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100 Clásicos de la Literatura

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Había echado sobre sus hombros una bata blanca; sus abundantes cabellos caían en desorden, y sus grandes ojos parecían ojos de estatua, fijos, inmóviles, sin luz. Como para ayudar en algo a hacer los preparativos de marcha y en su deseo de demostrar que, en momentos tan dolorosos, también ella era útil, había tomado el cinturón de George y, teniéndolo en sus manos, seguía como una sombra a su marido, caminando de un lugar a otro sin hablar palabra. Al cabo de un rato pasó al saloncito, y allí, apoyada de espaldas contra la pared, estrechaba contra su pecho el cinturón, cuya borla roja parecía ancha mancha de sangre. Nuestro sensible capitán Dobbin se sintió morir ante cuadro tan conmovedor.

Salió al fin George, tomó a su esposa por la mano, entró con ella en el dormitorio, y, minutos después, volvió a salir solo. Los esposos acababan de despedirse.

—¡Gracias a Dios! —murmuró George, bajando presuroso la escalera, llevando la espada bajo el brazo.

Con paso rápido se dirigió al sitio donde formaba su regimiento. Su corazón latía violento, sus mejillas estaban encendidas: nada más natural; iba a empezarse el gran juego de la guerra y él era uno de los jugadores. ¡Qué de batallas reñían en su alma las dudas y las esperanzas, los temores y las imágenes de días felices! ¿Qué eran todos los juegos de azar a que se había entregado comparados con el que le esperaba? Desde su niñez, tomó parte en cuantos deportes de habilidad y valor se conocían en Inglaterra: fue el campeón en el colegio, el campeón en su regimiento, los aplausos de sus compañeros le acompañaron por doquier, ganó infinidad de premios, y en todas partes recibió el homenaje de las mujeres y fue envidiado por los hombres. ¿No son el valor, la actividad, la superioridad física, lo que con mayor facilidad y rapidez conquistan la admiración? Desde tiempo inmemorial, vienen siendo la fuerza y el valor los temas tratados en los romances y cantados por los bardos, y desde Troya hasta nuestros días, el héroe favorito de los poetas ha sido siempre el soldado. Yo me pregunto si este fenómeno será debido a que la humanidad es cobarde por temperamento, y si, por lo mismo que es cobarde, admira tanto el valor y coloca la intrepidez del soldado sobre todas las cualidades que pueden adornar a un hombre.

Asomaba el sol en el horizonte cuando el regimiento se puso en marcha. Daba gusto ver el continente marcial de los soldados. Iba al frente de la columna la banda, tocando la airosa marcha del regimiento; seguía a continuación el comandante, oprimiendo los lomos de su incansable corcel de guerra Piramo; luego los granaderos, precedidos por su capitán. Por fin llegó George a la cabeza de su compañía. Al pasar bajo la ventana donde estaba Amelia alzó los ojos, sonrió, y no tardó en desaparecer con sus soldados. Minutos después morían a lo lejos los vibrantes acordes de la marcha del regimiento.

Capítulo XXXI

Joseph Sedley vela por su hermana

Privada Bruselas de la presencia de los militares, que hubieron de salir llamados por la voz imperiosa del deber, quedó Joseph Sedley ascendido a general en jefe de la reducida colonia, integrada por Amelia, Isidoro, su criado belga, y la criada, que había de encargarse de todos los menesteres de la casa. Hemos visto que la visita de Dobbin interrumpió su sueño, mas no por ello se levantó antes, de la hora acostumbrada. El sol estaba próximo a la mitad de su recorrido y nuestros queridos amigos habían caminado una porción de millas, cuando el ex administrador salió de su alcoba y se dirigió al comedor.

La ausencia de George no entristeció al cuñado, antes, por el contrario, estamos por asegurar que fue para él motivo de satisfacción, pues presente George, el papel de Joseph en la casa era bastante secundario, aparte de que el primero tenía la mala costumbre de tratarle con manifiesto menosprecio. Amelia, en cambio, le dio pruebas constantes de cariño y de bondad, le hizo objeto de mil atenciones delicadas, cuidaba de que no faltasen en la mesa los platos que eran de su gusto, le acompañaba a sus paseos a pie o en coche y se interponía entre su cólera y el menosprecio de su marido, evitando escenas desagradables. Mil veces había intercedido tímidamente cerca de George en favor de su hermano, bien que sin resultado, pues el primero replicaba invariablemente:

—Mira, Amelia: ante todo, soy franco, lo que pienso lo digo con claridad. Tu hermano es un majadero, y sería pedir demasiado pretender que a un fatuo así le tratase yo con deferencia.

Quedamos, pues, en que Joseph vio con secreta satisfacción la marcha de George.

—Al menos hoy —se dijo—, no me abrumará con sus insolencias.

Como viese sobre una mesa el sombrero de paisano y los guantes de su cuñado, dijo al criado:

—Guarde el sombrero y los guantes del señor capitán.

—Puede que nunca más vuelva a ponérselos —contestó el criado dirigiendo a Joseph una mirada de inteligencia. Odiaba a Osborne, que le había tratado con la típica insolencia inglesa.

—Y vaya a preguntar a la señora si viene a almorzar —añadió Joseph con dignidad majestuosa, no queriendo darse por enterado de aquel gesto de familiaridad.

La señora, ¡ay!, no se encontraba en disposición de sentarse a la mesa, y menos de obsequiar a Joseph, con las tartinas que tanto gustaban a éste. La señora se sentía muy indispuesta; desde la marcha de su marido, daba pruebas de una agitación deplorable, según manifestó la criada.

El criado Isidoro había seguido con cara hosca la marcha de los preparativos hechos por el asistente del capitán. ¿La causa? No era una sola, sino dos. En primer lugar, odiaba cordialmente a George, cuya conducta para con sus inferiores nunca fue modelo de amabilidad, y en segundo, le enfurecía que alejasen de su persona y del alcance de sus manos tantos efectos de valor como se llevaba el capitán, para que cayesen en poder de desconocidos el día no lejano en que el ejército inglés fuera derrotado y aniquilado. Tanto Isidoro, como la mayor parte de la población de Bruselas y de Bélgica daban como cierta y averiguada la derrota de las huestes inglesas. Era creencia universal que el emperador cortaría los ejércitos prusiano e inglés, los batiría por separado y penetraría en Bruselas antes de tres días, y, en este caso, tocias las propiedades de sus actuales señores, condenados a morir, a caer prisioneros o a salvarse huyendo, pasarían legalmente a manos de monsieur Isidoro.

Aquel día, mientras Isidoro ayudaba a Joseph en su laboriosa y complicada toilette, su imaginación daba destino a los efectos con que adornaba su persona. Los frascos de esencia, peines, cepillos y otros mil artículos, todos de plata, los regalaría a la dama que había encendido en su pecho volcánica pasión amorosa, y reservaría para su uso personal un surtido de finos cuchillos ingleses y un alfiler de corbata en el cual brillaba un rubí tentador. Sus carnes sentirían el suave roce de las finas camisas de su señor, sus manos jugarían con el bastón con puño de oro del capitán, y de la preciosa sortija de éste, aquella sortija de los cuatro gruesos rubíes, haría construir unos pendientes que acabarían de ablandar a mademoiselle Reina.

Por fortuna para la tranquilidad de Joseph, no sospechaba la índole de los pensamientos de su criado… ¡Adivinar lo que piensan los criados!… Si llegáramos a saber lo que sobre nosotros piensan nuestros íntimos, los individuos mismos de nuestra familia, las personas más allegadas, probablemente desearíamos abandonar cuanto antes un mundo donde nos sería imposible vivir sin hallarnos bajo el peso de un terror intolerable.

Menos egoístas eran las disposiciones de la doncella de Amelia, bien que, a decir verdad, criado que estuviese cerca de aquella criatura adorable, toda bondad y dulzura, por necesidad había de serle leal, por necesidad había de quererla. De nadie recibió Amelia tantos consuelos como de su sirvienta Pauline, la cual, como viera que su señora permanecía largas horas sentada junto a la ventana desde la cual viera desfilar el regimiento, muda, inmóvil, llorosa, convertida en imagen de la desesperación, se acercó a ella, tomó cariñosa su mano, y dijo:

—Tenez, madame; est-ce qu’il n’est pas aussi a l’armée, mon homme a moi? ¡Vamos, señora!, ¿no está acaso también mi esposo en el ejército?

Apenas terminada la frase rompió a llorar con amargura; Amelia cayó en sus brazos, lloró como Pauline, y ambas pudieron consolarse mutuamente.

Varias veces salió Isidoro a la calle aquella tarde, y se detuvo en las puertas de los hoteles y posadas donde había ingleses hospedados, a fin de recoger de boca de los criados, lacayos, correos y desocupados las noticias que hubiesen llegado de fuera y transmitirlas a su señor. La inmensa mayoría de aquellos caballeros eran fervientes partidarios del Emperador, y todos opinaban que la campaña sería breve y favorable a su ídolo. La proclama que desde Avesnes lanzó el Emperador había circulado con profusión por Bruselas.

Soldados —decía—: Es hoy el aniversario de Marengo y de Friedland, altos hechos de armas que decidieron dos veces los destinos de Europa. Entonces, lo mismo que en Austerlitz, lo mismo que en Wagram, fuimos en extremo generosos. Prestamos fe a los juramentos y promesas de los reyes a quienes consentimos que continuasen ocupando sus tronos. De nuevo salimos a su encuentro. Ellos y nosotros ¿no seguimos siendo los mismos? ¡Soldados! Esos mismos prusianos que tan arrogantes se presentan hoy, huyeron vergonzosamente ante nosotros en Jena, no obstante ser tres de ellos por cada uno de nosotros, y sucumbieron a nuestro esfuerzo en Montmirail, donde nos esperaban en proporción de seis contra uno. Entre vosotros hay algunos que tuvieron la desgracia de sufrir en Inglaterra la suerte de los prisioneros de guerra: ¡describid vosotros a vuestros camaradas los tormentos horribles de que fuisteis objeto a bordo de los inmundos buques ingleses! ¡Insensatos!… ¡Una racha pasajera de prosperidad les ha cegado, impulsándoles a caer sobre Francia!… ¡No comprenden que si alguno de ellos pisa territorio francés será para encontrar en él su sepultura!

 

Los partidarios del Emperador, que profetizaban el exterminio de los enemigos de su ídolo, propalaron mil noticias que al fin llegaron a oídos de Joseph. Entre otras cosas, Isidoro le aseguró que el duque trataba de reorganizar su ejército, que había sido derrotado completamente la noche anterior.

—¡Derrota!… ¡Mentira! —gritó Joseph—. El duque derrotará al Emperador, de la misma manera que derrotó antes a todos los generales del Emperador.

—Ha quemado ya todos sus documentos, ha retirado sus efectos y retrocede desordenadamente —replicó Isidoro—. La servidumbre del señor duque de Richemont hace los baúles con precipitación: el duque ha huido ya, y la duquesa espera que terminen de embalar el servicio de plata de su casa para volar a Ostende, donde se reunirá con su rey.

—El rey de Francia se encuentra en Gante, amigo mío.

—Huyó la noche pasada a Brujas y hoy embarca en Ostende. El duque de Berri ha sido hecho prisionero. El que quiera salvarse, debe ponerse en franquía sin perder minuto, porque mañana serán abiertas las esclusas y quedará inundada toda la región. Comprenda usted que, abiertas las esclusas, la huida será imposible.

—¡Tonterías… mentiras todo! —replicó Joseph—. Contamos con fuerzas sobradas para resistir y hasta para atacar y destrozar. Los austríacos y los rusos se han puesto en marcha… La derrota del Emperador es infalible… sus ejércitos están condenados al exterminio.

—En Jena peleó contra triple número de prusianos, y les venció y se apoderó de todo el reino en una semana; sus enemigos en Montmirail se encontraban en proporción de seis contra uno de los suyos, lo que no impidió que los pusiese en fuga como si se hubiera tratado de carneros. El ejército austríaco viene, pero lleva a su frente a la emperatriz y al rey de Roma; en cuanto a los rusos… ¡bah! ¡Los rusos no llegan! No se concederá cuartel a ningún inglés, a fin de hacerles pagar el trato odioso e infame de que hicieron víctimas a nuestros valientes en sus horrendos pontones… Aquí lo tiene usted muy clarito, escrito con letras de molde; lea la proclama de Su Majestad el Emperador y Rey —terminó el ardiente partidario de Napoleón, sacando del bolsillo el documento y poniéndolo ante los ojos de Joseph.

Nuestro buen ex administrador, si no seriamente alarmado, comenzó a perder la tranquilidad.

—Dame el sombrero y el abrigo y sígueme —dijo—. Quiero informarme personalmente, quiero aquilatar el valor de las noticias que en tal abundancia me traes.

—Creo que no debería salir el señor… Los franceses han jurado no conceder cuartel a ningún inglés.

—¡Silencio, estúpido! —gritó Joseph, metiendo el brazo en la manga con heroica intrepidez.

En esta actitud le encontró Becky, que venía a visitar a Amelia y había entrado sin hacerse anunciar.

Vestía la esposa de Rawdon con la elegancia que le era peculiar. El sueño tranquilo y reposado a que se entregó después de la marcha de su marido había devuelto toda la frescura a su tez. Alegraba el ánimo ver el delicado sonrosado de sus mejillas en una ciudad donde todas las caras reflejaban ansiedad y temor.

—¿Se dispone usted a incorporarse al ejército, señor Sedley? —preguntó riendo—. ¿Quién quedará entonces, en Bruselas, para protegernos a nosotras, infelices mujeres?

Joseph, una vez que hubo conseguido ponerse el abrigo, salió al encuentro de la bella visitante, balbuceo algunas excusas y le preguntó qué tal había soportado las fatigas del baile de la víspera y las emociones de la madrugada.

Isidoro se retiró.

—¡Qué amable es usted, amigo mío! —exclamó Becky, estrechando entre sus dos manos la que Joseph le tendía—. Se interesa por mí más de lo que merezco… ¿Cómo se encuentra nuestra querida Amelia? A usted le veo sereno e impávido, cuando todo el mundo está asustado… La despedida ha debido ser terrible…

—¡Tremenda! —contestó Joseph con solemnidad.

—Ustedes, los hombres, lo soportan todo, son insensibles a los efectos de las despedidas y en su alma no hacen mella los peligros… Confiese de una vez que va a reunirse con el ejército, dejándonos abandonadas en nuestro desamparo… ¿A qué negarlo, si lo sé?… ¡Me consta! Se me ocurrió esta idea en casa, y me produjo tanto dolor… ¡Ah! ¡Cuántas veces pienso en usted cuando estoy sola!… Me produjo tanto dolor que he venido corriendo, dispuesta a suplicarle de rodillas, si es preciso, que no nos deje.

Probablemente la verdadera interpretación de las palabras de Becky era la siguiente:

Para el caso en que el ejército sufra un desastre y sea necesaria la retirada, tiene usted, caballero, un carruaje en el cual solicito un asiento.

Ignoramos si Joseph interpretó en este sentido el discurso de Becky, pero sí podemos afirmar que estaba disgustadísimo con la dama, por la desatención de que le dio repetidas pruebas durante su estancia en Bruselas. Jamás fue presentado a ninguna de las altas relaciones de los Crawley, muy contadas veces le invitaron a las reuniones dadas por Becky, de milagro era admitido en las veladas, tal vez porque su timidez le impedía jugar fuerte y su presencia molestaba por igual a George y a Rawdon, ninguno de los cuales deseaba que las distracciones a que se entregaban tuviesen testigos.

«¡Ah! —pensó Joseph—. Recurre a mí porque me necesita; si contase con cualquier otro, ni se acordaría de que en el mundo vive un Joseph Sedley.»

No obstante esta idea, que mortificaba no poco su amor propio, sintióse enorgullecido ante la opinión ventajosa que Becky parecía tener formada de su valor. Dándose aires de importancia, contestó:

—Cierto es que me gustaría asistir a una batalla en regla, como le gustaría a todo hombre de corazón. Algunos combates he presenciado en la India, pero ninguno de la importancia de los que se avecinan.

—Ustedes, los hombres, son capaces de sacrificarlo todo a un placer, a un capricho —dijo Becky—. Mi marido me dejó esta mañana tan contento como si saliera a una expedición cinegética… ¿A qué preocuparse?, ¿a qué pensar siquiera en las agonías de las infelices mujeres, que quedamos llorando en casa? He venido aquí sedienta de consuelos, señor Sedley… Me he pasado la mañana de rodillas, y ahora suplico al único amigo que me resta que me proteja, que me defienda… ¡Oh!, me estremezco al pensar en los peligros espantosos que corren nuestro maridos, nuestros amigos, las bravas tropas inglesas y las esforzadas aliadas. Quiero encontrar en esta casa un asilo, he venido buscándolo, y no quisiera que el último amigo que me queda estuviese también disponiéndose a unirse a la lucha.

—¡No se alarme usted, mi querida señora, no se alarme usted! —exclamó Joseph, dando al olvido todos sus rencores—. Tranquilícese, que yo no he dicho que iba a reunirme con el ejército, sino que desearía ser testigo de una gran batalla… ¿Hay algún inglés que no anhele otro tanto? El deber me retiene aquí… sería inhumano abandonar a la infortunada que llora en la habitación contigua.

—¡Noble… ejemplar hermano! —exclamó Becky, llevando el pañuelo a los ojos y aspirando de paso el perfume de colonia de que aquél estaba impregnado—. Quiero confesar que hasta aquí fui injusta con usted: le creí sin corazón, pero ahora veo que lo tiene.

—¡Corazón tengo, señora! —dijo Joseph, colocando su diestra sobre la víscera en cuestión—. Si creyó que no lo tenía, fue injusta conmigo, mi querida señora Crawley.

—Lo fui, sí, pero estoy arrepentida… Tiene usted corazón… donde cabe el cariño fraternal, pero no olvide usted que, hace dos años, su corazón fue desleal conmigo —replicó Becky, clavando una mirada intensa en Joseph.

Nuestro héroe enrojeció hasta el blanco de los ojos. El órgano de cuya carencia le acusaban latió violentamente.

—Ya sé que usted me acusa de desagradecida, de desatenta —prosiguió Becky con voz trémula—. Su frialdad, sus miradas, su actitud cuando entré hace un momento, me lo demuestran harto evidentemente… Pero, dígame usted, puesta la mano sobre su corazón: ¿no tenía yo motivos sobrados para esquivar su trato? ¿Supone que mi marido puede verle con buenos ojos? ¡Dios mío! ¡De las únicas palabras duras que me ha dirigido (debo hacer al capitán Crawley esa justicia), de las únicas palabras duras que me ha dirigido, ha sido usted la causa!… ¡Duras he dicho, pero debí decir crueles!…

—¡Cielo santo! —gritó Joseph, en un rapto de placer—. ¿Qué hice yo para merecer… para merecer?…

—¿No son nada los celos? Los que usted inspira a mi marido labran mi desdicha… Y no tiene razón… porque si en otros tiempos… en fin; hoy, mi corazón es de mi marido… soy inocente… ¿no es verdad, señor Sedley?

Joseph contemplaba extasiado a la inocente víctima de sus seducciones. Bastaron cuatro frases bien meditadas y un par de miradas de los ojos de Becky para que se sintiese de nuevo inflamado de pasión y callasen todas sus dudas y recelos.

Imposible precisar las palabras de amor ardiente que de la boca del tímido Joseph habrían salido si no entra en aquel momento su criado. Difícilmente habría conseguido el galán quedar en situación medio airosa si Becky no hubiese indicado que era hora de pensar en consolar a su querida Amelia.

—Au revoir —dijo, dando a besar su mano a Joseph.

Seguidamente llamó con los nudillos en la puerta de la habitación de Amelia, entró, y Joseph se dejó caer sobre una silla, donde permaneció resoplando y suspirando.

—Ese abrigo es demasiado estrecho para el señor —dijo Isidoro, atento a su objeto de adueñarse legítima o ilegítimamente de la prenda.

No le oyó Joseph, cuyos pensamientos estaban puestos en otra parte. En aquel instante, el ex administrador veía a la encantadora Becky, y hasta se estremecía creyéndose culpable ante la imagen de un Rawdon Crawley celoso, un Rawdon Crawley que, retorciéndose las guías del bigote y presentándole un par de pistolas de desafío, cargadas y amartilladas, le pedía cuenta de sus devaneos con su esposa.

A la vista de Becky, Amelia retrocedió con espanto. La cuitada criatura volvió a tener conciencia de que vivía en el mundo real y recordó las escenas de la víspera, olvidadas, borradas de su mente por el pensamiento abrumador nacido de la idea del peligro mortal que se cernía sobre la cabeza de su marido. También nosotros habíamos olvidado entrar en aquella habitación, donde por espacio de tantas horas había permanecido la desolada joven de rodillas, dirigiendo al cielo plegarias sin palabras y saboreando las hieles del dolor más lacerante. Jamás nos hablan de estas angustias los cronistas de las guerras, atentos únicamente a servirnos brillantes relatos de combates y de triunfos. ¿A qué mezclar con los gritos de júbilo y los coros de victoria las lágrimas de las viudas, los sollozos de las madres?

Al primer movimiento de repulsión instintiva experimentado por Amelia al sentir sobre sí la mirada brillante y acerada de Becky y ver que ésta le tendía los brazos como para hacer protestas de una amistad a todas luces mentirosa, siguió en la primera un acceso de cólera justísima. La sangre coloreó su semblante, pálido como la muerte hasta entonces; desapareció su timidez habitual y clavó en Becky una mirada tan firme, que ésta se detuvo, sorprendida y turbada.

—Sospecho, mi querida Amelia, que no te encuentras bien —dijo Becky, tendiendo a Amelia su diestra—. ¿Qué sientes? No me era posible descansar sin saber cómo te encontrabas.

Amelia no aceptó la mano que se le tendía. Por primera vez en su vida, aquella alma confiada y sincera se negaba a dar crédito y a contestar a una demostración de afecto.

—¿Por qué has venido a esta casa, Becky? —exclamó, retrocediendo otro paso, y dando a sus palabras una entonación de frialdad altanera y áspera.

La actitud de Amelia desconcertó a su visitante.

«Sin duda vio que su marido deslizaba un billete en mi ramo de flores», pensó.

Alzando la voz, dijo:

—No te agites, Amelia querida… He venido para ofrecerte mis… para saber si te encuentras bien.

—¿Y tú, estás bien? Supongo que perfectamente… ¡Oh… no me cabe duda, porque no quieres a tu marido! Si le quisieras, a buen seguro que no estarías aquí… Dime, Becky, ¿viste nunca en mí algo que no fuera cariño tierno y sincero?

—Ciertamente no, Amelia —respondió Becky bajando la frente.

 

—Cuando eras pobre y desgraciada, ¿quién te trató con afecto de amiga del alma? ¿No fui yo para ti una verdadera hermana? ¿No te tendí mis brazos cuando no tenías amigos ni parientes? A todos nos has conocido en días más felices que los presentes… Yo adoraba a George… George me adoraba a mí… Por hacerme feliz renunció a la fortuna, renunció al cariño de sus padres… cosa que pocos serían capaces de hacer… ¿Por qué, pues, te interpones entre mi amor y yo? ¿Quién te inspiró la sacrílega idea de separar lo que Dios unió, de poner la discordia entre dos personas que se aman, de robarme el cariño del amado de mi alma… el cariño de mi marido? ¿Te crees capaz de amarle con amor tan intenso y puro como el mío? ¡Su amor lo era todo para mí… tú lo sabías muy bien… y, sin embargo, quisiste robármelo!… ¡No vendrías aquí, Becky, si te restase un átomo de vergüenza… si no fueses una mujer perversa, una amiga falsa, una esposa infiel!

—¡Tomo a Dios por testigo, Amelia, de que no he faltado a mi marido! —dijo Becky sin osar mirar de frente.

—¡Ah!… ¡No te dirá tu conciencia otro tanto por lo que mí se refiere! Si no conseguiste tu propósito, lo intentaste. Interroga a tu corazón y él te dirá que es cierto.

«Nada sabe», pensó Becky.

—Su corazón volvió a ser mío… Una voz secreta, la voz de mi amor, sin duda, me decía que escaparía de tus redes, de tus astucias… Tenía fe en la generosidad de su alma… confiaba en su cariño… ¡Recé tanto para que cesase su desvío!…

La pobre niña pronunció las palabras anteriores con vivacidad y efusión de que nunca le creyó capaz Becky. Ésta no supo qué contestar.

—¿Qué te hice yo para que intentases robarme al que amo? —prosiguió Amelia con entonación triste y anhelante—. Sólo seis semanas han transcurrido desde que es mío… No debiste proceder así. Pero desde el primer día de nuestro matrimonio trataste de quitármelo… Se ha ido, el deber le lleva lejos de mí… ¿vienes a gozarte en mi desventura? Ya que tanto me hiciste sufrir durante las dos semanas últimas, me parece que hoy, al menos, debiste dejarme en paz.

—Yo… yo nunca vine aquí…

—Lo sé… No viniste aquí pero lo sacaste de su hogar. ¿Has venido en su busca? —gritó con entonación de furia—. ¡Aquí estaba, pero no está ya… se fue! Ese sofá conserva aún las huellas de su cuerpo… ¡No lo toques! Allí estuvimos sentados los dos, allí hablamos… yo, sentada sobre sus rodillas y rodeando con mis brazos su cuello… allí rezamos el padrenuestro… ¡Sí… allí estaba… pero vinieron y se lo llevaron!… Lejos está ahora, pero me ha prometido volver.

—Volverá, querida amiga mía —dijo Becky, presa de un acceso de emoción involuntaria.

—Mira; este cinturón que llevo, es el suyo. ¿Verdad que su color no puede ser más delicado?

Desciñóse el cinturón, que probablemente llevaba puesto desde que se fue George, y lo cubrió de besos. Ya no se acordaba de sus celos, su cólera se había desvanecido, no advertía siquiera la presencia de su odiada rival. Silenciosa, con la sonrisa en los labios, recorrió varias veces la estancia, y al fin se dirigió a la cama y comenzó a ablandar y besar la almohada de George.

Becky abandonó la habitación en silencio.

—Procuren no dejar sola a Amelia —dijo Becky a Joseph—. La encuentro bastante mal.

Sin hacer caso de las súplicas de Joseph, que la instaba a que compartiese con él la comida que había mandado preparar, se marchó con semblante extraordinariamente grave.

Era Becky mujer comprensiva y quería a Amelia a pesar de todo. No le ofendieron sus acusaciones, no obstante la dureza con que le fueron lanzadas al rostro… porque los lamentos del vencido nunca ofenden al vencedor. Encontró paseando por el parque a la comandanta O’Dowd, cuya alma no había hallado sin duda los consuelos que buscaba en los sermones del deán, y la abordó —con no poca sorpresa de la dama, que no estaba acostumbrada a recibir de la señora de Crawley semejantes muestras de atención—, manifestándole que la pobre Amelia se encontraba muy mal, que acababa de dejarla medio loca de pena, lo que bastó para que la comandanta olvidase sus pesares y corriese a la casa de su joven favorita, dispuesta a consolarla por todos los medios a su alcance.

—Hondos pesares me atormentan a mí —contestó con gravedad—, y no suponía que la pobre Amelia necesitase hoy de mi compañía; pero si su estado es tal como usted lo cuenta, y usted, que tanto la ha querido, no puede cuidarla y acompañarla, allí iré yo, mejor dicho, allí voy en seguida, dispuesta a atenderla y a servirla… Así que, muy buenos días, señora.

Hizo una inclinación de cabeza y se alejó de Becky, cuya compañía no ambicionaba.

Encontró a Amelia tal como Becky la había dejado, de pie junto al lecho, loca de dolor.

La esposa del comandante, mujer de temperamento resuelto, hizo los imposibles para atenuar la desesperación de su amiguita.

—¡Ánimo, Amelia querida! —repetía con dulzura maternal—. Si no por usted, hágalo por George, quien tiene derecho a encontrarla buena y sana el día que regrese cargado de laureles. No es usted la única esposa que hoy depende de la protección divina.

—Lo sé… Confieso que soy mala, que soy muy débil, pero la pena me mata.

La compañía de su amiga la tranquilizó algún tanto. Las dos estuvieron juntas, hablando y deparándose consuelos hasta las dos de la tarde, pero sus corazones viajaban lejos, seguían a la columna, se alejaban más y más, a medida que las tropas franqueaban distancias. Angustias, dudas horribles, plegarias ardientes y lágrimas nacidas del corazón seguían al regimiento. Es el tributo que la mujer paga a la guerra, que no perdona a nadie: los maridos y los hijos lo pagan con sangre; las esposas y las madres con lágrimas.

A las dos y media sobrevino un acontecimiento de importancia capital para Joseph: era llegada la hora de sentarse a la mesa. Luchen en buena hora los guerreros, despedácense y mueran, pero la comida ante todo y sobre todo. Nuestro héroe entró en la habitación de Amelia y procuró decidirla a que tomase un refrigerio.

—Prueba —le decía—. La sopa está riquísima, Amelita, te gustará… ¿por qué no pruebas?

Joseph besó la mano a su hermana. En su vida había hecho tanto, excepción hecha del día de la boda.

—Eres muy bueno, Joseph… todos son muy buenos y muy cariñosos conmigo… pero no puedo.

La comandanta, a cuya nariz llegó el olorcillo de la sopa, supuso que estaría buena y aceptó, sin hacerse rogar mucho, la invitación de Joseph.

—¡Que Dios bendiga la comida! —dijo al sentarse a la mesa, con entonación solemne—. ¡Ah… los pobres muchachos que hoy corren a la muerte la tendrán probablemente peor!

La comida animó a Joseph, quien quiso brindar por el regimiento, o, mejor dicho, aprovechar un pretexto para beber un par de copas de champaña.

—Beberemos a la salud del comandante O’Dowd y de sus valientes tropas —dijo—. ¿Le parece a usted bien, señora O’Dowd? Llena las copas, Isidoro.

Isidoro dio de pronto un salto y la comandanta dejó caer el cuchillo y el tenedor. A lo lejos sonaba un ruido sordo, como el retumbar del trueno.

—¿Qué pasa? —gritó Joseph—. ¿Por qué no llenas las copas, tunante?

—C’est le feu! —contestó Isidoro corriendo hacia el balcón.

—¡Dios nos proteja! ¡Es el cañón! —exclamó la comandanta corriendo también hacia el balcón.

Segundos después, no parecía sino que toda la población de Bruselas se había lanzado a las calles.

Capítulo XXXII

Huye Joseph Sedley y termina la guerra

Los que no hemos salido de la City de Londres no hemos visto nunca, y quiera Dios que no se nos presente ocasión de verlas, las escenas de confusión, de tumulto, de alarma, que ofreció de pronto Bruselas. Turbas innumerables se precipitaban a todo correr hacia la puerta de Namur, de donde parecía venir el estruendo, y no eran pocos los que, más impacientes, salían a todo el galope de sus caballos camino adelante, por si tenían la fortuna de saber algo sobre la suerte del ejército. Todo el mundo preguntaba a su vecino, y todo el mundo, sin exceptuar a los grandes señores y encumbradas damas de la aristocracia inglesa, condescendientes hasta el inusitado extremo de contestar a personas que no les habían sido presentadas, contestaba lo que sabía o lo que había oído decir. Los partidarios de los franceses andaban alborozados, profetizando el triunfo de su Emperador. Se cerraron todas las tiendas, las mujeres inundaron las iglesias, y los clamores redoblaron, y los coros de alarma se hicieron ensordecedores. El cañón tronaba sin cesar. A poco comenzaron a salir de la ciudad carruajes de toda clase atestados de personas. Todos desaparecían a galope por la barrera de Gante.