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100 Clásicos de la Literatura

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Tan ocupado estaba George, que rara vez se le veía con Dobbin, su inseparable antes de la llegada de los Crawley. George le huía en público y evitaba encontrarse en el cuartel con quien a todas horas estaba dispuesto a sermonearle, y Dobbin, convencido de la ineficacia de sus consejos, seguro de no conseguir nada de su amigo, tampoco hacía gran cosa por verle. George, pues, corría sin freno por la pendiente del placer que brinda a los mortales la feria de las vanidades.

Desde los tiempos de Darío, no ha habido caudillo a quien rodease un Estado Mayor tan brillante como el que, en 1815, seguía al duque de Wellington. Como circunstancia digna de mención, apuntaremos que el tal Estado Mayor, con la misma tranquilidad y alegría organizaba un baile que preparaba una batalla. Histórico es el baile que el día 15 de junio del año mencionado dio en Bruselas una noble duquesa. Algunas damas amigas mías que por aquella fecha se encontraban en Bruselas, me han contado que en el sexo débil el baile en cuestión produjo mayor excitación que el mismo enemigo que, a marchas forzadas, se acercaba a la plaza. Hablar de las súplicas, intrigas y luchas puestas en juego para conseguir invitación, sería algo de nunca acabar.

En vano trabajaron, en vano hicieron esfuerzos titánicos Joseph y la señora O’Dowd para ser admitidos en el baile: nada consiguieron, pero fueron más afortunados otros amigos nuestros. Así, por ejemplo, la comida que George diera a la distinguida familia Bareacres, le valió una invitación para él y su señora, circunstancia que le llenó de orgullo, y Dobbin, amigo particular del general en jefe de la división de que su regimiento formaba parte, se presentó un día a Amelia con otra invitación en la mano, llenando de envidia a Joseph y de estupefacción a George, quien se preguntaba cómo diablos había conseguido tan señalado favor. Como es natural, también el matrimonio Rawdon, amigo del general de una brigada de caballería, recibió su oportuna invitación.

La noche del famoso baile, George presentó en los salones a Amelia, que no conocía absolutamente a nadie. Buscó a la condesa de Bareacres, la cual, creyendo haber hecho demasiado proporcionándole la invitación, declinó el honor de su compañía, colocó a Amelia en su asiento y se alejó, seguro de haber cumplido como buen marido llevándola a un lugar donde podía divertirse a su sabor. Allí quedó Amelia entregada a sus pensamientos, que nada tenían de placenteros, sin que nadie, excepción hecha de Dobbin, se acercase a ahuyentarlos con su presencia.

Al paso que la aparición de Amelia fue un fracaso horrendo, según se decía su marido con cierta rabia, el debut de Becky fue, por el contrario, brillantísimo. Llegó muy tarde, vestía con elegancia suprema y su rostro estaba radiante. Las elevadas personalidades que la rodeaban, los innumerables impertinentes que le asestaron, la dejaron tan tranquila y reposada como si en el retiro de sus habitaciones se encontrase. Rodeáronla en el acto infinidad de caballeros, que la conocían ya, y entre las damas, que con envidia la contemplaban, circuló el rumor de que Rawdon la había robado de un convento y de que pertenecía a la renombrada familia Montmorency. Todos confesaron que sus modales eran modelo de corrección y de finura y sus movimientos y ademanes distingues. Cincuenta aspirantes se disputaron el honor de bailar con ella, pero a todos contestó que estaba ya comprometida y que pensaba bailar muy poco. En efecto, en vez de bailar, se dirigió a donde Amelia estaba sentada, y la saludó con muestras de exagerado cariño. Encontró mil defectos al vestido de su amiga, dijo que su peinadora había estado desacertadísima, afirmó que la desesperaba verla chausée como iba y juró, que en su lugar, al día siguiente despediría a su corsetera. Dijo que el baile estaba encantador, que en él se había congregado toda la gente conocida, y que apenas había gente de medio pelo. Era notable cómo, en un par de semanas y después de tres comidas mundanas, nuestra joven amiga había adquirido los aires y la manera de expresarse de una dama elegante de la sociedad inglesa.

George, que había dejado sola a su mujer no bien llegó al baile, volvió presuroso a su lado al advertir que la acompañaba Becky. Ésta explicaba a Amelia las locuras que su marido estaba cometiendo.

—Por lo que más quieras, querida —le decía—, impídele que juegue, si no quieres ver pronto su ruina. Todas las noches juega con Rawdon, quien le ganará hasta el último céntimo, si no pone más cuidado. La verdad, no comprendo cómo eres tan descuidada; deberías venir todas las noches a nuestras habitaciones, en vez de quedarte charlando con ese capitán Dobbin, hombre que será très aimable, no lo dudo, pero que tiene unos pies… me parece imposible que haya en el mundo mujer capaz de enamorarse de un hombre tan espléndidamente dotado de pies… Los de tu marido son preciosos… Pero punto en boca, que aquí viene. ¡Hola, perdido! ¿De dónde sale usted? Aquí tiene a su pobre mujer sola, aburrida, suspirando por su marido, que es un ingratón de primera… ¿Viene a buscarme para bailar?

Dejó el ramo de flores y el chal junto a Amelia y se alejó con George.

Sólo las mujeres conocen el secreto de producir heridas terribles sin que, al parecer, se lo propongan. Sus flechas son mucho más punzantes que las bastas armas de los hombres. Nuestra desgraciada Amelia, en cuyo corazón jamás tuvo cabida el odio, moría a manos de aquella enemiga implacable.

Dos o tres veces bailó George con Becky. Amelia permaneció constantemente sola, salvo las dos o tres veces que se le acercó Rawdon para decirle cuatro frases triviales. Ya muy adelantado el baile, Dobbin encontró en su pecho valor bastante para llevarle unos dulces y sentarse a su lado. No quiso preguntarle la causa de su tristeza, pero ella, creyéndose obligada a explicar las lágrimas que llenaban sus ojos, dijo que Becky la había alarmado seriamente hablándole de la pasión de George por el juego.

—Parece mentira que un hombre listo, cuando le domina el juego se deje estafar por los tahúres más vulgares —observó Dobbin.

—Cierto —contestó Amelia, que pensaba en cosa muy distinta.

Volvió George para recoger las flores y el chal de Becky, que no tuvo la condescendencia de despedirse de su amiga, en ocasión en que Dobbin, llamado por el general de la división, sostenía con éste animada plática. La contristada esposa dobló la cabeza, cual flor agostada, sin decir palabra a su marido, el cual entregó el ramo a Becky, mas no sin colocar disimuladamente un billetito que quedó enroscado entre las flores. La vista de Becky lo descubrió en el acto, que no en vano había recibido billetitos análogos durante los albores de su juventud. En su mirada pudo leer George que había adivinado la presencia del mensaje. Demasiado absorto Rawdon en sus propios pensamientos, no advirtió, al parecer, los signos de inteligencia cambiados entre su esposa y su amigo en el momento de despedirse. Verdad es que fueron aquéllos tan insignificantes, que difícilmente podían llamar la atención de nadie. Un apretón de manos, una mirada, un saludo, y nada más. George, extasiado por el goce de su triunfo, no contestó, no oyó siquiera una observación que le hizo Rawdon en el momento de salir con Becky.

Había visto Amelia parte de la escena del ramo. Nada más natural que George, a instancias de Becky, llevase a ésta el chal y el ramo; docenas de veces lo había hecho en otras ocasiones, pero el aditamento del billete daba al acto un alcance de tal gravedad, que difícilmente podía sufrirlo Amelia.

—¡William! —dijo con cierta brusquedad a Dobbin, que acababa de reunirse a ella—. Siempre fue usted bueno y complaciente conmigo… No me encuentro bien… Acompáñeme a casa.

Sin darse cuenta había llamado a Dobbin por su nombre de pila, como lo hacía invariablemente su marido.

Salió con Dobbin de los salones, recorrió asida convulsivamente al brazo de su acompañante el corto trayecto que de su casa la separaba, y una vez quedó sola, recordando que su marido la había regañado en dos o tres ocasiones por esperarle levantada hasta muy tarde, se acostó. No consiguió conciliar el sueño. Todo era agitación, todo voces, todo tumulto, todo galopar de caballos en la calle, pero nuestra triste amiguita no oyó ninguno de esos ruidos; obsesiones más angustiosas abrumaban su alma y causaban su insomnio.

Su marido, mientras tanto, radiante de alegría, se acercó a una mesa de juego y comenzó a jugar con verdadero frenesí. Tuvo la suerte de ganar repetidas veces, pero la excitación del juego y el placer de las ganancias no calmaron la agitación que en su alma producían otras causas. Al cabo de breves minutos, guardó el dinero ganado y se dirigió al buffet donde bebió una porción de vasos de vino.

Allí le encontró Dobbin, alegre, bullicioso, hablando mucho y con muchas personas. El aspecto de Dobbin reflejaba tanta gravedad como júbilo el de George, y la cara del primero estaba tan pálida como arrebatada la del segundo.

—Vámonos, George —dijo Dobbin, con cierto dejo de severidad—. No bebas más.

—¿Que no beba? ¡Quita allá, hombre!… ¡Si no hay nada como el beber!… Bebe también tú, y anima un poco esa cara, que más que de baile parece de entierro.

Dobbin murmuró algunas frases al oído de George, y éste dejó su vaso sobre la mesa, se agarró al brazo de su amigo y salió precipitadamente.

—El enemigo ha pasado el Sarnbre —había dicho William a George—. Nuestra ala izquierda se bate ya, y nosotros salimos dentro de tres horas.

Un sentimiento de excitación nerviosa se apoderó de George al saber la noticia tanto tiempo esperada y que tan imprevista parecía ahora. Su intriga amorosa, las embriagueces de un amor culpable, manantial, momentos antes, de ruidosa alegría, éranlo ya de tristeza, de remordimiento. Mil pensamientos asaltaron su alma. Mientras volvía a su casa, reflexionaba en las vicisitudes de su vida anterior, en el destino que le esperaba, pensaba en su amante esposa, en su hijo no nacido todavía y a quien acaso no podría ver jamás. ¡Ah, cuánto habría deseado borrar lo acontecido aquella noche! ¿Podría decir adiós con la conciencia tranquila a aquella criatura dulce e inocente, cuyo amor había destrozado con sus frialdades implacablemente ofensivas?

 

Repasó la breve historia de su vida de casado. Unas cuantas semanas habían sido suficientes para acabar con su escaso capital… ¡Qué egoísta, qué imprudente, qué criminal había sido! Si alguna desgracia le acontecía, su mujer quedaría en la miseria… ¡No… no era digno de aquel ángel! ¿Por qué se casó, si dada su manera de ser no era posible que hiciera la felicidad de ninguna mujer? ¿Por qué desobedeció a su padre, que siempre se condujo con él con generosidad ejemplar? Esperanzas, remordimientos, ambiciones, ternura, egoísmo y pesadumbre llenaban su corazón. Llegado a su casa se sentó y escribió a su padre una carta análoga a la que en otra ocasión, la víspera de un duelo, le dirigiera. Las primeras luces del alba iluminaban el cielo cuando cerraba George aquella carta de despedida. La cerró y lacró, besó el sobrescrito y pasó al dormitorio de su mujer. Los párpados de ésta estaban cerrados. Salió fuera y encontró a su asistente haciendo los preparativos de marcha. Por medio de un gesto indicó a aquél que los continuase sin hacer ruido y volvió a la alcoba, irresoluto entre despertarla para despedirse o dejar una carta escrita. A la velada luz de la lámpara pudo observar que los párpados de su amante esposa estaban enrojecidos por el llanto. Parecía dormida… ¡Qué pureza de facciones! ¡Qué dulzura, qué gracia, qué inocencia… y qué tristeza reflejaba aquel rostro!… ¡Y él… qué egoísta, qué duro, qué cruel había sido! En su imaginación se alzaba pavoroso, terrible, el espectro de sus faltas. Con el rubor en el semblante y el arrepentimiento en el alma, se inclinó silencioso sobre aquel rostro pálido y delicado.

Dos brazos se enlazaron tiernamente alrededor de su cuello.

—No duermo, George; estoy despierta —dijo la infeliz, acompañando sus palabras con un sollozo que pareció llevar consigo todo su corazón.

¡Despierta! ¡Despierta, sí, despierta, para mayor dolor suyo, porque en el mismo instante resonaron en la Plaza de Armas las agudas notas del clarín, que como reguero de pólvora se extendieron por la ciudad entera!

Capítulo XXX

Separación

No tenemos la pretensión de figurar entre los novelistas militares, porque nuestro puesto está entre los no combatientes. Cuando se disponen a hablar las armas, nos tendemos en tierra y esperamos el resultado de la acción. En consecuencia, acompañaremos al regimiento… hasta las puertas de la ciudad, nos despediremos del comandante O’Dowd, deseándole suerte en el cumplimiento de su deber, y nos colocaremos en la impedimenta, de la que formaban parte la comandanta y otras señoras.

Como ni el comandante ni su cara mitad habían conseguido invitaciones para el baile en el que figuraron algunos de nuestros amigos, dispusieron de más tiempo para descansar que los que andaban a caza de diversiones.

—Creo, querida mía —dijo con placidez el comandante, al encasquetarse la noche anterior el gorro de dormir—, que no pasarán dos días sin que tomemos parte en un baile bastante más movido que el que esta noche celebran. Quisiera levantarme media hora antes del toque de asamblea… Bueno será que me despiertes a la una y media, querida. Si puedo, volveré a tomar el desayuno, pero acaso me sea imposible.

Con estas palabras quiso significar el comandante que suponía que el regimiento emprendería la marcha a la madrugada siguiente, y creyendo cumplido su deber de buen esposo, calló y se durmió.

La buena comandanta, suponiendo que no era ocasión de dormir, sino de obrar, vistió una bata, recogió su cabello, arregló los maletines, cepilló el capote y puso en orden todos los efectos de marcha de su marido. En los bolsillos del capote colocó algunos comestibles y una botella de excelente coñac, y no bien sonó la una y media, despertó a su marido y le presentó una taza de café, que con antelación había preparado. Nadie podrá negar que los preparativos de aquella excelente señora eran manifestaciones de cariño tan tierno y acendrado como las lágrimas y espasmos nerviosos con que suelen dar patente de su amor otras mujeres más sensitivas. Gracias a la taza de café, mil veces más útil que una ración de lágrimas, el comandante se presentó con cara de Pascuas en la Plaza de Armas, montó a caballo y recorrió las compañías arrogante, jubiloso, respirando confianza.

En todas las circunstancias solemnes de su vida, solía la señora O’Dowd recurrir a la lectura de un libro descomunal que contenía parte de los sermones de un tío suyo que fue deán. Siempre encontró en el libro en cuestión consuelo y aliento. Los benéficos efectos de su lectura había podido comprobarlos en su viaje de vuelta de las Indias Occidentales, cuando el buque estuvo a punto de zozobrar. Apenas había salido el regimiento de la ciudad, la valiente matrona abrió el libro y se puso a leer, aunque acaso entendiera muy poca cosa de lo que leía, bien por no poseer los conocimientos necesarios para asimilarse la lectura, bien porque su imaginación estuviera en otra parte; pero bueno era entretenerse en algo, toda vez que, pensar en conciliar el sueño sin que junto a su cabeza descansase el gorro de dormir del comandante, era pensar en lo imposible. Así es el mundo. John o Pedro se van a la guerra, abrazando el fusil y soñando en los laureles que en los campos de batalla han de conquistar. Tras ellos quedan unas mujeres, y ellas son las que sufren, y las que en sus horas vacías, piensan, cavilan y recuerdan.

Bien persuadida de la inutilidad de las lágrimas, cuyo resultado único es aumentar la agonía de las despedidas, Becky resolvió, por cierto muy cuerdamente, prescindir de sensiblerías vanas y fatigosas, y soportar la marcha de su marido con ecuanimidad espartana. Mucho más conmovido estaba el capitán Rawdon en el momento de los adioses que aquella mujer cita, prodigio de resolución y de energía, que había conseguido dulcificar el natural áspero de su marido y encender en su alma un amor violento, rico en respeto y admiración. Nunca fue tan feliz el capitán como durante sus breves meses de vida matrimonial. Las carreras, el regimiento, la caza, el juego, sus intrigas amorosas con modistas y bailarinas, sus triunfos fáciles que le valieron la admiración de sus compañeros de armas, parecíanle insípidos cuando los comparaba con los nuevos placeres que le hizo conocer una unión legalmente contraída. Becky supo encontrar mil recursos para tenerle contento y distraído todos los días y a todas horas, siendo, por tanto, muy natural que el marido prefiriese su compañía a las que desde su adolescencia había frecuentado. Maldecía de sus extravagancias y locuras pasadas y se dolía particularmente de sus enormes deudas, obstáculos eternos con que tropezaría su carrera y la de su mujer. ¡Cuántas veces, en sus conversaciones íntimas con Becky, habló de las inquietudes que le producían sus deudas, aunque jamás le quitaron el sueño de soltero!

—¡Malditas deudas! —exclamaba—. Antes de casarme, nunca volvía a acordarme de mis pagarés hasta que Samuel o Levi me los presentaban a su vencimiento para su renovación, pero hoy, palabra de honor, que me roban muchas horas de sueño. Por supuesto que desde que soy tu marido no he estampado mi firma al pie de ningún documento escrito en papel sellado: te lo juro.

Becky poseía el secreto de conjurar los accesos de melancolía de esta índole.

—No te apures, amor mío —contestaba—, que mis esperanzas en tu tía subsisten, no he renunciado a ellas todavía. Pero aun suponiendo que aquélla muera sin ablandarse, nos queda un recurso, y es el siguiente: el beneficio eclesiástico de la familia Crawley corresponde de derecho al hermano menor de la casa; deja que tu tío entregue sus huesos a la tierra, y entonces pides tu licencia absoluta y te haces ministro evangélico.

La idea de semejante cambio de carrera hizo tanta gracia a Rawdon cuando se la expuso su mujer, que rompió a reír con verdadero frenesí. Sus carcajadas fueron tan ruidosas, que fueron escuchadas desde sus habitaciones por el general Tufto, y cuando en unión de éste, se desayunaba el matrimonio al día siguiente, Becky reprodujo la escena con gran ingenio, y predicó el primer sermón de su esposo, provocando la hilaridad del viejo militar.

Pero esto ocurrió en días de alegría y de buen humor, Cuando llegó la nueva anunciando el comienzo definitivo de la campaña, y se cursaron las órdenes de marcha, Rawdon perdió la alegría y se puso tan grave, que Becky se creyó en el caso de burlarse de él, haciéndolo en forma tan despiadada, que lastimó profunda y vivamente su amor propio.

—Supongo, Becky, que no creerás que tengo miedo —dijo el ayudante del general Tufto, con voz temblorosa—. Te engañarías si tal creyeses, pero considero que presentaré un blanco excelente, que muy bien puede recoger un balazo, y no creas que deja buen sabor de boca pensar que uno corre peligro de irse al otro mundo dejando en éste una persona querida… y quién sabe si dos… Te aseguro que la cosa no es para tomada a risa, mi querida Becky.

Por medio de caricias y palabras dulces procuró Becky consolar a su marido, consiguiéndolo como siempre.

—Por si caigo —dijo Rawdon—, vamos a hacer un pequeño balance. Gracias a la suerte, que me ha favorecido constantemente, tengo doscientas treinta libras esterlinas, que quedan en tu poder. Yo me voy con diez napoleones, que es cuanto necesito, toda vez que el general paga todos los gastos con esplendidez de príncipe, y, si pesco un chinazo, y me voy al otro mundo, hago el viaje sin pagar billete y sin gastar un penique, como sabes muy bien… ¡No llores, tontina, que aun he de vivir lo bastante para darte muy malos ratos! Y ya tenemos arreglada la primera parte: veamos ahora la segunda. No me llevo ninguno de mis caballos, porque ha de resultarme más barato montar el tordo del general. Con decirle que los míos están cojos, estamos al cabo de la calle. Quedan, pues, los caballos en tu poder, y algo te valdrán si yo muero. Noventa libras me ofreció ayer Grigg por la yegua… desgraciadamente antes de llegar la condenada noticia de marcha, que de haber sospechado yo que tan próxima estaba, no le dejo marchar con esa cantidad, que estaría mejor en tu bolsillo que en el suyo. Véndela, así como también mi segundo caballo, pero convendrá que la venta la verifiques aquí… porque en Inglaterra he dejado más acreedores que moscas. También puedes deshacerte de la yegua que te regaló el general, y así te evitas los gastos de manutención… y de alquiler de cuadra en Londres. Tienes el estuche que me costó doscientas libras… es decir, me costó añadir doscientas libras a las que antes debía, porque no lo he pagado: véndelo, que siempre sacarás el sesenta por ciento de su valor. Otro tanto puedes hacer con mis alfileres de corbata, con mi cadena de oro, dijes y reloj, que valen una cantidad muy respetable. Lo que siento es no haber aprovechado más, cuando tenía crédito, pero, en fin, bueno será sacar partido de lo que hay.

Y en esta forma, el capitán Crawley, que muy pocos meses antes sólo se ocupaba de sí mismo, ahora que el amor se había posesionado de él, fue pasando revista a todos sus bienes, y sacando un lápiz, los fue catalogando, atento a averiguar la suma que podrían valer a su viuda, suponiendo que en alguna de las recias batallas que no tardarían en reñirse dejase la vida.

Fiel a sus proyectos de economía, el capitán Crawley vistió su uniforme más viejo, dejando el mejor en manos de su mujer, y salió de su casa, modesto como un cabo, después de estrechar silenciosamente a Becky contra su corazón. Largo rato cabalgó junto al general fumando nervioso su veguero y retorciéndose el bigote, y habían recorrido ya una porción de millas cuando despegó por primera vez los labios.

Becky, conforme hemos dicho, había resuelto muy cuerdamente no abandonarse a los arrebatos de una sensiblería estéril y superflua. Desde la ventana despidió con un gesto a su marido y allí permaneció largo rato después que aquél hubo desaparecido. Los primeros rayos del sol iluminaban las esbeltas torres de la catedral y comenzaban a bañar los desiguales tejados de las casas. Becky no se había acostado aquella noche, según evidenciaban el vestido de baile que todavía llevaba, los bucles que, desrizados, caían sobre su cuello, y el cerco negruzco que rodeaba sus ojos.

 

—Estoy para enamorar a cualquiera —murmuró sonriente, mirándose al espejo—. El carmín que di a mis mejillas y labios hace resaltar horriblemente mi palidez.

Hizo desaparecer el carmín, soltó las cintas de su corsé, del que cayó un billete, que recogió riendo y guardó en el tocador, colocó en un vaso el ramo de flores que había lucido en el baile, se acostó, y no tardó en dormirse con la tranquilidad del justo.

Disfrutaba la ciudad de una calma completa cuando Becky despertó a eso de las diez de la mañana. ¿Pensó nuestra amiga en su marido ausente? Es posible, pero ello no le impidió pedir ante todo una taza de café, no dudando que la infusión la ayudaría a recobrarse de las fatigas de la noche pasada y de las emociones de la madrugada.

Tomado con calma y fruición el café, se dedicó a comprobar los cálculos hechos por Rawdon en la noche anterior e hizo el balance de su situación económica. No era ésta tan desesperada como se hubiese podido temer, por mal que las cosas vinieran. A los objetos de valor que su marido le dejaba, había que añadir el importe de sus joyas y equipo de novia, que valían bastante, pues la generosidad de Rawdon fue ejemplar, conforme dijimos en lugar oportuno. Además de eso, y de la yegua que le había regalado el general, su adorador y esclavo, recibió de este último varios regalos, consistentes en una colección riquísima de chales de cachemira y de joyas que atestiguaban el gusto exquisito y gran fortuna cíe su admirador. De relojes, particularmente, estaba bien provista. Por casualidad habló una noche del que Rawdon le había regalado, de fabricación inglesa y marcha poco segura, y a la mañana siguiente recibió dos, que eran dos verdaderas joyas: uno marca Leroy, con su correspondiente cadena, cuajado de brillantes, y otro marca Breguet, del tamaño de media corona, sembrado de perlas: el general Tufto le presentó el primero, y George Osborne el segundo. Bueno será hacer constar que Amelia no tenía reloj, aunque la justicia nos obligue a decir que si lo hubiera pedido a su marido éste se habría apresurado a complacerla, y que la excelentísima señora generala de Tufto consultaba la hora en Inglaterra en uno de plata, que antes de ella usó su madre. ¡Qué de sorpresas depararían los señores Howel y James si un día publicasen la lista de los relojes que venden y de los caballeros a quienes los venden!

Hecho el cálculo del valor de todos los objetos de su pertenencia, Becky comprobó, no sin experimentar viva satisfacción, que disponía de seiscientas a setecientas libras esterlinas para asegurar su entrada en el mundo. La mañana se la pasó sin sentir, pues la invirtió en la tarea de disponer, ordenar y ultimar cálculos. Entre las notas dejadas por su marido, encontró un cheque contra el banquero de Osborne por valor de veinte libras.

—Iré primero a cobrar el cheque —se dijo—, y luego haré una visita a la pobre Amelia.

Si lo que escribimos es una novela sin héroe, permítasenos decir que, si no héroe tiene heroína. En todo el ejército inglés que había salido a campaña, sin exceptuar al mismísimo duque de Wellington, es posible que no hubiera hombre capaz de afrontar las dudas y dificultades con tanta frialdad y energía como la indomable cara mitad del ayudante de campo del general Tufto.

Réstanos hablar de otro de nuestros antiguos conocidos, de otro no combatiente, que quedaba en la ciudad, cuyas emociones y conducta tenemos derecho a conocer. Nos referimos al ex administrador de Boggley Wollah, cuyo tranquilo sueño interrumpieron, como el de tantos otros, las trompetas que sonaron de madrugada. Dormilón atroz y aficionado como pocos a la posición horizontal, es más que probable que hubiese continuado en la cama hasta la hora reglamentaria, las doce del día, pese al redoblar de los tambores, las notas agudas de las trompetas y el rodar de los canos que formaban la impedimenta del ejército inglés, de no haber sido por una interrupción, que no llegó precisamente de las habitaciones de George Osborne, que vivía en su misma casa, y que tenía quehacer sobrado con ultimar sus asuntos personales o se hallaba excesivamente apesadumbrado por haber de separarse de su esposa, para acordarse de decir adiós a su cuñado. No fue, pues, George, quien se interpuso entre Joseph Sedley y su sueño, sino el capitán Dobbin, empeñado en darle un apretón de manos antes de emprender la marcha.

—Se lo agradezco en el alma —dijo Joseph, entre bostezo y bostezo, renegando mentalmente de la amabilidad del capitán.

—Me parecía muy duro irme sin… sin decirle adiós —explicó Dobbin titubeando—. Comprenda usted que emprendemos un viaje del que es posible que no volvamos… y claro… deseaba despedirme de todos… y decir a todos que…

—Si no habla usted más claro, a fe que no le entiendo —contestó Joseph.

Pero es el caso que Dobbin ni escuchaba ni veía al dormilón a quien habla despertado; el gran hipócrita miraba y escuchaba con todas sus potencias y sentidos hacia las habitaciones de George, y sin cesar daba zancadas por la estancia, derribando sillas, mordiéndose las uñas y dando mil otras pruebas de intensa emoción interna.

Joseph, que siempre tuvo formada opinión bastante pobre del capitán Dobbin, principió ahora a sospechar que su valor era bastante equívoco.

—Dígame si necesita algo de mí —repuso con entonación irónica.

—Algo necesito de usted, sí, y voy a exponerlo ahora mismo —contestó Dobbin, acercándose con paso rápido a la cama—. Nos vamos dentro de un cuarto de hora, Sedley, y es posible que ni George ni yo volvamos. Por favor le pido que no se mueva usted de esta ciudad hasta tanto sepa cómo andan las cosas. Permanezca usted aquí, velando por su hermana, atendiéndola y procurando que ningún daño reciba. Si algo ocurriese a George, no olvide usted que a nadie en el mundo tiene más que a usted. Si la campaña nos fuese desfavorable, usted deberá encargarse de llevarla sana y salva a Inglaterra, y de todas suertes, quiero que me dé usted su palabra de no abandonarla. Sé muy bien que la atenderá como hermano cariñoso… Por lo que respecta a la cuestión de dinero, siempre se condujo usted generosamente… ¿Necesita usted?… Quiero decir si cuenta con dinero disponible para regresar con su hermana a Inglaterra si alguna desgracia viniese a…

—¡Caballero! —contestó Joseph con tono de majestad ofendida—, cuando necesito dinero sé muy bien dónde pedirlo… y por lo que a mi hermana respecta, tampoco necesito que me diga usted cómo debo conducirme.

—Contesta usted como hombre resuelto y enérgico, y crea que lo celebro de todas veras —repuso Dobbin con su amabilidad habitual—. Con alegría veo que George no podría dejar a su querida esposa en mejores manos… ¿Me permitirá usted que le haga presente que usted empeña su palabra de honor de velar por su hermana en caso de necesidad?

—Claro que sí; queda usted autorizado.

—¿Y que la sacará de Bruselas y dejará sana y salva en Londres en caso de derrota?

—¿Derrota? ¡Hombre… no hable usted de cosas imposibles! ¿Es que intenta asustarme? —gritó Joseph.

Si Dobbin creyó que ver a Amelia antes de emprender la marcha sería para él motivo de consuelo o satisfacción, su egoísmo resultó castigado con el castigo a que en su perversidad se hacía acreedor. La puerta del dormitorio de Joseph daba a un saloncito que era común a toda la familia; al otro extremo del saloncito y enfrente, estaba la puerta de la habitación de Amelia. Las trompetas habían despertado a todo el mundo, así que la presencia del capitán no podía pasar inadvertida. El asistente ultimaba los preparativos de marcha de su amo, y George pasaba constantemente del dormitorio al saloncito para entregarle los objetos que consideraba debía llevar consigo. Al cabo de un rato, Dobbin halló la oportunidad que venía codiciando y vio a Amelia, pero… ¡más le valiera mil veces no haberla visto! Vio una Amelia blanca como el papel, una Amelia que era la imagen de la desesperación, una Amelia aterrada, una Amelia cuyo recuerdo le persiguió después implacable, produciéndole torturas sin cuento.