una partidita…

Lady Jane, poniéndose muy colorada, contestó:

—Juego un poquito… Cuando vivía papá, solía hacerle la partida.

—¡Un beso… un beso al instante, mi adorada providencia! —gritó extasiada la solterona.

Jugando a los cientos encontró Pitt a la anciana y a la niña, revelando un contento infinito la primera y un rubor adorable la segunda.

No dejarán de comprender nuestros lectores que ninguno de los artificios y maniobras de Pitt escapaban a la penetración de sus queridos parientes de la casa rectoral de Crawley de la Reina. Hampshire y Sussex distan muy poco entre sí y la avisada Martha contaba en esta última región con amigos que la tenían al corriente de cuanto pasaba, y hasta de mucho que no pasaba, en la casa habitada por Matilde en Brighton. Pitt apenas si salía de ella: meses enteros transcurrían sin que se le viese en el castillo, donde su abominable padre se entregaba sin freno a los licores y a vergonzosas familiaridades con los Horrocks. Los progresos evidentes de Pitt en el afecto de su tía eran la gota que hacía desbordar la rabia que llenaba el alma de su tía Martha, quien a medida que pasaban los días lamentaba con mayor amargura, aunque lo confesaba menos que nunca, la torpeza monstruosa que cometió mientras estuvo al lado de la enferma, maltratando a la señorita Briggs y conduciéndose con brutal altanería con la Firkin y con Bowls, privándose así de agentes de su confianza en la mansión de su parienta.

 

—De todo es responsable la clavícula de mi marido —repetía a todas horas—. Nadie me habría echado de aquella casa si no ocurre la fractura en cuestión… Soy la víctima del deber y de tu afición a la caza, odiosa e impropia dada tu condición.

—¡Qué clavícula ni qué calabazas! —contestaba el marido—. Fuiste tú quien la asustaste, tú, que eres muy ladina, sí, pero que tienes un genio endiablado que ni el mismo Job podría resistir. La sed de dinero te abrasa, hija mía; a trueque de tenerlo, serías capaz de dar tu…

—En la cárcel estarías hace años si no hubiese yo sabido conservar el tuyo.

—No lo niego, querida… Repito que eres lista, pero no supiste comprender que la cuerda, si de ella se tira demasiado, concluye por romperse —replicó el rector consolándose con un vaso de cerveza—. Lo que me pasma es que mi hermana se haya aficionado a la compañía de Pitt, que nació ganso, es ganso y morirá ganso. De niño, Rawdon, que es un hombre de cuerpo entero, aunque también un perdido a quien quisiera ver ahorcado, le daba cada tanda de azotes, que era una bendición; y el imbécil, lejos de pagar con la misma moneda, corría a refugiarse en el regazo de su madre, llorando y gimoteando. ¡Si cualquiera de nuestros hijos, el que menos vale, es capaz de darle!… ¡Y a propósito! ¡Acaba de ocurrírseme una idea!

—¿Qué?

—¿Por qué no enviamos a Jimmy a Brighton? Tal vez conseguiría algo de mi endiablada hermana. Está próximo a graduarse… Cierto que le han calabaceado dos veces… pero ha vivido en Oxford, ha recibido educación en una universidad, ha tratado a lo mejor entre sus camaradas de estudios, sabe remar admirablemente, es guapo… ¡Nada, nada! Lo mejor será enviarlo a su tía, recomendándole que muela los huesos a Pitt si éste se atreve a decirle media palabra… ¡Ja, ja, ja, ja!

—Puede ir Jimmy… sí… ¡Ah, si en su lugar enviásemos a cualquiera de las niñas! Pero no, no pensemos en lo que no ha de ser: tu hermana se dejaría azotar antes que sufrir a su lado personas feas, y nuestras hijas no son bonitas, por desgracia.

Mientras de esta suerte hablaba el matrimonio, las muchachas tocaban en la pieza inmediata una composición musical dificilísima. Habían recibido una instrucción muy esmerada, se pasaban los días y los meses estudiando piano, geografía, historia, labores, pero ¿de qué sirven estas dotes en la feria de las vanidades a las jóvenes pobres, rechonchas, feas? De nada: bien convencida estaba de ello su madre, quien con frecuencia decía suspirando que no habría hombre que se resignase a cargar con ninguna de ellas.

Poco, mejor dicho, nada se prometía Martha de Crawley del envío de su hijo Jimmy cerca de su anciana cuñada. En honor a la verdad, añadiremos que tampoco el joven embajador, a quien se instruyó convenientemente, auguraba bien del resultado de su misión, pero creyendo que su anciana tía le despediría con un buen regalo que le permitiese pagar a sus acreedores más inexorables, tomó asiento en la diligencia de Southampton y llegó felizmente a Brighton, con su maleta, su perro favorito Towzer y un cesto lleno de productos de huerta, que los moradores de la casa rectoral enviaban a su querida Matilde Crawley. No creyendo acertado molestar a su tía la noche de su llegada, fue a hospedarse en una posada, y dilató su primera visita hasta las doce del día siguiente.

No había visto la solterona a su sobrino Jimmy desde que era un muchachote zafio y desgarbado, desde que se hallaba en la edad ingrata en que la voz tan pronto ataca las notas más agudas como es de bajo profundo, en que los adolescentes se rapan la cara con las tijeras de sus hermanas, en que la compañía de las personas del sexo contrario produce en ellos sensaciones de terror indefinible, en que sobresalen del vestido, que parece encogerse todos los días, sin que se sepa cómo, grandes manos con parte del brazo y grandes pies con parte de la pierna, en que su presencia en el salón después de la comida resulta insufrible para las señoras que cuchichean en la penumbra, e intolerable para los caballeros, que se sienten cohibidos en sus expansiones, hasta el punto que el padre al cabo de un rato dice: «Hijo mío, ¿por qué no te vas a dar una vuelta?», y el muchacho, contento de ver que le dejan en libertad, y herido en su amor propio al ver que no se le trata como a hombre, sale de la habitación antes de que se sirvan los licores.

Jimmy, muchachote zafio por la época en que dejó de verle su tía, era ahora un joven que había recibido instrucción en una universidad y adquirido, ya que no conocimientos sólidos, el barniz inapreciable que sólo la vida universitaria puede dar, y que consiste en saber contraer deudas, atreverse a todo, y cosechar un suspenso en cada examen.

Como en medio de todo era agraciado, no produjo mala impresión en su tía, cuya debilidad era simpatizar con las personas de correctas facciones.

Manifestó que el objeto de su viaje a Brighton era hacer una visita a un compañero de colegio, que pensaba permanecer allí dos días, y que no quiso privarse del placer de ofrecerle sus respetos, juntamente con los de sus padres, que hacían votos por su salud.

Pitt, que acompañaba a su tía cuando anunciaron al recién venido, palideció intensamente al oír su nombre. La confusión, la alarma que reflejó el rostro de Pitt divirtieron a la solterona, que se encontraba aquel día de excelente humor. Preguntó con muestras de vivo interés por los padres y hermanas del muchacho, dijo que pensaba hacerles muy en breve una visita, se dolió de que sus sobrinas no hubiesen salido agraciadas como él, y al saber que su querido sobrino había ido a hospedarse a una fonda, manifestó que no lo consentía, y en el acto envió a Bowls a recoger el equipaje del viajero, encargándole que de paso abonase su cuenta.

—Dispénseme, señor —dijo Bowls, haciendo una reverencia profundísima a Jimmy—, ¿en qué hotel se hospeda el señor?

—¡Ah! —exclamó el viajero, levantándose vivamente—. Iré yo…

—De ninguna manera —replicó Matilde—. ¿En qué hotel te hospedas?

—En la posada de Thomas el Cojo —contestó Jimmy bajando los ojos.

La solterona soltó la carcajada; los carrillos de Bowls se hincharon, pero el buen hombre pudo contenerse; el diplomático se contentó con sonreír.

—Es la primera vez que vengo a Brighton… y fui a la posada que me recomendó el mayoral de la diligencia —añadió Jimmy, rojo como la púrpura—. Iré yo y pagaré mi cuenta…

—Vaya usted, Bowls, y arregle la cuenta de mi sobrino —insistió la solterona.

En su deseo de mortificar a Pitt y de redoblar sus alarmas, Matilde derrochó amabilidad con Jimmy, a quien llevó a pasear en su coche. Durante el paseo, ponderó sus conocimientos, le dijo que sabía que en la universidad se condujo ejemplarmente, le habló de poesía francesa e italiana, y concluyó asegurándole que ganaría la medalla de oro y conseguiría con pleno éxito su título de doctor.

A su regreso del paseo, encontró su cuarto preparado, al que había sido llevado ya su equipaje. Bowls le miraba con gravedad, pasmo y compasión, pero en lo que menos pensaba Jimmy era en Bowls; harto tenía que hacer pensando en el horrible predicamento en que se hallaba en una casa llena de mujeres, que hablaban francés e italiano y le disparaban poesías.

A la hora de comer, se presentó Jimmy respirando con dificultad por culpa de la apretada corbata blanca. Tuvo el honor de dar el brazo a lady Jane para bajar al comedor, mientras Pitt sostenía con el suyo a su tía, la cual, cargada como iba de cobertores, mantas y chales, parecía un fardo viviente. Muy poco habló Jimmy durante la comida, limitándose a servir vino, galantemente, a las señoras, aceptando el reto que le hizo Pitt y consumiendo casi toda la botella de champaña que se sirvió en su honor. Cuando se levantaron las señoras y quedaron solos los dos primos, Pitt se mostró más afectuoso y comunicativo; se interesó por la carrera de Jimmy, le hizo mil preguntas sobre sus proyectos para el porvenir… en una palabra: estuvo con él cariñoso y amable. Jimmy, por su parte, cuya lengua había desatado el vino, contestó narrando la historia de su vida, ponderando sus deudas, celebrando sus reyertas, riendo sus calaveradas… y, sobre todo, vaciando botella tras botella con pasmosa actividad.

—Nada agrada tanto a nuestra tía como ver que las personas que se hospedan en su casa hacen lo que les viene en gana —dijo Pitt—. Estás en la Casa de la Libertad, Jimmy, y el mayor placer que puedes proporcionar a nuestra tía es hacer tu santa voluntad. De mí te burlabas en otros tiempos porque era conservador; nuestra tía es liberal exagerada; idólatra de los principios republicanos, desprecia todo lo que suena a títulos nobiliarios.

—Entonces, ¿por qué te casas con la hija de un conde?

—Ten presente, mi querido primo, que no es culpa de la pobre Jeannie si por sus venas corre sangre azul. Le guste o no, nació noble y noble es: además, sabes que siempre he sido conservador.

—¡No… si nada digo yo contra la nobleza! Precisamente lo que más me enorgullece es pertenecer a ella. No soy un radical, no, que me honro siendo caballero. La buena sangre lo es todo… ¿Quién gana en las regatas, en las luchas? La buena sangre. Echa ratas a dos fox-terriers, y verás cómo mata más el de mejor sangre… Bowls, mi querido amigo… trae un par de botellas más… ¿Qué estaba diciendo?

—Hablabas de los perros que matan más ratas —contestó Pitt con dulzura, sirviéndole una copa de vino.

—Es verdad; de los perros que más ratas matan… ¿Te gustan los deportes, Pitt? ¿Quieres ver en funciones al campeón de los fox-terriers? Pues vente conmigo hasta la casa de Tom el… Pero ¡estoy hablando en tonto! ¿Por ventura ignoro que no eres capaz de distinguir entre un foxterrier y un pato?

—En realidad, de lo que hablabas era de la sangre, de las ventajas que tenemos los que pertenecemos a la nobleza… ¡Hola! ¡Ya podemos entendérnoslas con esta nueva botella!

—Sí, sí: la sangre lo es todo; en los caballos, en los perros, en los hombres —prosiguió Jimmy sirviéndose vino—. No hace mucho tiempo, estábamos tomando cerveza Ringwood, el hijo de lord Cinqbar y yo, cuando se nos presentó Bambury brindándose a luchar con cualquiera de nosotros. No estaba yo en condiciones de aceptar el reto, porque apenas si podía servirme del brazo derecho, que medio me había fracturado dos días antes mi maldita yegua. Digo que con gran sentimiento hube de declinar la invitación; pero Ringwood se quitó inmediatamente la chaqueta, se plantó frente a Bambury y, en menos de tres minutos, lo dejó tendido en tierra… ¡Había que ver cómo le tendió! ¡Con qué limpieza! ¡Si es lo que yo digo… la sangre, y nada más que la sangre!

—Pero observo que no bebes, Jimmy. En mis tiempos, los que estudiábamos en Oxford sabíamos vaciar una botella en la cuarta parte del tiempo del que, por lo visto, necesitas tú.

—¡Mira, primo, no me vengas con bromas! —exclamó Jimmy—. Quieres alumbrarme, pero no lo conseguirás. In vino ventas, chico. Marte, Baco, Apolo virorum, ¿eh? Nuestra tía debería enviar algunas de estas botellas a casa; ¿no te parece?

—Indícaselo, y seguramente te complacerá… pero mejor será aprovecharse ahora. ¿Qué dice el poeta? «Nunc vino pellite curas, Cras ingens iterabimus cequor».

En la casa de sus padres, cuando a los postres se descorchaba una botella de vino de Oporto, bebía la madre un solo vaso, Jimmy dos, por regla general, pero como el padre fruncía terriblemente el entrecejo si su vástago hacía más de dos visitas a la botella, el muchacho solía refrenar sus deseos de beber, excepto cuando recurría al vino común o se dirigía a la cuadra para apagar su sed con ginebra en compañía del cochero. En Oxford, nadie le tasaba la ración de vino, pero lo bebía de clase inferior. En la casa de su tía encontró cantidad y calidad, y como quiera que sabía apreciar una y otra, sin necesidad de las instancias de su primo habría vaciado la botella que Bowls acababa de servir.

 

Pero llegó el momento de tomar el café, y en cuanto se vio en presencia de las señoras, nuestro caballerito, presa de la misma cortedad que le dominaba de estudiante, perdió bruscamente su franqueza y alegre verbosidad y recayó en la timidez y silencio que le eran habituales. El resto de la velada se lo pasó diciendo sí o no a tontas y a locas, mirando descaradamente a Jeannie, y volcando de tanto en tanto alguna taza de café.

Pero si no hablaba, en cambio bostezaba ruidosamente y miraba con fijeza molesta a los contertulios.

—Poco comunicativo es el muchacho —dijo la solterona dirigiéndose a Pitt.

—Lo es más cuando se encuentra entre hombres solos —respondió lacónicamente el Maquiavelo de nuevo cuño, sintiendo que el vino de Oporto no hubiese desatado la lengua a su primo.

Jimmy dedicó una buena parte de la mañana siguiente a la descripción que hizo, en una carta dirigida a su madre, de la brillante acogida que le había dispensado su tía. ¡Ah! ¡No sospechaba el infeliz las amargas desventuras que le deparaba el día, no sospechaba que su reinado en el favor de su tía sería muy transitorio, un ejemplo más de la fugacidad de las cosas de este mundo miserable! Había olvidado Jimmy una circunstancia… tan trivial como fatal para él, ocurrida en la posada del Cojo la noche que precedió a la visita hecha a su tía. Nuestro héroe, generoso por temperamento, y especialmente cuando había bebido con algún exceso, invitó a tomar unos vasos de ginebra a cinco o seis amigos que encontró en Brighton, de lo que resultó que en su cuenta le fueron cargados la friolera de dieciocho vasos de ginebra a diecisiete peniques cada uno. Lo de menos era el importe, que no fue la suma total de dinero, sino la cantidad de ginebra lo que entrañaba un cargo fatal contra las costumbres de Jimmy. Fue el caso que el dueño de la posada, cuando se presentó Bowls, por orden de su señora, a pagar la cuenta, temiendo los reparos que aquél pudiera oponer a su pago si le hablaba de los amigos que participaron de la ginebra, juró por la salvación de su ánima que el consumo lo había hecho personalmente el joven viajero. Bowls pagó la cuenta; pero asustado ante tan horrible prodigalidad de ginebra, la dio a leer a la Briggs, la cual a su vez creyó que era obligación suya explicar la circunstancia a su principal, la señorita Matilde.

Si Jimmy se hubiese engullido dos docenas de botellas de vino de Oporto, la solterona le habría perdonado sin dificultad. Sabía muy bien que los famosos señores Fox y Sheridan bebían vino de Oporto: al fin y al cabo, el vino de Oporto era bebida digna de un caballero: pero engullirse dieciocho vasos de ginebra en una posada innoble, era un crimen repugnante que no merecía perdón.

Durante el día, Jimmy fue perdiendo su cortedad. En la mesa, mientras la comida, estuvo decidor y bromista. Dos o tres veces se permitió hablar medio en serio, medio en broma, contra su primo Pitt; bebió muchísimo más que el día anterior y, más tarde, habiendo entrado en el salón sin que nadie le llamase, entabló conversación con las señoras y quiso divertirlas contándoles algunas historietas escogidas, ocurridas en la universidad de Oxford. Describió las cualidades pugilísticas de Molyneux y de Dutch Sam, ofreció a lady Jane cubrir cuantas apuestas hiciera ella en favor de Tutbury y contra el campeón de Rottinghead, o bien al contrario, y terminó retando a su primo a un asalto de boxeo, con o sin guantes, que podrían reñir en el salón y a presencia de las señoras.

—Nos propinaremos unos puñetazos soberbios, primo mío —dijo Jimmy, riendo a carcajadas—. Te advierto que mi padre me encargó que te moliese los huesos, así que no haré más que cumplir sus deseos; ¡ja, ja, ja, ja!

Llegó la hora de recogerse. La solterona se levantó y salió del salón, no sin que antes Jimmy atravesase la estancia con paso vacilante y le diera las buenas noches dirigiéndole la sonrisa más agradable que un borracho encuentra a su disposición. Nuestro héroe se despidió seguidamente de las personas que en el salón quedaban y subió a su cuarto, plenamente convencido de que la fortuna de su tía pasaría irremisiblemente a poder de sus padres.

Harto desesperada era la situación del infeliz muchacho, pero una imprudencia suya la empeoró todavía más. La luna, que bañaba con sus dulces resplandores un mar tranquilo y rumoroso, atrajo a la ventana a Jimmy, que quedó embelesado ante el romántico aspecto que ofrecían el cielo y el mar. Creyó nuestro héroe que nada le impedía unir el goce del humo al que la contemplación de la naturaleza le proporcionaba, y, seguro de que nadie habría de oler el perfume del tabaco si fumaba en la ventana, sacó su pipa y la encendió. No se le ocurrió pensar que, abiertas como estaban la puerta y la ventana del cuarto, se establecía una corriente de aire que llevaba el aroma del tabaco escaleras abajo, y que concluyó por infiltrarlo en las habitaciones de la solterona y de la señorita Briggs.

Fue aquél el golpe de gracia. Probablemente nunca sospecharon los habitantes de la rectoral de Crawley de la Reina los miles de libras esterlinas que les costó la malhadada pipa que la noche en cuestión fumó su hijo. La Firkin bajó a la habitación de Bowls, quien con voz cavernosa y sepulcral leía a su ayudante El fuego eterno y sus calderas. Tal espanto reflejaba el rostro de la Firkin, que el mayordomo y su oyente creyeron que había ladrones en la casa y que la doncella había visto sus pies debajo de la cama de la señora. Cuando Bowls supo de qué se trataba, echó a correr escalera arriba y se presentó en el cuarto de Jimmy, diciendo:

—¡Por Dios vivo, señor… tire usted esa pipa! ¡Oh, caballero Jimmy! ¿Qué ha hecho usted? ¿Qué ha hecho usted, señor? —repitió con voz más consternada, arrancando la pipa de la boca del fumador y arrojándola por la ventana—. ¡La señorita no puede sufrir el humo del tabaco!

—¿No? ¿Y quién le manda fumar? —contestó Jimmy soltando la carcajada, persuadido de que acababa de hacer un buen chiste.

Sus ideas se modificaron sensiblemente cuando, al despertar, se presentó en su cuarto el ayudante del señor Bowls llevándole las botas limpias, agua caliente para afeitarse y una cartita de puño y letra de la señorita Briggs, concebida en los siguientes términos:

Muy señor mío: La señorita ha pasado una noche horrorosa a consecuencia del repugnante olor a tabaco que inundó toda la casa. Me encarga la señorita que manifieste a usted que siente mucho que el estado delicado de su salud le impida decir a usted adiós antes de su marcha, y sobre todo, que lamenta de veras haber sacado a usted de la posada, donde con seguridad se encontrará usted más a gusto que en esta casa, mientras sus asuntos le obliguen a permanecer en Brighton.

He aquí cómo terminó la carrera del buen Jimmy como candidato al favor de su tía.

¿Dónde estaban durante este tiempo los que en la caza de la fortuna de la solterona fueron los favoritos? Becky y Rawdon, conforme hemos visto, se reunieron después de la batalla de Waterloo y pasaban alegremente en París el invierno de 1815, disfrutando de todos los refinamientos del lujo. Becky, arbitrista notable, con el dinero que arrancó a Joseph Sedley a cambio de los dos caballos, tenía lo suficiente para vivir un año sin carecer de nada.

En París, Becky marchó de triunfo en triunfo. Las damas francesas votaron unánimemente que era encantadora. Becky hablaba su idioma a la perfección, adoptó desde el primer día la gracia característica de la mujer francesa, la vivacidad de sus movimientos, sus modales. Claro está que su marido era un estúpido… todos los ingleses lo son… un estúpido, ciego y sordo, por añadidura, circunstancias todas estas que, en París, lejos de hacer desmerecer a los maridos, avaloran su mérito. El tal marido era el heredero de la riquísima y espiritual señorita Crawley, cuyos salones frecuentó toda la nobleza francesa durante la emigración; era, pues, muy natural que la distinguida esposa del coronel encontrase abiertas de par en par las puertas de todos los palacios.