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100 Clásicos de la Literatura

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Persuadióse Joseph de que el triunfo de la víspera había sido sencillamente un respiro, un aplazamiento próximo a terminar, y de consiguiente, pensó que era preciso recurrir a los caballos que tan caros había pagado. Imposible encontrar palabras bastante elocuentes para reflejar las agonías que sufrió aquel día. Mientras entre Bruselas y Napoleón existiera un ejército inglés, claro está que no apremiaba la necesidad de poner tierra de por medio, pero la prudencia aconsejaba retirar sus caballos de las caballerizas donde se encontraban y colocarlos en las del hotel donde vivía, a fin de tenerlos bajo sus ojos y fuera del peligro de que le fuesen robados. Así lo hizo. Isidoro se estacionó en la cuadra, donde los tenía ensillados y en disposición de emprender la marcha.

Becky, visto el recibimiento que el día anterior le hizo Amelia, no tuvo por conveniente repetir la visita. Se acordó, sí, de su marido, recuerdo que le hizo pensar de nuevo en el billete que aquél había deslizado entre las flores y que volvió a leer con complacencia.

—¡Pobre mujer! —murmuró al fin—. Con esto me sería bien sencillo destrozar su corazón… ¡Y pensar que suspira, y se atormenta, y muere por un hombre que ni se acuerda de ella, por un necio, por un fatuo, que la desprecia y desdeña!… ¡Un imbécil es mi Rawdon, pero vale mil veces más que él!

Becky se pasó el día pensando en lo qué haría si a su Rawdon le ocurría una desgracia, pesando y aquilatando las ventajas y los inconvenientes de la fuga y resuelta casi a permanecer en Bruselas, para aclamar con todas sus fuerzas al vencedor, fuese inglés o francés. Con los ojos de la imaginación, se vio convertida en madame la Maréchale, mientras su Rawdon, arrebujado en su capote, acampaba en el monte de Saint John, bajo una lluvia tenaz y molesta, pensando con todas las ansias de su alma en su querida mujercita.

El día siguiente era domingo. La señora O’Dowd tuvo la satisfacción de ver a sus dos pacientes muy mejorados física y moralmente gracias al sueño reparador de que disfrutaron durante la noche. Ella se la pasó arrellanada en un sillón, descabezando algún sueñecito y siempre dispuesta a prestar a Amelia o al portaestandarte los cuidados que necesitaran. No bien se hizo de día, aquella mujer enérgica e incansable se dirigió a la fonda que ocupó con su marido para vestirse y engalanarse con el esmero y suntuosidad correspondientes a la festividad del día, pero sin que lo complicado y laborioso de su atavío le impidiesen elevar al cielo una plegaria ferviente por el valiente militar Michael O’Dowd.

Regresó pronto al hotel donde quedaron sus dos dolientes llevando bajo el brazo el famoso sermonario del deán, que solía leer todos los días festivos con gran énfasis y gravedad extraordinaria, aunque pronunciaba mal casi todas las palabras latinas y dejaba de entender muchas de las inglesas. Una vez en presencia de sus enfermos, les propuso la lectura del oficio del día, que sería leído en veinte mil iglesias al mismo tiempo y que escucharían millones de ingleses, hombres, mujeres y niños, implorando la protección del Padre Celestial.

Así se hizo: la comandanta leía y escuchaban Amelia y Tom, sin que ninguno de los tres oyese la voz ronca del cañón que tronaba en Waterloo con estruendo más terrible que el que dos días antes llevara la perturbación y el pánico a Bruselas.

Oyó Joseph aquel tronar horripilante, y, decidido a salir de una vez del imperio del terror, penetró como una bomba en la estancia donde las tres personas mencionadas hacían sus oraciones.

—Amelia —dijo con brusquedad a su hermana—, por nada del mundo continúo en Bruselas un instante más: acabaría por morirme. Vente conmigo. He comprado un caballo para ti… a un precio que… que no tengo por qué decirte: es cosa mía. Vístete y en marcha: podrás montar a la grupa con Isidoro.

—¡Dios me perdone, señor Sedley, pero es usted un cobarde! —exclamó la comandanta dejando el libro.

—Vámonos, Amelia, vámonos, y no hagas caso de las tonterías de esa señora —insistió Joseph—. ¿Por qué razón hemos de esperar aquí, donde indudablemente nos asesinarían los franceses?

—¿No van a esperar la vuelta del regimiento? —dijo desde la cama el héroe herido—. ¡No!… ¡Bien seguro estoy de que la señora O’Dowd no me abandonará!

—¡Nunca, mi querido niño! —contestó la comandanta acercándose al herido y besándole—. Mientras yo viva, ni quedará usted abandonado ni le ocurrirá daño alguno. Además, yo no doy un paso sin que me lo ordene mi Michael. ¡Pues buena figura haría sentada a la grupa detrás de este tipo!

—No me dirijo a esa mujer, Amelia, sino a ti. Haga ella lo que le venga en gana, pero vente tú conmigo: ¡volando, volando!

—¿Sin mi marido, Joseph? —preguntó Amelia, alargando su diestra a la comandanta.

La paciencia de Joseph se acabó.

—Adiós, pues —gritó, agitando con rabia los puños y cerrando con estrépito la puerta de la habitación luego que salió.

Bajó al vestíbulo, dio la orden de marcha y montó a caballo. Los oídos de la comandanta recogieron el estrépito que producían los caballos al salir del hotel. Se asomó al balcón y rompió a reír burlonamente al ver a los jinetes en la calle. Los caballos, que no habían salido de la cuadra en una porción de días, estaban harto retozones y alegres, con grave peligro de la integridad personal de Joseph, que como jinete era bastante malo. Los jinetes desaparecieron al cabo de breves momentos sin que, mientras la señora O’Dowd les tuvo al alcance de su vista, dejase de perseguirles con cuchufletas y burlas.

No cesó de tronar el cañón en todo el día, pero, a poco de cerrar la noche, el cañoneo terminó de pronto.

No hay boca inglesa que no haya repetido cien veces la historia de los sucesos de aquel día glorioso para unos, desastroso para otros. Muchos años han transcurrido desde aquel en que se riñó la batalla, mas su recuerdo perdura en el pecho de millones de compatriotas de los bravos que en ella perdieron la vida, y es para unos motivo de orgullo y para otros de rencor y de sentimientos de desquite. Que éste es el triste resultado de las guerras, y podría así ocurrir que dos nobles pueblos alimentasen durante siglos estos sentimientos fundándose en un código del honor implacable y cruel.

Todos nuestros amigos cumplieron como buenos batiéndose con arrojo en la gran batalla. Por espacio del día entero, mientras las mujeres rezaban contristadas, las filas de la indomable infantería inglesa recibían y repelían cargas furiosas de la caballería francesa. Los cañones cuya voz terrible se oía desde Bruselas abrían en aquélla claros espantosos que los sobrevivientes se apresuraban a llenar. Hacia el atardecer, las cargas francesas comenzaron a perder intensidad. ¿Cuál era la causa? ¿Debían hacer frente los franceses a otros enemigos, o se preparaban para realizar un ataque desesperado? Pronto pudo verse que se trataba de lo último. La Guardia Imperial avanzó compacta, terrible, incontrastable, en dirección a la colina de Saint John, decidida a desalojar a las fuerzas inglesas que se venían sosteniendo en ella desde el comienzo de la batalla, pese a las furiosas y repetidas cargas que les fueron dirigidas. No asustaba a aquellas brillantes tropas el tronar de la artillería que vomitaba la muerte desde las líneas inglesas… la masa negra avanzaba, avanzaba siempre. Casi coronaba la altura cuando se la vio vacilar; segundos más tarde hacía alto, pero sin volver la espalda: las tropas inglesas salieron entonces de las trincheras donde hasta aquel instante permanecieran como incrustadas, y la Guardia Imperial dio media vuelta y huyó.

La aterrada población de Bruselas pudo respirar: ya no sonaban los cañonazos. La persecución se prolongó mucho. La noche tendió sus velos de tinieblas sobre el campo de batalla y sobre la ciudad… y Amelia pedía a Dios por su George, que quedaba tendido de bruces, muerto, sobre el campo de batalla, de resultas de un balazo que le atravesaba el corazón.

Capítulo XXXIII

En donde trata de los desvelos que el cuidado de Matilde Ckawley ocasiona a su familia

Mientras el ejército, después del heroísmo desplegado en Flandes, abandona este territorio en dirección a las fortificaciones de la frontera de Francia, que se propone tomar con objeto de ocupar luego la nación, creemos deber nuestro recordar a nuestros amables lectores que hemos dejado en Inglaterra una porción de personas que tienen derecho a que continuemos la historia de su vida, toda vez que han principiado a figurar en la presente y les está reservado un papel de importancia en su continuación.

En Brighton residía Matilde Crawley, sin que le preocupasen gran cosa los terribles combates librados en el continente. Los periódicos publicaban extensos relatos sobre la campaña, y Briggs solía leer a su señora la Gaceta, que hablaba con elogio del valor desplegado por Rawdon, cuya, promoción al empleo superior no se hizo esperar.

—¡Qué lástima que ese joven haya tenido un tropiezo tan irremediable! —exclamaba su tía—. Con su empleo en el ejército y su distinción, pudo casarse con la hija de cualquier fabricante de cerveza que le hubiese llevado en dote un cuarto de millón; por ejemplo, con la señorita Grains, o bien aspirar y conseguir la mano de cualquiera de las más aristocráticas muchachas de Inglaterra. Mi fortuna, más o menos tarde, habría sido suya… mejor dicho, de sus hijos, pues ninguna prisa tengo en abandonar este mundo… aunque usted, señorita Briggs, tenga ya ganas de perderme de vista. Prefirió casarse con una bailarina, y su calaverada le condena a ser pobre toda su vida.

—¿Y por qué, señorita, no ha de dejar caer usted una mirada de misericordia sobre el soldado heroico, cuyo nombre figura en los anales de honor y de gloria de nuestra nación? —replicaba la Briggs, cuya alma habían exaltado las hazañas llevadas a feliz término en la batalla de Waterloo y se había aficionado a emplear un lenguaje romántico cuantas veces se le ofrecía ocasión—. ¿No ha recogido el capitán… el coronel, habré de llamarle en lo sucesivo, tesoros de gloria sobrados para hacer por siempre ilustre al apellido Crawley?

 

—Es usted idiota, señorita Briggs —contestaba la dulce tía—. El coronel Crawley ha arrastrado por el lodo el apellido Crawley… ¡Casarse con la hija de un pintamonas!… ¡Entroncar con una señorita de compañía! Porque no otra cosa era la que hoy es su mujer, no; era lo mismo que usted es hoy, si bien mucho más joven, mucho más bonita, y mucho más lista. ¿Ha sido usted cómplice de aquel perdido de quien tan ferviente admiradora es, y de la no menos perdida que le hizo víctima de sus indignas artes? Creo que sí, me permito asegurar que sí, que fue usted cómplice de los dos, pero en el pecado llevará la penitencia. Verá usted, verá usted el chasco que le depara mi testamento… Pero dejemos por ahora este asunto, y hágame el favor de escribir al señor Waxy, diciéndole que deseo verle inmediatamente.

Matilde Crawley escribía casi a diario al señor Waxy, su abogado y notario, a fin de modificar y revocar sus disposiciones testamentarias anteriores, pues continuamente le asaltaban nuevas dudas sobre la futura distribución de su fortuna.

La salud de la solterona había mejorado considerablemente, siendo de notar que, a medida que recobraba fuerzas, trataba de ejercitarlas contra la pobre Briggs, única persona que admitía en su intimidad y sufría sus explosiones de furor con docilidad, con cobardía, con resignación entre generosa e hipócrita, con la humildad de esclavo que las mujeres de su condición, se ven obligadas a demostrar. ¿Quién rio ha tenido ocasión de apreciar la brutalidad con que las mujeres suelen tratar a las mujeres? ¿Ha sufrido jamás el hombre torturas comparables a las que a diario sufren las pobres mujeres sujetas a la voluntad de tiranos de su sexo? ¡Pobres víctimas!… Pero nos separamos de nuestro objeto que no era otro que hacer comprender al lector que Matilde Crawley extremaba su comportamiento cruel y salvaje a medida que recobraba fuerzas.

Era Briggs la única víctima admitida a la presencia de la enferma, durante la convalecencia de ésta, pero los parientes de la misma, aunque se encontraban lejos de ella, no olvidaban a la queridísima solterona, hasta la cual hacían llegar regalos y cartitas llenas de frases cariñosas al objeto de mantener vivo su recuerdo.

Citaremos en primer término a su sobrino, Rawdon Crawley. Pocas semanas después de la famosa batalla de Waterloo, a raíz de haber aparecido en la Gaceta el ascenso del valiente y distinguido capitán, el correo de Dieppe llevó a Brighton una caja dirigida a la señorita Matilde Crawley, la cual contenía algunos regalos y una carta del cariñoso sobrino para su querida tía. Consistían los regalos en un par de charreteras francesas, una cruz de la Legión de Honor y el puño de una espada, trofeos preciosos del campo de batalla. La carta narraba, con verbosidad y gracejo, que el puño correspondió a la espada de un jefe superior de la Guardia Imperial, el cual, después de haber jurado con fosca energía que «La Guardia muere y no se rinde», fue hecho prisionero, un minuto más tarde, por un simple soldado, contra cuyo fusil se quebró la espada. Terminado el episodio, Rawdon se hizo dueño del puño de la espada rota. La cruz y las charreteras fueron de un coronel de caballería francesa muerto en la batalla a manos del mismo Rawdon, quien ponía a los pies de su tía, la persona más querida, los trofeos ganados en los dominios del gran Marte. Pedía, además, permiso para seguir escribiendo desde París, adonde se dirigía el ejército, prometiéndole noticias interesantes de la capital mencionada y de sus antiguos amigos, los emigrados de tiempos de la Revolución, con los que tan bondadosamente había procedido ella en los días aciagos del exilio.

La solterona encargó a la Briggs que contestase a su sobrino, felicitándole por su ascenso y animándole a continuar sus relaciones epistolares.

—Sé muy bien —explicó la solterona— que Rawdon es incapaz de escribir una carta tan graciosa y divertida como la que me ha leído, como no es capaz de escribirla usted, mi pobre Briggs: Becky, tan perdida como lista, se la ha dictado palabra por palabra; pero es igual: la carta me ha divertido, y quiero hacerle comprender que estoy de excelente humor.

No se engañó la solterona en atribuir la redacción de la carta a Becky, pero probablemente no sospechó que los gloriosos trofeos que Rawdon se dignaba poner a sus pies los había comprado su mujer por cuatro o seis francos a uno de los innumerables vagabundos que siguen a los ejércitos y caen como buitres sobre los despojos que quedan sobre los campos de batalla. Esta circunstancia la conoce el novelista, que no podría cumplir con su misión si no lo supiese todo. La graciosa respuesta de la solterona, burlona o sincera, reanimó las esperanzas de nuestros jóvenes amigos Rawdon y esposa, quienes fundaron los augurios más favorables sobre el humor a todas luces endulzado de su tía.

Menos afectuosa era la correspondencia de Matilde con la señora del rector de Crawley de la Reina, obligada a volar al lado de su marido para atenderle durante la enfermedad ocasionada por la fractura de su clavícula. Aquella buena Martha que conocimos tan activa, tan intrigante, tan imperiosa, cometió el más fatal de los errores mientras estuvo cuidando de su cuñada. No se contentó con oprimir a la dueña de la casa y a todos los que de ella dependían, sino que acabó por aburrirla, delito horrendo que ésta no le perdonaría jamás. Si la Briggs hubiera tenido un poquito de malicia, habría experimentado el mayor de los placeres el día que, por encargo de su señora, escribió a la señora del rector manifestándole que la enferma se encontraba infinitamente mejor desde el día que ella, la diligente Martha, salió de la casa para cuidar de su marido, y rogándole de paso que no se molestase en preocuparse por su salud y menos en venir a verla. Más de un paladar femenino hubiese saboreado con fruición el placer de la venganza; pero la Briggs, alma cándida y compasiva, apenas si pensó en el triunfo obtenido sobre la mujer que con tanta crueldad y altanería la tratara: veía en desgracia a su enemiga, y esta circunstancia bastaba para hacer vibrar su cuerda compasiva.

«¡Cuán necia fui, pensaba Martha, y con razón, el día que escribí aquella malhadada carta anunciando mi viaje, que no debí insinuar siquiera! Lo acertado habría sido presentarme de improviso y arrancar a la anciana de las garras de la hipócrita Briggs y de la femme de chambre, que es una verdadera arpía… ¡Ah!… ¿Por qué se rompería mi marido la clavícula?»

Motivos sobrados tenía para lamentarse la excelente enfermera. Ocasión hemos tenido de observar que Martha de Crawley, si reunía buen juego, sabía aprovechar admirablemente las cartas. Reinó como dueña y señora sobre Matilde y sobre su casa, para sufrir una derrota completa el día que la rebelión halló coyuntura favorable para asomar la cabeza: es el peligro que corren todas las autoridades despóticas. Mas no imagine el lector que así lo comprendiera la interesada, no: antes por el contrario; considerábase víctima del más repugnante de los egoísmos, sacrificada a la más horrible de las traiciones, pagada con la más salvaje de las ingratitudes. Su alma cristiana se llenó de temores y de alarmas el día que vio la mención honorífica que la Gaceta hacía de su sobrino. ¿Rechazaría Matilde al teniente coronel Rawdon Crawley de la misma manera que rechazó al capitán? ¿Conquistaría el favor de la solterona aquella Becky odiosa? La señora del rector de Crawley de la Reina compuso un sermón sobre la vanidad de la gloria militar y la prosperidad de los malvados, que su marido leyó con voz grave y clara a sus feligreses, sin que éstos comprendieran una sola palabra. Uno de sus oyentes fue Pitt Crawley, que había ido al templo con sus dos hermanastras y sin el viejo barón, cada día más alejado de la iglesia.

Desde que se fue Becky, aquel viejo extraviado y vicioso se entregó sin freno a sus perversas inclinaciones, con escándalo de toda la región y horror de su propio hijo. Las cintas que la señorita Horrocks lucía en sus gorros eran más espléndidas que nunca. De los salones del barón y de su persona huían con horror todas las familias distinguidas del país. Sir Pitt se emborrachaba en casa de sus colonos, se trasladaba a Mudbury para beber aguardiente con los campesinos, e incluso daba el espectáculo de su embriaguez en las localidades vecinas, los días de mercado. Con frecuencia hacía enganchar el coche blasonado de la familia y llegaba hasta Southampton llevando a su lado a la señorita Horrocks; la gente de la región estaba convencida de que cualquier día se anunciaría su matrimonio con ella en el periódico de la zona, y como es natural la idea horrorizaba a su hijo Pitt. La vida desordenada del padre colocó en situación delicadísima al hijo, cuya elocuencia ya no producía efectos en las reuniones religiosas de la vecindad, donde en tiempos mejores hablaba durante horas sin fatigar a sus oyentes. Él mismo se daba cuenta de su desprestigio, él mismo adivinaba que sus oyentes, mientras con frases brillantes procuraba inculcarles la virtud de la templanza, pensaban: «Nos lo aconseja el hijo de sir Pitt el condenado, quien probablemente en este instante estará emborrachándose en cualquier taberna de los alrededores». Hablaba en una ocasión de la extraviada conducta del rey de Timbuctu y del número crecido de mujeres que tenía, todas ellas sumidas asimismo en las tinieblas, cuando a un chusco se le ocurrió preguntar: «Dígame, señor predicador: ¿cuántos ciegos, cuántas personas sumidas en las tinieblas más negras hay en el castillo de Crawley de la Reina?». Como es natural, la pregunta sorprendió al auditorio y anuló la eficacia que hubiese podido tener el discurso. En cuanto a las dos hijas del barón, como éste había jurado que jamás pisaría otra institutriz los umbrales de su casa, se habrían criado salvajes, si su hermanastro, a fuerza de amenazar al viejo, no hubiese conseguido al fin que las pusiera en un colegio.

Pero si entre los individuos de la familia Crawley mediaban hondas diferencias, no puede negarse que todos ellos, hermanos y sobrinos, con unanimidad conmovedora, adoraban a Matilde Crawley y rivalizaban entre sí dándole pruebas de afecto. Martha enviaba a su vieja cuñada pollos de Berbería y sabrosas coliflores, y sus amables hijas hacían llegar a sus manos ya una bolsa, ya un acerico, juntamente con una carta, suplicando a su querida tía que las tuviese presentes, al paso que el hijo del barón le enviaba con frecuencia melocotones, uvas y caza. La diligencia de Southampton era la encargada de transportar a Brighton éstas y otras muestras de afecto, y a veces conducía también al propio hijo de sir Pitt, quien siempre veía con gusto a su tía, aparte de que una poderosa atracción se ejercía sobre él desde Brighton, en la persona de lady Jane Sheepshanks, de cuyas relaciones amorosas con el hijo del barón nos hemos ocupado ya anteriormente en esta historia. La señorita en cuestión residía en Brighton con su mamá, la condesa de Southdown, ilustre dama que tanto conocían los que frecuentaban los círculos serios.

Que nos perdone el lector si consagramos algunos renglones a lady Jane Sheepshanks y a su nobilísima familia, ligada con lazos de parentesco presentes y futuros con la casa de Crawley. Muy poco habremos de decir sobre el joven jefe de la familia Southdown, Clemente William, cuarto conde de Southdown, como no sea que durante algún tiempo ocupó una poltrona en el Parlamento, donde ganó fama de hombre decididamente formal y serio. Esto pregonaba la fama; pero júzguese de la sorpresa de su respetable madre cuando, a raíz de la muerte de su noble esposo, tuvo noticia de que su hijo, con toda su formalidad y seriedad, era socio de casi todos los círculos mundanos, había perdido cantidades enormes en las mesas de juego de los establecimientos Wattier y Cocoa Tree, tomado dinero prestado sobre su herencia y gravado considerablemente el patrimonio de la familia. En una palabra: tan depravada era su conducta, que en el círculo de su madre nadie osaba pronunciar su nombre sin acompañarlo con lamentos y algún que otro sollozo. Hermana suya, y de muchos años más que él, era lady Emily, célebre en los círculos religiosos por los himnos, poemas y composiciones místicas de que era autora. Solterona Pemtente, apenas si tenía algunas vagas nociones sobre la matrimonial: su amor se concentraba en los negros, nía correspondencia constante con todos los misioneros nuestras posesiones de las Indias orientales y occidentales y adoraba en secreto al reverendo Silas Hornblower, tatuado y medio desollado en las islas del Mar del Sur.

 

Su hermana lady Jane, objeto de las ansias amorosas del hijo de sir Pitt, era una muchacha ruborosa, dulce, silenciosa y muy tímida. La conducta desordenada de su hermano llenaba con frecuencia de lágrimas sus ojos: le quería a pesar de todo, aunque no osaba hacer público un cariño que la avergonzaba. De vez en cuando le escribía alguna cartita que confiaba subrepticiamente al correo. Un secreto horrible pesaba sobre su vida; y era que, en una ocasión, quiso visitar furtivamente a su disipado hermano en las habitaciones que ocupaba en la Fonda Albania, y le sorprendió… ¡horror de los horrores!, fumando un veguero y sentado frente a una botella de curazao. Admiraba a su hermana, adoraba a su madre, y creía que, después de su hermano, ángel caído, el hijo de sir Pitt era el más completo y perfecto de los hombres. Su madre y su hermana, damas de condición superior, disponían los vestidos o sombreros que había de llevar, los libros que había de leer, los pensamientos e ideas que debían embargar su mente.

El hijo de sir Pitt visitó a estas señoras desde que trasladaron su residencia a Brighton, mas no a su tía, aunque solía dejar tarjeta en su casa y preguntar modestamente al señor Bowls por la salud de la enferma. Pero un día tropezó por casualidad con la señorita Briggs, que llevaba un paquete de novelas para su señora, y nuestro enamorado, que paseaba con su prometida, se acercó a la dama de compañía de su tía, la saludó muy efusivamente y se dirigió a su acompañanta, diciendo: «Permítame, lady Jane, que le presente a la mejor amiga y compañera más cariñosa de mil tía, la señorita Briggs, a quien usted conoce ya bajo otro título: el de autora de los deliciosos Suspiros de un corazón, que tanto entusiasman a usted». Lady Jane tendió su mano a la señorita Briggs, la felicitó, dijo algunas frases coherentes a propósito de su mamá, y manifestó que tendría el placer de visitar a la señorita Matilde Crawley y de tratar a todos los parientes y amigos del señor Crawley. Al despedirse, hizo a la señorita Briggs una inclinación graciosísima de cabeza mientras su prometido le prodigaba aquellas reverencias profundas que solía hacer ante la duquesa de Pumpernickel por los tiempos en que fue attaché en aquella corte.

Pecaríamos de injustos si no hiciésemos constar que el hijo de sir Pitt se acreditó de diplomático habilísimo y de discípulo perfecto de Maquiavelo. Fue él quien puso en manos de lady Jane los pobres versos de la no menos pobre Briggs, que encontró en el castillo de sus mayores; fue él quien expuso a la consideración de la señora condesa viuda de Southdown las ventajas inmensas que podrían resultar de su trato íntimo con su tía Matilde Crawley, ventajas, explicó el taimado, de índole material y de índole espiritual, toda vez que su tía, a la sazón, se encontraba completamente sola, pues su hermano Rawdon, con su vida disipada y su matrimonio indigno, se había enajenado todas sus simpatías, y Martha de Crawley pretendió exagerar tanto su tiranía, que provocó en la enferma una rebelión violenta contra sus exorbitantes pretensiones. Manifestó que nunca hizo nada para ganarse el afecto de su tía, pero que, en vista de las circunstancias, consideraba que era llegado el momento de apelar a todos los recursos imaginables para librar su alma de la perdición eterna y conseguir al mismo tiempo que su fortuna no saliese de manos del jefe de la familia, o lo que era lo mismo, de las suyas.

—Con muchísimo gusto la visitaré —contestó la condesa viuda, mostrándose conforme con la opinión de su futuro yerno—. ¿Quién es el médico de su señora tía?

—El señor Creamer.

—¡El matasanos más peligroso y más ignorante de la creación, mi querido Pitt! Providencialmente he conseguido echarle de muchas casas, aunque debo confesar que, en dos ocasiones, llegué ya tarde. Me fue imposible salvar al pobre general Glanders, a quien encontré más muerto que vivo de resultas de las prescripciones de ese ignorante. Algo reaccionó gracias a unas píldoras que le hice tomar… pero llegaron tarde. Su muerte, eso sí… fue muy agradable… y al fin y al cabo pasó a mejor vida… Creamer, mi querido Pitt, no debe visitar a su señora tía.

—Estamos de acuerdo —respondió Pitt.

—Lo que no podemos descuidar un segundo es el remedio de su grave enfermedad espiritual —continuó la condesa viuda—. El mejor día se nos va, que para enviarla al otro mundo basta que haya estado confiada a la ciencia de Creamer. Se nos va… ¡y en qué condición, Dios santo! Voy a enviarle inmediatamente al reverendo doctor Irons… Mira, Jeannie; escribe cuatro líneas al reverendo Bartholomew Irons diciéndole que le espero a las seis y media de esta tarde… Es hombre listísimo que no se retirará a su casa sin antes dejar convertida a su tía… Tú, Emily, prepara un paquete de libros que enviaremos a la señorita Matilde Crawley: puedes poner Voces de los condenados, La trompeta del Juicio Final, Los huesos rotos y El caníbal convertido.

—Podíamos añadir Las llamas del infierno, mamá.

—Y Las consideraciones sobre la muerte, y los Ejemplos de…

—Permítanme, mis queridas señoras —interrumpió el diplomático—. Respeto muchísimo la opinión de mi querida condesa, pero se me figura que no sería prudente aplicar desde el primer momento remedios tan enérgicos a la dolencia de mi señora tía. Tengan ustedes en cuenta lo delicado de su estado, y, sobre todo, lo poco, lo poquísimo que hasta aquí le han preocupado las consideraciones relacionadas con su salud eterna.

—¿Cree usted prematuro?… —preguntó Emily, que ya tenía los seis libros en la mano.

—Creo que la asustaremos si comenzamos con demasiada brusquedad. Conozco el natural mundano de mi tía, y desde luego auguro que toda tentativa demasiado brusca, practicada con mi tía, ha de ser de resultados fatales para su pobre alma. La llenará de terror y de ira, y no solamente tirará los libros por la ventana, sino que se negará a recibir a la persona que se los haya enviado.

—Voy sospechando que es usted tan mundano como su señora tía, señor Pitt —observó Emily saliendo de la habitación.

—Aparte de estas consideraciones, comprenderá usted, condesa, sin necesidad de que yo se lo diga —prosiguió con voz baja Pitt, sin hacer caso de la interrupción—, que una falta cualquiera de suavidad, de cautela, pondría en peligro inminente la realización de las esperanzas que todos abrigamos con respecto a la fortuna material de mi tía. No olvidemos que aquélla se eleva a unas setenta mil libras esterlinas, y tengamos siempre presentes sus muchos años y lo delicado de su salud. Me consta que ha revocado el testamento que otorgó en favor de mi hermano Rawdon. Con dulzura y no con consideraciones terroríficas, es como conseguiremos llevar al buen camino a aquella alma herida… Supongo que usted coincidirá con mi manera de…

—Claro que sí… desde luego… Mira, Jeannie… no envíes la esquela al reverendo doctor Irons… Como la enferma está tan delicada, es natural que las exhortaciones la fatigarían, así que tendremos que esperar a que se restablezca… Mañana iré a visitarla.

—Y… perdone la insinuación, mi querida condesa… pero opino que no debe acompañarla nuestra preciosa Emily… es entusiasta en exceso… tal vez fuera preferible que fuese con usted mi querida Jeannie…