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100 Clásicos de la Literatura

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Los rumores propalados por los partidarios de los franceses adquirieron consistencia no tardando en darse por hechos consumados.

—Ha roto la línea de fuego: el ejército queda partido en dos.

—Avanza triunfante y en derechura a Bruselas.

—Los ingleses huyen en desorden: esta noche les tendremos entre nosotros.

Tales eran los noticiones que circulaban de boca en boca, siendo de notar que cuantos salían en busca de nuevas, volvían con detalles nuevos del desastre inglés.

Corría el pobre Joseph de acá para allá, preguntaba azorado, y todos le hablaban de la derrota de sus compatriotas. Su palidez aumentaba por segundos a medida que se apoderaba de su alma el espanto. Recurrió al champaña, creyendo encontrar en él un manantial de valor que tanta falta le hacía, pero no lo encontró. Antes de ponerse el sol estaba tan acobardado, que su leal criado Isidoro no dudó que muy pronto serían suyos los despojos de su señor.

Desde que llegó al comedor el tronar lejano del cañón, la señora O’Dowd había pasado a la habitación inmediata, con objeto de consolar a Amelia. La idea de que debía proteger a una criatura triste y desamparada aumentó considerablemente el valor natural de la esforzada comandanta. Cinco horas pasó junto a su amiguita, unas veces regañándola con dulzura, otras animándola, muchos ratos sin pronunciar palabra. Pauline, la bonne, había corrido desde los primeros momentos a la iglesia, donde se pasó la tarde de rodillas, pidiendo a Dios por son homme à elle.

Cuando cesó el estruendo del cañón, la señora O’Dowd salió de la habitación de Amelia y pasó a la pieza contigua, donde encontró a Joseph sentado frente a unas cuantas botellas vacías. Ni un átomo de valor conservaba el infeliz. Dos o tres veces había entrado en la habitación de su hermana con ánimo de decir algo, pero como encontrara a la comandanta resuelta a no abandonar su puesto, salió otras tantas sin decir palabra. Un resto de vergüenza le impidió manifestar sus deseos de emprender la fuga, pero cuando aquélla salió al comedor, Joseph, tras algunas frases de melancolía, se aventuró a poner de manifiesto el fondo de su corazón.

—Creo, señora O’Dowd, que debería usted indicar a Amelia que se prepare —dijo.

—¿Piensa usted sacarla de paseo? Sospecho que se encuentra débil en demasía, que no tiene fuerzas para ello —respondió la comandanta.

—He mandado preparar el coche… he pedido caballos de posta… Isidoro ha ido a buscarlos.

—¿Tiene usted el capricho de pasear en coche a la luz de la luna? Lo que Amelia necesita es calma y reposo; precisamente acabo de aconsejarle que se acueste.

—¡Pues dígale sin perder momento que se levante! —exclamó Joseph, golpeando el suelo con el pie—. ¡Que se levante, sí, señora! He pedido caballos… ¿me entiende usted?, caballos de posta… Todo está perdido y…

—¿Y qué? —preguntó la señora O’Dowd.

—Que me voy a Gante… Todo el mundo se va… tiene usted un asiento en el coche… Dentro de media hora salimos.

La comandanta dirigió a su interlocutor una mirada de supremo desprecio.

—Yo no salgo de Bruselas mientras mi marido no me lo ordene —contestó—. Márchese usted si ése es su gusto, señor Sedley; pero yo le juro que ni Amelia ni yo nos movemos de aquí.

—¡Usted podrá quedarse, pero Amelia viene conmigo! —gritó Joseph, descargando otra patada sobre el suelo.

La señora O’Dowd se colocó en jarras frente a la puerta de la habitación de Amelia.

—¿Piensa usted llevarla al lado de su mamá, o es usted quien quiere refugiarse en el regazo de su mamaíta, señor Sedley? Pues ¡buenas noches, y feliz viaje!… Voy a darle un consejo de amiga, señor: aféitese los bigotes, que probablemente están llamados a proporcionarle disgustos, y… bon voyage, como dicen por aquí.

—¡Ira de Dios! —bramó Joseph, presa de rabia, de miedo, de mortificación.

En aquel punto se presentó Isidoro, jurando con más furia que su amo:

—Pas de chevaux, sacrebleu! —gritó el enfurecido criado. En la ciudad no había un solo caballo. Por lo visto, en Bruselas eran muchos los hombres como Joseph.

Inmenso, cruel, terrible era el pánico de Joseph, pero debía crecer prodigiosamente antes que alborease el nuevo día. Hemos dicho que el homme á elle de Pauline formaba en las filas del ejército que salió a medir sus fuerzas con Napoleón. El tal novio o amante era natural de Bruselas y servía en un regimiento de húsares belgas. Las tropas de esta nación dieron brillantes pruebas de todo lo que no fuera valor, y el apuesto novio de Pauline, llamado Van Cutsum, se preciaba de ser modelo de soldados, y como tal, no esperó a que su coronel diese por segunda vez la orden de huir para volver la espalda y buscar a todo correr el camino de su casa. Mientras hizo vida de guarnición, nuestro húsar se pasaba todas las horas libres en la cocina de Pauline, y de la cocina salió, llevando bien repletos de excelentes manjares los bolsillos y la mochila, cuándo breves días antes emprendió la marcha para ir a campaña.

Formaba su regimiento parte de una división mandada por su soberano aparente, el príncipe de Orange. Si la valía de los ejércitos se mide por la longitud de las espadas y bigotes, y por la riqueza del uniforme y equipo, fuerza nos será confesar que el regimiento de húsares en cuestión era el cuerpo más bravo que nunca haya obedecido toques de clarín.

Cuando Ney atacó la vanguardia del ejército aliado, y fue tomando posición tras posición, los escuadrones y regimientos de la división a que pertenecía nuestro húsar dieron pruebas brillantísimas de envidiable ligereza de pies para retirarse ante los franceses, que los fueron desalojando sin esfuerzo de posiciones inmejorables. No varió el aspecto de la batalla de Quatre-Bras hasta que los fugitivos toparon con el grueso del ejército inglés, salido de Bruselas. Cerrado el camino de la fuga, forzosamente hubieron de hacer alto, proporcionando a la caballería francesa ocasión de entrar en contacto con los bravos belgas que momentos antes huían ante ella. Pero se dio el caso notable de que los belgas prefirieran cargar contra los ingleses a habérselas con los franceses, y, pasando por los claros que ofrecían los regimientos del Reino Unido, no tardaron en dispersarse en todas direcciones. En rigor, el regimiento de nuestro húsar dejó de existir en aquel punto y hora: Van Cutsum se encontró solo, galopando a muchas millas de distancia del campo de batalla: ¿qué más natural que buscar refugio en aquella cocina donde le esperaban los fieles brazos de su Pauline?

Serían las diez de la noche cuando en la escalera de la casa de los Osborne resonó el ruido metálico de un sable. Alguien llamó a la puerta de la cocina. Pauline, que una hora antes había regresado de la iglesia, quedó medio muerta de terror al abrir la puerta y ver frente a sí a un húsar pálido como un cadáver. Un alarido de angustia subió hasta la garganta de Pauline, pero el temor de que la oyeran sus amos y descubriesen la presencia de su novio cerró el paso al grito, que hubo de quedar ahogado. Repuesta a medias, llevó al héroe a la cocina, y solícita le dio a beber cerveza y luego le sirvió la comida de Joseph, que éste no había tocado. La prodigiosa cantidad de carne que devoró el húsar, y la enorme cantidad de cerveza que se echó al coleto, demostraron que no se trataba de un fantasma. Entre trago y trago, y entre bocado y bocado, el héroe contó la historia del desastre.

Su regimiento realizó prodigios de valor, hubo de batirse contra todo el ejército francés, y, por espacio de algunas horas, resistió impertérrito e inmóvil como una roca las furiosas acometidas de las huestes enemigas. La enorme superioridad numérica del adversario rompió al fin sus filas, y ya no tuvieron más remedio que emprender la retirada, mientras que todo el ejército inglés se declaraba en franca dispersión. Ney aniquilaba regimientos y más regimientos. Quisieron los belgas interponerse a fin de atenuar la importancia de la catástrofe, pero todo fue inútil: las huestes inglesas quedaban deshechas, aniquiladas. Los de Brunswick huyeron derrotados: su duque perdió la vida en la batalla. Era una debacle en toda regla, y él quería ahogar sus penas, olvidar el dolor de la derrota, en mares de cerveza.

Oyó la conversación Isidoro, que acertó a bajar a la cocina, y subió corriendo para repetirla a su señor.

—Todo está perdido —gritó—. El señor duque ha sido hecho prisionero, el duque de Brunswick muerto, el ejército inglés huye disperso, es decir, ha muerto también. No ha escapado hasta ahora más que un hombre, que en este momento está en la cocina: baje usted y podrá escuchar de su boca la historia de la matanza.

Joseph bajó precipitado a la cocina, donde encontró al húsar vengando su derrota sobre un ejército de botellas de cerveza. Apelando a las frases más francesas de su repertorio, que seguramente distaban mucho de ser modelo de dicción, Joseph suplicó al húsar que repitiese su narración. Cuanto más hablaba Van Cutsum, más terroríficos detalles de la batalla salían de su boca. De todo su regimiento, era él el único hombre que pudo librarse de la carnicería. Él, con sus propios ojos, había visto tendido y muerto al duque de Brunswick, a los húsares negros huyendo y a los escoceses aniquilados por la metralla.

—¿Y el regimiento número…? —balbuceó Joseph.

—Pulverizado —contestó el húsar—. De ese regimiento no ha quedado ni un solo hombre.

—¡Pobre señorita mía… pobre ma bonne petite dame! —gritó Pauline, atacada de súbito de una crisis nerviosa, durante la cual atronó la casa entera con sus gritos.

Loco de terror, Joseph no sabía dónde buscar refugio. Desde la cocina se dirigió corriendo a sus habitaciones y miró con ojos suplicantes la puerta de la ocupada por Amelia, que la señora O’Dowd cerró antes por dentro. Se proponía llamar, mas recordando las frases despectivas de la comandanta, vaciló, escuchó durante breves momentos, y decidió salir a la calle, atreviéndose a lo que no se había atrevido en todo aquel día. Fue a buscar su sombrero adornado con profusión de galones de oro y el abrigo que esperaba heredar Isidoro, pero al pasar por delante del espejo colocado sobre la consola del recibimiento, reparó en su cara pálida y contraída por el terror, pero más que en otra cosa, en sus bigotes, que habían crecido prodigiosamente durante las siete semanas que de existencia tenían. Ocurriósele en el acto que podía ser confundido con un militar, y recordando que Isidoro le dijo que todo individuo perteneciente al ejército inglés sería pasado por las armas en caso de derrota, retrocedió temblando y comenzó a tirar desesperadamente del cordón de la campanilla.

 

Acudió Isidoro. Su señor, mientras, se había quitado las corbatas, vuelto los cuellos, y esperaba sentado en un sillón.

—Coupez moi, Isidor! —gritó—. Vite! Coupez moi!

Creyó Isidoro que su señor se había vuelto loco y que le ordenaba que le rebanase el cuello.

—No… les moustaches! —tartamudeó Joseph—. Les moustaches… coupez… rassez… vite!

En un abrir y cerrar de ojos hizo desaparecer Isidoro los peligrosos bigotes, y seguidamente tuvo la satisfacción de escuchar que su señor le mandaba que le trajese un sombrero y un abrigo de paisano.

—Ne llevo plus habit militar… sombrero uniforme a vous… capote uniforme a vous, prenez dehors.

El sombrero y el gabán galoneados pasaban al fin a ser propiedad del criado.

Joseph vistió un traje negro, uno de los chalecos más modestos de su colección, y se puso corbata blanca y sombrero flexible: parecía un pastor de la Iglesia Reformada.

—Allons maintenant —continuó—, allons… dans la rue. Con paso cauteloso, a fin de no ser visto por nadie, bajó la escalera y salió a la calle.

Había asegurado Van Cutsum que era él el único individuo de su regimiento que se libró de la matanza general, pero parece que su afirmación no era muy exacta y que gran número de las supuestas víctimas del mariscal Ney habían sobrevivido a la hecatombe. Algunos centenares de camaradas de Van Cutsum hallaron el camino que conducía a Bruselas y llegaron sanos y salvos, hablando de la derrota completa del ejército y asegurando que los franceses les venían pisando los talones. Como es natural, el pánico aumentaba lejos de disminuir, y en todas las casas se advertían preparativos de marcha. ¡No hay caballos! Tal era el pensamiento que ponía los pelos de punta a Joseph. ¿Emprendería el viaje a pie? Ni su espanto, con ser tan grande, podía prestar a su cuerpo una actividad que nunca tuvo.

Casi todos los hoteles ocupados por familias inglesas daban al parque. Joseph tomó a la ventura la dirección indicada, tropezando en el camino con muchedumbres que vagaban, agitadas como él por el pánico y la ansiedad. Algunas familias, más afortunadas que él, habían encontrado caballos y huían presurosas de la ciudad, otras se encontraban en su caso, sin que ofrecimientos, dádivas ni súplicas les proporcionasen los medios necesarios para ponerse en marcha. Entre las familias que habrían deseado formar con los fugitivos, reconoció Joseph a lady Bareacres y a su hija, que estaban sentadas en su carruaje frente a la porte-cochère de su hotel, las maletas cargadas en la imperial, y detenidas por el mismo obstáculo que enloquecía a Joseph: por la falta de caballos.

En el mismo hotel que las señoras mencionadas vivía Becky, la cual había tenido con las primeras más de un encuentro hostil. Lady Bareacres la había mirado con displicencia al encontrarla en la escalera. Además siempre que en presencia suya fue pronunciado el nombre de Becky, habló muy mal de su vecina, diciendo que era escandalosa la familiaridad con que se trataban el general Tufto y la mujer de su ayudante de campo. En cuanto a su hija, huía de la persona de Becky como de la peste: únicamente el conde se dignó saludarla algunas veces, pero siempre cuando se encontraba fuera de la jurisdicción de las señoras.

Se presentaba a Becky ocasión de vengarse de aquellos insolentes enemigos. Sabían todos en el hotel que el capitán Crawley había dejado sus caballos al salir a campaña, y apenas iniciado el pánico, la condesa de Bareacres envió a su doncella a las habitaciones de Becky con encargo de preguntar a ésta el precio de los caballos de su marido. Becky contestó diciendo que no estaba acostumbrada a tratar asuntos con criados.

La contestación llevó al conde a las habitaciones de Becky, pero la segunda embajada no tuvo mejores resultados que la primera.

—¡Enviarme a la doncella de la señora… a mí! —exclamó Becky apenas vio al conde—. ¡Me maravilla que la condesa no me mandase a mí misma que enganchase los caballos a su coche! ¿Es la condesa de Bareacres la que desea escapar o su femme de chambre?

¿Qué no seremos capaces de hacer cuando la necesidad apremia? Fracasada la segunda embajada, pasó la condesa en persona a visitar a Becky. Suplicó a ésta que señalase el precio que quisiera a sus caballos y hasta invitó a aquélla a pasar una temporada en su castillo, siempre que le proporcionase los medios de llegar hasta él. Becky se mofó despiadadamente.

—No me gusta que me sirvan personajes con librea —contestó—. Probablemente, no volverá usted a pisar su palacio, y suponiendo que usted vuelva, desde luego le aseguro que no volverán con usted sus brillantes. Éstos no tardarán en caer en poder de los franceses, que llegarán a la ciudad antes de dos horas, cuando yo haya recorrido ya la mitad de la distancia que nos separa de Gante… No le vendo a usted mis caballos, no, aunque me dé por ellos los dos brillantes más grandes y limpios que lució usted en el baile.

—Mis brillantes no corren el menor peligro, puesto que están en poder de nuestro banquero —gritó la condesa, aunque faltaba a la verdad, pues los llevaba cosidos a su vestido y escondidos en las botas de su marido—. En cuanto a caballos, mal que le pese a usted los tendré.

Becky le contestó con burlonas carcajadas.

Fuese la enfurecida condesa y tomó asiento en su carruaje, resuelta a emprender la marcha tan pronto como dispusiera de caballos.

Becky, asomada a la ventana, disfrutaba lo indecible viendo a la familia Bareacres acomodada en un coche muy lujoso, pero sin caballos. No contenta todavía, aprovechaba todas las ocasiones para decir en voz alta al dueño del hotel, a los criados, a otros huéspedes, mientras mantenía los ojos clavados en la condesa:

—Es una verdadera lástima ser tan rica, llevar escondidos entre los almohadones del coche brillantes de valor incalculable, y no disponer de un tronco de malos caballos… ¡Soberbio botín para los franceses!… ¡me refiero a los brillantes, no a la dama!

La condesa habría asesinado de buena gana a Becky.

Mientras esta última se gozaba en la humillación de la primera, acertó a ver a Joseph, el cual se fue en derechura hacia ella no bien la reconoció.

—¿Sabe usted dónde podría encontrar caballos? —preguntó Joseph.

—¡Cómo! ¿También usted huye? —preguntó Becky riendo—. ¡Yo creí que era usted el campeón de todas las damas, señor Sedley!

—No soy… no soy militar —tartamudeó Joseph.

—¿Y Amelia? ¿Quién protegerá a su pobre hermanita, Joseph? ¿Será usted capaz de abandonarla?

—¿Por ventura puedo hacer nada por ella si llega el enemigo? Los franceses perdonarán a las mujeres, pero me ha asegurado mi criado que han jurado no dar cuartel a ningún hombre… ¡canallas, cobardes!

—La perspectiva es espantosa; tiene usted razón.

—Además, no soy yo quien la abandono, sino ella la que me abandona a mí. En mi carruaje hay un asiento para ella y otro para usted, mi querida señora Crawley… pero me faltan caballos.

—Yo los tengo, pero son de silla; no han sido nunca enganchados: los vendo.

Joseph hubo de hacer un violento esfuerzo para no arrojarse al cuello de su amiga.

—¡Ya tenemos caballos, Isidoro! —gritó—. ¡Trae el coche!…

—Repito que no han sido enganchados nunca, y que uno de ellos, por lo menos, haría pedazos el coche si lo enganchásemos.

—Pero ¿se puede montar? ¿Es dócil?

—Dócil como un corderito y veloz como una liebre.

—Pero ¿podrá con mi peso?

Becky le rogó que subiese a su habitación, donde tratarían de la venta. Media hora duraron las negociaciones, Becky, tomando como pauta para el justiprecio del artículo la ansiedad del comprador y la escasez de la mercancía, puso a éste un precio tan fabuloso, que asustó al comprador. Intentó éste adquirir uno, pero replicó Becky que los dos o ninguno: era orden terminante de su marido, quien también había señalado el precio, disponiendo que no rebajase un solo penique. Lord Bareacres le había ofrecido esa cantidad, que no aceptó suponiendo que reservándolos para el señor Joseph Sedley prestaría un servicio a la familia que más querida le era en el mundo.

Como es de suponer, Joseph concluyó por aceptar. Tan enorme era el precio, que se vio obligado a solicitar un plazo para la entrega total. Previo un cálculo mental sumamente rápido pudo apreciar Becky que, con el importe de la venta de los caballos, lo que le valiesen los efectos de Rawdon, y su pensión de viuda, podría, llegado el caso, vivir independiente y afrontar con corazón tranquilo el porvenir. Una o dos veces se le había ocurrido también el pensamiento de huir, pero la reflexión le sugirió mejor consejo.

—Supongamos que llegan los franceses —se dijo—: ¿qué daño van a hacer a la viuda de un pobre oficial? El tiempo de los saqueos pasó para siempre. Si quiero ir a Inglaterra, bien seguro es que no han de impedírmelo o si así lo prefiero podré quedarme a vivir tranquilamente en el extranjero.

Mientras tanto, Joseph había ido con Isidoro a la caballeriza. Dispuso el primero que los caballos fuesen ensillados al momento, pues quería abandonar la ciudad aquella misma noche, inmediatamente. Dadas al criado las órdenes oportunas, volvió a su casa con objeto de ultimar los preparativos de marcha. Ésta debería ser secreta, pues no quería tropezar con la señora O’Dowd ni con Amelia, ni menos confesarles que se disponía a escapar.

Asomaban en el horizonte los primeros resplandores del día. Aquella noche nadie había descansado en la ciudad: todo el mundo se la había pasado en pie; en todas las ventanas, en todos los balcones, se veían luces, en todas las calles reinaba la misma agitación. Circulaban de boca en boca rumores contradictorios: decían unos que los prusianos habían sido completamente aniquilados, otros que eran los ingleses los aplastados, y no faltaban quienes afirmaban que éstos habían quedado dueños del campo de batalla. Gradualmente fue tomando consistencia la última versión. Ningún francés había llegado a la ciudad, y en cambio llegaban constantemente fugitivos con noticias más favorables. Al fin se presentó un ayudante de campo, portador de los despachos para el comandante de la plaza, y éste hizo fijar en todos los muros un comunicado oficial, anunciando la victoria alcanzada por los aliados en Quatre-Bras sobre las fuerzas del mariscal Ney. El ayudante de campo llegó a la ciudad mientras Becky y Joseph ultimaban el trato, o bien mientras el último mandaba ensillar los caballos. Al llegar nuestro héroe al hotel, encontró infinidad de personas que comentaban la noticia, ya confirmada. Entonces decidió transmitirla a las señoras, pero reservándose, por innecesario, el detalle o detalles referentes a la compra de los caballos, al precio que por ellos había pagado, y a su determinación de dejarlas abandonadas.

Por desgracia, el triunfo o la derrota de los aliados preocupaba a las señoras a quien Joseph iba a comunicar la noticia bastante menos que la suerte de sus maridos. A Amelia, por lo pronto, la nueva de la victoria le produjo una agitación más viva que la que hasta entonces le dominaba. Quiso volar a donde estaba el ejército vencedor, con lágrimas en los ojos suplicó a su hermano que la acompañase, su rostro reflejaba ansiedad y terror, aquella pobre joven, durante tantas horas sumida en un estupor que tenía todas las apariencias de letargo profundo, corría ahora de un lado a otro, revelando todos los síntomas de la locura: lloraba, sollozaba, gritaba. Ninguno de los heridos que quedaron retorciéndose sobre el campo de batalla sufrió los horribles tormentos que despedazaban el alma de aquella infortunada víctima de la guerra. Imposible que el alma sensible de Joseph soportase por mucho tiempo el espectáculo de tanto dolor: dejó a su hermana confiada a la solicitud de su enérgica compañera y bajó a la puerta del hotel, donde una compacta muchedumbre comentaba las últimas noticias llegadas del campo de batalla en espera de nuevas informaciones.

 

A medida que avanzaba el día, se recibían detalles minuciosos procedentes del teatro de la guerra, detalles que traían los mismos que habían sido actores del sangriento drama. Comenzaron a entrar en la ciudad carretas y vehículos de toda clase cargados de heridos, vehículos de los que partían gemidos y lamentos, carretas llenas de hombres de rostros cadavéricos y mirada triste.

Uno de aquellos tristes furgones llamó de una manera especial la atención de Joseph, porque venía tan sobrecargado, que con dificultad lograban arrastrarlo los fatigados caballos.

—¡Aquí… parad! —dijo una voz débil.

El vehículo hizo alto frente a la entrada del hotel.

—¡Es George… lo sé! —gritó Amelia, que se asomó en aquel punto al balcón, pálida como un espectro y con el cabello tendido.

No era George, pero sí uno de sus amigos, quien acaso trajese noticias suyas. Era el infortunado portaestandarte Thomas Stubble, aquel mancebo entusiasta que veinticuatro horas antes saliera arrogante de Bruselas, llevando con orgullo la bandera de su regimiento, que supo defender con heroísmo en el campo de batalla. Un lancero francés cerró contra él, le dio una lanzada en la pierna, derribóle en tierra, pero, no obstante su herida, defendió con bravura ejemplar la enseña que la patria pusiera en sus manos. Terminada la batalla, recogieron al pobre muchacho, le cargaron en un carro y le enviaron a Bruselas, juntamente con muchos otros heridos.

—¡Señor Sedley… señor Sedley! —llamó el herido con voz tan débil que asustó a Joseph.

Tom Stubble alargó una mano falta de fuerzas pero que abrasaba.

—Vengo para que me acondicionen aquí —dijo—. Osborne y Dobbin han… querido que me trajeran a este hotel… y desean que usted entregue dos luises al conductor del carro… mi madre se los devolverá a usted.

Como el hotel era grande, y sus dueños personas caritativas, todos los heridos que en el carro venían fueron admitidos en el establecimiento y acondicionados en camas. El portaestandarte fue conducido a las habitaciones del matrimonio Osborne. Amelia y la comandanta, que le habían reconocido desde el balcón, bajaron corriendo a recibirle. Fácil es imaginarse el júbilo de que se sintieron henchidas aquellas dos mujeres cuando supieron que la jornada había terminado y que sus maridos estaban sanos y salvos. Amelia, sin poder articular palabra, se abalanzó al cuello de su amiga, la abrazó y besó. Luego cayó de rodillas y con el corazón dio gracias al Todopoderoso que había protegido a su marido.

El médico más afamado del mundo no habría podido prescribir a aquella mujer desolada medicina más eficaz que la que le llevó el porta. Ella y la señora O’Dowd se encargaron de cuidar y velar al herido, que lo estaba de mucha gravedad. Refirió Tom con sencillez de soldado los acontecimientos de la jornada, puntualizando los que afectaban personalmente a sus valientes compañeros del regimiento. Éste sufrió pérdidas enormes; eran muchos los oficiales, aparte de los soldados, que perdieron la vida. El caballo que montaba el comandante cayó muerto de un balazo al dar una carga contra el enemigo, y todos creyeron que habían perdido a su jefe y que el capitán Dobbin iba a hacerse cargo del mando, pero, por fortuna, cuando, dada la carga, volvieron los restos del regimiento al punto de partida, encontraron al comandante sentado tranquilamente sobre el cadáver de su Piramo y pidiendo consuelo a una botella de cerveza. El capitán Osborne dio muerte al lancero francés que hirió al portaestandarte. Tanto emocionó la noticia a Amelia, que la comandanta hubo de rogar al narrador que interrumpiese momentáneamente su historia. Al final de la jornada, el capitán Dobbin, aunque herido también, recogió a su camarada y en sus brazos lo llevó a la ambulancia, donde, después de curado, fue colocado en el carro que le trajo a Bruselas. Fue también él quien prometió dos luises al conductor del carro si llevaba al portaestandarte al hotel donde se hospedaba la señora del capitán Osborne y decía a ésta de su parte que la batalla había terminado y que su marido estaba ileso.

—Tiene un corazón como un mundo el tal capitán Dobbin —observó la comandanta—. Lo declaro así, aunque no lo merece, pues siempre se reía de mí.

Tom afirmó que en todo el ejército no había oficial tan modesto, tan bueno, tan amable y tan sereno frente al peligro como su capitán más antiguo. Hizo un elogio entusiasta de Dobbin, pero Amelia le escuchó medio distraída, porque para ella, lo único interesante era lo que se refería a su George.

Gracias a los cuidados que al enfermo prodigaba, y a las maravillosas historias referentes a la jornada de la víspera que aquél narraba, el día se deslizó con bastante rapidez para Amelia. Las noticias que Joseph recogía en la calle y traía a la casa, aunque producían a nuestro tímido amigo vivas preocupaciones, resbalaban sobre los oídos de Amelia, para quien en el ejército inglés no había más que un solo hombre, su George, y mientras éste no sufriera daños, éranle indiferentes los movimientos de los aliados y los ataques del enemigo.

Hemos dicho que Joseph estaba inquieto, y añadimos que eran muchos en Bruselas los que compartían su inquietud. Cierto que los franceses habían sido rechazados, mas no sin lucha porfiada, sangrienta y de resultados dudosos, en la cual, por añadidura, sólo un cuerpo de ejército francés había tomado parte. El Emperador, al frente del grueso del ejército, se encontraba en Ligny, donde había aniquilado a los prusianos y podía, como consecuencia, caer con todas sus fuerzas sobre los aliados. El duque de Wellington se retiraba sobre la capital, siendo lo probable que bajo los muros de ésta se riñese una batalla terrible, batalla decisiva de éxito dudoso. No disponía el duque de Wellington más que de veinte mil hombres de verdadera confianza, toda vez que las tropas alemanas que mandaba las formaban levas sin valor militar alguno, y las belgas eran de poca confianza. Con este ejército había de resistir el duque la acometida de ciento cincuenta mil soldados aguerridos y mandados por el mismo Napoleón… ¡Napoleón!… ¡El caudillo más famoso, el estratega más hábil de su siglo!…

En todas estas circunstancias pensaba Joseph, y temblaba… temblaba como temblaban casi todos en Bruselas, donde era opinión general que la batalla de la víspera había sido el preludio de otra mil veces más terrible. Uno de los ejércitos que pretendieron oponerse al Emperador huía destrozado. Quedaba otro, el reducido que habían podido enviar los ingleses, un ejército que sabría morir en su puesto, pero que no podría cerrar el paso al vencedor. ¡Pobres de los que se encontrasen en la ciudad! Ya se habían preparado los discursos que al Emperador serían dirigidos, ya los funcionarios públicos, reunidos secretamente, habían tomado acuerdos, ya estaban dispuestos los alojamientos, ya se tenían a mano hasta las banderas tricolores y los emblemas triunfales para recibir dignamente a Su Majestad el Emperador y Rey.

Continuaba la fuga de cuantas familias tenían la suerte de encontrar medios de locomoción. La tarde del 17 de junio pasó Joseph por el hotel donde se hospedaba Becky y pudo ver que el lujoso carruaje de la familia Bareacres no estaba ya delante de la porte-cochére. El señor conde se había procurado un tronco de caballos que lo arrastraban rápidamente en dirección a Gante. Luis, el Deseado, preparaba también su equipaje. Parecía que un hado maléfico perseguía por todas partes al augusto exiliado.